sábado, 18 de julio de 2015
Pequeños secretos de la memoria y otras historias de brujería.
Mi bisabuela casi nunca pronunciaba la palabra "bruja" en voz alta. Me decía que no lo necesitaba. Que ser una bruja, no implicaba llamarse como tal ni mucho menos, insistir en hacerlo. Pero cuando lo hacia, oh...era un momento para recordarse. Era una especie de declaración de intenciones, un gesto poderoso con enormes implicaciones que siempre me sorprendía y a cualquiera que la escuchara.
Para empezar, mi bisabuela era una mujer muy alta y bella, con un porte granítico y severo que conservó incluso muy avanzada la vejez. También, era quizás, la más inteligente que conocí jamás. Siempre decía cosas ingeniosas, frases divertidas o comentarios tan agudos que desarmaban a cualquier interlocutor. Además de eso, tenía una mirada verde, muy dura y directa, que desarmaba a todos. Ella misma se vanagloriaba que nadie podía sostenerle mucho tiempo la mirada. De manera que cuando además pronunciaba la palabra bruja en voz alta, era como crear una idea compleja, bella y rarísima sobre ella misma, como presentar una imagen de una parte muy profunda de su mente. Solía hacerlo en voz alta y clara, pronunciando la palabra con mucho cuidado, los hombros erguidos y las manos apoyadas sobre su bastón.
- Soy una bruja - decía. Y sonreía. Una amplia sonrisa de dientes blancos y regulares siempre un poco burlona. Para entonces, su interlocutor estaba entre asombrado y un poco amedrentado, encogido tal vez ante esa mirada helada que agregaba "soy bruja, y lo he sido desde que recuerde. Soy una mujer fuerte y también, independiente y salvaje. Eso es lo que soy". Con frecuencia, no hacia falta agregar nada sobre ella misma o su historia. La palabra parecía flotar a su alrededor, definiéndola y brindándole una dimensión única, poderosa. O así me lo parecía, desde mis asombrados diez años, mirándola a la distancia, preguntándome si algún día sería como ella.
Quizás me imaginaba todas esas cosas, pienso a veces. Quizás bisabuela pronunciaba la palabra "bruja" como cualquier otra y todo se trataba de mi entusiasmo infantil y mi atolondrada curiosidad. Pero a veces, no estoy tan segura de eso. No lo estoy porque de pronto, comienzo a recordar algunas escenas. Como la ocasión en que me acompañó al colegio para recoger mi boletín escolar y una de mis maestras decidió que era buen momento para hablarme sobre mis rarezas. Mi bisabuela se sentó en la silla frente al escritorio de madera del pequeño salón de evaluación con toda su elegancia lenta, dura.
- Entonces, mi nieta es una niña irritante - comenzó. La maestra sonrió y me dedicó una miradita compasiva.
- Oh no, no digamos eso. Es solo una niña inquieta y un poco preguntona. Nada más.
Me encogí en el pupitre, unos metros más allá. Aunque no sabía por qué, cada vez que la Maestra me llamaba cosas parecidas, sentía una profunda angustia, una sensación de verguenza que no podía definir y que no entendía muy bien. Después de todo, mi mamá y mis tias me decían cosas parecidas. Pero jamás con aquella expresión de dureza. Nunca con los labios levemente apretados, la mirada quisquillosa. La maestra no parecía pensar que mi natural impaciencia y mi necesidad de hacer preguntas, podían ser ser virtudes, sino algo que debía doblegar, obligarme a dominar. Manejar de tal manera que fueran menos molestos de lo que parecían ser.
- Ya veo. ¿Le hace muchas preguntas en clase? - preguntó mi bisabuela con voz serena. Pero noté que sus ojos verdes brillaban, como si una luz se hubiese iluminado detrás de las púpilas. También la vi ponerse un mechón de cabello detrás de la oreja. Un gesto rápido y limpio que siempre anunciaba problemas. Ay, en qué me habría metido, pensé con cierta tristeza.
- Muchísimas. Parece que nada puede complacerla. Pregunta, insiste, me incordia - se quejó la maestra. Sacudió la cabeza - no es que eso me moleste...
- No claro - mi bisabuela sonrío. Puro hielo - ¿Pero...?
- Pero claro, resulta agotador. Imagínese que no deja de preguntar incluso cuando le amenazo con castigarla - se quejó - además, nunca se está tranquila y...
- ¿Responde usted sus preguntas?
- ¿Como dice?
- Que si usted responde sus preguntas - repitió mi bisabuela con lentitud, pronunciando cada palabra en un tono levemente duro - si usted responde las preguntas de la niña, como es su deber. Como debería hacerlo cada vez que se planta frente a un salón. Como se supone, es la manera como se educa.
Dicho lo anterior, mi abuela se quedó muy erguida en la silla, con las manos elegantemente apoyadas sobre la falda, mirando a la maestra aún con aquella sonrisa suya que llegado a cierto punto, comenzaba a ser un poco inquietante. Y es que era una mueca, más que una verdadera sonrisa, que no llegaba a sus ojos y que parecía más bien, una nueva forma de expresar enojo. Vaya que habría problemas, pensé encogida en el pupitre. Sólo que ahora no estaba muy segura si los tendría yo o la maestra.
