martes, 25 de agosto de 2015
El país en ninguna parte: El legado de los inmigrantes Venezolanos.
Como tantos otros Venezolanos, soy hija y nieta de inmigrantes. Crecí en una casa donde se escuchaba zarzuela, se comía paella y risotto, donde se hablaba italiano y español. Pero también, en un hogar de Venezolanos trabajadores, enamorados de un país de oportunidades, de un sueño cumplido luego de años de guerra y privaciones. Me educaron en la idea que Venezuela es el país más hospitalario del mundo, donde miles de hombres y mujeres de todas partes del mundo viajaron para encontrar un nuevo hogar. Crecí amando a Venezuela desde los ojos de los extranjeros, desde el recuerdo de una patria Lejana, pero el agradecimiento a una tierra próspera y joven que supo acoger a mi familia y a tantos otros, como sus hijos. Crecí entre Venezolanos por decisión y elección. Crecí como hija y nieta de devotos del gentilicio Venezolano.
Hace seis años, recibí el primer insulto xenófobo que recuerde. Un desconocido me insultó vía redes sociales “por mi apellido vende patria” y me exigió “volver a mi país” antes de seguir “robando y jodiendo” en el suyo. Leí las frases en silencio, con un escalofrío de miedo y angustia recorriendome la espalda. Porque no sólo tengo otro país a donde volver, porque estoy en el mio, sino que hasta entonces, no había sido consciente que el prejuicio y el resentimiento chavista, de la ideología del revanchismo social comenzaban a socavar lo esencial de cierta percepción del Venezolano, de cierta idea consistente sobre quienes somos y la manera como se construyó nuestro país. Con una sensación de amargo miedo, leí muchas veces el insulto, preguntándome a donde correr cuando el odio proviene de tu compatriotas, a donde ir cuando el rechazo es parte de toda una política de enfrentamiento y cólera racista que no sabes como manejar ni mucho menos, comprendes a cabalidad. Tuve tantos deseos de llorar que me llevó un considerable esfuerzo contener el llanto, pero lo hice. Me quedé sentada frente a la pantalla de mi computador, tratando de entender que ocurría, sin lograrlo. De asumir que de pronto, era extranjera en mi propio país.
Mi abuelo materno era español, uno de los tantos canarios que cruzaron el mar con una maleta maltrecha llena de esperanzas. Lo hizo siendo muy joven, un mocetón de dieciocho años que llegó a Venezuela huyendo de la guerra. Cuando era una niña, el escuché muchas veces contarme lo que había sentido al ver la línea azul de la Guaira, de oler ese mar recién nacido con olor a montaña. Solía decirme que se quedó de pie en la popa del barco, con su maleta vieja, mareado y asustado. Y que entonces, el viento de la Guaira, cargado del olor del Ávila le acarició el rostro. Un olor fresquito, como de hoja verde y crujiente, de una promesa de bienestar que mi abuelo, campesino y humilde, hasta entonces no había conocido. Supo que había llegado a casa, su casa. Que no habría otra, antes o después. Que Venezuela sería el lugar del para Siempre, del todo los días. De la vida que transcurre en paz.
— Fue como cuando uno se enamora, niña — me contaría años después. Caminábamos por el Centro de Caracas, su “muchacha grande”, como le llamaba. Ya estaba muy anciano y encorvado, pero aún quería a esa muchacha malcriada y grosera que es la ciudad. Aún la quería tanto como para avanzar, pasito a pasito, para disfrutarla — uno se enamora y ya no ve para los lados. Así pasó conmigo y Venezuela. Para siempre.
Mi abuelo paterno era Italiano y llegó a este país un poco mayor. Lo hizo también huyendo del miedo y la pobreza. Lo hizo sin saber que llegaría a un país que le deslumbró desde el primer paso. Él también solía contarme que nada más bajar del barco, el olor a Venezuela lo llenó todo. El olor a paz, a prosperidad. A la belleza en todas las cosas. A la asombrosa luz del sol, a este verano perpetuo. A esta ternura de todos los días, de una tierra tan joven. El país de los brazos abiertos, de los buenos días con sol rojo y dorado, de las tardes plácidas con olor a mango. Para mi abuelo paterno, Venezuela fue también fue final del viaje, el último paso en el recorrido. Y el Para siempre.
— Es como llegar a la casa que nunca creíste pudieras encontrar — me decía. Mi abuelo era un romántico, enamorado de los Araguaneys de Altamira, de las tardes de la Plaza Bolívar con su retreta, del páramo la Culana, de la Isla de Coche — llegas y sabes que ya no hay otro lugar como este, que a donde vayas, vas a volver. Porque es tuyo.
Mis abuelos - ambos — me enseñaron que el país que uno nace no siempre es el lugar que llamas casa. Me enseñaron que el futuro se construye con esfuerzo y que se puede amar el hogar adoptivo tanto como el que te dio el nombre y guarda tus recuerdos. Ambos trabajaron durante toda su vida para sacar adelante a sus familias. Ambos amaron a este país con una devoción que en ocasiones me sorprendía. Ambos, conservaron afectos, el acento y el gusto por la comida del terruño, pero antes, estaba Venezuela. Antes de la Paella, estaba la Hallaca. Antes del Panettone, estaba la torta negra. Antes de cualquier lugar, estaba Venezuela.
Pensé en ellos, cuando una mujer levantó una pancarta escrita a mano donde se podía leer “váyanse pa’ su país, extranjeros de mierda”. Lo hizo, en medio de una marcha opositora a la que asistí y se aseguró que nadie dejara de verla, sacudiéndola y mostrándomela hasta asegurarse que no podía ignorarla. Pensé en mi abuelo el canario, que le gustaba muchísimo ir a Todasana para admirarse del azul más bello del mundo e insistir que Venezuela es tierra de Gracias. Pensé en Nono, que me tomaba de la mano mientras paseábamos juntos por la casa de Simón Bolivar, para recordarme que la historia del país “que uno ama” siempre te recuerda lo valioso que es el país que llamas tuyo. A mi familia completa, que brindó al país su esfuerzo, su tesón, su enorme amor como ciudadanos. A mi taratabuela, que aún con el acento belga tan perceptible, solía insistir que bailaba el tamunangue “mejor que todas las muchachas de Barlovento”. Me pregunté de nuevo, como te proteges del dolor cuando te lo infringe alguien que como tu, se llama así mismo Venezolano, a donde huyes cuando es tu tierra la misma de quien te odia. A donde te escondes, cuando quien te amenaza es parte de tu historia.
En Venezuela, la Xenofobia no es cosa reciente, pero si lo es su uso político, mezclado con un patrioterismo barato y vulgar, con el rencor de clases aderezado con un brumoso pensamiento político. El Chavismo ha utilizado todos los recursos a su alcance para insistir en que la responsabilidad de la situación que atraviesa el país puede justificarse a través del resentimiento, del chivo expiatorio, el dedo acusador a escogido a enemigos invisibles dentro de la frontera. Lo ha hecho con toda la cobardía que supone el uso de los recursos del poder para el ataque y la agresión al distinto, la insistente visión del ataque irresponsable para evadir la responsabilidad debida. No obstante, no se trata sólo del comportamiento político de un Gobierno violento y obsesionado con los medios de propaganda ideológico, sino del hecho que un considerable número de Venezolanos, aceptan y asumen el discurso de la xenofobia como parte de una idea cultural. Que defienden no sólo el hecho de la agresión sino sus implicaciones y consecuencias.
Unos meses antes de morir, mi Nono me habló sobre la Italia que recordaba, esa Toscana en flor de cielos interminables de azules radiantes que jamás olvidó del todo. Estábamos en su casa junto al Ávila, la misma que construyó al llegar al país, la misma en que vivieron mi padre, mis tios y primos. La casa que levantó luego de años de trabajo, que fue su hogar y el de toda nuestra familia, por casi cuatro décadas. Para mi abuelo, no sólo se trataba del lugar que soñó para hacerse adulto y envejecer, sino de soñar, más allá de cualquier cosa, con una idea de país que se construye a diario.
— ¿Y quisieras regresar a Italia? — le pregunté. Me tomó de la mano, con su apretón firme y calloso de hombre de trabajo. — No quiero ni nunca lo quise. Porque una vez que Venezuela es el color del mar, el rostro de tus hijos y la forma como te entiendes, ya no hay donde regresar. Estás en donde quieres ir.
Mi abuelo murió unos meses después de esa conversación. Y sus cenizas fueron a parar a Todasana, como lo deseaba. Al sol radiante del Caribe, en ese azul profundo y violento que amó cada día de su vida. Y es que para ese italiano de provincias, para ese anciano que se hizo Venezolano como amor, no hubo nunca otro país que el nuestro. No hubo otro gentilicio que del país de adopción.
Tal vez por ese motivo, esa noción del país que te recibe y te hace parte de su historia, es que me aterroriza el súbito brote de nacionalismo mezclado con una rampante xenofobia que el Gobierno estimula con hechos como los que están ocurriendo actualmente en la frontera con Colombia. No hablamos únicamente de las agresiones que están sufriendo ciudadanos colombianos en una aparente arremetida del gobierno contra un enemigo desvalido y vulnerable, sino el hecho que utiliza la excusa política — otra vez — para justificar su inefacia de un ejercicio de poder que es incapaz de mantener a flote un proyecto fallido y una noción de Estado cada vez más tambaleante. De nuevo, el chavismo utiliza el arma de enemigo sin nombre y artificial para disimular su incapacidad para manejar una coyuntura de proporciones imprevisibles y que avanza hacia una debacle definitiva y peligrosa.
No obstante, no se trata ya que el Chavismo utilice el resentimiento como una forma de convalidar sus disparates políticos, sino del hecho que al parecer una considerable cantidad de ciudadanos lo acepten. Y no todos chavistas. ¿Qué está ocurriendo para que el Venezolano admita el discurso de odio y violencia del Chavismo y además, asuma la xenofobia como una razón válida para una serie de tropelías jurídicas que se cometen en su nombre?
No, la crisis económica del país no la causa los “bachaqueros” del vecino país, sino el hecho que Venezuela no puede producir ni mucho menos sostener su consumo interno. Tampoco la causa la reventa de productos, sino el hecho cierto que el Gobierno Venezolano destrozó las tierras cultivables, diezmó las empresas productivas, controla y ataca las lineas de producción, consumo y comercialización. No, los colombianos de la Frontera y de ningún otro lugar en Venezuela tienen la responsabilidad sobre el desastre económico y social que vivimos. No la causa el puñado de indocumentados que han sido deportados, golpeados, agredidos y desocupados de manera violenta por un Gobierno represor que decidió no sólo convertirlos en un símbolo de expiación sino también, en el rostro de una crisis artificial y de graves consecuencias.
No, los “paramilitares Colombianos” no tienen la responsabilidad del gravísimo indice de inseguridad en el país. La tiene un Gobierno agresivo, que armó a civiles con el propósito de autopreservarse en el poder, que utiliza la violencia callejera como arma de control social. La tiene un Gobierno que no sólo ignora, minimiza, invisibiliza los altísimos índices de Violencia e inseguridad, sino que además propicia la impunidad como un elemento político.
De nuevo, me pregunto a donde huyes cuando el enemigo está en tu propio país y le llamas compatriota. A donde vas, cuando la agresión proviene de quienes como tu, se llaman Venezolanos. A donde te escondes, cuando el horror tiene las armas del poder de tu país y eres su víctima. Cuando el odio proviene de quienes como tu, consideran a Venezuela parte de su historia. ¿A donde vas cuando el país donde naciste te considera un extranjero?
No lo sé. Y quizás tampoco, sepa la respuesta a ninguna de esas preguntas después.
Extraordinario Articulo !
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