martes, 22 de septiembre de 2015

Crónicas de la soltera torpe: De la infidelidad al dedo que acusa. ¿Quiénes son los infieles del nuevo milenio?




La escena es quizá una de las más conocidas de la popular serie Friends: Phoebe se sienta frente a Rachel y le extiende un tazón de galletas de Avena — “Las mejores del mundo”, anuncia sin pedantería alguna — y una jarra de leche caliente. Rachel, desconcertada, toma una de las galletas.

— ¿Qué ocurre? — pregunta un poco desconcertada. — Pruébala y dime si son las mejores del mundo — dice Phoebe.

Rachel sacude la cabeza, impaciente. En unos minutos, Paolo, su ardiente amante italiano, vendrá por ella para pasar el primer fin de semana juntos. Un paso importante en el Universo de las relaciones neuróticas de la serie. Un poco antes de aparecer Phoebe en escena, Rachel se lo susurró a Mónica: “Pasar juntos un fin de semana lo hace más serio, ya no se trata sólo de un affair”. Rachel, la chica malcriada y sexy de la eterna pandilla de amigos televisivos, parece de pronto realmente enamorada del ambiguo sujeto de acento italiano. Y lo deja claro: ya no se trata sólo de buen sexo, sino algo más. Algo realmente importante. Está ansiosa, a la expectativa y por supuesto, no tiene mucho tiempo para las excentricidades de Phoebe.

Pero le da un mordisco a la galleta. Entonces, el rostro se le ilumina, mastica con lentitud. Se le escapa un jadeo de placer, como si el trozo de galleta no sólo tuviera buen sabor, sino el mejor sabor imaginable. Phoebe, imperturbable, la observa.

— ¿Son las mejores galletas del mundo? — insiste. Rachel asiente con entusiasmo.
— ¡Sí! ¡Claro que lo son! — responde — No tengo dudas. — Entonces sabes que dos cosas de mí: que mis galletas son las mejores y que jamás miento.

Rachel parpadea confusa. Y cuando Phoebe se inclina hacia ella, para contarle lo que ocurrió esa misma mañana en el salón de masajes donde trabaja, la escucha con atención. Después con algo parecido a la consternación, y después una furia amarga. Porque Phoebe, que jamás miente a sus amigas y que hace las mejores galletas de Avena del mundo, le cuenta que Paolo, el amante italiano, le tocó el trasero mientras estaba tendido sobre su mesa de masajes y además se le insinuó. Lo hace, con la cabeza inclinada, entristecida y aún sosteniendo el tarro con leche caliente. Cuando termina, Rachel se queda por un momento paralizada, con el rostro pálido y contraído.

— No puede ser — murmura. Phoebe suspira, sirve un poco de leche caliente en una taza. Se la extiende, en un gesto lento y casi maternal que parece resumir su preocupación por lo que acaba de suceder.
— Lo lamento.

Entonces Rachel estalla: Grita, sacude la cabeza, aprieta los puños. Camina de un lado a otro, sollozando, limpiando las lágrimas con el papel secante de la cocina — algo que sin duda, Mónica lamentará — y se mofa de sí misma. De su credulidad, del hecho que confió en un hombre desconocido, que jamás supuso que Paolo, enigmático, salvaje y todo un campeón sexual podía ser otra cosa que lo que era: un cerdo.

— Pero es mi cerdo — susurra, en voz muy baja. Se sienta en la mesa de la cocina. Se echa a llorar. — Era mi cerdo.

He visto la escena al menos veinte veces durante los últimos diez años y en todas las ocasiones, me ha sorprendido la declaración de intenciones de los guionistas al crearla. Porque el pequeñísimo argumento, ese fragmento de historia que no parece ser otra cosa que una manera de eliminar un personaje sin mucha importancia, es en realidad — o podría serlo — el reflejo de toda una cultura. No sólo por el hecho de las ideas y percepciones que manejan, sino la forma como elabora, de manera muy sutil, un tipo de concepto cultural sobre las relaciones emocionales muy específico. Rachel y Phoebe, con su pequeña conversación, no sólo simbolizan un tipo de percepción sobre la mujer y lo femenino, sino un tipo de discurso muy directo: la forma como se asume la infidelidad en la sociedad a la que pertenecen.

