domingo, 30 de agosto de 2015

Alas de cristal y otras historias de brujería.




En una ocasión, declaré a quien quisiera escucharme, que deseaba vivir en la biblioteca desordenada de mi abuela con toda la intención al fantasma que según una de mis primas, vivía en ella. Me planté frente a la puerta, sosteniendo mi almohada favorita y mi cobija de estrellas, insistiendo que no me iría de allí hasta que pudiera descubrir si realmente había un fantasma y por qué había decidido vivir, justamente, entre los anaqueles repletos de libros de la habitación.

- Mi niña, pero es probable que prima te haya dicho eso para bromear contigo - me dijo abuela.
- A mi me sonó en serio.
- ¿Y que te dijo hacia el fantasma?

Solté la cobija y la almohada para poder retorcer las manos y poner cara de monstruo, intentando explicarle a mi abuela como se suponía debía verse la criatura misteriosa de la biblioteca. Después corrí de un lado a otro, aullando como posesa y sacudiendo los brazos. Según mi prima M., el espíritu era quien movía los libros de un lado a otro y hacia extraños ruidos a mitad de la noche, que aunque yo no había escuchado, estaba segura debían producirse. Abuela contuvo la sonrisa.

- Ya veo. ¿Y tu vas a descubrir que quiere?
- Claro que sí.


 Me encogí de hombros, tan segura y decidida como podía estar una niña de diez años. Abuela movió la cabeza, con uno de sus gestos serenos y comprensivos, pero siguió apretando los labios e intentando contener la carcajada. Abrió la puerta de la biblioteca con un gesto lento.

- Bueno, puedes quedarte...pero tienes que prometerme algo.
- ¿Qué?
- Que intentarás aprender una palabra poderosa al día mientras cazas al fantasma.

Parpadeé. Tomé de nuevo mi cobija y mi almohada, intentando comprender que quería decir mi abuela con aquello. ¿Una palabra poderosa? ¿Y como iba a saber yo cual era poderosa y cual no? Me entusiasmé. ¡Seguro se trataba de alguna palabra mágica y extraordinaria de la que guardaban los Libros de las Sombras! ¡Seguro mi abuela quería que aprendiera brujería y lanzara hechizos y esas cosas! Mi abuela soltó una carcajada cuando me escuchó.

- Mi niña, lo que quiero es que encuentres palabras que te hagan sentir cosas. Que te hagan imaginar, soñar y desear - me explicó - mientras cazas al fantasma, también quiero que caces palabra. Es lo único que debes hacer para quedarte en la biblioteca. ¿Está bien?
- Bueno, lo haré.

Vaya, bueno, eso no parecía tan difícil, pensé entrando en la biblioteca. Después de todo, en la biblioteca de mi abuela las palabras flotaban en el aire como motas doradas de sol. Miré a mi alrededor, como siempre asombrada y emocionada por la imagen de los anaqueles repletos de libros que rozaban el techo. Desde la primera vez que había entrado en ella, había pensando que así debían verse todas las bibliotecas: Con sus enormes muebles viejos llenos hasta el tope de libros usados, revistas y papeles, sus mesitas cojas de todos los tamaños desordenadas y cubiertos por hojas a medio escribir y el enorme escritorio de mi abuela, de madera maciza y tan alto que siempre debía estirar el cuello para ver que ponía la abuela encima. Todas las bibliotecas debían ser así de desordenadas, amables y misteriosas, pensaba con frecuencia. O así me lo parecía a mí.

De manera que quedarme para buscar el fantasma, no me parecía especialmente aterrador y mucho menos, cazar algunas palabras de las que mi abuela llamaba "poderosas". La biblioteca parecía ser el lugar ideal para ambas cosas y sobre todo, albergar tanto criaturas enigmáticas como libros de páginas abiertas. Mi abuela esperó mientras dejaba la manta y la almohada en el enorme y viejo sofa remendadado, en una de las esquinas.

