miércoles, 5 de agosto de 2015
Las crónicas de la feminista defectuosa: Entre la diatriba política y el papel histórico de la mujer
No sé cuando la palabra “feminista” se convirtió en un insulto. O algo parecido a una grosería. Cuando dejó de describir un movimiento social muy definido y comenzó a englobar toda una serie de ideas grotescas sobre lo femenino y la mujer. Cuando se convirtió en un epítome para el extremo ideológico, una manera de señalar el extremo, lo absurdo y lo desagradable. Cuando dejó de ser una noción sobre la reivindicación y se convirtió en algo mucho más semejante a una idea durísima sobre la distorsión del género y la identidad.
No lo sé, pero sucedió. Lo sabes, lo asumes, lo percibes. Terminas aceptándolo. Sobre todo, cuando también afecta la percepción que se tiene sobre ti misma — que te calificas como feminista — o la manera como asumes las ideas — porque son feministas — . De pronto, te encuentras en mitad de un terreno intelectual arrasado, donde no perteneces a ninguna parte y tu opinión política y cultural sobre tu género, parece aplastada por esa percepción que cualquier lucha por la igualdad es retrógrada, destinada al desastre o lo que es aún más preocupante, inválida de origen. Después de todo, ¿Quién quiere ser feminista o insistir en las ideas que propone cuando al parecer el sólo término define y refleja justamente el elemento contra el que luchas? ¿Qué ocurre cuando te llamas feminista y encuentras que la mayoría de las ideas que se relacionan con la percepción de tu parecer político se parecen mucho a cualquier extremo ideológico? En ocasiones, la mera presunción resulta desmoralizante. La mayoría de las veces preocupante. Otras, sólo dolorosa. Después de todo, el feminismo al parecer tiene una pésima fama o lo que es lo mismo, es una especie de reflejo distorsionado de lo que aspira o lo que puede llegar a ser.
Pienso en todo lo anterior mientras leo a alguien comentar en un estado de Facebook sobre el hecho que las feministas “son unas perras sin hombres”. Que la gran mayoría de las mujeres que se preocupan por la igualdad y la inclusión de género “están necesitadas de una buena revolcada” y que mejor “asuman su lugar histórico”. No sólo se trata de los temibles conceptos que expresan las frases, el jolgorio general que provocan, los comentarios y burlas que suscitan…sino que están escritos por una mujer. Una mujer de mi edad, universitaria, que presumiblemente, le atañen las mismas inquietudes culturales que a mi. Que también ha sido discriminada, menospreciada y sobre todo, que padece la misma cultura retrógrada que yo. Pero para esta mujer, que presume sus triunfos profesionales, que analiza con inusual brillantez el panorama político de país, el “feminismo es cosa de lesbianas e insatisfechas”.
— Lo entendiste mal chica, y ya te lo tomaste a insulto — se burla, cuando la confronto después sobre el tema. Somos amigas hace más de diez años y es la primera vez que conversamos sobre el tema, aunque sus opiniones se han hecho más directas y duras al respecto con el transcurrir del tiempo. Se encoge de hombros, se ríe en voz alta — Mira, la cuestión es simple: nadie lucha por derechos de nadie. Eso es una historia vieja. Si te preocupa sobre toda esta cosa de las mujeres, es porque te afecta, odias a los hombres o alguna mierda así. Sino, ¿para qué?
Pienso que podría decir que buena parte de quienes apoyaron a Martin Luther King en su lucha por los derechos Civiles, eran blancos. Buenos hijos de clase media americana con una considerable conciencia e interés sobre lo social. Que durante el cruce del puente de Selma, un buen número de quienes acompañaron a la multitud de Afroamericanos que intentaron dejar constancia de su opinión política durante el evento, eran musulmanes, europeos. Hombres y mujeres convencidos de la necesidad que el reconocimiento de los derechos individuales colectivos, es un triunfo y una aspiración general.
Podría también decirle, que durante la Segunda Guerra Mundial, la gran mayoría de quienes protegieron a los ciudadanos judíos, fueron cristianos. Familias enteras que habrían sufrido severos castigos de ser descubiertas escondiendo y ayudando a escapar de la persecución nazi a sus amigos y vecinos semitas. Podría contarle las grandes historias de valor, de hombres y mujeres que se expusieron a detenciones, torturas e incluso la muerte, por proteger lo que consideraban justo y sobre todo, necesario. Ideas políticas que lograron que el régimen Nazi encontrara resistencia incluso en lo esencial de su planteamiento ideológico: el ciudadano alemán.
