sábado, 22 de agosto de 2015
De pequeñas puertas secretas y otras historias de Brujería.
Cuando tenía diez años, decidí que odiaba mis dientes. Me miré al espejo y de pronto me desagrado que fueran tan pequeños, separados, algunos muy apretados, tan poco parecidos a los dientes blancos y regulares de las mujeres que solían sonreír en las revistas. Me pregunté si podría cambiar mi sonrisa o algún día, hacerlo de esa manera radiante y tan atractiva de las hermosisimas mujeres que me miraban desde el papel. Mi prima M. se rió de mi cuando se lo dije.
- Oye tienes dientes horribles. Y los vas a tener toda tu vida - se mofó - así que no te hagas ilusiones con eso. Asi te quedarás.
Me enfurecí y le grité alguna cosa que ahora no recuerdo. Ella sacudió su cabeza llena de rizos de adolescente malcriada y me dedicó una de sus miradas prepotentes, de esas que tanto me dolían y me molestaban. Con quince años, mi prima M. era todo lo que yo quería ser y no podía: alta, esbelta, con las mejillas sonrosadas y bueno...hermosa. Siempre que la miraba, lamentaba no sólo mis dientes separados y un poco chuecos, sino también mi cabello rebelde, mi rostro pálido y pecoso. Mi figura de niña. ¿Nunca sería como ella? Me preguntaba con cierto despecho. ¿Algún día dejaría de ser sólo yo?
El caso es que sus burlas siempre me dolían mucho. Aún más, esa insinuación que siempre tendría la misma sonrisa de dientes torcidos. Me miré en el espejito de mi morral de colegio, muy consciente de mis mejillas mofletudas y mis ojos casi demasiado grandes para el resto de mi rostro.
- Pero no eres fea - comentó con amabilidad mi amiga Flor cuando le comenté lo anterior - tampoco bonita. Pero fea, fea...como que no.
Suspiré. Me pellizqué las mejillas y me pasé la mano por el cabello encrespado. Me sentí muy pequeña inadecuada, como si algunas partes de mi cuerpo no encajaran del todo bien. Con cierta tristeza, miré a los grupos de niñas que jugaban en el patio de recreo. Todas tenían el cabello largo y sedoso, recogido en artísticos moños o suelto y brillante. Todas eran altas y esbeltas. Incluso algunas, comenzaban a tener formas de mujer. En cambio yo...crucé los brazos sobre el pecho plano y tuve unos súbitos deseos de llorar. Me pregunté por qué dolía tanto ese pensamiento, como podía evitarlo. Y si todo se debía a mis dientes feos. Si todo tenía que ver con esa sonrisa dispareja mia.
- Bueno, a lo mejor no es tan importante ser bonita - dije en voz baja - o no sé...
- No sé si será importante pero yo quiero serlo - terció Flor de inmediato. Se paró muy erguida y sacudió su abundante cabello castaño. Le caía por los hombros y ya por entonces, le caía en unos hermosos rizos color cobre que yo envidíaba de vez en cuando - ¿No lo quieres tu también?
Claro que lo quería, aunque jamás se lo admitiría ni a ella ni mucho menos a la petulante de mi prima. De manera que me encogí de hombros y me quedé allí, pensando en el hecho que no era tan bonita como me gustaría serlo y sin entender porque esa idea me lastimaba tanto. Sentada en el pupitre del salón, pensé que estaría bien encoger y quedarme invisible, muy pequeña, sin que nadie me viera. Que sería realmente muy bueno sí...
- Aglaia, muchacha, siéntate derecha.
La voz de mi bisabuela me sacó de mis pensamientos. Al parecer, me estaba sentando en la mesa de la cocina de la casa de la misma manera en que lo hacía en el colegio, a saber: con los hombros encorvados, las manos sobre las rodillas y la cabeza hundida entre los hombros. Mi bisabuela se acercó con su paso lento de bastón, mirándome furiosa.
- Debes aprender a sentarte bien, niña. Nadie puede pensar con claridad hecha un nudo de nervios - me riñó. Me dio una palmada rápida en la espalda que me hizo dar un salto y quedarme sentada muy derecha en la silla. Me sorprendió que un gesto tan simple pudiera ser tan fuerte - así está mejor. Tu cuerpo es un templo y como tal, debe ser firme.
Se quedó de pie junto a la mesa, quizás esperando que le respondiera algo. Pero entristecida como estaba, sólo moví la cabeza, aceptando su regañina de buena gana, algo muy poco común en mi. Bisabuela ladeó la cabeza y me dedicó una de sus miradas perspicaces.
- ¿Qué ocurre contigo?
- Abu, ¿Qué se siente ser bonita?
