sábado, 15 de agosto de 2015

La sonrisa de las estrellas y otras historias de brujería.




Mi abuela solía decir que la casa familiar había sido construida a partir de un equívoco. Contaba, que cuando la bisabuela había llegado a Caracas desde una ciudad de la provincia, había tropezado con el terreno donde después se construiría casi por casualidad. Que había caminado por calles y avenidas, buscando aquel solar que bordeaba con la montaña, la línea de la calle y la visión de la ciudad, hasta encontrarlo. Pero claro está, ella no sabía que lo estaba buscando. Sólo lo encontró.

- Pero si no sabía ¿Como es que supo que lo andaba buscando? - preguntaba yo cada vez que alguien contaba esa historia. Y quien fuera que lo hiciera, solía encoger los hombros y sonreír, para responder después con casi la misma frase:
- Lo sabía como se saben las cosas que son reales: Desde un lugar secreto de la mente.

Me imaginaba con claridad la escena: la bisabuela alta y pálida, con su paso firme, caminando por las viejas calles de una Caracas que yo no había conocido. Mirando con atención los solares baldíos, los viejos edificios un poco tristes. Buscando algo aunque aún, no sabía el qué. Y finalmente llegando a ese pequeño claro rodeado de piedra y bosque agreste que más tarde, sería nuestra casa. Pero aunque lo imaginaba con toda claridad - hasta el detalle del viento despeinando a bisabuela, su sonrisa al descubrir el lugar donde viviría su familia por décadas - no conseguía encajar esa pieza un poco dispareja. ¿Cómo puedes buscar lo que no sabes que necesitas?

Nadie sabía bien como explicarme eso. Mis tias solían decir que no todas las veces, se podían describir las cosas sólo con palabras. Mi antipática prima M. insistía en que yo no entendería algo tan complejo siendo tan irritante y distraída. Pero me parecía que la puya simplemente disimulaba que ella, a sus maduros quince años, no tenía mejor idea que yo sobre que podía significar aquella frase enigmática. Para mi sorpresa, tampoco lo sabía mi abuela, que siempre tenía todas las respuestas.  Eso me sorprendía más que cualquier otra cosa. Cuando se lo preguntaba, solía sonreír y suspirar, sin dejar de cortar las verduras del almuerzo, coser con finas puntadas o simplemente, sostener un libro entre las manos que había comenzado a leer.

- La sabiduría muy pocas veces es evidente, mi niña - me contestó una vez - pocas veces somos conscientes de todo lo que sabemos, hemos aprendido o crecido. Lo sabemos cuando de pronto miramos atrás y nos sorprende el largo trayecto que hemos recorrido. Encontrar lo que no estás buscando, es un poco así. Es sentir el alivio profundo de encontrar una pieza perdida que jamás echaste de menos pero resulta ser tan necesaria e imprescindible en tu vida, que agradeces haberla encontrado.

Pues yo no entendía nada de eso. ¿Como se puede extrañar lo que jamás se ha tenido? Caramba, que era como decir que te gusta una fruta, si nunca la has probado, solía decirme, pensando en aquello. A mi prima C., que tenía la misma edad que yo pero no mi extravagante y casi siempre desbocada curiosidad, todo eso le parecía una de "esas frases rebumbantes" de la abuelita.

- ¿Rebum...qué? - repetí fascinada. Jamás había escuchado esa palabra. Prima se encogió de hombros, muy remilgada.
- Rembumbante - repitió altiva. Y claro está, no me explicó el significado de esa sonora y bonita palabra - La abuelita siempre dice cosas que nadie entiende mucho. Seguro eso de esperar cosas que ni siquiera sabes que son, debe ser algo así. Una de esas enseñanzas de los LOS LIBROS.

Miró sobre su hombro con un gesto casi furtivo hacia la puerta entreabierta de la biblioteca. Sentí que se me secaba la boca de pura emoción.