- ¿Vas a estar cómoda aquí? - preguntó. La miré, muy digna con mi pijama verde olivo y el cabello suelto y rebelde cayendome sobre los hombros.
- ¡Claro! ¡A mi no me asustan los fantasmas! ¡No soy ninguna cobarde!

Mi abuela asintió y se acercó a la ventana, cerrando las cortinas de encaje polvoriento con cuidado. Eran casi el atardecer y una bonita luz dorada y roja caía como una explosión cálida en la habitación. Faltaba mucho para la hora de dormir - una eternidad, pensé con un suspiro - pero cuando abuela cubrió los cristales, una oscuridad lenta y melindrosa llenó todo. Encendió la lamparita de Cristal de su escritorio. Los libros chispearon con pequeños fragmentos de luz robados a los paneles de vidrio. Tragué saliva. La biblioteca de pronto, pareció otro lugar, uno más grande, interminable, de esquinas silenciosas y de espacios que no podía distinguir bien. Con un sobresalto, pensé que nunca había estado en la biblioteca durante la noche. Que jamás había entrado en ella sin que la luz del sol la bañara toda. Por esa razón, me había intrigado tanto las palabras de mi prima, el hecho que describiera la biblioteca como lugar tenebroso. No podía imaginarmelo. Ahora comenzaba a preguntarme si realmente había algo escondido entre los enormes y viejos anaqueles, entre los muebles que sonaban y rechinaban cuando te sentabas en ellos. Me mordí los labios para que no se me escapara ninguna palabra de miedo.

- El miedo no es algo malo, mi niña - comentó mi abuela - ni la cobardía algo tan sencillo como no tener miedo. La valentia nace del miedo más profundo y la cobardía de la arrogancia.  Como siempre, la verdad está entre las franjas de muchas ideas y pensamientos.

Me quedé sentada en el sofa donde dormiría para cazar al fantasma, apretando la esquina de la almohada. No entendía bien lo que quería decir mi abuela, pero si sabía dos cosas: es posible que me diera miedo y sería una cobarde si salía corriendo a mitad de la noche, sin descubrir que ocurría de noche en la habitación. Eso para mi era valor y cobardía. Lo demás...bueno, ya tendría tiempo de pensar en eso.

- ¿Las brujas tienen miedo? - pregunté entonces. Mi abuela - la sabia, la bruja - se encontraba junto a la puerta y se volvió para mirarme, con una singular expresión de dulzura que no comprendí bien.
- Siempre tenemos miedo. A lo que podemos encontrar haciéndonos preguntas. A lo que nos espera detrás de puertas y ventanas cerradas. A todo el largo trayecto que nos lleva a asumir que nuestra curiosidad e inteligencia es una manera de hacer magia. Siempre hay miedo - entonces sonrío - y vencerlo, es parte del aprendizaje que te hace continuar, avanzar en la oscuridad, con las manos abiertas. Encontrando piezas que faltan en ti misma y en tu mente. Siempre hay miedo, pero también el deseo de vencerlo.
- ¿Y como lo haces? - me interesé. Me dedicó uno de sus guiños maliciosos.
- Busca palabras poderosas en esos libros - hizo un gesto que pareció abarcar todos los libros de la biblioteca, los incontables mundos escondidos entre sus páginas - ellas te explicarán que hacer.

Cerró la puerta. La oscuridad cobriza a mi alrededor pareció ondular, hacerse quebradiza. Alzarse entre los libros, mirarme derecho desde las esquinas en sombras. Y tuve la sensación un poco abrumadora que estaba más sola de lo que había estado en mi vida. Que detrás de la puerta cerrada de mis temores y con el fantasma - lo que sea que fuera, al acecho - sólo estaba yo, mirando a mi alrededor con los ojos muy abiertos y asombrados. Y quizás las palabras poderosas que mi abuela quería que encontrara.

Me dispuse a buscarlas y encontrarlas, sin saber si lograría hacerlo.

