martes, 4 de agosto de 2015
Crónicas del Olvido: Los trozos perdidos de la Venezuela sin rostro.
Hace unos días, José (no es su nombre real) me pidió que guardara en mis casas las últimas cosas que aún no logra vender antes de emigrar. Se trata de una colección de fotografías enmarcadas, sin otro valor que el sentimental. Cuando las reviso, encuentro que la mayoría son imágenes caseras, tomadas durante viajes familiares y entre amigos, de dudosa calidad técnica. Levanto una, donde la curva del Caribe azul de Vargas brilla radiante y el pequeño sobrino de José saluda con el brazo extendido.
— Dudo que esto se venda — le comento con amabilidad. José se encoge de hombros. — Lo sé, pero tampoco quiero arrojarlo a la basura. Realmente no sé que hacer con todas las cosas que no puedo llevar cuando me vaya. Pero que tampoco puedo…
Aprieta los labios, las manos tensas sobre las rodillas. Un visible esfuerzo por contener las emociones. Sacude la cabeza y cuando me mira otra vez, tiene los ojos húmedos. José, que siempre ha sido tan dicharachero y burlón, José que durante tantos años siempre fue el optimista de nuestro grupo de amigos, el que siempre me aseguró que para cada problema, hay una solución. Ahora, parece tan vulnerable, a punto de partir a la incertidumbre, en esa huída un poco a ciegas que la gran mayoría de los Venezolanos ha emprendido durante dieciséis años malogrados por la desilusión.
— No te preocupes, yo me los quedo — le digo. Devuelvo la fotografía a la caja, junto a las diez o doce que se amontonan en la caja de cartón — yo las tengo aquí en mi casa. — ¿De verdad? — me pregunto José con los ojos muy abiertos. Allí, muy visibles, las lágrimas. Le doy un apretón de hombros afectuoso. — Claro que sí.
No sé por qué lo hago. El motivo por el cual decido conservar aquel montón de fotografías ajenas, de recuerdos que no son míos. Un fragmento de una vida que no conozco muy bien. En realidad, no me pensé demasiado la razón. Sólo imaginé el momento en que yo atraviese ese desmenuzar de la vida cotidiana — porque lo atravesaré, sin duda — y tenga que decidir que perderé y que conservaré. De cuales momentos de mi vida tendré que prescindir, cuales podré aún atesorar. Porque cuando emigras, un objeto deja de ser un objeto y se convierte en una escena, en un sentimiento, en un momento inolvidable. Porque cuando emigras, todo deja de ser simplemente algo, para convertirse en una historia.
Más tarde, José me ayuda a colgar en la pared su pequeña colección. Lo hace, en silencio, colocando una a una las imágenes. Juntas, tienen el aspecto desordenado de un pequeño mosaico caótico. Con rostros que ríen y saludan, carreteras desconocidas, playas y montañas sin nombre. Cuando termina, sus recuerdos ahora están en mi pared, empequeñecidos por la ausencia y también, por ese anonimato de estar en otro lugar más allá del origen, de ser parte de otro lugar que no los reconoce como propio. Suspira, con las manos en los bolsillos, sacudiendo la cabeza con tristeza.
— La primera vez que enmarqué una de las fotos, lo hice pensando en mi casa futura — me explica en voz baja — ¿Sabes? uno se imagina el futuro. La pared pa’ las fotos de la casa. La otra con los afiches de las películas favoritas. Esas pendejadas que…
Se restriega la nariz con el dorso de la mano, aunque ahora las lágrimas le corren por las mejillas. Finjo no verlas porque sé le incomodaré. Miró a la familia que me saluda desde la pared. Al sobrino con la sonrisa desdentada que ríe a carcajadas. Tan pequeños, tan rotos, esas imágenes del pasado que se quedan sin presente. Las acaricio con la punta de los dedos. Les doy la bienvenida mentalmente a mi casa. Les agradezco permitirme mirarlas y que ahora, formen parte de mi historia.
— Entiendo — digo por decir algo. José sacude la cabeza. — No, nadie lo entiende — me dice, casi furioso — la gente cree que lo entiende. Que esta emigración que vivimos es normal, que pasa en todos los países y todas las épocas. Pero yo no esperé irme de este país. No quería. A mi me sacaron a patadas.
