miércoles, 22 de julio de 2015
El país sin rostro: ¿Por qué el Venezolano no se rebela?
Hace unos días, durante una reunión entre amigos, alguien bromeó con la escasez insistiendo que “Las colas son nuestras redes Sociales”. Insistió, que la mayoría de quienes las llevan a cabo, terminan descubriendo “que el buen humor del Venezolano no ha muerto, a pesar de la agonía”. Todos en el grupo rieron a carcajadas, menos yo. El bromista me dedicó una mirada irritada.
— ¿Me vas a salir con algún comentario de gente seria? — me dijo. — No me produce gracia la situación — admití — quizás se trate que me falta ese ingrediente “caribeño” tan Venezolano. Pero no, no me da risa. — ¿Y que se supone que debemos hacer? ¿Lamentarnos todos?
Escuché algunos carraspeos nerviosos y murmullos burlones. Me pregunté si era buen momento para dejar en claro que con toda probabilidad, se trataba de mi incapacidad para comprender el humor de mi país o incluso, la posibilidad que mi capacidad para reír fuera menos sensible que el resto de mis compatriotas. Pero no lo hice. De hecho, tuve la escandalosa sensación que no sólo el chiste no me parecía gracioso en absoluto sino que me obligaba a preguntarme sobre la posibilidad, que esa idea general sobre el buen humor patrio me preocupara por razones tan disparejas como inusuales. ¿Se trata de una manera de normalizar la gravísima situación que vivimos? ¿Es una forma de hacerlo soportable? Sacudí la cabeza. Asumí que debía al menos responder con franqueza.
— Asumir lo que ocurre como la anormalidad — dije — comprender que no es normal, ni gracioso ni es parte de la “personalidad” del Venezolano. Que simplemente estamos sobreviviendo como podemos. Y normalizando lo que no deberíamos aceptar.
Alguien levantó las manos en un gesto de frustración. Una buena amiga hizo un curioso sonido con la garganta, mitad risa y mitad gemido de puro aburrimiento. Mi interlocutor — y autor del chiste de ocasión — suspiró, como si reuniera paciencia para enfrentar una conversación que no deseaba en absoluto.
— Mira, uno intenta soportar lo que pasa. No sólo por supervivencia que ya es bastante, sino por salud. ¿Que quieres que hagamos? ¿Quejarnos? ¿llorar? ¿Deprimirnos? — ¿Protestar? ¿Indignarte? ¿Asumir tu responsabilidad en todo esto? — respondí — ¿No has pensado que estamos asumiendo que lo soportable hace mucho más soportable lo que vivimos? ¿Que sobrevivimos a la crisis a costa de nuestra percepción de la normalidad?
Unas cuantas semanas atrás, uno de mis tios emigró a Ecuador. Como tantos otros Venezolanos, le asombró no sólo la prosperidad del país sino por la sensación — inequivoca y demoledora — de la normalidad. Del hecho de una rutina básica, sin grandes sobresaltos. De una discusión política que no pareciera invadir cada parte de la vida doméstica y privada. De una relación con el poder medianamente comprensible y sobre todo, ajena a esa noción del puño que amenaza, tan común en Venezuela. Pero lo que más le sorprendió — y le entristeció — fue la capacidad del ciudadano para elaborar una idea sobre la normalidad. Esa visión sobre lo cotidiano que no parece rota ni tampoco distorsionada por cientos de elementos artificiales. La capacidad de comprender su propia identidad como parte de esa percepción de la normalidad.
Pensé en la manera — desconcertada e incluso preocupada — como me había hablado sobre Quito, como una ciudad medianamente ordenada, donde los servicios públicos funcionaban con relativa eficiencia y había un clima de indudable tranquilidad que por años, le había resultado desconocido. Pequeñas cosas como que la basura se recogiera a diario, la autoridad pública se manifestara como figura de protección y que la ciudad entera disfrutara de cierta monotonía, sorprendieron a mi tio, caraqueño que de hecho huyó del caos cotidiano del país cuando literalmente no pudo soportarlo. Y no se trató de un hecho puntual o una situación crítica. No hubo una circunstancia insuperable que le obligara a tomar una decisión semejante. Mi tio emigró porque simplemente la situación crítica del país destrozó su percepción sobre la normalidad y le obligó a sobrevivir.