***

En brujería se suele decir que las palabras son el refugio de la magia más vieja y poderosa de todas: la capacidad de todo espiritu humano para crear y soñar. Había escuchado esa frase muchas veces, repetida en cientos de manera distintas y jamás la había entendido en realidad. Pero esa noche, a solas en la biblioteca desordenada de mi abuela, de pronto tuve la sensación que esas palabras, eran un faro en mitad de los charcos de oscuridad que me rodeaban, que podían esconder - o no - a la supuesta criatura malvada y misteriosa que vivía entre los libros. De manera que me dispuse a defenderme del miedo de la mejor manera que pude y la encontré, justamente obedeciendo a mi abuela. En medio de los crujidos de la madera que me parecía escuchar en todas direcciones, de los suspiros del polvo entre la oscuridad, extendí las manos temblorosas y tomé el primer libro que encontré. Era una vieja edición en tapas muy gastadas, que comenzaban a deshilacharse por los bordes. Leí la primera línea en voz alta:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

¿El hielo? ¿Que tenía de asombroso el hielo? me pregunté un poco desconcertada. Imaginé al Coronel como un señor muy alto y de cabello plateado, mirando al pelotón de hombres que le apuntaban con sus armas y recordaba el hielo. Suspiré, concentrándome en la línea mientras la biblioteca parecía cloquear desde sus clavos viejos y sus libros pesados. Y decidí que la palabra poderosa que podía obsequiarme el libro era "recordar". Porque el Coronel Buendía, estaba a punto de morir y tenía miedo, pero no pensaba en la muerte cercana o el terror de las balas, sino en el hielo. Un recuerdo. Repetí la palabra en voz alta. Recordar, recordar para no tener miedo. Recordar.

Tomé otro libro.

Es una verdad universalmente aceptada que un hombre soltero y con fortuna necesita casarse cuanto antes. Y por más desconocidos que puedan ser los sentimientos o las ideas de ese caballero, cuando él llega a un vecindario por primera vez, las familias que ahí viven inmediatamente lo consideran propiedad privada de alguna de sus hijas. 

Me hizo reír el párrafo. Mi tia E. solía decir que las brujas siempre huían de la formalidad, de las cosas que se supone que debían hacer por mera obligación y de las ideas pequeñas, restringidas, como habitaciones pequeñas donde intentaban encerrar a las esperanzas. Que las brujas eran fuertes, por el mero hecho de oponerse. De contradecir. E imaginé a una bruja leyendo aquel extraña declaración, a una bruja pensando que debía casarse porque era "sabido Universalmente". Y pensé que quizás bajo esas líneas había algo más que descubrir, que se escondía bajo lo que te hacia reir. ¿Los sentimientos? Esa podía ser mi palabra poderosa. Cerré el libro, repitiendola en voz alto, ignorando el sonido extraño de las ventanas sacudidas por el viento, la sensación que la biblioteca entera cobraba vida a mi alrededor a  medida que la noche avanzaba.  Los sentimientos siempre serán misteriosos, pensé con cierto sobresalto y siempre podrán protegerte de la oscuridad.

Me subí a uno de los pequeños taburetes que se amontaban al fondo de la biblioteca. Acaricié los lomos de los libros de los peldaños más altos de uno de los anaqueles. Tomé un libro donde un anciano ciego parecía escuchar el sonido de las páginas con la cabeza medio inclinada.

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.

Incesante. Jamás había escuchado esa palabra antes. Me quedé con el libro apretado contra el pecho, intentando imaginar que podía ser: de pronto imaginé a Beatriz Viterbo como una hermosa mujer yaciendo en sábanas blancas, empapadas de sudor y dolor. Los párpados hundidos, las manos delgadas sobre el pecho. Y de pronto, el Universo incesante se apartaba de ella, se iba hacia el cielo de la noche dejándola atrás. Y tuve miedo, pero también me alegré de poder repetir muchas veces la palabra incesante para consolarme. Cuando el reloj del pasillo dio las once y escuché la última puerta de la casa cerrarse, sentí que la muerte de Beatriz Viterbo, tan delicada, frágil y desconocida, me salvaba del miedo.