Pero seguramente, nada de eso le importaría a mi amiga, que está muy convencida que esas pequeñas sutilezas históricas poco o nada tienen que ver con el país y la época que le tocó vivir. Que no sólo no les concede la menor importancia, sino que además, las considera meras piezas anecdóticas que carecen de real sustancia en su vida cotidiana. Y es que quizás, para mi amiga, cualquier idea política — incluso, las que le atañen — son meras percepciones distantes del mundo. Piezas sueltas de un mecanismo mucho más grande que no le interesa comprender en absoluto.
— ¿Te parece que preocuparte por los derechos de las mujeres es perdida de tiempo y que sólo atañe a quien le afecta? — le insisto. Lo contradictorio del argumento me irrita, me desconcierta. ¿Cómo es que ella no lo nota? — ¿Por qué supones que no te afecta machismo y la discriminación a lo femenino?
— Mija, se trata de cuanto dejes que te afecte — me responde — ¿Qué un tipo te considera imbécil sólo porque eres mujer? No le hago caso y ya. ¿Qué las cosas se me facilitan por ser mujer? Entonces simplemente lo acepto y disfruto. ¿Para qué enrollarse?
Ojalá todo fuera tan simple, pienso desanimada. Ojalá la batalla de las ideas por los derechos de la mujer se limitara a las percepciones levemente incongruentes y sobre todo, elementales sobre quienes somos y como asumimos la reacciones de los demás. En las relaciones elementales entre hombres y mujer. En la vieja e incluso hilarante lucha entre sexos. Ojalá no se tratara de empleos mal remunerados, de indices de educación para la mujer casi inexistentes, de cifras de maltratos y asesinatos cada vez más preocupantes. Ojalá no se tratara de niñas en todo el mundo mutiladas por la ablación, de mujeres violadas que son obligadas a contraer matrimonio con su agresor. De mujeres vendidas como mercancia barata en rituales tribales medievales. Ojalá todo fuera tan simple, como esa vivacidad machacona y un poco vulgar que se le endilga a la mujer latina, a esa mujer que grita y exige pero que sin embargo, siempre parece un poco malograda por el prejuicio. Por las razones tradicionales. Por el deber ser.
Pero vayamos más allá, pienso, mientras mi amiga me insiste en que el “feminismo así de locos” no es necesario. Que en Venezuela no ocurren nada de “esas cosas” y que somos mujeres “echadas pa’ lante”. Vayamos al hecho que somos el país donde el embarazo adolescente es cosa de todos los días, donde niñas llevan niños en brazos en un ciclo que crea familias disfuncionales y rotas de origen. Sigamos avanzando hacia el hecho que una mujer profesional en Venezuela gana 20% que su contraparte masculino, que un preocupante número de mujeres han admitido haber sufrido algún tipo de abuso laboral. Que somos un país donde las leyes que deberían proteger a las mujeres, sólo fomentan la idea de exclusión, de protección especial. Que las mujeres aún deben sobrevivir a un deber ser insistente, a una idea tradicional de la que pocas veces pueden enfrentar.
— Mira, aquí nadie necesita igualdad ni nada — me suelta mi amiga, ya un poco irritada por mi insistencia sobre el tema — aquí somos mujeres y ya. Divinas, las más bellas. Y eso es bueno.
Un concepto aparentemente inofensivo que no lo es tanto. Recuerdo de inmediato las cientos de muertes de mujeres a causa de tratamientos de belleza, de esa autoestima bajísima que le provoca a la mujer Venezolana el ideal estético nacional. De las infinitas variaciones de esa percepción de la “la más bella”, de la competencia femenina encarnizada que promueve un tipo de cultura que rinde culto a la estética más ramplona. De las mujeres que la cultura hiere y limita, de las mujeres que padecen discriminación, que deben lidiar con la angustia de no alcanzar jamás el ideal físico que impone un país vanidoso. No todo es tan inocente, pienso. No todo es tan simple y como lamento que lo parezca.
