martes, 1 de septiembre de 2015
A trozos y fragmentos perdidos: El gentilicio invisible
Hace unos días, un amigo argentino me contó con detalles su pequeña aventura para conseguir un libro que deseaba leer hace mucho tiempo. Me habló de todas las librerías a las que llamó, de la búsqueda un poco maníaca que emprendió en redes sociales y finalmente me mostró a través de la pequeña pantalla del Skype, el trofeo al esfuerzo: el libro imposible, envuelto en papel celofán. Escuché toda su historia — y celebré el resultado — aunque no pude dejar de sentir una cierta amargura inexplicable. O mejor dicho, sí tenía una explicación: esa conciencia de la normalidad perdida que tengo la mayoría de las veces me atormenta. Porque en Venezuela, la normalidad es otra de las tantas cosas que escasea, que se perdió en algún rescoldo de este desigual camino de la diatriba política y social. Una especie de noción sobre el país real cada vez más difusa y brumosa. Carente de explicación.
Mi amiga A. comentaba hace poco en uno de sus estados de Facebook que lo que más lamentaba de la crisis que atraviesa nuestro país es la perdida de la normalidad. Lo comentaba luego de descubrir — casi con sorpresa — que todos sus hábitos y costumbres se habían deteriorado a causa las privaciones, restricciones y hábitos de consumo distorsionados que sufrimos en Venezuela. Y no se trataba sólo de una perspectiva sobre los efectos de la escasez, la inseguridad, el temor insistente que todos los venezolanos padecemos de una u otra forma, sino de algo mucho más intrincado, que afecta partes de nuestra vida de las pocas veces somos conscientes. Desde cosas tan simples como dejar de comer los platos favoritos, disfrutar de una función de cine hasta rutinas más complejas como tomar vacaciones o incluso, la forma como percibimos los límites de nuestra seguridad personal, la vida en Venezuela se ha hecho una extraña travesía de obstáculos. Una “Condena” como insistió mi amiga, abrumada por los cientos de pequeños trastornos que el desplome progresivo del país como ente viable supone.
Porque no se trata sólo de cómo vives, sino como afecta esa percepción tu forma de comprender el país donde vives. Como asumes tu gentilicio, las invisibles relaciones que te conectan a esa visión sobre el país que todos de alguna u otra forma elaboramos desde la periferia. Una reflexión de cuanto te afecta la crisis — o sus implicaciones — y además, la forma como intentas sobrellevar ese lento gotear de pequeñas desgracias, de esa complicada cotidianidad que a todos nos afecta, nos hiere, nos aplasta un poco. Y es que nadie en Venezuela es capaz de escapar de la ruptura histórica que padecemos, de sus cientos de implicaciones. De esa constante y corrosiva sensación que la política, sus consecuencias, la ideología, su poder, el miedo y la perspectiva que construye, te acompaña a todas partes.
Lo pienso, mientras avanzo en una larguísima fila en un supermercado. Se hace más obvio allí, mientras llevo unas cuantas bolsas con productos dispares. No encontré lo que realmente necesitaba y dudo que pueda encontrarlo después. Al llegar, me sorprendió la colección de estantes vacíos, la singular imagen de los anaqueles repletos de un sólo producto para disimular la escasez. Cuando camino entre los pasillos, me atormenta una súbita sensación de irrealidad, como si no comprendiera muy bien lo que miro. Como si no entendiera el mensaje oculto en los productos apilados ordenadamente en infinita sucesión que ocultan y disimulan algo tan grave que me pregunto si reparamos en su verdadero peso. Miro aquel paisaje mínimo del desastre cotidiano y siento miedo. Un miedo definido, helado, corrosivo. Una sensación de urgencia parecida al terror que no sé muy bien a que atribuir. ¿Qué ocurre en Venezuela como para que esta escena de desastre se repita en todas partes? ¿Qué ocurre en esa lenta cotidianidad tan engañosa como para que esto se haya convertido en normalidad?
La garganta se me cierra con un nudo de tristeza cuando recorro el local varias veces y sólo encuentro unos cuantos productos desperdigados, ninguno que necesite pero prefiero llevar, impelida por el pensamiento angustioso que quizás no los encuentre después. De manera que llevo cuatro envases de mantequilla, seis paquetes de un arroz de aspecto pringoso, algo de pasta, muchas salsas, incluso sobres de sopa deshidrata que nunca me ha gustado demasiado. Pero los llevo igual, preguntándome si los necesitaré, si en algún momento de las semanas que viene, de los meses que me esperan, el sobrecito insulso será una posesión valiosa. Recuerdo cuando encontré a una de mis amigas en un super mercado, llenando su carrito de compras sólo con compotas. Decenas de pequeños envases apilados uno sobre otros, como una especie de extraño botín que en ese momento me desconcertó.