Seguí buscando palabras, mientras el fantasma continuaba sin aparecer. Cuando la oscuridad que bajaba de la montaña se apretó contra las montañas, me aferré a las palabras para continuar. De los libros que iba leyendo al azar, del libro de las Sombras de las brujas de la casa que encontré perdidos entre ellos. Del hombre que hablaba de la ciudad de Londres para asombrarse de su belleza y temer su crueldad. O de la tia desconocida que hablaba que el poder de las brujas reside en su capacidad para enfrentarse así mismas, para avanzar más allá de los lugares temibles de su imaginación y su mente. Una y otra vez, las palabras me salvaron de caer, de resbalar hacia los lugares de pesadillas, de los ruidos atemorizantes, de las sombras inexplicables. Y del fantasma que no aparecía, pero que parecía estar allí, en medio del susurro de las páginas abiertas, de las palabras flotando a mi alrededor. Temblando de miedo, pero esforzandome por no dejar de leer, me cubrí con mi sabanas de estrellas y seguí leyendo, haciendo retroceder al miedo tan lejos como para que me miraba, ansioso y confuso, desde los charcos de luz de las lámparas. Lo vencí una y otra vez, enarbolando ideas, imágenes en mi mente y finalmente sueños en mi imaginación.

Las palabras alzándose a mi alrededor, como pequeñas mariposas negras y blancas, huyendo del miedo y de la simple desazón.


- Mi niña, despierta.

La voz de mi abuela me sobresaltó. La luz parpadeante del sol llenaba la biblioteca, recién nacida y tan cálida que tuve la impresión que nunca había visto nada tan bello. Los primeros rayos del amanecer. En algún momento de la noche me había dormido, rodeada de libros y hojas arrugadas. Me senté en el sofa, confusa y sin saber que había ocurrido. Mi abuela, inclinada a mi lado, me acarició el cabello despeinado.

- ¿Encontraste al fantasma? - preguntó con genuino interés. Sonreí.
- No, pero encontré palabras. Muchas palabras.

Miré a mi alrededor. Los libros volvían sólo a ser libros y las mariposas de alas en claroscuros con las que había estado llorando volvían a vivir sólo en mi mente. Pero me emocionó la idea que el miedo no me había vencido. Que había logrado avanzar a través de él llevando palabras entre las manos.

- ¿Todas poderosas? - se asombró mi abuela. Reí en voz alta y levanté el libro donde el Coronel Aureliano seguía recordando el hielo justo al momento de su muerte.
- Muy poderosas. Todas me contaron cosas y no dejaron me asustara.
- Porque el miedo no puede luchar contra tus deseos de vencerlo. Las palabras crean cosas y las brujas lo sabemos desde hace mucho - dijo mi abuela. Los ojos le brillaban de alegría. Se inclinó y me besó en la frente - para nosotras, las palabras son mundos, son ideas que se elevan por su propio peso y valor, que construyen mundos y lugares.  Por eso las consideramos mágicas y de enorme valor.

Sonreí, mirando los libros entre las manos. Pensé en todas las veces en que había tenido miedo. En todas las ocasiones en que me había despertado con pesadillas, temblando de terror y mirando la oscuridad amenazante. ¿Era tan simple dejar de tenerlo? Tomé otro de los libros que me rodeaban y recordé a sus señoritas graciosas y tristes que esperaban casarse para no caer en desesperación. ¿Era tan fácil como imaginar el mundo a través de las palabras?

Aún me lo sigo preguntando, mientras miro las páginas llenas de palabras, mios o de otros. Aún sigo aprendiendo el poder de crear, para enfrentarme al temor. Y asombrandome de su sencillo poder, de su capacidad para construir la belleza. De esa magia tan vieja como profunda, tan sincera como única. La de crear para creer y volar más allá de mi imaginación.

C'est la vie.

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