Y es que la “etiqueta” de feminista parece evitar que una mujer pueda y se haga preguntas sobre lo que ocurre a su alrededor, sobre esa idea insistente que la restringe a la mujer dentro de un terreno muy definido de lo cómo puede comprenderse. Y es que mientras otros tantos conceptos que describen y engloban luchas sociales han crecido y se han hecho de capital importancia, la idea sobre el feminismo continúa rozando lo incómodo, lo irritante. Como si el interés y la reflexión sobre los derechos de la mujer aún pertenecieran a un ámbito marginal, que no calza en ninguna otra idea política consistente. Y es que el feminismo se enfrenta a un enemigo muy concreto: a la mujer que lo considera innecesario y hasta ofensivo a lo que concibe como lo femenino. Porque a pesar de los indudables logros en los derechos de la mujer, aún el peso constante de la ignorancia y esa imagen tradicional de la mujer sigue siendo insoportable, la mayoría de las veces doloroso. En ocasiones peligroso por omisión. ¿Que puede ser más preocupante que ignorar un movimiento legítimo que busca la igualdad y que tiene un legítimo basamento político? ¿Que puede ser más preocupante que la lucha por los derechos ciudadanos en cualquier índole se trivialice y se convierta en una mera disparidad de opiniones?
— A nadie le importa esa igualdad de la que hablas — sentencia mi amiga, cuando me escucha reflexionar sobre lo anterior — la gente sabe su lugar en el mundo y ya.
No es la primera vez que escucho argumentos semejantes. Los he debatido desde que recuerde o mejor dicho, desde que asumí que mis inquietudes llamémosle políticas e ideológicas se dirigían hacia una dirección muy concreta: la igualdad de derechos culturales y sociales con respecto al hombre. Nada más y nada menos en un país machista. Una cruzada disparatada, como me suele insistir uno de mis tíos favoritos. Y es que desde que recuerde, mi única aspiración ha sido la misma: la de no tener que temer o considerarme distinta sólo por el hecho de ser una mujer.
Cuando se dice así, resulta sencillo e incluso un poco edulcorado. En realidad, nadie piensa demasiado en el machismo o mejor dicho, lo asumen como parte de una serie de argumentos tan sutiles que terminan formando parte de lo cotidiano. A nadie le parece machista que se insista que la mujer es “para la casa” y el hombre “para la calle”. O que se hable de “cosas de hombres”. O que se te insista debes tener determinado aspecto físico para calzar en el ideal estético nacional. O que inmediatamente se te considere frágil, inferior e incluso poco capacitada por el hecho de ser mujer. Se asume que es parte de la sociedad, de la idea de lo que “debe ser” y una noción inamovible, por cierto, de esa gran comprensión sobre quienes somos que llamamos identidad. Por ese motivo, cuando asumes la idea que algo no va bien, el primer enfrentamiento no es contra la realidad concisa de un sistema que te analiza desde la distancia sino contra ti misma. Contra la idea que tienes sobre quien eres y quien podrías ser, según te han educado o mejor dicho, como te comprendes en el espejo cultural.
Porque a nadie le gusta decir que la sociedad donde nació es machista. A mi al menos, no. De jovencita, me gustaba pensar en palabras como “tradicional”, “conservadora” e incluso “protectora” para definir la extraña y ambigua actitud de un país matriarcal donde las mujeres parecen definidas por una herencia biológica más viejas que ellas mismas. Tendría que tropezar con el machismo — el real, el cotidiano — para admitir que realmente, algo estaba sucediendo en la manera como mi país me percibía. Que uno de mis profesores hiciera una broma sobre mi torpeza matemática insistiendo en que “otra cosa se podía esperar de una mujer”. O que alguien me llamara puta por mi adolescente afición a las faldas cortas. O que un desconocido me persiguiera tres calles, lanzándome insinuaciones sexuales a gritos, mientras los hombres a mi alrededor rieran. O que el Jefe de Recursos humanos de una pequeña empresa donde quise ser contratada, me explicara que ser mujer “era un elemento en contra” que no beneficiaba mi contratación. O que el Presidente de mi nación se burlara de su esposa en un locución pública, señalando que esa noche “le daría lo suyo”. Una y otra vez, esa idea pareció formar parte de algo más general y sutil difícil de definir. Un pensamiento cultural con el que tropiezas con tanta frecuencia que te parece habitual, pero que no lo es. Es entonces, cuando aceptas el hecho que enfrentarte a esa percepción sobre ti misma y sobre quien eres, es una necesidad o al menos así comienzas a concebirla. A pesar de las críticas, a pesar de la burlona opinión que insiste que esa defensa es cuando menos absurda, porque el “mundo está hecho así”. O lo que es lo mismo, es el “orden de las cosas”.