Con ocho años, la biblioteca de mi abuela me parecía un lugar remoto y fantástico. Era como suponía debían ser todas las bibliotecas del mundo o al menos, como me las imaginaba. Había enormes anaqueles de madera vieja repletos de libros viejos y muy manoseados en las paredes, mesas con pequeñitas esculturas de mujeres que bailaban con los brazos extendidos sobre sus cabezas, muchos cuadros y fotografías colgados en las paredes, entre viejas máscaras de madera y cerámica -algunas polvorientas y rotas - que siempre me asombraban y me asustaban un poco. Pero lo mejor de la biblioteca de la abuela era que guardaba, en un viejo aparador muy gastado, los Libros de las Sombras familiares. Ya por entonces, sabía que los viejos cuadernos de las mujeres de la familia, guardaban entre sus hojas rotas y amarillentas, todo lo que habían aprendido en el transcurso de sus vidas. Rituales, mitos y leyendas. Sus propias vivencias. Cientos de palabras de muchas mentes y corazones distintos que contaban, cada quien desde su voz personal, la historia de nuestra familia. Todo aquello me parecía fascinante, aunque pasarían algunos años para que aprendiera esa palabra y pudiera describir con exactitud la sensación de maravilla que me producía esa idea.

De manera, que entendí de inmediato la mirada de mi prima. Para ambas, toda esa sabiduría misteriosa que supongo ambas relacionábamos con la palabra "bruja" se encontraba en esa habitación, bien segura y lo bastante alejada de nuestras manos. Pero claro está, la respuesta a mi pregunta - y a muchas otras que me hacía con frecuencia - seguro estaban entre algunos de los viejos libros. Muy probablemente escritas por alguien que ya se las había hecho antes. Parpadeé emocionada.

- Sería tan genial poder leer todo lo que ponen en esos libros - dije. Mi prima sacudió la cabeza.
- La abuela no te va a dejar leerlos, ya sabes.

Sí, lo sabía. Desde que había ido a vivir a la casa de la abuela, había tratado por todos los medios a mi alcance hojear alguno de esos misteriosos libros de las Sombras. Más de una vez, mi abuela me había encontrado encaramada en el anaquel, intentando alcanzar alguno de los bellos libros con solapa de cuero. Y todas las veces, me había tomado de la mano y me había hecho salir, sin irritarse pero sin su habitual sonrisa amable. Cuando finalmente le pregunté muy afligida por qué no me permitía leer los Libros de las Sombras, me dedicó una de sus largas miradas color miel, que parecían mirarte con enorme atención.

- Cuando tengas una verdadera pregunta, entonces podrás leerlo. ¿La tienes?
- ¡Claro! ¡Quiero saber por qué los guardas! - grité a todo pulmón, como me imaginaba que las grandes brujas debían hacer durante sus rituales. Mi abuela se había quedado en la puerta de la biblioteca, mirándome un poco divertida.
- Eso no es una pregunta.
- Claro que lo es, abu - me quejé - es que...

Bueno, la verdad no era una pregunta...pero ¡Es que quería tanto saber realmente que escondían los libros! Desde que recordara, la palabra "bruja" había sido parte de mi vida. La había escuchado en casa, para referirse a mi abuela y a las mujeres de mi familia. Y también, fuera de ella, con cierto temor, para referirse a un cierto tipo de conocimiento enigmático que parecía preocupar a mucha gente. También "bruja" era mi madre, mis tias, mis primas.  Y bruja sería yo, me decía con frecuencia. O al menos eso deseaba. Asi que me moría de curiosidad por leer Los Libros, por aprender lo que otras brujas sabían. Por conocer esa visión sobre el mundo que guardaban. A veces imaginaba que  todos los libros del anaquel respiraban con lentos suspiros, vivos y plenos de conocimiento. Que me miraban con atención, cuando pasaba de un lado a otro, llevando libros que no eran ni la mitad de interesantes de los que ellos debían ser y quizás, un poco irritados por mis miradas insistentes. Los imaginaba cuchicheando a media noche. Los imaginaba llenos de un tipo de vitalidad que tenía mucho que ver con el poder - o como creía debía ser el poder - de las brujas que los habían escrito.

- Cuando tengas una buena pregunta, una de verdad, te dejaré leerlos - me prometió mi abuela. La miré suspicaz.
- ¿En serio?
- Por supuesto.

