viernes, 24 de julio de 2015
La danza de los sueños olvidados y otras historias de brujería.
En una ocasión, mi abuela me dijo que la brujería fue la primera creencia en admitir que la perfección no existe. Nos encontrábamos en su vieja cocina acogedora y aquella extraña frase, pareció muy extraña en medio de los cazos de cobre, los ramilletes de plantas a medio secar que colgaban del techo y el puchero en las hornillas de gas. Con doce años recién cumplidos y alumna de una escuela dirigida por monjas, la idea me pareció escandalosa.
- ¡Pero la naturaleza es perfecta! - le respondí, asombrada - ¡Lo es porque...!
En realidad, no tenía idea de por qué la naturaleza debía ser perfecta, pero tenía la noción, borrosa y brumosa, que lo era. Que había creado campos y valles, cielos y mares de incomparable belleza. Que el cuerpo humano era una maquinaria maravillosa de carne y hueso, tan espléndida que aún la ciencia se sorprendía de lo que descubría a diario. No entendía como algo así podía ser considerado menos que excelso. Excelso. Me repetí la palabra en un murmullo. La había aprendido hacia poco y aún, me parecía la única que podía describir esa sensación de portento que me hacía sentir en ocasiones la naturaleza, a pesar de no comprender bien el motivo.
- La Naturaleza no es perfecta y no tendría por qué serlo. La naturaleza está viva, en constante transformación. En un espléndido ciclo que avanza a diario, que crea y construye algo nuevo cada vez. Para eso, no necesita ser perfecta. La perfección es una idea un poco temible. Todos podemos cometer errores. Todos somos malos y buenos.
Me quedé sin saber que decir. Las monjas bigotonas del colegio solían insistir en la perfección como una idea que estaba en todas partes, a la que se debía aspirar. Hablaban sobre como comportarse perfectamente, en la perfección de las grandes virtudes. En los Santos y Virgenes que jamás cometían errores y que siempre estaban muy cerca de la Gracia Divina. Con frecuencia, me preguntaba como podían hacerlo. Como era que lograban siempre aspirar a lo bello, a lo radiante. Como podían ser siempre tan buenos y amables. Yo no podía, solía pensar con cierto pesar. No sabía hacerlo. O mejor dicho, en ocasiones no quería. ¿Eso era malo? Quizás sí, pensaba con cierto desaliento. Quizás ser bueno no era tan simple.
- Pero si la naturaleza no es perfecta...- no me atrevía decirle la idea que se me había ocurrido - ¿Entonces...? ¿Dios no lo es tampoco?
Por entonces, mis reflexiones sobre Dios eran confusas. No sólo porque no entendía muy bien la manera como las monjas lo imaginaban, sino porque además, ese concepto parecía contradecir por completo, la forma como en mi familia se percibía lo Divino. Mientras que la religión Cristiana imaginaba a un Dios masculino, enfurecido, estricto, pero a la vez benevolente, todo amor y siempre dispuesto a perdonar, la brujería confiaba en una fuerza creativa, infinitamente compleja, sin identidad ni género, capaz de crear y destruir, que conocía el bien y el mal y que, además, era justa a pesar de lo cruel que eso podía parecer. Entre ambas concepciones de lo Sagrado, había una especie de región inexplorada, que yo no comprendía muy bien. ¿Qué era realmente lo Divino? ¿De donde provenía? ¿Por qué cada cultura y cada lugar del mundo parecía percibirlo de una manera distinta?
- Dios, la Diosa, Yahve, Jehova, son nombres que adjudicamos a esa manifestación sobre lo trascendental, lo espiritual. Lo que aspiramos a ser. Lo que concebimos como Divino es algo que nos rebasa, que nos lleva esfuerzo encajar en el aquí y en el ahora - me explicó mi abuela - Somos una parte pequeñita de esa visión, como si todo lo que nos rodea, pudiera ser sagrado y esencialmente bueno.
Inclinada sobre el mesón de la cocina, cortando con enorme cuidado los trocitos de verdura de la sopa de la cena, tenía un aspecto venerable y amable. Y pensé en que era muy raro hablar de esas cosas rodeadas del olor de las hortalizas, escuchando a mis primas reír mientras jugaban en el jardín. Pero también...era algo bueno. Era natural. La idea me gustó. Siempre había creído que sólo dentro de un lugar sagrado podía hablarse de cosas parecidas. Pero mi abuela no parecía preocuparle eso. Había algo muy sereno en su actitud. Muy profundamente respetuoso.