Porque cada vez que disfruto del capitulo, no puedo dejar de preguntarme que ocurría si en vez de Rachel y Phoebe, quienes sostuvieran la conversación fueran Raquel y Josefina, latinoamericanas. Quizás, de la misma edad y con vidas parecidas a las de los personajes norteamericanos, pero en cualquier ciudad de América del Sur o Central. Ambas sentadas, una frente a la otra, confesándose una a la otra el mismo embrollo, el incómodo momento que Josefina asume necesario Raquel sepa. Las imagino a ambas, muy incómodas y avergonzadas, mientras Josefina explica lo mejor que puede como Pablo le tocó el trasero y además “se insinuó”. Probablemente Raquel también la escuchará, sacudirá la cabeza, pero con toda seguridad, el resto de la conversación será muy distinto.

— ¡Seguramente te lo insinuaste! — dirá entonces Raquel, abrumada y enfurecida — ¿Cómo te puedes llamar mi amiga?
— ¡No hice nada! ¡Él fue quien me tocó!
— ¡Algo hiciste! ¿Cómo has podido? ¡Después de tantos años de amistad me hace esto!

Con toda seguridad, la conversación no terminaría con Josefina consolando a Raquel, sino con ambas discutiendo a gritos. Se acusarían mutuamente, recordarían viejas ofensas y sin duda, la amistad se rompería, quizás para siempre. La escena acabaría no con un plano de Raquel llorando, desconsolada sino con un acercamiento a su rostro enfurecido. “¿Como pude haber tenido una amiga como Josefina?” Se lamentaría. “La muy puta”.

Y es que Latinoamérica, con todo su candor de continente adolescente y sobre todo, su percepción machista y tradicional de las relaciones, jamás se le ocurriría responsabilizar al hombre de una infidelidad, sino a la mujer provocadora. A la ligera de cascos, a la fácil que no sólo olvidó su lugar en esa línea muy concreta sobre el comportamiento femenino, sino que encarna todos los vicios de la manipulación femenina. En Latinoamérica, la identidad femenina aún debe enfrentarse a esa visión inmediata de la mujer como la tentadora, la que es capaz de doblegar la voluntad femenina a fuerza de sus encantos, de esa procacidad casi instintiva que la hace peligrosa. Y por supuesto, si de infidelidad hablamos, no queda duda que en nuestro continente juvenil, que aún avanza rezagado en la interpretación del otro, en la inclusión del diferente, que todavía analiza las implicaciones de la forma como percibe lo emocional y lo sexual, es con toda seguridad un tema ambiguo. No sólo porque no se teme sino porque además, se considera inevitable.

Mi amiga K. — psiquiatra y educadora — ha dedicado buena parte de su carrera profesional a meditar e investigar sobre los roles de género y sexuales en Latinoamérica. Y encontró que no sólo la infidelidad es un tema álgido que continúa debatiéndose a medias tintas y entre una ambigua percepción, sino que además, se comprende como parte de una cultura que premia y castiga, según la identidad de género del involucrado. Cuando le hablo sobre la escena que describo más arriba y la que imaginé después, suelta una carcajada.

— Tienes razón. En Latinoamérica es muy raro que una mujer culpe al hombre de una infidelidad — me explica mientras conversamos del tema en su pequeño consultorio del este de la ciudad—. Hay una cultura machista que no sólo disculpa al hombre por naturaleza sino que además, asume la infidelidad como parte de la naturaleza masculina. El hombre es infiel porque la cultura, la sociedad e incluso su propio núcleo familiar lo celebran y lo justifican. En cambio, para la mujer el rasante es completamente distinto. Y por supuesto, la manera como se castiga la falta moral.

En una ocasión, K. me comentó que una de sus pacientes, estaba obsesionada con el hecho que su marido le hubiese sido infiel luego de apenas un año de casados. Atormentada por los celos, insistió que no entendía si “habiéndolo satisfecho de todas las formas posibles” había buscado “algo” fuera de los límites del matrimonio. Cuando K. le preguntó a que tipo de satisfacción se refería, la mujer pareció muy sorprendida.

— A la sexual, a las cosas de la casa. Era la perfecta esposa — le respondió la paciente afligida — pero eso no fue suficiente. — ¿Y qué ocurre con el aspecto emocional ?— preguntó mi amiga — ¿La complicidad? ¿La confianza?

La mujer sacudió la cabeza. Pareció no sólo desconcertada sino también, francamente alarmada que mi amiga describiera un tipo de relación más parecida “a un tipo de amistad cualquiera”, que a un matrimonio. Para sorpresa de K., la paciente no sólo insistió que su marido no era su amigo — ni necesitaba serlo — sino que además, “ningún hombre quiere ser amigo de una mujer”.