Pues ahora, tenía una buena pregunta, me dije plantandome frente a la puerta con los brazos en jarra. Quería saber por qué buscamos lo que no sabemos necesitamos. Por qué la gente suele desear lo que ni siquiera sabe le produce placer o alivio. Por supuesto, no pensé en términos tan complejos. Me pregunté, de manera muy desordenada y entusiasmada, como se podía sentir cosas que nadie te ha dicho existen. Como se podía soñar con personas y cosas de las cuales no se tiene noticia. Como la bisabuela buscando el lugar donde se levantaba nuestra casa. Como yo deseando leer lo Libros de las Sombras de la familia.

- Tengo una pregunta  - dije en voz alta a la puerta entreabierta - la abuela dijo que podía leer los libros cuando la tuviera.

Mi prima suspiró entre aburrida y fastidiada, de pie a mi lado. Chasqueó la lengua de manera muy parecida a como lo hacia su madre.

- ¿Para que le dices eso a la puerta?
- ¿Y a quien más se lo voy a decir?

Mi prima puso los ojos en blanco. Claro que, ella no había leído nunca los cuentos que tanto me gustaban a mi y no sabía que a las cosas importantes como a la puerta de una biblioteca, hay que pedirle las cosas por favor. Hay que convencerlas que te dejen entrar, que puede compartir contigo sus secretos. Para mi prima, la puerta sólo era una puerta y nada más.

- ¿Y estás esperando que te responda?
- ¿Tu no?

Sacudió la cabeza, agarró con dedos firmes su muñeca y sacudió la cabeza. Evidentemente había llegado al límite de su paciencia con mis extravagancias. Miró la puerta, luego a mi y por último pareció decidir que era suficiente. La vi alejarse por el pasillo, con la cabeza ladeada. Bueno, ella se lo pierde, pensé aún con las manos en la cintura.  Ella no...

La puerta se abrió.

Claro, estaba entreabierta, pensaría muchos años después. Claro, era un día brillante y ventoso, uno de sus espléndidos días de Noviembre en Caracas. Pero para la niña de ocho años que yo era, aquello tuvo algo de portentoso. De extraordinario e incluso, inexplicable. La puerta rodó sobre sus goznes, dio un breve chillido y se quedó abierta, mostrándome la biblioteca solitaria. Me quedé con los ojos muy abiertos, mirando la puerta y luego el pasillo.

- Oye, ¿Me estás invitando?

La puerta no dijo nada. Claro, era una puerta y por supuesto, no me iba a responder. O al menos, no con palabras, pensé apresuradamente. Me quedé de pie, con el corazón latiendo muy rápido y las manos sudorosas de sudor. La puerta chirrió un poco más y luego se detuvo, mostrandome el paisaje de las repisas como una bienvenida. O eso me gustó pensar.

- Que conste me estas invitando - dije, sólo para estar segura - ¿No?

La puerta siguió esperando y supuse que se podía enfurecer y cerrarse de un portazo. Así que entré a la carrera. Me quedé sin aliento en la mitad de la biblioteca, mirando a mi alrededor emocionada. Claro, había estado muchas veces allí, haciendo mis tareas, leyendo los libros que mi abuela me regalaba, jugando con algunas de las raras máscaras de las paredes. Pero siempre había estado mi abuela para vigilarme, sentada detrás del escritorio, mirándome con los ojos entrecerrados, muy atenta a lo que hacia o a lo que no. Pero esta vez, estaba sola. Sin nadie que me vigilara.

Y tenía una pregunta. Ah caramba, aquello era para saborearlo.

- ¡Tengo UNA PREGUNTA! - Dije en voz alta. Levanté los brazos teatralmente - ¿Como es que deseamos lo que no sabemos que queremos?

No sé que estaba esperando que ocurriera. Tal vez que todas las repisas de la biblioteca comenzaran a sacudirse hasta hasta que saliera un libro del anaquel a toda velocidad y me pegara en pleno rostro con la respuesta a mi pregunta. O que uno de los libros comenzara a brillar y a sacudirse, intentando llamar mi atención. Y que yo lo tomaría, con movimientos lentos. Y que entonces me pasaría como Bastián Baltasar Bux de Historia sin Fin: el libro me engulluría. Me iría volando página tras página hasta un reino extraordinario donde las brujas del pasado me contarían sus secretos. Que entonces...