A José lo asaltaron hace dos años y le dispararon en una pierna. Estuvo a punto de morir por la herida y le llevó terapia y mucha fuerza de voluntad, volver a caminar. Entonces, le despidieron de la empresa donde había trabajado por casi catorce años. Los ahorros comenzaron a desaparecer, la desesperación tomó el lugar de la esperanza. Y de pronto, Venezuela, la del plan de futuro, la de la parrilla con los amigos, de la casa con las paredes llenas de fotografías, desapareció. Me consta que José fue uno de los últimos de mi grupo que decidió emigrar. Que se resistió a la idea tanto como pudo. Entonces pienso que realmente no le comprendo. Que no comprendo su dolor, ni su angustia. Porque esta emigración no es un plan meditado, es la incertidumbre a cuestas. Es comenzar a otra vez un camino confuso que ni siquiera sabe a donde le conduce. Y comienza con perdidas. Con pequeños fragmentos rotos.
Durante las últimas semanas, ayudé a José a vender todo lo que consideraba suyo. Desde su querida colección de discos de Vinyl — que resultó ser barata y sin mucho valor comercial, al menos en nuestro país — hasta su colección de libros. Uno a uno, José fue abandonando esos pequeños fragmentos de identidad que acumulas durante años, que forman parte de tu mundo. Y no se trata de algo tan superficial como el hecho de vender un objeto de atesoras, sino de asumir que la vida como la conociste terminó. Que tu forma de comprender el mundo acaba de transformarse en algo más. Que hay un ingrediente de confusa abstracción que parece definir ese norte al que te diriges. Nómada por necesidad, migrante por desesperación.
No le digo nada de eso a José, claro, abrumado y aturdido por esa lenta desintegración de lo que consideraba personal. Tampoco se lo digo a Karina (No es su nombre real) que también me pidió la ayudara a vender sus pocas pertenencias apresuradamente, para completar el precio del boleto de precio astronómico que aún no puede comprar. Sillas, muebles, una cama. Las pequeños restos de una tragedia intima que en realidad, parece pasar desapercibida.
— Nadie lo entiende — me dice ella también, como José — hasta que lo pasa. Uno cree que será sencillo arrojar cosas a la basura, tomar sus peroles e irse de este país agobiante. Pero cuando el plan ya es una certeza, cuando las semanas son días, te das cuenta que estás perdiendo no es sólo lo que soñaste aquí, en Venezuela, sino lo que jamás creíste te podía importar. ¿Qué haces con tus pendejadas queridas? ¿Qué haces con los muñequitos, con las piedritas de colección? La vida no te cabe en dos maletas.
Mira las suyas. Son enormes y repletas de lo que supongo, son las cosas que sobrevivieron a esa desordenado y emocional proceso de selección sobre lo que se conserva en la nueva vida, lo que formará parte de ella. Pero más allá de eso, queda el silencio. Los cientos de recuerdos involuntarios que crean la historia personal. Los pequeños y diminutos trozos de esa identidad que se disuelve, que pierde valor, que parece desplomarse en esa desbandada a la carrera que vive mi generación. Karina sacude la cabeza, le da una palmada a la maleta más cercana. Aprieta los labios de una manera muy similar a la que lo hizo José, unos días atrás.
— Ropa. Y algunos libros — me explica — pero hay cosas que no te puedes llevar en la maleta porque…ya no sabes que es importante o que no. Ya no puedes discernir que es realmente valioso o que…
Toma un sobre escondido en una de los bolsillos de la maleta. Lo levanta para mostrármelo: el papel está amarillento, cuarteado. Cuando lo sostengo, reconozco la letra de Karina, hace casi quince años atrás. Ella sonríe entre las lágrimas, ahora sí muy visibles.
— Fue la carta que le escribí a mi papá cuando supe que estaba enfermo — me cuenta — que le dejé en la almohada de su cuarto para darle fuerzas. Me la traje de su cuarto cuando murió.
