jueves, 17 de septiembre de 2015
Del arte y la historia olvidada: Poder, gloria y pasiones de una mujer pintora
La primera vez que vi una obra de Artemisia Gentileschi, fue un autorretrato, que pintó en el año 1649. Con el cabello corto y los labios maquillados, tiene un aspecto moderno, feroz y atemporal. Todavía no conocía su historia, su durísimo camino en la busqueda de la trascendencia artística y su lucha por existir. Porque Artemisia, como otras tantas mujeres en épocas y momentos distintos de la historia, no solo tuvo que batallar contra la sociedad que la menospreciaba sino por el mero derecho de existir en una época — y una forma de pensamiento — empeñado en aplastarla bajo el anonimato de la mujer histórica.
Porque Artemisia fue diferente en una época donde se pagaba muy caro, serlo. Pintora y libre pensadora, pagó muy caro esa independencia de pensamiento, esa decisión irrevocable de confiar en su talento y vivir en consecuencia. En palabras de su biografa Alexandra Lapierre “Artemisia rompió todas las leyes sociales y solo perteneció a su tiempo. A la conquista de su gloria y su libertad, con su talento y su fuerza creadora se convirtió en una de las pintoras más celebres de su época y en una de las más grandes artistas de todos los tiempos”. ¡Y cuanto debió costarle! ¡Cuanto debió luchar esta mujer segura y creadora por asegurarse un nombre en la historia, por construirse un lugar a su medida, por asumir el poder de su natural instinto artístico como parte de su historia! Sobre todo en una época donde el poder creativo femenino era considerado un estigma, una verguenza. Un tentación la virtud.
Y es que Artemisia Gentileschi, hija del maestro toscano Orazio Gentileschi, no solamente pintaba, sino que lo hacia prodigiosamente bien. Nacida en plena época de reformas y reconstrucciones, en esa Roma en Ruinas que apenas sobrevivía a los escombros del Imperio que había sido, se destacó no sólo por su técnica, sino su capacidad innata para aspirar al arte como mensaje, como vehículo de comunicación, cuando aún se consideraba la pintura como un placer hedonista, un placer inocuo de los sentidos. Eran los tiempos de la contrarreforma, con su reconstrucción del poder al servicio de la Religión, de los mecenas generosos y sensibles al arte, de las tropelias papales entre venenos y amenazas. Pero Artemisia, fiel a la tradición de las creadoras, se destacó por libre, por poderosa. Incluso de niña, cuentan los cronistas de la época que era una criatura traviesa, llena de energía y lo bastante elocuente para sorprender e irritar a sus mayores: “No se contiene en su talante, en su vivacidad peligrosa”, comenta uno de sus maestros, aturdido quizás por ese vendaval de pasión e inteligencia que debió ser la precoz Artemisia. Vivió una infancia feliz, en un hogar donde el arte lo era todo y justificaba cualquier exceso. A la muerte de su madre, a los doce años, esta romana libre e impetuosa, supo que rompería los limitados estereotipos que la historia reservaba para la mujer por entonces: En lugar de virgen, esposa, doncella o prostituta, sería artista. Pintaría, por deseo y por capacidad, traduciría el mundo a través de su magnifico capacidad para observar y construir, desde el caos, una belleza casi dolorosa.
Su padre la apoyó, cosa extraña por la época. Lo hizo quizás, por la convicción que su hija seguiría pintando, incluso aunque no lo hiciera. A los 17 años, firmó su primer cuadro, con ese desparpajo suyo que la haría no sólo célebre, sino odiada en los circulos artísticos de su natal Roma e Italia entera. La obra se titula “Susana y los viejos” y ya se advierte en sus trazos — coloristas, vitales, una visión totalmente nueva de la luz que sorprendió a críticos y entusiastas — que Artemisia estaba dispuesta a construir el mundo pincelada a pincelada. La obra captura una escena inquietante, pequeña, en la que dos ancianos de mirada lasciva intentan seducir a una muchacha. En manos de un pintor menos talentoso o sensible, la obra habría parecido burlona, incluso carente de verdadera belleza. Pero gracias a Artemisia, la pequeña historia guardada entre pinceladas de luz y sombra, adquiere una magestad inquietante, una palpitante vitalidad que perturba. Y es que toda la pieza, parece anunciar, un pequeño desastre en puertas.
¿Un anuncio de lo que Artemisia viviría después?
Pocos meses después de este pequeña pero significativa declaración de intenciones — que una mujer firmara una obra artística se consideraba un escandalo, un irrespeto directo a la magestad esencial del arte — Artemisia fue violada por Agostino Tassi, un pintor que ayudaba a Orazio a decorar la casa del cardenal Scipione Borghese. Artemisia sufrió la humillación pública de ser acusada de “provocar” al pintor e incluso, de ser un simbolo de lujuría. Pero la pintora no se amilanó: no sólo rechazo la propuesta matrimonial de Tassi — que ofreció casarse con la joven y vivir con ella nueve meses para lavar su pecado — sino que además, apoyada por su padre, denunció a su agresor ante el Papa Pablo V, un gesto rarísimo por la época y que le acarreó repudio y rechazo. Toda Roma conoció entonces su deshonra: fue acusada publicamente de Puta y su padre expulsado el gremio de pintores de la ciduad. Pero Artemisia mantuvo el espíritu en alto, jamás se doblegó al dolor de saberse distinta, de esa mirada irritada de una cultura que jamás podría perdonarle lo indomable.