— La gran mayoría de las mujeres latinoamericanas están educadas para percibir al hombre como emocionalmente árido, inaccesible y simple — me dice. Me muestra uno de los afiches que cuelgan sobre las paredes: Desde una fotografía con la estética de la década de los cincuenta, un hombre de traje sonríe. A su lado, la mujer sostiene un plumero y una taza de café. “Que tu marido siempre esté bien atendido por tu mano invisible”, puede leerse en una línea más abajo — de manera que no necesita la comunicación, la comprensión, incluso el consuelo de una relación estrecha — . Para una buena parte de las mujeres de latinoamerica, el matrimonio es una relación de negociaciones muy específicas. Una serie de elementos complejos basados en un contrato social muy definido. Y eso afecta sin duda, las expectativas y los que aspira cualquiera de una relación a largo plazo. Cuando esas aspiraciones no se satisfacen, la infidelidad es inevitable.

Pienso en sus palabras, mientras veo otra escena clásica de la Cultura pop: Francesca, la protagonista femenina de “The bridges of Madison County”, está sentada junto a su marido en la vieja camioneta familiar. Afuera llueve — toda una alegoría al dolor emocional — y unos metros más allá, distingue el viejo automóvil de Clint Eastwood, el fotógrafo con que fue infiel a su marido durante un largo fin de semana. Francesca sabe que podría abrir la puerta del vehículo y correr junto al hombre que la espera. Que podría dar el paso definitivo para abandonar no sólo la vida que conoce sino la presumible insatisfacción matrimonial que la llevó a enamorarse de un hombre desconocido. Pero no lo hace. A pesar que aprieta la manilla del coche, que casi abre la puerta en un gesto lento y dramático. Al final, las luces del automóvil del hombre del que está enamorada se encienden y el vehículo avanza por la lluvia, perdiéndose para siempre. Francesca sacude la cabeza, llora en silencio. Su marido, sentado a su lado, no parece darse cuenta de nada.

No obstante, el discurso entero de la película no sólo celebra que Francesca haya decidido permanecer junto a su familia — aunque sea infeliz — y cumpla su papel como devota esposa. Más de una vez, he leído comentarios que celebran y ensalzan su comportamiento y que además, insisten que es el de “toda mujer sensible”. Nadie se pregunta — ni parece tener verdadera importancia — si Francesca sufre o no o si la decisión de permanecer en un matrimonio infeliz, le hará más daño que bien. La cuestión esencial es que Francesca, madre amantísima y esposa devota, tomó una decisión por encima de su bienestar en beneficio de su familia. Porque es lo que se espera de ella. Es lo que asume hará. Y más allá de eso, se comprende como pare de su papel femenino, como esposa y como madre, incluso como parte del mecanismo de la sociedad.

Después de todo, la fidelidad matrimonial es un elemento que se asume imprescindible, al menos por parte de la mujer. Darwin solía decir que la santidad del matrimonio es una conclusión lógica a esa necesidad natural de proteger a las crías y asegurar la supervivencia. La hembra y el varón cavernícolas necesitaban ser fieles el uno al otro para sobrevivir a un mundo impecable. Milenios después, la fidelidad matrimonial se relaciona con el amor, los afectos y el respeto. Y sobre todo, se analiza como necesario.

Claro está que, desde el punto de vista biológico, la fidelidad bajo la influencia del cóctel emocional, hormonal e intelectual del amor está asegurado. El amor, analizado como fenómeno psicológico, se parece tanto a la obsesión que sólo parece diferenciarla la anuncia — y agrado — del objeto del deseo. En otras palabras, somos fieles por necesidad, más que por decisión. Y si nos atenemos a lo que Darwin insistió, lo somos por recordar que la fidelidad es un mecanismo de defensa y protección de nuestra naturaleza. De manera que, enamorados y abrumados de deseo, la fidelidad es una pulsión imperiosa, una necesidad que agobia y golpea.

Por supuesto, esa avidez por el otro, esa necesidad satisfecha de posesión se transforma a medida que esa abstracción llamada “amor” madura, es circunstancial y la mayoría de las veces de corta duración. Es por ese motivo, que los conceptos sobre fidelidad y nuestra percepción sobre ellos, no sólo evolucionan sino que además, se hacen más personales. Una y otra vez, nos cuestionamos el hecho de la fidelidad, la idea sobre el deseo y el amor y esa noción tan confusa sobre como el amor puede transformarse, siendo aún intenso, en un instinto de búsqueda. O lo que es lo mismo, esa aceptación compleja pero evidente, que el ser humano quizás no está hecho para la única convivencia. ¿Qué ocurre entonces?