El padre de Karina murió hace seis años de una agresiva forma de cáncer. Ella jamás habló sobre el dolor que le produjo la perdida, la abrasiva angustia que presumiblemente sufrió luego de un proceso de agonía muy rápido y destructor. Por eso me sorprende la carta, la intención. Karina se encoge de hombros, se rasca la cabeza. Ahora llora sin reboso, sin disimulo. Me pregunto si sabe que lo hace.
— Me la llevo para recordarme que puedo con esto — dice y vuelve a mirar las maletas. Tiene la mirada de una niña asustada — que podré…
Toma la carta que aún sostengo, la devuelve al bolsillo. Se aprieta el puño de la mano contra los labios cerrados. Pasa el tiempo en ese silencio inquietante del sufrimiento.
***
Cuando Miguel (es su nombre real) me telefoneó para obsequiarme sus muebles favoritos, me sobresalté. Me quedé con la bocina apretada contra la mejilla, escuchándolo mientras me cuenta que no puede venderlos — nadie puede comprarlos, o quiere — y que antes que simplemente se los roben en algún depósito, prefiere que yo los tenga. “Quizás los puedas vender, más adelante” me dice, la voz temblorosa “Pero te los puedes quedar también”.
Quiero negarme. De pronto, la idea de conservar los muebles de alguien que emigra, me resulta penosa. Miro las fotografías de José en la pared, tan extrañas y solitarias, como ventanas a una vida que no recuerdo. Las miro de vez en cuando, sobre todo desde que José se fue y me pregunto porque ningún otro miembro de su familia quiso tenerlas. Porque ninguno de los que sonríen desde las imágenes, decidieron atesorar esos paisajes del olvido. Cuando se lo pregunté a José, la primera vez que llamó desde su nuevo hogar en Panamá, suspiró.
— Todos se habían ido también.
De manera que las cosas que se quedan, no son sólo los recuerdos de alguien más, sino también una cronología silenciosa de las ausencias. Lo pienso con un escalofrío, intentando comprender esta generación rota, que se habituó a pensar que la única posibilidad de futuro está fuera de nuestras fronteras. Lo pienso, con la sensación inquietante, que poco a poco, me quedo aislada, una emigrante en mi propio suelo. Una extraña en un país de extraños, de ausencias insustituibles. Pienso en mi familia, convertida en una sucesión de lazos distantes. En los amigos que abracé por última vez sin saber cuando volvería a verlos. En los nombres que recitas para recordar quienes ya no están. Y de pronto, la angustia de Miguel, tan discreta, tan aparentemente banal, me resulta dolorosa, cercana. Miguel, que por años se dedicó junto a su mujer a decorar un pequeño apartamento alquilado, de encontrar el mueble perfecto para el futuro distante. Miguel, que marchó tantas veces con la férrea esperanza de una Venezuela posible. Miguel, que incluso en los peores momentos, se negó a criticar al país, que se esforzó por encontrar una mirada benevolente en mitad del dolor. Miguel, que decidió partir luego de años de soportar el miedo. Miguel, que se decidió abandonar todo durante el velorio de su hermano, víctima anónima del país que se desangra. Miguel, que al otro lado de la línea telefónica, espera en silencio, todo pesar, en un duelo simple que lleva esfuerzos comprender.
— Me quedo con algunos — le digo por último. Me esfuerzo en contener mis propias lágrimas — tráemelos cuando puedas. Yo los cuido.
La esposa de Miguel es una mujer tímida y delgada que siempre sonríe. Menos hoy, que acomoda su bella poltrona de retazos en una esquina de mi apartamento. El mueble tiene un aspecto extraño, un poco fuera de lugar, en la decoración desordenada que le rodea, entre las pilas de libros abiertos y cerrados, revistas, las fotografías ajenas y propias en la pared. Pero cuando ella ahueca los cojines con las manos, cuando le pasa acaricia con un dedo el feo tapizado, de pronto, pienso en su casa. En lo bonita que siempre me resultó, en lo acogedora. Recuerdo que fue en casa de Miguel, la primera vez vi colgar las ahora célebres lucecitas navideñas como parte de la decoración, la madera de estuco blanca, todo aquel aire de estilo añejo que entonces me pareció divertido. Me pregunto donde están todos esos pequeños detalles, todos los pequeños caprichos y curiosidades. Donde está el afiche de The Beatles que Miguel tanto atesora, o el pequeño paisaje de París que su esposa pinto. De pronto, la sensación de vacío se hace abrumadora.