- ¿Pero Dios como lo entienden en la Escuela entonces...no es perfecto? - insistí - ¿Si la naturaleza no lo es...entonces?
- La idea de un Dios perfecto es muy antigua y sobre todo, muy vinculada a épocas donde la idea sobre lo que era Sagrado era parte del poder. Si Dios era perfecto, entonces quería decir que quien gobernaba en su nombre, también lo era. O incluso, que todos quienes hablaban en su nombre, eran perfectos y buenos. Pero la naturaleza no sólo no es perfecta, sino que se perfecciona. Eso es hermoso. Quiere decir que siempre nos estamos transformando. Que siempre crecemos. Que siempre maduramos.
- ¿Entonces la Brujería cree que todo cambia? ¿Eso es bueno? - pregunté desconcertada.
- La brujería mira al mundo en constante transformación. Y sí, es bueno. Es necesario, es parte del conocimiento. De ese deambular entre ideas contradictorias hasta encontrar la que creas correcta. En un largo trayecto de errores y aciertos para llegar a una concepción más profunda sobre quienes somos - Sonrío, cuando parpadeé confusa - la Brujería cree en que todo siempre será distinto, que se hará más cercano, más nuestro. Que incluso la forma como percibimos lo divino, lo misterioso, lo inexplicable, se hará cada vez más personal. Más intimo y doloroso.
Pensé en lo que ocurría con los árboles durante los largos días de calor. El enorme araguaney de la vecina siempre perdía sus hojas, se volvía mustio y pequeño. Lo miraba al pasar a la escuela, asombrado por su muerte. Dolorida al recordar sus fulgor amarillo que siempre me impresionaba hasta las lágrimas. Más de una vez, me preguntaba si el Araguaney podía repetir el prodigio de todos los años. Si volvería a surgir desde lo verde misterioso al fondo de su tronco y despertar otra vez a la vida. Y lo hacia: cada año, el Araguaney volvía a brillar, con las ramas altas cargadas de flores amarillas. Con esa preciosa imagen de una primavera imposible en un país donde el sol siempre era el del verano.
Me pregunté si mi abuela hablaba sobre eso. Si a eso se refería a hablar sobre la madurez y el crecimiento. Pensé en lo que había leído en uno de los libros de las Sombras de la casa, sobre los ciclos interminables. Sobre la Diosa que nace y el Dios astado que muere, para simbolizar el paso a otra dimensión de la vida. No comprendía bien en esa idea. Incluso me asustaba. Pero también me parecía muy profunda, relacionada con ideas extrañamente duras sobre quienes somos que aún no podía asimilar del todo. Una imagen movediza sobre cómo nos comprendemos y nos miramos.
Pero con doce años, jamás piensas en esas cosas. Mucho menos en el paso del tiempo. Tampoco en la vida que nace y que muere. Piensas en el olor extraordinario del viento de montaña, en la belleza de los árboles altísimos de un verde jugoso en el jardin. En los años que esperan por ti, en los sueños, grandes o pequeños, que comienzas a construir. Y sin embargo, esa tarde calurosa de Junio, en medio de los olores familiares de la cocina y los ruidos reconfortantes de la casa de mi abuela, pensé por primera vez en mi vida que la Divinidad - lo que consideramos sagrado - es algo mucho más profundo que una estatuilla en un altar o un edificio consagrado al nombre de la Divinidad. Una idea tan complicada que parecía tocar infinitas percepciones sobre lo que somos y lo que aspiramos a ser. Una primera noción sobre ese pensamiento que nos impulsa a mirar a nuestro alrededor y preguntarnos sobre algo más allá de lo evidente, de lo bueno y de lo malo, de lo simplemente humano.
- ¿Y Dios madura con nosotros? - pregunté entonces, abrumada por la sensación de haber descubierto algo en lo que jamás había reparado. Mi abuela siguió cortando las verduras. Un movimiento rítmico y sedoso. El toc toc toc del cuchillo contra madera, como un eco cálido. La sensación que todo a mi alrededor parecía volverse casi onírico, suspendido en la luz dorada de la tarde.