Claro está, Nada ocurrió. Me quedé de pie, con los ojos muy abiertos, esperando que ocurriera cualquier cosa. Contuve la respiración, intentando escuchar el menor sonido, crujido de la madera, roce del papel, esperando que alguno de los libros de la habitación se manifestara. Pero ninguno no lo hizo. Me sentí francamente ofendida y también, por supuesto, muy decepcionada. ¿Qué estaba haciendo mal?

Miré la puerta. El pasillo estaba vacío. Todavía, nadie había descubierto que me había colado a la biblioteca a solas. Tenía algún tiempo para intentar algo más, me dije un poco inquieta. ¿Se trataba de que no había hecho la pregunta correcta?

Las preguntas son cosas muy importantes en la Brujería. O eso era lo que había aprendido en los pocos años que los que había vivido en la casa de mi abuela. Todas las mujeres de la casa, insistían que siempre había que preguntar. Todo se me ocurriese, de todas las formas posibles. Que ninguna pregunta era sencilla, tonta o mucho menos poco importante. La bisabuela, la misma que se había hecho preguntas y deseaba cosas que no sabía esperaban por ella, me había dicho una vez que una bruja es un espíritu curioso e insaciable que siempre busca cuestionarse.

- ¿Cuestio...qué? - había dicho yo en esa ocasión. Bisabuela me dedicó una de sus sonrisas maliciosas.
- Otra forma de decir que incluso nuestra mente, es digna de hacerse preguntas.

Recordé esa frase - que no había entendido entonces y tampoco ahora - mientras me acercaba al anaquel de los Libros de las Sombras. Me quedé de pie, con la respiración agitada por la emoción, mirándome reflejada en el cristal sucio. Una niña de ojos muy abiertos, cabello en punta y rostro pecoso. ¿Una futura bruja? Eso lo decía mi abuela, me recordé con el corazón inflado de orgullo. Y algún día, yo leería esos libros. Sabría que cosas ponian y guardaban. Y ahora tenía una pregunta, me dije extendiendo las manos para apoyarla en una de las portezuelas. Ahora tenía una buena pregunta que hacer.

- ¿Se pueden desear cosas que no sabes que existen? - volví a preguntar. Apreté los dedos sobre el Cristal. La puertecita rechinó...y no se abrió.

¡Oh vaya! Como había esperado que ocurriera algo mágico. Cualquier cosa. Pero por supuesto, la magia no es una cosa sencilla, pensé impaciente. Aunque realmente no sabía que era magia, me recordé. Bueno, claro está que no era eso, me dije con cierto fastidio. No era quedarse de pie, con una boba, en mitad de una habitación vacía.

Había un libro a mis pies.

Había estado allí todo el rato supongo, pero en mi atolondramiento, no lo había notado. Lo levanté. Era un libro común. Ni siquiera era bonito, como el resto de los libros, con sus solapas de cuero taraceado o sus listones de satén como punto de lectura. Este sólo era un libro vulgar, de tapas de cartón y hojas de papel un poco arrugadas. Había el dibujo de un hombre de ojos tristes y amables en la portada, con barba y lo que parecía una toga blanca atada alrededor del cuello. Aristóteles, leí en voz baja. No tenía idea de quien podía tratarse aquel señor, que se veía tan serio y cansado desde las líneas de un dibujo torpe.

Abrí el libro en cualquier página. Una frase saltó inmediatamente de las páginas: "Los grandes conocimientos engendran las grandes dudas. Y el mayor aprendizaje, consiste asumir que la duda crea la sabiduría". Lo leí dos veces, boquiabierta. Después cerré el libro otra vez con delicadeza. Sentí que una extraña sensación de calor me recorría la espalda.

Oye, eso se parecía bastante a una respuesta, me dije con cierto sobresalto. ¿Respuesta de qué? preguntó una parte más incrédula de mi mente, que tenía el mismo tono petulante y aburrido de mi prima. Sólo es un libro ¿eh? Y esa es una frase en un libro. Seguro que si la abres, encontrarás otra. Y ya.