— No importa, son solo chucherías — dice él, sonriendo cuando se lo pregunto. Acomoda el precioso espejo de madera que debo vender, pero que creo conservaré — que…uno acumula. Uno no sabe…
Es verdad, uno no sabe, me digo con las manos tensas sobre las caderas. Uno no sabe lo que pierde o lo que obtiene, en esa ausencia enorme, en esa perdida a cuentagotas de la propia historia. Un paisaje arrasado, de puertas cerradas, de recuerdos perdidos. Pero nadie lo piensa de manera tan poética ¿Verdad?, me digo cuando me despido de Miguel y su mujer. Compartimos promesas y abrazos de reencuentro vía la tecnología, de conservar el hilo de amistad. Pero sé que no ocurrirá. Sé que lentamente, ese nuevo mundo, esa nueva historia, los volverá extraños, rostros anónimos en medio de muchos recuerdos a medio recordar. Y lo pienso, con una angustia pausada, silente. Con una sensación de callada resignación.
***
A Karina la voy a despedir al aeropuerto. Las dos maletas ya desaparecieron en el embalaje. Ella está sola, de pie bajo la Cromointerferencia de color aditivo de Cruz Diez. Pero no se toma la ahora tradicional fotografía. Simplemente mira a su alrededor, con las manos crispadas en un nudo de dedos y angustia, se despide de nuevo de su madre. Se niega a llorar a cuando su hermana lo hace. A mi me abraza dándome un sacudón.
— Cuando te decidas, tienes las puertas abiertas — me dice. Suspira, se arregla el morral al hombro. Entonces saca algo del bolsillo: una cadena con un árbol de plata colgando de ella. Me la extiende. La tomo — quédate con esto. Me lo puedo llevar, pero quiero que lo tengas tu.
Entiendo su gesto. Lo entiendo también, lo siento en los huesos, en la angustia que me cierra la garganta cuando me pongo el collar. No llores, no llores, me ordeno. Recuerdo a Karina, la primera vez que la vi en la clase de Bachillerato, pelirroja “de botecito y exaltada”. Y más allá, de pie junto a la cama de su padre, diciéndome en voz baja “vamos a poder con esto”. No llores, me digo, apretando el árbol entre los dedos. Ella sacude la cabeza, me da un apretón afectuoso en el brazo.
— No me olvides. — Ni tú a mí.
Sonríe. O menor dicho, mueve los labios en una mueca. Mira a su familia — pequeña y frágil, las cabeza unidas de pura angustia — y después el aeropuerto destartalado. Se encoge de hombros otra vez.
— Uno se lleva a Venezuela. No en dos maletas. Y quizás ni sepas como. Pero supongo que te la llevas. Y la recuerdas. Después. Sin drama, sin angustia. Ya sabes, los Venezolanos somos melodramáticos.
Suelto la carcajada. Karina sacude la cabeza.
— Ven pa’ aca pendeja. Que no quede que yo no soy hija de esta Tierra.
Entonces nos tomamos la foto en la Cromointerferencia de color aditivo, como dos niñas que juegan, riendo por la tontería, pero muy consciente de su trascendencia. Finalmente cuando debe irse, Karina no me mira de nuevo. Se aleja entre la multitud. Una desconocida entre tantos otros.
Y más tarde, la recordaré así. Como otro rostro entre los cientos que he perdido. Los nombres que recordar, las escenas que atesorar. Sentada en el sillón de Miguel, mirando las fotografías de José, con el árbol de Karina al cuello, pienso que soy una sobreviviente. Una Huérfana de historia. Otro de los recuerdos que alguien dejó atrás. ¿Quién conservará los míos cuando deba olvidarlos? Sacudo la cabeza, suspiro. Quizás no haya respuesta para eso.
C’est la vie.
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