Pues bien, para mi las cosas no son tan sencillas. Ni mucho menos claras. No he podido acostumbrarme jamás al hecho que mi aspiración de igualdad de derechos legales, culturales y sociales, me convierta en un paria ideológico. O peor aún, en una especie de extremismo absurdo y también insustancial que desvirtua cualquier planteamiento y lo transforma en una caricatura intelectual. Una percepción a medias de lo que el feminismo — o como yo lo concibo — desea obtener y sobre todo, lo que desea expresar como idea.
Decía el jurista y sociólogo Español Adolfo Posada que “Todas las gentes que no estén ciegas, bajo el influjo de prejuicios invencibles, son feministas”, una frase que de hecho resume, mi opinión sobre lo que el feminismo puede ser, algo muy distinto a lo que es e incluso, a como lo percibimos. Una noción que abarca no sólo esa necesidad de las reflexión de las ideas sobre la mujer sino también, como encajan o de hecho, coinciden con la perspectiva general de quien somos y a donde nos dirigimos. Porque el feminismo no es sólo una idea política — que de hecho, lo es en esencia — sino algo más complicado, complejo y necesario de lo que puede parecer a simple vista.
En una ocasión, uno de mis mejores amigos me dijo que el feminismo es una gran perdida de tiempo en un mundo esencialmente egocéntrico, que le le importa muy poco la opinión ajena y que admite muy pocos cambios en sus bases estructurales. Me lo dijo en una ocasión en discutí en voz alta con un hombre que me llamó “machorra” por insistir en reclamar el mal servicio de un Restaurant. Cuando me quejé en voz alta con respecto al tema, sacudió la cabeza con cierto desaliento.
— Este país es prepotente con las mujeres. El Venezolano es revirón, peleón y también mujeriego. Y eso está bien y aceptado. Se educa al hombre de esa manera. No es tanto el hombre que es machista, sino la cultura que lo celebra, la mujer que lo acepta y sobre todo, la sociedad que lo admite. Con eso te debes enfrentar.
Un planteamiento que desmoraliza a cualquiera, aunque por supuesto no era nada que supiera. No se trata de algo novedoso: nací en una sociedad que se concibe así misma naturalmente masculina. Pero aceptarlo, en ocasiones implica admitir que también la mujer fomenta esa noción sobre si misma a medias, fragmentada sobre su propia imagen e identidad. Nadie parece extrañarle que sea la mujer quien la mayoría de las veces se queje y proteste contra la insistencia de la reflexión crítica y emancipadora del Feminismo. Que se analiza sus errores y baches de planteamiento — multiples e inocultables — en detrimento elemental sobre quienes somos y cómo nos miramos. Que sea la mujer quien insista en la necesidad de esas estructuras sociales, políticas y judiciales que siguen percibiendo su identidad bajo la tónica de la tradición y la herencia histórica. Una mirada al prejuicio desde el prejuicio.
Pienso en esas cosas con frecuencia. Me atormenta esa idea insiste sobre la mujer que soy, la cultura que nací y sobre todo mis convicciones políticas. Y me pregunto en ocasiones, hacia donde deben dirigirse mis esfuerzos, mi obsesión por el planteamiento de un mundo mucho más justo. ¿Debo aceptar esa contradicción de una lucha reivindicatoria que lucha contra quienes debería proteger? ¿O se trata de algo más sutil? ¿Más profundo y culturalmente desconcertante de lo que hasta entonces ha sido? No lo sé, me digo con cierto desaliento, caminando por las calles de mi ciudad, rodeada de mujeres. De madres, de hijas, de esposas. De mujeres de rostros afligidos, de mujeres radiantes de belleza. ¿Quienes somos en medio de la batalla de las ideas? ¿Quienes somos cuando nos miramos en el reflejo de la identidad cultural?
No lo sé, me repito con cierta tristeza. Y quizás por ahora, no exista respuesta para ninguno de esos cuestionamientos.
me siento igual.
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