- Un día descubrirás que lo Divino es parte de ti y también, por supuesto crece y madura - dijo entonces. Levantó la cabeza y sonrío. Una de sus sonrosas tristes y profundas que siempre lograban conmoverme - que lo Divino habita justamente al cerrar los párpados.
***
Recordé esa frase muchos años después, sentada en la camilla de un consultorio médico. Días antes, había encontrado un bulto en uno de mis senos, tan pequeño como para haber pasado desapercibido antes, tan evidente como para causarme terror. Había acudido a la consulta de mi especialista de confianza, aterrorizada como pocas veces en mi vida. Vulnerable y rota de pura desazón. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Que pasaría si era algo más que un simple bulto en la piel? Tendida en la oscuridad de mi habitación, con los ojos muy abiertos y aterrados, de pronto pensé en la muerte - en la posibilidad de la muerte - por primera vez. Como si de pronto, la idea de mi vulnerabilidad física, de mi mortalidad fuera más cercana que nunca. Y real.
Comencé a pensar también en lo Sagrado y lo divino. Por años, había reflexionado sobre el tema desde una óptica personal, un proceso mental destinado a crecer y hacerse mucho más intimo cada vez. Mucho más profundo. Pero ahora, se trataba de otra cosa. De la pregunta si había algo más allá que pudiera escucharme. Incluso comprenderme. De la realidad física de una presencia - ¿Inteligencia quizás? - que pudiera brindar sentido a lo que estaba viviendo, a lo que había vivido hasta entonces. ¿Que era lo Divino? ¿Cuanto influía sobre mi vida? ¿Que ocurriría después de mi muerte, de ocurrir? ¿Que sentido tenía cualquier cosa, en medio de ese silencio infinito que parecía ser la vida de cualquiera?
No estaba mi abuela para responder ninguna de mis preguntas. La recordé muy vividamente, de pie en la cocina de la vieja casa, conversando en voz baja en la cocina de la vieja casa. Había hablado sobre la naturaleza cruel y el poder de las convicciones, de la idea de una Divinidad que crece y madura a través de nuestra experiencia. Lo pensé con desaliento, temblando de frío y envuelta en una bata de papel, esperando el diagnóstico que podía cambiar mi vida. De hecho, ni ella ni nadie jamás había podido contestar mis incesantes cuestionamientos sobre nuestra identidad o quienes podíamos ser. Esa gran idea sobre por qué nacemos o incluso, por qué la vida exista a pesar de todo. Ahora, el pensamiento era mucho más crudo. Mucho más elemental. ¿Qué ocurriría si estaba gravemente enferma? ¿Que pasaría si en las horas siguientes tendría que intentar comprender que quizás me quedaban unos pocos años más de vida? ¿Qué sentido tenía esa noción esencial sobre la individualidad en medio de esa idea devastadora de la muerte? ¿Qué podía sobrevivir a mi misma de morir?
Pensé en esa noción sobre la naturaleza imperfecta de la que mi abuela solía hablar. Y la Divinidad - o nuestra idea sobre ella - que maduraba y crecía. Que se hacia cada vez más fuerte y personal. Miré mis manos pálidas y pequeñas, la curva de mi cuerpo tembloroso desnudo. El reflejo de mi rostro en los anaqueles de acero inoxidable que me rodeaban en el consultorio vacío y de pronto, me pregunté si la idea sobre lo misterioso y lo trascendental era en realidad nuestra percepción sobre lo finito, lo que tememos pueda terminar. La fragilidad de la enfermedad, los terrores de la vejez. Nos aferramos a Dios para consolar la idea del vacío. Miramos hacia el cielo tratando de comprender nuestra limitaciones y fragilidades. Nos aferramos a velas y creencias, a historias y mitos para sobrevivirnos. Para creer en la posibilidad, para asumir el valor de avanzar hacia el centro de nuestros temores. Y quizás encontrar algo más que la desazón de avanzar a ciegas en medio de las sombras. De el insoportable miedo de nuestra propia incertidumbre.