— Sobrevivimos porque no tenemos los reales o las bolas para irnos del país — adujo J., médico y que por largos meses, ha soportado la situación médica del país lo mejor que puede. En más de una ocasión, me ha hablado sobre lo que ocurre en el Hospital donde trabaja, la preocupante escasez de insumo, el peligro latente que representa la inseguridad — entonces, uno se queda y aguanta. Lo dices como si hubiese otra posibilidad.
El comentario me hace sentir escalofríos. ¿Por qué el Venezolano soporta el crítico momento histórico que atravesamos? ¿Por qué no reacciona de alguna forma? ¿Por qué no hay una rebeldía esencial contra un sistema que aplasta y destroza? Pienso en las razones políticas, en las sociales. Incluso en las culturales. Pienso en los años de frustración, violencia moderada y represión. De la constante sensación que el poder abusa y aplasta cualquier manifestación de inconformidad con puño de hierro. El temor a la ley que se usa como arma política. Pero entonces pienso en el ciudadano chavista, el que continúa levantando el puño para defender lo mejor que puede al Gobierno, que incluso sigue siendo su única opción electoral. Que no sólo considera una forma de lealtad esa pasividad sino que además asume es necesaria para la supervivencia de un proyecto político. ¿Se trata de miedo? ¿El efecto inmediato de la propaganda insistente? ¿La ideología del poder que aplasta y sofoca cualquier rebelión? ¿O algo más intricando? ¿Más duro y extraño de comprender? ¿La percepción sobre esa necesidad de sobrevivir a costa de ciertas ideas básicas? ¿De la propia noción de lo que se aspira como parte de un país?
¿Que es la supervivencia en todo caso? ¿Una admisión de la propia incapacidad para luchar? ¿De la incapacidad de herramientas para hacerlo? ¿O se trata de una noción tan dura como irremediable: La de creer que lo normal se adecua a la carencia? Me pregunto todo lo anterior mientras nos miro: un grupo de jóvenes profesionales, todos universitarios, con trabajos bien remunerados. Lo suficiente como para sobrevivir al día, para cubrir los gastos básicos. Porque eso somos: Sobrevivientes a una situación insostenible, a una crisis cada vez más profunda y con ramificaciones impensables. Somos ciudadanos que carecemos de derechos, que nos enfrentamos a diario al terror de la inseguridad, a la incertidumbre de la carencia, a la noción que el futuro se transformó en algo borroso e impredecible. Somos la generación de Venezolanos que se desplomó en una especie de ciclo interminable, a fragmentos. La generación de los sueños rotos.
Pero sobrevivimos. Otra vez la palabra, pienso con la amargura cerrándome la garganta. Lo hacemos lo mejor que podemos, en todas las formas posibles. Encerrándonos en casa para evitar ser asesinados por la inseguridad. Censurándo nuestra opinión política en beneficio de un estado de sospecha general. Haciendo interminables colas con toda la paciencia de la resignación. Asumiendo que cada día, la situación puede hacerse más dificil y que de hecho lo será, pero que de alguna forma, también podremos atravesarla. Que siempre habrá un recuerdo, una posibilidad, una idea que sostenga la desazón. Y ese punto de absoluta desesperanza, donde habita la resignación. Esta resignación. Este dolor sin nombre, esa idea de país roto. Porque lentamente, el Venezolano que debe sobrevivir, que asume no puede enfrentarse contra el sistema y lo asimila a regañadientes, crea una perspectiva sobre la posibilidad de ruptura cada vez más lejana y dolorosa. Porque continúamos, a pesar de todo, sin enfrentarnos a esa visión sobre lo que podría ser un acto de rebeldía. Una simple disputa con la idea del poder que todo lo arrasa, lo destroza, devora la identidad.
Entonces llega la risa, el buen humor patrio, la viveza. La carcajada que abarca el vacío, pienso mirándonos allí, un grupo de hombres y mujeres tan jóvenes como desconcertados. Riendo, bebiendo, conversando. La normalidad engañosa. Una frágil patina sobre lo real que amenaza con romperse tan a menudo que resulta insoportable. Tan aislados como simplemente víctimas de un ciclo interminable. Somos los Venezolanos que aceptan, que admiten, que no contemplan la alternativa de luchar. Pero es que al fin y al cabo, me digo con un sobresalto ¿Qué es luchar en Venezuela? ¿Realmente contra qué estamos enfrentándonos? ¿Contra un gobierno todopoderoso y corrupto o contra la naturaleza del Venezolano? ¿Contra el chiste bobalicón, contra esa aceptación por las buenas que toda crisis es parte de lo que se asume inevitable? La risa, la carcajada hueca. La risa, todos los días. La broma, el chiste. Y seguir adelante. Cada vez más restringidos, destruídos.