Triunfó. Tassi fue condenado a cinco años de exilio y galeras pontificias — penas que nunca cumplió — pero que le hicieron huir de Roma, acosado por el escándalo. Entre tanto, Artemisia contrajo matrimonio con el florentino Pierantonio Stiattesi, quizás en un intento de proteger a su padre de los últimos ramalazos del escándalo que aún los estimagtizaba. Se marcha Florencia, quizás a encontrarse consigo misma, más allá del yugo de una Roma que la rechazaba por el mero hecho de atreverse a pintar. Y es que en la corte de Cosme de Médicis, conoce a Galileo Galilei: bajo su consejo, amistad e influencia, Artemisia no sólo renace de entre sus cenizas sino que logra lo impensable: se inscribe en la legendaria Academia del Dibujo. Tiene 23 años, y es la primera mujer de la historia que entra en el sagrado recinto de pintores y académicos. Su presencia causa revuelo, asombra, molesta. Pero de nuevo, su talento la precede: muy pronto Artemisia encuentra su momento justo, esa mirada profunda y errática que la transforma en símbolo. Prospera y florece, se hace extraordinaria: En 1617, Artemisia es madre de tres hijos, pinta con frecuencia para los Médicis y además, tiene un amante noble e intelectual, Francesco Maria Maringhi, a quien declara “amar por enseñarle el poder del beso que sana y la piel que quema”. Asi de vitalista y poderosa es esta mujer del extrarradio, marginal en su propia época. Así de profundamente visceral. Una metafora que capta en su cada vez más abundante producción artística: porque Artemisia no deja de pintar un solo día. Magnificos frescos de belleza exquisita, con un realismo que asombra y desconcierta. “La mano de Dios mora en una mujer ¿Es un prodigio acaso o una aberración?” llega a decir un pintor de la cercana Prato, inquieto y quizás envidioso de su magnifico trazo.
Pero Artemisia volverá a Roma, que la llama — quizás la reclama — y lo hace entre 1620 y 1626, donde vive en una casa cercana a la Plaza del Papolo que un cronista de la época describe como “asombrosa por ser la casa de una mujer. Digna de un gentilhombre”. Para entonces, Artemisia se enfrenta con el dolor: su vida comienza de nuevo a sacudirse, a perder el sentido. Dos de sus tres hijos han muerto. Se separa de su marido. De nuevo, rechazada , se irá a Venecia, donde vivirá tres años de éxito como una joya insólita en medio de un diminuto Reino extravagante. Luego irá a Nápoles, donde se pone al servicio de un ferviente admirador de su obra el virrey español Fernando Enríquez Afán de Ribera, duque de Alcalá.
Es entonces cuando Artemisia construye su pequeño imperio, ese que trascendió todo límite y llega a nuestra era fresco y extraordinario: abre un taller en el que trabajan una docena de aprendices. Se amiga amiga entrañable de Onofrio Palumbo y durante veinte años, educa. Porque Artemisia sabe que el verdadero poder del arte no sólo radica en lo que se crea sino en lo que se hereda. Su fama se hace cada vez más enorme, ingobernable, como ella misma. Destroza prejuicios, abre fronteras. El Rey Carlos I de Inglaterra la contrata y pasa dos años en Londres. Siempre pintando, siempre creando. Siempre trasgrediendo a fuerza de voluntad los limitados terrenos de lo femenino marcados por su época.
Y es que mientras sus contemporáneos pintan Iglesias y Capillas, Artemisia dedicó buena parte de su obra a coleccionista privados, que nunca exigieron otra cosa que una mirada a su talento. Se hizo no sólo reconocida, sino también admirada: Sus numerosas cartas y facturas que aún se conservan demuestran que fue una de las firmas más cotizadas de su tiempo. Pinto y creó, incansable: figuras femeninas, casi siempre desnudas, extraordinarias, opulentas. No había timidez alguna en ninguna de sus pinturas, mucho menos dolor. Sólo vida: extraordinaria, radiante. Quizás un fragmento del espíritu de su creadora.
Artemisia moriría en medio de la peste que asoló Napoles en 1656. La fiebre llevó a la muerte a toda una generación de artistas, en un inquietante preludio de lo que vendría después. Porque después de su muerte, Artemisia fue olvidada, en esa vorágine histórica que parece devorar la figura femenina con tanta facilidad. Tal vez, contra ese silencio secular luchaba Artemisia, no sólo con su obra, sino con su mensaje: Artemisia nunca pintó una sola escena casera. Todas sus obras pendulan entre un erotismo sugerente Algunas son de un erotismo dulcísimo. Otras son intensas, impetuosas y dramáticas. No hay una sola escena casera. Un reflejo de esa subversión de las ideas: Mujeres que tocan instrumentos, otras que asesinan y muchos homenajes a mujeres bravas: Cleopatra, Diana, la Galatea, María Magdalena, Judith, Dalila, Betsabé…Pero sobre todo, hay fe. Una irreprimible y profunda capacidad para aspirar a la esperanza y a la trascendencia.
El poder de crear.
Bello Aglaia! ... Lo compartire en mi Facebook tambien! :D
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