- ¿Como dice? claro que respondo sus preguntas, las lógicas - dijo la maestra muy ofendida - las respondo lo mejor que puedo. Pero es que la niña...
- ¿La niña que? ¿Insiste? ¿Se le ocurren cosas nuevas? - le atajó mi abuela con su exquisita voz levemente ronca - ¿Insiste en aprender incluso cuando ya usted parece un poco fastidiada?
- Yo no he dicho eso - balbuceó la maestra, muy impactada y ofendida por todo aquello. Era mujer bajita, atildada y que usaba mucho maquillaje. Siempre usaba un perfume dulzón que me provocaba estornudos y una vez, le había preguntado si a ella no. Se lo había tomado como insulto, claro. Me pregunté si recordaba ese día. Tenía la misma expresión crispada - Lo que digo es que la niña debe aprender a respetar...
- Y no hacer preguntas.
- No se trata de eso.
- A dejar de pensar en locuras, a eso me refiero.
- ¿A locuras como hacer preguntas?
- ¡Como llamarse bruja por ejemplo! - estalló entonces mi Maestra. Pareció triunfante, como si hubiese encontrado un fabuloso argumento contra las palabras de mi abuela - dice que usted y todas las mujeres de su casa son brujas. Que ella misma lo es. Asusta a sus compañeritas de clase con eso.
Me quedé boquiabierta. En realidad no tenía idea que no podía decirlo: la idea me parecía natural como a otras niñas hablar sobre la profesión de sus padres. De pronto, recordé todas las veces que le había contado a Flor sobre los rituales que se llevaban a cabo en casa, sobre mi caldero. Como me peleaba con Gloria, la niña más popular del salón, cuando me llamaba "la loca de las escobas". ¿Era que no podía decirlo? ¿Debí haberlo ocultado? Me quedé tan sorprendida que me descubrí conteniendo la respiración. ¿Pero es que ser bruja se trataba de algo vergonzoso? ¿Por qué debía callarmelo?
- ¿Eso es verdad Aglaia?
Cuando levanté la cabeza, la bisabuela me miraba con interés, toda ojos brillantes detrás de sus anteojos de lectura. Tenía la cabeza levemente ladeadas y las manos seguían sobre sus rodillas. Y seguía furiosa: tenía los labios apretados, las mejillas arrugadas tensas y ese leve aire contenido que prometía una buena discusión y que yo conocía tan bien. Le sostuve el gesto sin saber que decir.
- Bueno...
- ¿Haces lo que dice tu Maestra? - insistió. Me encogí de hombros. Tendría problemas, claro que sí. Pero no podía responder otra cosa.
- Sí, lo hago - suspiré - lo lamento. No sabia...
Bisabuela levantó la mano con un gesto firme. Me callé de inmediato. La maestra, con sus mejillas muy sonrojadas por el maquillaje, sonrío.
- Y debo decirle que lo hace con mucha frecuencia - continuó - la niña está obsesionada con eso de la...brujería.
Me dolió como pronunció la palabra. Lo hizo casi como si le provocara escozor en los labios, en la manera lenta y un poco a escupitajos como se dicen las palabras desagradables. Bisabuela movió la cabeza y la observó, deteniéndose en las manos regordetas que la maestra tenía apoyadas sobre el escritorio y su boca fruncida por el cierto placer malsano. Después, ensanchó su sonrisa.
- Ya veo. Pues, mire, debo decirle, que yo también. La brujería es mi pasión.
Si bisabuela se hubiese puesto a dar gritos o a romper los cristales con el bastón, la Maestra no podría haberse sorprendido más. Se quedó paralizada, pálida de golpe, con los ojos desorbitados con un gesto dramático y casi humorístico. Me dije que así se debía ver la gente cuando recibe un golpe inesperado. Cuando algo la sacude de pies a cabeza de un tirón. Como quizás había sucedido, pensé. Estaba segura que la Maestra jamás había escuchado la palabra brujería fuera de los libros o las películas baratas de televisión. Que cuando yo la decía, la tomaba como una locura infantil, esas obsesiones pequeñas y beningas de los niños. Pero dicha por aquella mujer imponente sentada frente a ella, debía ser algo más duro. Más desconcertante.
- ¿Como...como dice?
- La brujería es mi pasión, me apasiona - le aclaró mi bisabuela - Eso es lo que dije. Y si estamos en el tema, debo decirle que la niña no ha dicho una sola mentira ni tampoco se trata de una exageración. Soy una bruja.