— Oye, no hay manera que tu bebé se coma esta cantidad de alimento — bromeé pero ella no sonrío — ¿Qué pasa? — No creo que después vayamos a poder comprar — me dijo, la boca apretada por la preocupación, un parpadeo de angustia — creo que esto que vivimos es el comienzo de la crisis que se nos viene encima.
— ¿No es eso un poco exagerado? — No — empujó el carrito, se alejó unos pasos y se volvió para mirarme — me da miedo que se quede corto.
Eso ocurrió hace dos años y ahora, mientras avanzo paso a paso en la fila, recuerdo la conversación con una nitidez espeluznante. Me pregunto que pensará mi amiga ahora, que su vaticinio se cumplió, que incluso su pesimismo parece sutil ante la situación que vivimos. Miro de nuevo mis bolsas. Una extraña colección de alimentos sin mucho sentido. Pero aún pueden conseguirse, dice una mujer a unos pasos frente a mi. “Al menos habría que alegrarse que podemos comprarlos aún”.
El corazón me da un salto. Me muerdo los labios para no contestar. Hace unos cuantos meses atrás, leí un libro sobre la Inglaterra del Racionamiento, de los estragos de la guerra. De como los ingleses, abrumados y desconcertados por las desgracias del conflicto bélico, agradecían los breves espacios de normalidad. Un día sin bombardeos, lograr comprar algunas legumbres, un paseo por la ciudad al atardecer. “las pequeñas cosas soportables” las llamó Winston Churchill y más tarde, se preocupó porque el orgulloso pueblo británico pudiera acostumbrarse a la estreches, a la escasez, al dolor sin aspirar nada más. ¿Nos está ocurriendo eso? pienso avanzado un poco más, escuchando a la mujer felicitarse por haber logrado un paquete viejo de harina leudante y un frasco de aceite de cocinar. ¿Cuándo nos volvimos sobrevivientes a una guerra que aún no ha ocurrido?
En la fila, un hombre mira a su alrededor con los ojos entrecerrados y el rostro tenso. Tendrá unos pocos cincuenta o unos bien llevados sesenta y parece agobiado, como yo, por la soledad arrasada del establecimiento comercial. Como yo, mira los anaqueles con su único producto infinito, las bolsas semi vacías, la larguísima cola que atraviesa la cuadra para comprar un poco de papel de baño. Que por cierto, no compré porque no correspondía mi número de cédula, porque en medio de las privaciones, hay un orden escalofriante. Una cierta organización del desastre. El hombre sacude la cabeza, se pasa los dedos por el cabello corto y canoso. Parece a punto de estallar de ira.
Pero no lo hace. Vuelve a inclinar la cabeza, empuja su carrito de compras. Lleva algunos productos más que yo, también desperdigados, como piezas sueltas de un mecanismo absurdo. Lleva hamburguesas, unos cuantos paquetes de pan blanco, papas, tomates y algunos enlatados. Una variedad extraña de productos, mezclados entre sí como un pequeño mensaje secreto e indescifrable. Porque todo parece normal pero no lo es. Porque todo tienen un aspecto cotidiano pero hay algo también inquietante, una especie de emergencia secreta y torva.
— No sé hace cuanto tiempo que no bebo café, sino en una panadería — dice alguien a mi espalda; no me atrevo a volverme pero por su voz, debe ser una mujer joven — pero el cafecito de la casa, ese primer café tan sabroso…nada, eso se acabó.
— ¿Y la parrillita de los domingos? — dice alguien — Eso ya ni pensarlo. No me acuerdo la última vez que hicimos una en la casa.
— Esto es como la vida de otro. Ya no sé que es mio o qué me acostumbré a hacer.
Que frase tan poética, un poco fuera de lugar, pienso al escuchar la conversación. Pero tiene razón, me digo, mientras sigo caminando en esa lenta fila silenciosa. ¿A cuánto hemos renunciado sin saberlo? Me pregunto apretando entre las manos mis bolsas mustias. ¿Cuántas rutinas, ideas se ven malogradas a diarios por este país a fragmentos, por la condena silenciosa de una crisis sin resolución? Venezuela se ha convertido en un lugar sin normalidad, en una especie de espacio entre dos ideas de país que no terminan de encajar en ninguna parte. Y no hay apariencia de normalidad que pueda ocultar esa sensación amarga, durísima, que el país donde vives es incapaz de sostenerse así mismo, de ser una visión de futuro. De ser real en al medida que forma parte de tus aspiraciones e ideas. Porque Venezuela se convirtió en una especie de imagen fragmentada y rota de una esperanza, de una percepción de quienes somos y quienes podríamos ser. Como si el país, la realidad que lo soporta, las pequeñas escenas del día a día que lo forman, fueran mamparas de un escenario a punto de derrumbarse. Una grieta gigantesca hacia un abismo doloroso y circunstancial.