Entonces cerré los ojos. Un gesto tímido, frágil, como de niña. Con las lágrimas cerrándome la garganta. Y el miedo tan cerca, rozándome, tan amenazante que sentí un escalofrío recorriendome. Pero continué mirando el púrpura de mis ojos cerrados, con las manos apretadas contra mi vientre, sintiendo mi cuerpo cercano y real. Con sus pequeños defectos, sus blanduras y desigualdades. Como si se tratara no del límite de mis ideas y pensamientos sino de algo más profundo, más bello. Intimo. Y el miedo se abrió pasó en mi interior, avanzó con rapidez, abriendo y cerrando puertas y mis pensamientos. Arrasando con las preguntas, creando algunas nuevas. Y me pregunté que era lo Divino en mi, lo majestuoso, lo eterno, lo interminable. Lo que tal vez podría sobrevivir a la muerte - o tal vez no -, lo que podría ser más fuerte que la oscuridad. Avancé, cada vez con mayor torpeza, sintiéndome el latido rápido y fuerte de mi corazón. Tan viva pero tan cerca del silencio. Tan llena de preguntas pero al borde mismo de la nada, del caos. ¿Quién soy? ¿Quien eres? ¿Hacia donde me dirijo? ¿Quien intento crear a través de esas minimas decisiones de todos los días? ¿Quién soy más allá de mi misma?
Entonces recordé esa tarde de Julio en la cocina de mi abuela. Una niña que no entendía el bien y el mal, pero deseaba aspirar a Dios. Una niña que miró por la ventana para maravillarse de encontrarse viva en un instante preciso, más allá de cualquier temor. Una niña que de pronto, comprendió el poder de asumir el valor de la propia existencia, a pesar de todo. Quizás por todo. Y esa niña de ojos grandes y asombrados, me miró en mis recuerdos. Me recordó que el Universo habita entre mis manos, que en mi pecho, hay una idea que baila y que danza. Una noción sobre el poder de crear y creer más grande de lo que podía soñar. Y me encontré pensando en las noches portentosas cuajadas de estrellas, sobre la ciudad interminable y el Ávila verde, de esa sensación de pertenecer a una idea interminable, que se perpetua, que crece. Se hace más fuerte cada vez.
- ¿Agla? ¿Estás bien?
Mi medico me miraba preocupado. Parpadeé, como si al abrir los ojos, de pronto el mundo se hiciera real con sus colores y olores. Un reflejo de ese otro, creado en los recuerdos, tan puro e inmediato en la emoción profunda que parecía sostenerlo. Con las manos apretadas sobre las rodillas aún, sonreí. Me enfrenté al miedo. A ese vértigo de mortalidad. A la posibilidad del desastre. Por el mero hecho de estar viva en ese momento. Por estar allí, en medio de un Universo de pensamientos e ideas, en la frontera misma del paisaje de mi mente. Una sobreviviente a mi propia fragilidad.
- Sí - respondí - y era verdad. Lo estoy.
Más tarde, con el diagnóstico entre las manos, sentí de nuevo esa confusa sensación de agradecimiento y paz. Estaba sana, a pesar de mis temores y la amenaza. Se había tratado sólo de una pequeña grieta en esa noción que todos tenemos sobre nuestra propia fortaleza física, esa insistente percepción sobre que la vida y la muerte son pensamientos difusos que apenas podemos comprender. Sana, pero aún así, al borde mismo de lo que podría suceder. De la muerte, de la enfermedad. Y sin embargo, llena de esperanzas, asombrada por la posibilidad de existir, de construir mi futuro. De avanzar a través de la incertidumbre, tambaleante pero consciente de esa irrevocable necesidad de continuar.
Y pensé en Dios o en su posibilidad. En nuestra percepción del misterio. En la posibilidad de la vida más allá de lo que miramos y comprendemos. O del conocimiento a pesar de la muerte. De pronto, comprendí que Dios, ese padre bondadoso y a la vez severo o la Diosa extraordinaria, habita en nuestra idea sobre el mundo. En lo que somos y por qué aspiramos a serlo. En una reflexión extraordinaria sobre lo que carece de nombre, que habita al límite mismo de quienes somos y quienes podemos ser. Una visión sobre la identidad y más allá de eso, sobre el sueño de crear lugar para nuestra propia visión sobre la posibilidad de creer. Una perspectiva de la verdad. Un sueño a medio completar.
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