miércoles, 15 de julio de 2015
El país de los sobrevivientes: Todos los rostros del temor. ¿Usted se pregunta qué ocurre en Venezuela? Yo le puedo contar.
Hipotético lector:
Seguramente usted ha oído hablar sobre Venezuela. Si usted quizás es curioso y ha investigado un poco, sabrá que Venezuela es un país petrolero, con una abundante renta producto de la comercialización de hidrocarburos, con espléndidos paisajes naturales gracias a una privilegiada posición geográfica y una población muy joven. Si por algún motivo ha escudriñado a profundidad, estará enterado de la pésima administración de esa riqueza mineral, de los cuarenta años de democracia bipardista que desembocaron en una delicada situación política y social. De los aires de cambio que recorrieron al país hace quince años y finalmente, la transformación que sufrió la política tradicional de la nación. Porque claro está, si sabe todo eso, habrá escuchado sobre Hugo Chavez, la Revolución boliviariana, Unasur, PetroCaribe y la nueva visión regional basada en un izquierdismo latinoamericano, ese tan añejo y reivindicatorio cuya cara más visible parece ser la de Fidel Castro y su hermano Raúl. Una nueva utopía socialista en pleno siglo XXI, amparada bajo la noción del clientelismo burocrático, el invencible romanticismo de izquierda y el insistente populismo de un grupo político obsesionado con preservarse en el poder.
Seguramente habrá escuchado algo de eso. En fragmentos de información desigual, no siempre muy exactos. O eso es lo que supone. Sobre Venezuela se debate a diario: tal pareciera que siempre hay una noticia que se superpone a la otra, que desmiente a la otra, que contradice a la otra. Se habla de un país empobrecido pero también de un país que venció a la pobreza. Se habla de un país que se proclama así mismo independiente pero que contrajo una enorme deuda con la banca asiática. Se habla de un país humanista, pero también de presos políticos, de reos de opinión y de consciencia. Se habla de un país que se declara así mismo esperanza pero que también se considera es el tercer país más peligroso del mundo. Pareciera que Venezuela no existe en realidad, que se debate entre propaganda y rumores, entre dolores y celebraciones. Que una y otra vez, se reconstruye y se evade, en una especie de insistente cruce de datos y proclamas. El país del discurso político, el país de la calle. El país del ciudadano militante, el país del opositor menospreciado. Y en medio de esa diatriba, de esa mezcla interminable de conceptos y pareceres, Venezuela apenas se comprende, se construye. Existe. Porque nadie sabe qué es cierto en medio del debate. Nadie sabe que olvida o que admite. Nadie sabe que necesita o que se desdeña. Al final del día, Venezuela es simplemente una dato, una estadística, una mirada a una propuesta. A un proyecto que no existe, no forma parte de otra cosa que la de una visión tan irreal como incierta, tan pragmática como extrema.
De manera que sí, hipotético lector vengo a decirle que en Venezuela, los rumores, las noticias catastróficas, las paranoias, las miradas acecho, las conspiraciones, son ciertas. O eso al menos, es lo que he concluido luego de dieciséis años de enfrentarme a la verdad y a la mentira como reflejos de la misma idea, como si se tratara de una historia discontinúa donde cada extremo en disputa pareciera tener un trozo de la realidad. Y no obstante, ese debate no termina de disimular lo obvio, no oculta la Venezuela que se desliza bajo la interminable exposición de cifras, ideologías, discusiones, diatribas. Porque hay una Venezuela, que soporta, que se sostiene sobre trozos de una perspectiva inocultable del país. Rota, herida, víctima. De una serie de planteamientos desiguales que no encajan en ninguna parte. Un país al límite, víctima de un drama circular, de un ciclo interminable, de un eco histórico que no termina de superar.
Sí, es cierto, somos el tercer país más peligroso del mundo. El más violento del continente, con el mayor indice de impunidad. No se lo digo debido a las estadísticas, largas listas de organismos especializados, sino por miedo. Por el miedo que me obliga a ser rehén en mi propia casa, que transformó mis ciclos y costumbres. Que destrozó mis rutinas. El miedo que evita pueda caminar por la calle sin mirar sobre el hombro. El terror que me sofoca a toda hora. El que cierra Centros Comerciales apenas anochece. El que te hace mirar a cualquier desconocido con suspicacia. El que te hace preguntarte cada día si regresarás a tu casa, si sobrevivirás a la calle violenta, a la bala que lleva tu nombre. Al miedo, al simple miedo que te paraliza. Al terror de las armas de fuego que te apuntan. De las balaceras aisladas, de los enfrentamientos donde la única víctima son los inocentes. Al que te arrebato las salidas de domingo, la última función del cine. Las rumbas, las fiestas, las parrilladas, las risas. Al miedo que está en todas partes y en múltiples formas. De todas las especulaciones, de todos los terrores. De las historias diarias, de las familias a trozos. Todo eso es cierto. Todo ocurre a diario. No importa el disimulo. Los llamados “planes de seguridad”. La insistencia gubernamental en disimular lo obvio. Eso ocurre en Venezuela y es parte de nuestra realidad.
También es cierto que el país padece la inflación más alta del mundo, que la moneda se devalúa en cuestión en horas, que el poder adquisitivo del Venezolano es cada día más precario, que el sueldo mensual de cualquier trabajador es el equivalente a una hora de salario en cualquier país del primer mundo. Que a diario, la moneda no sólo pierde valor, sino que deprecia los bienes, ahorros, ganancias, futuro de todos los ciudadanos. Que el Venezuela se encuentra prisionero de un sistema que restringe y limita cada derecho económico. Ese es el país más allá de la estadística.