Pero no era cualquier frase. Era una que hablaba sobre la duda, me dije sosteniendo el libro con delicadeza. Una frase que parecía encajar bastante bien en las cosas que yo venía pensando. Aunque no entendiera mucho sobre qué quería decir el señor Aristóteles sobre las grandes dudas y los grandes conocimientos. Pero...era una respuesta ¿No? pensé, dejandome caer sobre la alfombra con el libro sobre las rodillas. Una respuesta o al menos, a mi me lo parecía, sobre desear saber cosas. Sobre aprender. Y sobre el hecho de dudar, que era una forma de hacerse preguntas. De siempre preguntar sin avergonzarse, como decían que hacia las brujas. De atreverse a admitir que se necesitaban respuestas. De cuestio...cuestio...Eso que la bisabuela decía que entendieras tu mente mejor, de una forma más clara.

Y desde esa claridad meridiana de la niñez, de esa absoluta falta de prejuicios, de pronto me pregunté si aprender no sería una forma de siempre seguir mirando el mundo como lo veía yo, desconocido, enorme y sorprendente. Que si de hecho, todo lo que veía no era una gran pregunta, una forma de tratar de encontrar piezas sueltas a ideas mucho más grandes, enrevesadas y quizás inexplicables. Con el libro del Señor Aristóteles entre las manos, pensando en eso que había dicho sobre los grandes conocimientos que engendran grandes dudas, me pregunté por primera vez en mi vida, si aprender no era un camino que nunca termina, un recorrido largo y extraño no hacia lo que nos rodeaba, sino hacia la manera en que tenemos de comprenderlo. Una mirada sobre todo lo que nace y crece. Sobre las pequeñas y grandes ideas que crean el mundo a nuestro alrededor.

Una vez, mi abuela me había dicho que la Brujería había sido por mucho tiempo, la respuesta para muchas cosas. Que la magia - lo que sea que fuera, que yo aún no lo sabía - parecía no sólo permitirte encontrar alivio para las dudas, sino que ayudarte a buscar tus propias respuestas. Pensé entonces, mirando el rostro triste y anciano de la portada del Libro que sostenía, que quizás toda sabiduría tenía que ver no tanto con lo que aprendes sino con lo que dudas que quieres responder. Que quizás, aprender es un largo camino de siempre mirar el mundo como un lugar nuevo. Como todos los días, encontrar algo nuevo que te asuste, que te asombre. Que te enseñe algo que nunca pensaste en aprender.

Mi prima C. me esperaba junto a la escalera cuando salí de la biblioteca. Cerré la puerta con cuidado, sosteniendo el libro del Señor Aristóteles entre las manos y me acerqué a ella. Me dedicó una de sus miradas aburridas.

- ¿Y entonces? ¿Que te dijeron los libros? - me preguntó sin mucho interés. Le mostré el que tenía entre las manos.
- Este señor me dijo que aún no tengo las preguntas correctas - le expliqué - y...que necesito encontrarlas.
- ¿Y te importa encontrarlas? - dijo mi prima, como al pasar. Me encogí de hombros.
- Quiero hacerlo. Y también, seguir preguntándome después.

Mi prima parpadeó y después sacudió la cabeza, como si pensara que yo no tenía remedio. Caminamos juntas por el pasillo hacia la cocina. Apreté el libro entre las manos y sonreí sin que me viera. Quizás, realmente yo no tenía remedio, pensé, con mis preguntas, mi curiosidad, esa insistencia mía por aprender y comprender. Esa irritante mania mía, de mirar todo con ojos de asombro. Esa impaciencia que yo no podía - y de vez en cuando, no quería - controlar y que con frecuencia, era el motivo por el cual cometía errores y grandes trastadas. Pero también, era la razón por la que aprendía  cosas, por las que todos los días a aspiraba a seguir haciéndolo. Sí, no tenía remedio. Y bueno, la verdad...no quería tenerlo.

Una vez, muchos años después, leí en en uno de los Libros de las Sombras de la familia que cada pregunta, es una puerta abierta al miedo Pero también, lo es hacia la sabiduría, esa extraña forma de encontrar imágenes y palabras perdidas.  Por supuesto, para encontrar esa puerta tuve que hacer la pregunta correcta, la que me permitió extender la mano y abrir el viejo anaquel de vidrios polvorientos. Pero esa es otra historia que contaré en su oportunidad.

C'est la vie.


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