Mi amiga K. suele decir que la infidelidad nace cuando un miembro de la pareja decide que quizás, la relación que comparten no lo satisface lo suficiente. Se trata de una disyuntiva personal, intima y misteriosa, que surge cuando menos lo esperamos. O tal vez, debido a que de pronto, somos conscientes que a nuestro alrededor el mundo sigue girando y que hay más de un interés sexual y emocional que pueda cautivarnos. Un despertar luego del profundo período de ceguera emocional que el amor trae consigo.

¿Cuándo nace la infidelidad? Es una pregunta que la humanidad se ha hecho por siglos y que continúa sin respuesta. ¿Es real en el mismo momento que asumimos alguien más nos atrae? ¿Al primer escarceo sexual? ¿O se trata de algo más complejo, doloroso e incomprensible? Todavía, nadie tiene la respuesta y es quizás por ese motivo, que la especulación cultural sobre quien es el culpable de una infidelidad resulta tan inútil como por completo absurda.

— Cuando alguien sufre una infidelidad, la pregunta inmediata que suele hacerse es ¿qué hice mal? ¿En qué me equivoqué? — me explica K., mostrándome un extraño juego de máscaras que llama “las oportunidades”. Intercaladas, pueden formar palabras y frases más o menos coherentes. Cuando me las muestra, leo la frase “no soy quien buscas”. — Y por supuesto, la cultura y la sociedad donde nació se apresura a darle la respuesta. En la nuestra, la inmediata culpable es la mujer, por defecto u omisión. Por falta o por exceso. Pocas veces el hombre se asume como culpable e incluso en las contadas ocasiones en que se hace, la visión es única: La mujer “provocó” el pequeño desastre doméstico. “Ocasionó” el desastre que sin duda destruirá la vida familiar.

Se trata por supuesto, de interpretaciones simplistas. La infidelidad no es sólo una idea compleja sino emocionalmente tramposa. Mientras en algunas culturas la mujer sabe que toda relación es asunto de dos y que la infidelidad — y sus consecuencias — son parte de una idea que se asume como una visión en conjuntos, en sociedades machistas como la nuestra, esa simplificación hace — por contradictorio que parezca — el doble de complicado analizar que pudo provocar el desliz destructor, esa vuelta de tuerca que termina destrozando un vínculo que se percibe como profundo de origen. Porque para Latinoamérica, la mujer es quien lleva el peso de la relación, quien asume las responsabilidades, la que cría los hijos, la que sustenta el matrimonio. De manera que si algo llega a fragmentar ese sutil equilibrio, la culpa recaerá no sólo en su descuido sino también, en la percepción ideal sobre lo que la sociedad espera de ella.

Mi amiga Jenny (no es su nombre real) había estado casada por casi cinco años cuando descubrió que su esposo le era infiel. Lo hizo a la manera tópico, encontró tantos rastros y huellas al descuido que no le resultó difícil armar un cuidadoso mosaico y descubrir lo que ocurría. Cuando finalmente confrontó a su esposo — a quien conocía desde hacia casi dos décadas — le desconcertó la frialdad como admitió no sólo la infidelidad, sino la infelicidad que padecía en el matrimonio.

— No sólo me dijo que estaba acostándose con una mujer de su trabajo desde hacia siete meses, que no había sido la primera y que no se sentía culpable — me cuenta, sentadas juntas en un café — . Han transcurrido casi nueve años de aquello y todavía Jenny es incapaz de hablar sobre el tema en un espacio cerrado, en un lugar personal. Sufre de lo que ella suele llamar, sin ninguna rigurosidad científica “claustrofobia emocional” — me lo dijo en mi cara y después me preguntó muy sorprendido si yo también “era infeliz”. Cuando le respondí que sí pero que ese no era motivo suficiente para una infidelidad pareció desconcertado.