Una vez, un amigo emigrante me explicó que sus razones para abandonar el país habían sido simples: necesitaba la posibilidad de soñar. De entrada, la frase puede parecer adulcorada, simple y cursi. Pero cuando se analiza, lo que implica hiere. No sólo se trata de la aspiración a un futuro — a cualquier posibilidad del futuro — sino también al hecho de esa percepción sobre quienes somos y hacia donde dirigimos nuestros pasos. Mi amigo me insistió que renunciar progresivamente a lo que le brindaba sentido a su vida ( éxito profesional, ahorros, viajes, un techo propio) comenzó a ser casi tan asfixiante como el presente inmediato que tenía que soportar cualquier Venezolano. Comprender que a pesar que trabajes tanto como puedes, jamás obtendrás lo que deseas, que a pesar de tus esfuerzos, jamás estarás cerca de obtener lo que necesitas y asumes mereces, es una especie de aniquilación moral que todos los Venezolanos de mi generación no solamente padecen sino que soportar como una especie de idea general. En Venezuela, renunciar a los sueños es otra carencia. Es una escasez eterna, insoportable. Más dura que cualquier otra.
Pero sobrevivimos. Lo pienso otra vez, mientras el grupo olvida mis incomodas preguntas y vuelve a reir y a bromear en voz alta. Sobrevivimos a costa de lo que sea, incluso enfrentándonos a esa Piramide de Maslow invisible que nos rodea y que nos dirige. Somos un pequeño experimento social invisible, que se construye así mismo. Un país de sueños rotos, de expectativas improbables. Somos un país que vive a base de promesas, de ideas que jamás llegan a construir algo real, que nunca alcanzan una perspectiva posible. Y es que en Venezuela, sobrevivir es un poco morir. Es una puerta que se cierra, una visión rota sobre quienes podemos ser.
— ¡Brindemos por las colas!- repite el bromista, irreductible y ufano. Me echa una miradita curiosa, casi desafiante. Levanta el vaso de bebida barata hacia mi — ¡Brindemos por reirnos aunque estemos a punto de jodernos para siempre!
Hay un “¡Salud!” general. Un golgorio que me ahoga. Y de pronto, siento un ligero vértigo. La escena me recuerda a algo que me comentó una vez la abuela de una amiga muy querida, cuyos padres habían sobrevivido al Holocausto Nazi. La anciana, que solía hablar del tema con una mezcla de veneración y miedo, me comentó que a veces la resignación es una lenta aceptación de la muerte, de lo inevitable de la desgracia. Con un brillo de horror en sus ojos acuosos, me dijo que la muerte a veces comienza con el espíritu y termina con el cuerpo.
— Mi Padre solía decir que sus vecinos del Ghetto bromeaban sobre lo que ocurriría cuando los alemanes les sacaran de allí — me contó, encorvada, las manos apretadas sobre las rodillas — había rumores. Torturas, muerte. Pero tenían tanto miedo que ya nadie pensaba en escapar. Como si la fatalidad nos fuera a perseguir allí a donde fueran. Asi que se quedaban, en las casas, agazapados, esperando el fusil, la bala de gracia. Pero mientras tanto, bromeaban. Reían: “Te espero en el anaquel de una mujer hermosa, como jabón” decían. Como si reirse de la muerte y la tragedia le diera una nueva dimensión. Como si sobrevivir en esas condiciones fuera realmente una forma de vida.
Pienso en esa anécdota cuando me despido del grupo. Todos nos despedimos con miedo, preocupados por lo que nos espera en la ciudad hostil. Más de uno insiste en que no podría darse el lujo de un taxi. Alguien habla que debe despertar temprano al día siguiente para hacer fila para comprar algunas cosas. Y en medio de los comentarios, salpicados de risitas, de esa desesperanza disfrazada de jovialidad, me pregunto si esta generación de Venezolanos de alguna forma muere un poco a diario. Si somos sobrevivientes sin serlo. Si atravesamos en realidad una mera fantasía de lo que pudiera ser un país real. Y así, en medio de esa osadía de sobrevivir — de nuevo la palabra, pienso, con una sensación de amargura insoportable — somos una generación ciega. Abrumada, rota. Quizás asesinada al nacer.
C’est la vie.
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