Y por supuesto, es verdad que la economía reacciona a un sistema de controles caducos, que crea sucesivos mercados negros. Que no se trata de una guerra económica, sino un sistema político aplicado sobre la economía. Que el gobierno controla hasta el último escaño de la linea de producción y comercialización de cualquier producto. Que las sucesivas expropiaciones, estatificaciones y el control ideológico sobre la producción agrícola han destruido cualquier intento por construir una propuesta de independencia alimentaria. Que somos un país donde casi nada se produce y todo se importa, donde el gobierno controla la asignación de moneda extranjera. Donde existe un mercado que utiliza el poder político para beneficiarse de la burocracía. Ese es el país más allá de las cifras públicos.
Desde luego, también es cierto lo que ha escuchado sobre la escasez. Desde hace años, los anaqueles en mi país se ha vaciado progresivamente, no importa lo que el gobierno insista en mostrar en su insistente campaña de propaganda. Ningún ciudadano de mi país puede comprar libremente lo que necesita. No hay producción de alimentos o artículos básicos. La poca existencia, debe ser vendida bajo controles que por supuesto, también crean mercados negros que se benefician del miedo, la desesperación la desesperanza. No importa lo que usted haya visto en periódicos, noticieros o entrevistas: cada día, miles de Venezolanos deben formarse en una fila para comprar alimentos, artículos de higiene personal, frutas y verduras. Y no siempre pueden hacerlo. Porque a pesar de las restricciones, controles e interminables filas, no hay suficientes para todos. Y el poquísimo inventario disponible, debe ser vendido de inmediato, porque la ley penaliza a quienes llama “acaparadores”, aunque el término no tenga verdadero sentido legal ni tampoco haya sido definido de manera real. Esa es la verdad de Venezuela, a pesar de los premios nacionales sobre alimentación, del reconocimiento a una política de inclusión ficticia.
También es cierto que ningún Venezolano puede aspirar a comprar techo o vehículo propio, viajar, comprar cualquier artículo de tecnología. Tampoco libros, revistas, ropa y zapatos. Que la inflación ha convertido los anaqueles de las tiendas en paisajes inalcanzables, en aspiraciones fragmentadas de un futuro de desesperanza. Que ningún Venezolano puede ahorrar o intentar hacerlo, que cualquier ganancia se limita al día. Que todos somos, de alguna manera u otra, sobrevivientes.
Y no sólo sobrevivientes a la economía. Sino a los hospitales depauperados, a las clínicas privadas cada vez más derruidas. A la tecnología obsoleta, a la falta de especialistas y profesionales, a la peligrosísima escasez de medicinas e insumos. A la destrucción de la infraestructura hospitalaria. A la falta de previsión, a las epidemias de enfermedades por completo erradicadas en el continente. Eso es la realidad de Venezuela, a pesar de lo que pueda o no decir cualquier estadística politizada o cualquier encuesta ideológicamente complaciente.
Es cierto también, que el Chavismo es incapaz de definirse así mismo. Que luego de la muerte de Hugo Chavez Frías, el llamado “Proyecto Revolucionario” agoniza, herido de muerte por la perdida del líder Máximo. Que las pugnas del poder son habituales y también encarnizadas. Que en la Venezuela madurista nada es seguro ni tampoco cierto, que el socialismo se parece mucho a un capitalismo de Estado, que la lucha entre los caudillos son cada vez más belicosas y que el poder se viste de Verde Oliva. Que hay un Estado paralelo que se sostiene gracias al narcotráfico y la impunidad y que en Venezuela, el crimen es más redituable que cualquier otra cosa.
Pero es probable que ningún ciudadano Venezuela pueda explicarle en realidad todo lo anterior. O al menos, sin temer las posibles consecuencias. Como yo las temo. Porque la censura y la autocensura nos limita y nos restringe, construye una cartografía de un país engañoso para ocultar el real. Porque avanzamos en medio de medias tintas, entre rumores y diatribas superficiales. Porque en mi país, un grupo de ciudadanos está en la cárcel por tuitear. Porque en mi país, difundir un meme a través de las Redes Sociales puede ocasionar una demanda. Porque en mi país puedes ir a la cárcel por el simple hecho de llevar la contraria al poder. Porque en mi país una jueza terminó confinada y torturada por ejercer la ley. Porque en mi país, protestar puede acarrearte una gravísima condena. Porque en mi país, un rumor anónimo puede ser suficiente como para que seas acusada de crímenes impensables. Porque en mi país, la ley es un arma del Estado. Porque en mi país la ley es uno de los rostros del poder.
Así que, hipotético lector, esta es la Venezuela que vivo, que soporto, que sufro, que atravieso con dificultad. No sé si cometer la arrogancia de llamarla real. Pero esta es la Venezuela que me hiere a diario, a la que temo, la que me recuerda todos los días que soy un ciudadano de segunda categoría bajo el puño de un poder con pretensiones de infalible. No sé si esta es la verdad, o es una de las tantas que existe. Pero es la que le puedo contar.
¿Es suficiente? me lo pregunto a veces en medio de este país plagado de grietas, a punto de desplomarse, que se mira al abismo. Quizás, lo más inquietante es no saberlo con certeza.
Muy valiente mi querida Aglia. Aqui en Japon muchos latinos seguimos tus publicaciones..gambatte!!
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