Finalmente junto a la caja registra, me entero que mis pocas compras valen el triple de lo que supuse, del costo que pagué hace apenas unas cuentas semanas. Lo pago, con el corazón latiendo muy rápido, muy consciente del valor dinero, de mis escasos ahorros, del salario que obtengo por mi trabajo, del hecho que estoy llegando al límite de una línea invisible sobre lo que puedo adquirir o no. Pocas veces en mi vida adulta me he sentido más vulnerable, incluso asustada. De pronto, la crisis no es un dígito ni datos en un artículo de periódico. Me pesa en el bolsillo, me duele en una región de mi mente que relaciono con mi capacidad para mantenerme sola, con esa independencia adulta que tanto me ha costado obtener. Y eso me produce miedo, uno muy profundo, infantil e insoportable.
Mientras conduzco de regreso a casa, miro a mi alrededor. Apenas son las siete de la noche y de pronto, Caracas tiene un aspecto desolado, como devastada por un desastre invisible. Negocios cerrados, calles vacías, unos cuantos transeúntes que se apresuran de un lado a otro. Todos los automóviles a mi alrededor conducen con rapidez, con los vidrios oscurecidos cerrados. La ciudad parece azotada por una desgraciada anónima, en pánico. Miro también los edificios fortificados con intrincadas rejas, las puertas cerradas con cientos de cerraduras. Las luces intermitentes de cámara de seguridad. En medio del paisaje del desastre el miedo es muy visible, muy evidente. Angustioso.
Cuando era una adolescente, me gustaba caminar por Altamira. Era el lugar más trendy de Caracas y también, el más benévolo. Caracas era por entonces una buena ciudad para ser joven, para tener expectativas, para cometer errores y aciertos, para vivir. Fui adolescente en una ciudad que merecía ser vivida, a pesar que nunca fui de fiestas o grandes celebraciones. Simplemente me divertía paseando de un lado a otro por la Caracas festiva, de clima maravilloso, bajo el azul añil de las noches de eterno verano. El recuerdo me agobia con inusual fuerza: de pronto Caracas no es Caracas, como Venezuela no es Venezuela. Es un país prestado, un país ajeno, un país que no reconozco como mio.
Me detengo junto a un semáforo. Lo hago por mero reflejo y de inmediato, empiezo a temer lo que pueda ocurrir. Miro aterrorizada por el retrovisor, por los espejos frontales. Me inquietan las luces únicas de los motorizados que avanzan en la oscuridad. Y comienzo a recordar historias: la de los desastres, la violencia, las armas apuntando. Los disparos. Los asesinatos a mansalva. Los golpes en el cristal agresivos. Cuando vuelvo a transitar por la calle, tengo los ojos llenos lágrimas, aunque no sé exactamente si se debe al miedo, a la angustia, o a esta sensación de vacío, de gravita tristemente en medio de una realidad simple que no existe, pero que se empeña en imponerse.
Y pienso otra vez, en la sonrisa de mi amigo cuando me mostró el libro recién comprado. Su emoción, la pequeña anécdota cotidiana. Y pienso entonces en cuanto he perdido, en cuando fue la última vez que disfruté de una pequeña escena común, de esos pequeños triunfos de todo los días. Cuando fue la última vez que no me golpeó el agobio de un país que se desploma, que no me hirió las piezas rotas de una historia que comparto sin saber sus consecuencias.
No puedo contener las lágrimas porque no puedo recordar cuando fue.
VenezuelaSpanishEconomia
hace poco logré comprar como 8 kilos d ejabon en polvo, y me sentí como cuando de niño mi tía nos traia regalos de Miami, cuando reaccioné, lloraba de la rabia e impotencia de lo que nos hemos convertido
ResponderEliminarBrava
ResponderEliminarLeer este escrito es como sacar las palabras de mi mente que aun no he dicho. Totalmente ajustado a lo que siento a diario. Esa sensación escalofriante se agranda más cuando se tiene hijos, y a diario pienso si existirá una varita mágica para arreglar todo este desastre.
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