Parpadeó y por largo momento, sólo permaneció allí, pálida y muda, como si mis palabras las desconcertaran. Luego sacudió la cabeza y tomando una de las sillas, se sentó a mi lado. Dejó su bello bastón de madera de caoba apoyado contra la mesa y se inclinó, con su rostro afilado tenso.
- ¿Quién te dijo que lo soy?
Ahora me tocó a mi el turno de parpadear y mostrarme muy sorprendida. La contemplé con los ojos bien abiertos de pies a cabeza. A pesar de su edad, mi bisabuela seguía pareciendome una mujer muy hermosa. Tenía el cabello color cobrizo, salpicado de canas y siempre lo llevaba muy bien peinado en un rodete apretado a la nuca. Tenía un rostro delgado, de pómulos altos y frente ancha, una boca pequeña y femenina. Sus ojos verdes siempre parecian brillar de pura inteligencia o de ese extraño sentido del humor suyo que siempre me sorprendía y me confundía.
- Nadie - respondi - yo te veo bonita.
Bisabuela ladeó la cabeza, con una sonrisa maliciosa en su boca delicada. Ella solía decir que jamás había creído en las brujas malvadas, pero de existir, ella sería una por supuesto. Y lo decía entre risas, sacudiendo su gloriosa melena y soltando una de sus carcajadas roncas, un poco insultantes. Mi abuela solía insistir que su madre tenía una curiosa idea del bien y del mal, lo extraño y lo comprensible. Y aunque nunca entendía bien que quería decir con eso, en ocasiones como aquella suponía que tenía relación con esa cualidad de la bisabuela de dar un poco de miedo. No había nada inocente en esa mirada suya helada y un poco dura. En la expresión tensa de su rostro. Era un rostro que siempre te hacia hacerte preguntas.
- Pues esa es tu opinión, pero en realidad solo soy un conjunto de rasgos - respondió - además, ninguna bruja es bonita. Todas las brujas son salvajes, fuertes, libres, independientes, desaliñadas, desordenadas, irritantes, coléricas. Que yo recuerde...no hay una bonita.
No supe que decir. A mi todas las mujeres de mi casa me parecían muy bellas y todas ellas, sin excepción, se llamaban brujas. Todas llevaban el cabello largo y abundante, tenían un atractivo rostro ovalado, sabian maquillarse y llevar la ropa de manera atractiva. O al menos, a mi me lo parecía, desde la distancia de mis diez años y de esa sensación de ser un poco torpe y sin gracia que me atormentaba siempre. De manera que no entendí muy bien que era lo que me decía bisabuela.
- Claro que sí, mami y mi abuela Celia lo son - protesté. Luego suspiré - e incluso prima, que es jovencita. Todas son preciosas. Tu también lo eres. Yo no.
Bisabuela cruzó las manos sobre la mesa y dedicó unos minutos a contemplarme. La expresión maliciosa se hizo ductil, se transformó en algo más denso y un poco incomprensible. Con los años, llegaría a comprender que era la manera como la bisabuela se disgustaba. O al menos contenía su carácter explosivo para dar pasos a ideas más interesantes.
- Niña, la belleza es una opinión y todos tenemos una. Todos tenemos un punto de vista, una manera de comprendernos. Una forma de asumir que pasa fuera de nosotros, más allá de esa frontera de pensamientos que nos hace ser quien somos - entrecerró los ojos - la belleza no existe. Existe la opinión sobre lo que es bello.
- ¿No es lo mismo?
- Claro que no. Es un matiz muy importante - me explicó - por siglos, la belleza de la mujer ha sido algo muy importante. Las mujeres se educaban para ser deseables, para contraer matrimonio. Para atraer al marido. Para ser deseable. Y todas querían ser idénticas unas a otras. Todas querían ser bonitas a la manera como se suponía debían serlo. Por ese motivo, la Brujería siempre insistió que las Brujas eran poderosas, antes que hermosas. Astutas antes que delicadas y sobre todo, fuertes antes que delicadas. Eso no siempre era bonito.
En una ocasión, había visto un dibujo en el Libro de las Sombras de mi abuela, de una mujer vieja que caminaba por un bosque. Era espléndida, con su cabello blanco y ondulando cayendole sobre los hombros, pechos amplios y muy alta y magestuosa. O a mi me lo había parecido. No llevaba un vestido bonito ni se peinaba, pero a mi me había parecido extraordinaria, de un atractivo indecible. Había algo en su rostro - o en la manera en que el artista la había dibujado - que me parecía extraordinario. Exquisito. Un poder que palpitaba bajo su expresión reposada. Una idea tan fuerte que por meses recordé el dibujo con mucha frecuencia. ¿A eso se refería la bisabuela?