Siempre que recuerdo en ese momento, me pregunto si lo imaginé. Si toda la sensación de asombro que me despertó mi bisabuela, erguida sobre la silla con el cabello cobrizo repleto de canas cayendole sobre el hombro, fue algo que idealicé a la distancia. Que elaboré, detalle a detalle en mi imaginación. No lo sé. Pero aún se trata de una imagen que me asombra. Mi abuela pareció volverse más pálida, los ojos llenos de una luz verde que parecía provenir directamente de su interior. El cuerpo de anciana convertido de pronto en el de una mujer mucho más joven. El rostro óseo bañado por la luz del sol de esa tarde de Junio. Había algo hermoso en ella, pero también fuerte. Como si pronunciar la palabra, delineara y esculpiera lo más fuerte y bello de si misma. Lo más profundo. Algo por completo intangible, pero por un momento, visible. Todo gracias a la palabra "bruja".
- Pero...
- La niña ha dicho exactamente la verdad - repitió - yo soy una bruja, mis hijas y hermanas lo son. Su madre también. Y ella lo será, cuando tenga la edad y el valor para asumir lo que desea crear con su vida.
Aquello sonó poético, me dije con el corazón latiéndome muy rápido. Sonó como yo suponía debían escucharse los oráculos que leía en los mitos y leyendas. Ese poder para crear a través de la palabra. Esa idea entremezclada con algo más poderoso e intimo. La Maestra la mirada despavorida.
- Pero ¿Como dice esas cosas? ¿Como apoya a la niña en esos desvarios? - se quejó - Eso no puede ser sano.
- No todo lo sano es completamente bueno - se burló mi abuela - además, ¿No le resulta aburrido? Y sí, somos brujas. Somos ese tipo de mujeres indiscretas, salvajes, inquietantes. Esa mujer de las que todos hablan, la que sorprende, la impaciente. La preguntona. La salvaje, la impaciente. La furiosa. La que grita, la que se sube a los árboles. La lectora. La mágica. La sanadora. La valiente. La atolondrada. La audaz. Esas somos. Y nos llamamos brujas.
Bisabuela se quedó mirando a la maestra con esa sonrisa suya que siempre lograba asustarme un poco, pero que esta vez me gustó. La maestra parecía no dar crédito a sus oidos. Las manos apretadas aún contra el escritorio, el cutis muy maquillado brillando por gotitas de sudor. Parecía incomoda, furiosa, fuera de esa región de rosas pálidos donde siempre se refugiaba. Las palabras de mi bisabuela parecían haberla ofendido, enfurecido. Incluso herido.
- Entonces usted dice que las brujas son todas esas mujeres...que no se comportan - balbuceó - que no...
Parecía buscar una palabra lo suficientemente aterrorizante como para describir lo que lo que al parecer le atormentaba. Mi abuela soltó una de sus carcajadas roncas, un poco sibilantes. Se levantó de la silla apoyándose en el bastón. Me hizo una seña. Me apresuré a correr a su lado.
- ¿Qué no que? ¿Que no son decentes, sonrientes, amables siempre? - se burló mi abuela. Muchos años después, me insistió en preguntar si mi bisabuela lo hizo en realidad, si se plantó allí, alta y hermosa, dura e inquietante, para mirar a la mujercita que parecía encogerse detrás del escritorio. Me gusta pensar que sí. Que a pesar de lo inverosimil que pueda parecer, sí, ocurrió. Como si mi bisabuela fuera un mito de mi imaginación.
- No...no - se apresuró la maestra - yo no...
- Pues tiene tanta razón usted - dijo entonces mi abuela, con su mano huesuda apoyada sobre mi hombro - esas somos las brujas. El poder de ser quien deseamos ser, a pesar de todo. Quizás por todo. La mujer esencial.
La Maestra se quedó allí, empequeñecida y aturdida. Mi bisabuela inclinó la cabeza, en un gesto educado que tenía algo de burlón.
- Ya lo ve - añadió cuando ya nos encontrábamos junto a la puerta - Bruja es algo más que una palabra. Es una mirada al mundo. Un paisaje del espíritu. Quizás un deseo a punto de cumplirse. O todo a la vez.
***
Más tarde, sentada en el jardín desordenado de la casa de mi abuela, pensé en sus palabras. En esa visión luminosa de la bruja. En esa idea que parecía abarcarlo todo, desde lo bueno hasta lo malo, una percepción profunda y desconcertante sobre quienes eramos, quienes podíamos ser. La esperanza que sostenía nuestra vida. Por supuesto, era muy pequeña para pensarlo en esos términos tan complejos pero no tanto para sonreír, bailar con los brazos alzados sobre la cabeza, para imaginar la bruja que sería muchos años después. Salté entre las piedras cubiertas de musgo, corriendo de un lado a otro, imaginando la mujer de cabello largo y ojos amables que quizás sería. Esa mujer pálida, curiosa, atolondrada, malhumorada y feliz. Esa mujer que habitaba en mi imaginación, que era mi sueño más privado e insistente. Me tendí sobre la hierba mal cortada y miré hacia la oscuridad, hacia la noche cuajada de estrellas. ¿Quién esperaba por mí en el futuro?
Sonrío, al recordar esa escena. Y lo hago porque continúo bailando con los brazos alzados hacia el infinito, un espíritu salvaje y lleno de preguntas. Una mente inquieta y profundamente curiosa. Una bruja que aún ríe a carcajadas por el mero placer de soñar. Una fiel creyente en el poder de las estrellas y en el de crear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario