domingo, 2 de agosto de 2015

El valle de los sueños olvidados y otras historias de brujería.




Mi abuela amaba tomar café. Lo hacia muy temprano, sentada en la mesa de la cocina, en una taza vieja de peltre que había sobrevivido a mudanzas, generaciones enteras de niños, al descuido cotidiano. Se sentaba sola, con las manos alrededor del pocillo, tomando sorbo a sorbo un café muy amargo, apenas endulzado con media cucharada de azúcar. Pero ella decía que le gustaba así, justo en ese momento. Justo en ese momento del amanecer. Y que ambas cosas, formaban parte de sus ritos más queridos, más personales. Los inolvidables.

- Pero puedes tomar café en cualquier momento del día - protestaba yo, medio dormida. Inclinada sobre la silla, aún despeinada y con los ojos bizqueando por el resplandor de la mañana. Me empeñaba en acompañarle, sólo por curiosidad, por tratar de entender por qué le agradaba tanto tomar café, en la misma taza, todos los días, en el mismo lugar. ¿No se aburría acaso? ¿No se fastidiaba de hacer todo exactamente igual? Ella reía cuando se lo decía.

- ¿No lo sabes? Las brujas somos ritualistas - me contestaba. Tomaba un sorbo de café, lo paladeaba con gusto - se trata de comprender por qué hacemos lo que hacemos. O por qué nos gusta hacerlo. Y más allá de eso mi niña, de entender donde encajan nuestros hábitos en nuestra vida. Una manera de hacer magia.

Nunca había pensando en esas cosas. Tenía diez años y para mi, todo era bastante sencillo. Hacia las cosas que quería, porque deseaba hacerlo. O me obligaban, solía pensar con cierto resquemor. Iba a la escuela, hacia las tareas, estudiaba, jugaba en el jardín, escribía. Lo hacia por impulso, por deseo o por aburrimiento. No había nada que hiciera dos veces o al menos que yo recordara. Así que todo lo que mi abuela hablaba sobre el hábito - y la manera como lo asumía - me resultaba no sólo nuevo, sino también desconocido. No entendía nada en realidad.

- O sea que tomas café porque...es como...¿Un hechizo? - le pregunté. Mi abuela soltó una carcajada.
- No, porque me gusta.

Por entonces seguía creyendo que la brujería era algo muy semejante a lo que mi imaginación salvaje suponía: grandes secretos escondidos en libros viejísimos. En cosas increibles que ocurrían cuando menos lo esperaba. Me desconcertaba un poco la actitud tranquila y amable de mi abuela. Esa serenidad suya que yo no entendía muy bien pero que suponía, tenía que ver con su cabello canoso, las pequeñitas arrugas de su rostro. Su gran sonrisa amable.

- Pero dijiste que un...habito...es como cosa de magia - protesté un poco enfurruñada. Mi abuela se inclinó y me beso en la punta de la nariz.
- Lo es. Todo lo que hacemos que nos procura placer, que nos ayuda a conectarnos con nuestro Universo interior, que crea una forma de comprendernos mejor, es un poco de magia - me explicó - de manera que incluso este primer café matutino, que me hace sonreír, es una forma de magia.

Lo miré todo: no había nada asombroso en la fea taza de peltre que tanto le gustaba, la mesa desordenada, la ventaba abierta. Eran cosas, simplemente. Y así se lo expliqué, muy seria. Le señalé todo lo que había allí, en esa pequeña escena matutina que había visto tantas veces e insistí que sólo eran eso: Cosas. Mi abuela ladeó la cabeza, levantando la taza que tanto me desagradaba y mostrándomela con un gesto sencillo.

- Pero es mi taza, no la taza de nadie más - insistió - y es mi momento privado. Y también, el olor del amanecer que tanto me gusta. El silencio de la cocina.
- ¿Eso hace todo eso mágico? - pregunté con los brazos cruzados, muy incrédula y descarada. Mi abuela se encogió de hombros.
- ¿Que entiendes por magia mi nilña? - dijo entonces. Me encogí de hombros.
- Algo...increíble. Una cosa genial que ocurre cuando menos te lo esperas.
- ¿Una cosa genial? - mi abuela parpadeó tomando otro sorbo de café.
- Ya sabes - tragué saliva incomoda. Me sentí un poco ridícula ante su mirada amable y serena - como...transformar las cosas a tu alrededor. Crear algo de la nada.

Mi abuela asintió y siguió tomando su café. Me sentí muy aliviada que no se riera de lo que acababa de decir, sino que lo analizara con mucha seriedad, con los ojos entrecerrados y el ceño levemente fruncido. Me sentí un poco más adulta y me erguí en la silla, encantada y queriendo saber que me diría a continuación.

- Entonces la magia, como la imaginas, es capaz de transformar lo que te rodea ¿No? - preguntó de pronto. Asentí entusiasmada.
- Sí. Y de hacer cosas... - traté de recordar la palabra que había aprendido unos días antes en un libro y que me había gustado muchísimo. Sonreí cuando lo logré - Portentosas. Eso.

Era una palabra que me gustaba muchísimo, que invocaba ideas totalmente nuevas en mi mente. Imaginé la cocina llenándose de luz y los muebles, transformándose en criaturas vivas. El alto techos chispeando impregnado del resplandor de las estrellas. Eso era lo que debía hacer la magia. Eso era lo que yo deseaba secretamente me enseñaran en mi familia. Me pregunté si alguna vez sucedería.

- Entiendo.
- ¿Puede ocurrir algo como...la magia que imagino?
- Puede.

Me entusiasmé, pero mi abuela no parecía tener prisa en responder aquello.  Tomó el café y se sirvió un poco más. Ya casi había amanecido por completo y los rayos del sol se filtraban entre las ventanas. La madera de los anaqueles y mesa parecía teñida de púrpura y había un silencio cálido que lo llenaba todo. Miré su perfil, con la nariz un poco huesuda y la boca redondeada y tuve la impresión que a mi abuela le sentaban bien esas sombras, esas miradas profundas del amanecer. Un pensamiento bonito.

- ¿Cómo?
- Piensa en esto - comenzó - piensa en algo tan simple como que estás aquí, como estoy yo cada mañana, para ver el amanecer. Piensa que estás en la oscuridad, con tu pijama favorita y la leche achocolatada que tanto te gusta. ¿Te lo puedes imaginar?
- ¡Claro!
- Ahora imagina - siguió mi abuela - que comienza a amanecer. Un momento cómo no ha habido otro antes ni habrá otro después. Es tu amanecer único. Porque es tuyo, porque estás aquí para mirarlo. Porque estás asombrada con su belleza y con su luz. Y tu eres distinta a cualquier otra persona del mundo. Miras todo a tu manera y no de otra. Entonces, nace la luz. Nace  de a poco primero. Un hilo brillante y quemante que aparece por la montaña. ¿Te lo estás imaginando?

Cerré los ojos e intenté obedecerla. Me vi de pie frente a las puertas de la cocina, con un vaso de leche con sabor a chocolate entre las manos y mirando hacia la montañan y la ciudad. Y de pronto, la luz aparecía en el horizonte. Como si fuera un hilo resplandeciente. El corazón comenzó a latirme más de prisa. Como yo lo imaginaba, era hermoso. Pero más que eso, era real. Era una imagen que había visto varias veces, que había disfrutado en montones de ocasiones. Y que ahora, gracias a mi abuela, tenía otro significado.

- ¿Y ahora? - pregunté impaciente.
- Ahora piensa que esa luz tan bella, sigue creciendo. Se hace extraordinaria. Se hace tan blanca y nítida que que ya no hay oscuridad en el mundo. Todo se llena de luz. Y la noche desaparece, los colores vuelven al día. Lentamente, a franjas de colores en el cielo. ¿Lo estás viendo en tu mente?

¡Sí, lo estaba viendo! me dije emocionada y aún con los ojos cerrados. Vi como la luz se volvía plateada y luego verde y carmesí. Que se hacia más preciosa, más fuerte. Que la noche y sus terrores desaparecían y se convertían en pura luz. Nacian las montañas, nacía la ciudad, mi casa. Nacía yo misma. Sentí que un calor exquisito y extraño me palpitaba en el pecho. Se abría en todas direcciones a través de mi cuerpo. ¡Y era real!

- Ahora imagina que en ese amanecer que nunca será igual al anterior ni tampoco al día siguiente, estás tu. Tu, que eres distinta a la que eras en el minuto anterior. Que estás asombrada otra vez. Que estás maravillada por tanta belleza. Y eres tu, la que tiembla de felicidad. Y eres tu, la que te hace sonreír. Porque lo estás viendo. Porque este amanecer es tuyo y de nadie más. Porque tu lo estás creando a medida que reconoces los colores, que hueles la hierba tibia, que escuchas el sonido de la ciudad. ¡Estas tan viva! ¿Lo sientes?