Jenny sufrió un divorcio traumático: su esposo no sólo batalló en tribunales por el apartamento que ambos compartían sino que no dudo en disfrutar de su nueva relación de pareja sin disimulo alguno. Fue un golpe moral y personal para Jenny: por meses tuvo que soportar los encontronazos con su ex marido y su novia, una mujer a quien le doblaba la edad, sino la critica silenciosa de muchos de sus parientes y amigos. Me cuenta que en una ocasión, su madre llegó a insistirle que todo lo ocurrido se debía “a que no había atendido lo suficiente a su marido” y a culpar a su profesión como publicista “del descuido”. Cuando Jenny le insistió que él también había tenido un trabajo demandante y hacia sido bastante indiferente sobre sus necesidades emocionales, su madre no pareció especialmente sorprendida.

— Tú eres la mujer, era tu responsabilidad.

Sin duda, se trata de un empeño grosero y esquemático de encontrar la lógica en el mundo emocional, cuando en realidad no la hay. O lo que es lo mismo, adecuar el desorden de los sentidos a una idea clara. O en el mejor de los casos, achacar toda la culpa a ese elemento ambivalente y en ocasiones inexplicables como lo es el amor. Con enorme frecuencia, la pareja no sólo se enfrenta a la aridez emocional de una relación que termina, sino a las inevitables preguntas del origen del desastre. Como insiste el psicólogo Martín Camacho en su libro sobre infidelidad: “todas estas opciones son posibles: parejas que se quieren y no se engañan; parejas que se quieren y se engañan; parejas que no se quieren y se engañan, y parejas que no se quieren y no se engañan. El amor y la fidelidad no siempre van de la mano. Así que debemos valorar y sopesar la importancia que se le da a los dos aspectos por separado”.

Tal vez por ese motivo, volvemos al lugar común de todos los dolores y los pesares: la culpa. ¿Quién provoca una infidelidad? ¿Cuándo una discusión de pareja construye el terreno evidente para esa pequeña doméstica? De nuevo, la cultura premia o castiga según el género. Si la mujer toma la decisión de satisfacer su angustia emocional a través de la infidelidad, no solamente será castigada sino también, estigmatizada. La puta, la fácil, la loca. Pero para el hombre, el crisol de posibilidades es mucho más amplio y sobre todo complejo. Al hombre se le disculpa la debilidad, al afrenta, el dolor, el castigo emocional, la ruptura de la confianza. Después de todo, es un hombre y siendo así, puede hacerlo. Está en su naturaleza la debilidad sexual, la promiscuidad.

Según múltiples estudios recientes, hay cada vez más mujeres que confiesan su infidelidad. Y otras tantas, que rechazan la culpa cultural. No obstante, el fenómeno sigue siendo especialmente limitado y sobre todo, basado en una cierta idea sobre lo femenino que no es especialmente popular en muchas partes del mundo. De manera que la mujer sigue siendo culpable — o asumiendo que lo es — y el hombre se excusa bajo la salvedad del género y su debilidad sexual. Aún así, el aumento de las cifras demuestra que las mujeres — y sobre todo, la percepción sobre lo femenino — continúa siendo debatida, comprendida y reflexionada sobre ciertos valores novedosos. Según un reciente estudio de un instinto de origen Holandés (Second Love) el 40% de las mujeres Europeas tienen aventuras ocasionales, y que en el caso de los hombres esta cifra aumenta hasta el 60%. Pero por supuesto, en latinoamerica la estadística es mucho más moderada pero también, mucho más desconcertante. Nadie habla de la infidelidad de la mujer, pero si, del aumento de los divorcios por infidelidad, donde la mujer toma el primer paso para la ruptura legal. ¿Están ambas ideas relacionadas? Quizás sí y quizás no, pero lo evidente es que con su acostumbrada lentitud, Latinoamerica comienza a comprender que la responsabilidad emocional no es sólo una idea femenina, sino algo más duro y amplio de lo que podemos suponer.

¿Significa el fin de la tradicional imagen de la pareja eterna latinoamericana? ¿O del conocido Latin Lover? Con toda seguridad nada es tan sencillo, pero es evidente que hay una toma de conciencia y una idea profunda sobre lo que el amor y la fidelidad puede ser. O lo que es lo mismo, esa mirada asombrada sobre el misterioso mecanismo que hace una pareja esté junta o lo que es lo mismo, acepte sus pequeñas diferencias. Más allá de eso, la infidelidad y sus consecuencias, continúan siendo una percepción emocional dispar y complicada. Un tema poco comprensible sobre el tiempo personal y lo que atribuye su valor. O como descubrieron Rachel y Phoebe, ya hace casi veinte años, una cuestión de negociación. La cultura que asume el valor de una idea perenne y más allá de eso, de una comprensión profunda de la identidad personal.

C’est la vie.

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