- Una bruja es un alma indómita, en busca de conocimiento. Una bruja no tendrá temor de ensuciarse las manos para hundirlas en la tierra o de despeinarse para correr y sentir el viento en el rostro - dijo mi bisabuela - una bruja no dejará de reir a mandibula batiente, de gritar cuando lo necesite. Una bruja se va a enojar, va a sentirse triste y enojada. Una bruja siempre querrá correr por la arena del mar, saltar y brincar. Una bruja jamás teme al riesgo, una bruja se enfrenta al miedo. Una bruja tiene un espíritu de fuego, una necesidad extraordinaria de crear. Una bruja no se queda tranquila, siempre está en plena batalla por sus ideas. Una bruja es poder puro, nacido de su curiosidad, de la amplitud de su mente. Y eso no siempre es bonito.
No supe que responder a eso. Jamás había pensado en cosas semejantes, jamás había creído que la belleza pudiera ser algo más que como llevas el cabello o se ve tu ropa. Pero de pronto, mi bisabuela describía una manera de ser hermosa muy distinta, un tipo de fuerza que me resultaba cien veces más asombroso e incluso intrigante, que un rostro bien maquillado o dientes regulares y blancos. Con timidez, sin atreverme a creerlo mucho, me pregunté si la belleza era algo más profundo que el tamaño de tus brazos y piernas y la manera como te peinas. Me pregunté si podía ser bella, incluso con mi cabello rizado y despeinado, con mis dientes desiguales, con mis ojos muy grandes y asombrado. Me acaricié las mejillas con la yema de los dedos y sentí la piel caliente, muy viva y plena. Mis rizos rozandome la espalda. Esa impaciencia por saltar y correr que tenía conteniendo todo el rato. ¿Eso también era una forma de belleza?
- ¿Se puede ser bonita sin serlo? - pregunté y hasta a mi misma, me confundió mi pregunta. Pero mi a mi bisabuela se le encendieron los ojos de una emoción firme, exaltada. Un entusiasmo muy vivo y pleno que no entendí muy bien pero que también me hizo sonreír.
- Una vez leí que todas las brujas son invencibles en su necesidad de construir y crear su mejor obra de arte: ella misma - me respondió. Ladeó la cabeza y con cuidado, comenzó a destrenzarse el cabello. Los mechones gruesos y brillantes le caían sobre los hombros, con su encendido color, salpicados de canas. Luego dejó que la melena le cayera libre y abundante por la espalda - que trabajan, cada día de su vida, no sólo por elaborar una idea sobre el mundo que les rodea, sino para hacer la pases con su reflejo en espejo. Con la mujer que habita bajo la piel. De manera que eres invencible, que eres salvaje, que eres una bruja. Y esa noción de ti misma, esa comprensión de todo lo que eres y como eres, te hace no sólo bella. Te hace poderosa.
Tuve deseos de abrazar a la bisabuela. De echarle los brazos al cuello y apretarme muy fuerte contra ella para agradecerle sus palabras, esa alegría extraña y brillante que me recorría como un escalofrío caliente. Por regalarme esa nueva percepción sobre mi misma. Pero no lo hice: bisabuela no era muy dada a gestos efusivos y pensé que quizás, le molestaria lo hiciera. Y me sorprendió pensar que también, esa rara actitud suya hacia abrazar y besar, esa severidad distante que a veces me había asustado de ella, también formara parte de lo que la hacia bella, de lo que me parecía formaba parte de ella. Sonreí.
- Ninguna bruja es bella - dije entonces. Lo dije con ese asombro de los diez años pero también, con la sensación extraña de comprender un secreto compartido de generación en generación, de palabras y sabiduría que formaban parte de una larga línea familiar, de toda esa percepción de quien somos. Bisabuela me hizo un guiño humorístico.
- Somos feroces, que es aún mejor.
Feroces. ¡Que palabra tan exquisita! La recuerdo mientras corro por el patio de Recreo, con el cabello despeinado, el rostro cubierto de sudor, la ropa sucia y arrugada. Pero feliz, me digo, como todo el salvaje entusiasmo de la infancia, con esa energía extraordinaria que me hace única e irrepetible bajo el sol. Riendo con mis dientes disparejos bien a la vista, feliz por esa sensación de reconocimiento y poder. Saltando bajo los rayos del sol. Que feroz esta sensación de maravilla, que abrumadora esta belleza desconocida, este rostro oculto bajo el de la niña. Que sensación de absoluto portento, en medio de esta día extraordinario, de esta capacidad para creer y soñar.
Feroces, la palabra me acompaña a todas partes. Como a la niña que fui, a la mujer que soy le sigue sorprendiendo. Y también, la sigue atesorando. Como un sueño a medio recordar, una historia a medio escribir. Una herencia trascendente que forma parte no sólo de mi memoria sino de mi manera de vivir.
C'est la vie.
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