Tomé una bocanada de aire. Y de pronto ¡Estaba sucediendo! ¡De verdad podía sentir la luz del sol en el aire! ¡Estirar las manos para tocar la luz en mi mente! ¡Y esta emoción y todas las cosas extraordinarias que parecían estar ocurriendo en mi mente y fuera de ella! Apreté las manos, abrí la boca para saborear la mañana, para pensar en este despertar y espléndida belleza. Para celebrar el día y la noche y este despertar.

- Ahora imagina que tomas un sorbo de tu leche con chocolate. Que es tu favorito. Que es siempre bueno y delicioso. Y lo tomas. Y lo disfrutas - continuó mi abuela - y de pronto todo es bueno. La mañana que nace, el buen sabor en tu boca. Y es tuyo, mi niña. Esa tuyo y de nadie más. Es tuyo en su belleza. Es tuyo en su dulzura. Existe y no existe. Existe y no existe para ti. Pero en ese momento, el mundo es distinto. El mundo es tuyo. El mundo son todas las cosas buenas que puedes soñar. Que puedes paladear. Que puedes aspirar a crear.

Solté un jadeo emocionado y confuso. Abrí los ojos. La cocina estaba llena de luz. La luz bonita y recién nacida del amanecer. Y mi abuela sonreía, desde su mesa de la cocina, con su fea  taza de café entre las manos. Era como un despertar. Uno nuevo que jamás había soñado podía existir. Pero ¿Cómo podía ser? Eran las mismas cosas de siempre. Eran la misma mesa, la misma ventana. La misma montaña. La ciudad más allá. Pero todo era distinto. Todo era más lozano, más brillante.

- Mio - dije de pronto. Sin saber por qué lo decía o que me había impulsado a hacerlo. Lo dije con la sensación asombrada de haber encontrado una pieza en un gran mecanismo desconocido. Que esa ensoñación de ojos cerrados me había obsequiado algo más profundo, singular y preciado que un simple amanecer. Porque había sido...sólo para mi. Porque había sido un momento extraordinario e inolvidable. Porque....

- Lo que te rodea puede ser lo que creas a través de tu mente - dijo entonces mi abuela. Dejó su fea taza sobre la mesa y se levantó, imponente y feliz, con su cabello canoso y su mirada diáfana - Somos, mi niña, todo lo que podemos crear, soñar y aspirar. Somos todo lo que forma parte de nuestra mente. De nuestros deseos y aspiraciones. La forma en que miramos. Somos creaciones únicas y creamos universos personales.

Me quedé paralizada escuchándola, aún deslumbrada por la luz del sol, escuchando la casa despertar a mi alrededor. Seguí pensando en que cada resplandor y sonido, me pertenecían en aquel momento. Que habían nacido para que yo los escuchara, que eran capaces de crear una percepción de las cosas distinta, por completo única. Mía, me repetí levantando las manos como si pudiera atrapar el sol. Mía, para siempre.

- En brujería creemos que la libertad del espíritu es capaz de construir un mirada única sobre todo lo que te rodea. Es un gesto de valor, de osadía, ese de atreverse a creer que se puede ser distinto. Que cada cosa del mundo nos pertenece como un lenguaje intimo, inolvidable. Y es que quizás, nuestra mirada y nuestra mente, sean la frontera entre quienes somos y lo que deseamos ser. Pero también, el secreto para soñar con una nueva forma de comprender todo lo que nos rodea.

Pienso en sus palabras mientras bailo bajo la luz de la Luna. La mujer adulta que aún conserva el asombro de la niña. En el pequeño salón de mi apartamento, con los brazos en alto para celebrar un antiguo idioma. El de soñar que cada parte del mundo puede ser mio, que cada momento puede ser único. Y creo y construyo lo que me rodea a fuerza de soñar, de crear, de aspirar al infinito que se alza detrás de mis párpados cerrados. Y soy, en este Universo de luces y sombras, un sueño que se construye. Una historia a medio narrar. Un idea recién nacida elevándose entre mis dedos hacia la luz de las estrellas, más allá del deseo de trascender y crea.

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