sábado, 26 de septiembre de 2015

Fragmentos de pequeños secretos y otras historias de brujería.






Cuando era niña, le tenía un miedo instintivo a la oscuridad. Uno de esos terrones inexplicables y angustiosos de la infancia que casi nada puede consolar. Me llevaba horas conciliar el sueño, abrumada por el insomnio y la oscuridad, que me rodeaba como si de una presencia real se tratase. Era una sensación que nadie podía entender, mucho menos durante el día. Nadie podía imaginar como yo, los terrores que se escondían entre las sombras, tan reales que estaba convencida me acechaban en silencio, deslizándose por los rincones de mi habitación. Aguardando quizás a la menor oportunidad para...

- ¡Ah! ¡Pero que necedad lo que me dices! - se burló mi prima M. cuando intenté contarselo - ¡En la Oscuridad no hay nada! ¿Que puede vivir allí que no se pueda ver durante el día?

Como adolescente petulante que era, prima M. no tenía tiempo para escuchar mis pequeños terrores discretos. Solía reírse de lo que llamaba "mi credulidad" o mejor dicho, esa capacidad mía para imaginar historias delirantes a la menor oportunidad, que ella no lograba comprender. Para mi prima, mi imaginación salvaje era más incordio que una virtud y no dejaba de recordarmelo a la menor oportunidad.

- ¡No lo sé! pero... - tragué saliva. A la luz de la mañana, mi habitación tenía un aspecto de lo más inocente, nada parecido al lugar tenebroso e inquietante que solía aterrarme durante la noche - Creo que en la madrugada...

Por supuesto, jamás le admitiría que parte de mis temores se debían a escuchar sus historias sobre fantasmas y almas en penas. Prima sentía una profunda devoción por todo tipo de historias lúgubres, películas terroríficas y cualquier otra cosa que pudiera producir miedo. Había algo de una extraña satisfacción en su manera de paladear extrañas anecdotas, el miedo que parecía mezclarse con palabras e imágenes. Solía contarmelas con cierta frecuencia, no solamente porque yo se lo pedía, sino también, para asegurarse que yo no las temía. O al menos, eso era lo que le aseguraba siempre, sentada muy derecha en el suelo de mi habitación. Prima se inclinaba entonces, con una lámpara de metal entre las manos para iluminarse la cara y sonreía. Una pequeña sonrisa maliciosa que tenía mucho que ver con su entusiasmo por el miedo y lo macabro en general.

- No te asusta ¿verdad? - solía preguntar en un murmullo, luego de hablarme de la mujer de blanco que supuestamente recorría la calle donde vivíamos a medianoche. O del hombre que se lamentaba a gritos en la montaña. O de los niños que corrían tomados de las manos en la Oscuridad más allá de la farola y desaparecían entre risitas - ¿No tienes miedo a estas cosas ridiculas no?
- ¡Claro que no! - respondía muy ofendida - Son cosas que te inventas, no tengo miedo.

Pero sí que tenía. No obstante, no me lo producían en realidad las historias de prima - muchas veces llenas de risitas y sus bromas un poco chocantes - sino lo que podía imaginar gracias a ella. En mi mente, las almas de los difuntos no eran sólo sombras en la noche, sino rostros anónimos que deambulaban por el mundo, olvidados y aterrorizados por su eterna soledad. Era una idea que me atormentaba incluso más que la oscuridad y sus secretos. Me asustaba ese dolor interminable, ese vagar entre las estrellas que no parecía acabar nunca. Me producía una sensación de dolor y angustia difícil de explicar.

Por supuesto, Prima no comprendía esas cosas. Para ella, los muertos eran solo cuentos, parte de las cosas que se inventaba o de las que imaginaba para meterme miedo. Lo hacia muy bien por cierto: sus historias siempre parecían muy reales, cuando nombraba calles conocidas y lugares familiares. Y se entusiasmaba tanto en narrarme detalles y describirme escenas, que más de una vez, me convencí se trataba de algo verídico. Eso jamás se lo diría claro, pensaba con cierta inquietud. ¿Quien soportaría a prima M. si llegaba a saber lo estupendas que me parecían sus historias?

Y el miedo era real. Tanto como para tenerme noches en vela y con los ojos muy abiertos, mirando la oscuridad. Ya no se trataba sólo de la desconfianza que me producía lo lúgubre, sino esa sensación definitiva y dolorosa que había algo más que yo no comprendía en ellas. Tal vez por ese motivo, comencé a intentar quedarme despierta y comprobar no había nada en la noche, más que mi imaginación. Necesitaba hacerlo, no sólo para consolar mis miedos sino para saber que había más allá del límite de la luz. De lo que era real y lo que no podía no serlo.

Tomé el hábito de deambular cada noche por la casa. Esperaba a que todos se fueran a dormir y entonces tomaba una pequeña linterna que había encontrado en la cocina para recorrer de un lado a otro los pasillos oscuros. Iba descalza, mirando al frente con los ojos muy abiertos, tropezando con las cosas normales que durante el día tenían un aspecto corriente pero que por la noche, parecían escuchar mis pasos con interés. Era una sensación extraña, esa de caminar en la oscuridad teniendo tanto miedo. El sudor empapándome las sienas, las manos rigidas alrededor del cuerpo de metal de la linterna. Temiendo lo que podría encontrar al doblar en cualquiera de las esquinas. En mi mente, la casa un poco destartalada y luminosa de la abuela, se convertía en un palacio tétrico, de extraordinaria pero peligrosa belleza, suspirando a mi alrededor. Como si los monstruos que sólo podía vislumbrar en mi mente, de pronto me esperaran allí, entre el feo anaquel de las copas y la puerta abierta de la biblioteca. Esperando para...

- ¿Aglaia?

La voz de mi abuela me hizo dar un salto de puro terror. La linterna se me resbaló de las manos y rodó hasta sus pies, unos metros más allá. La luz se sacudió y dio vueltas.  Los monstruos aparecieron y desaparecieron entre las sombras. Pero ella no pareció verlos: muy erguida en la mitad del pasillo que conducía frente al salón, me dedicó una mirada perpleja.

- ¿Qué haces aquí mi niña? - me preguntó. Se inclinó y tomó la linterna. La luz se combó e iluminó su rostro sereno - ¿A donde ibas?

Eso si que estaba dificil de explicar, pensé aún sentada sobre la alfombra vieja y roída del pasillo. En realidad, mis vagabundeos no me llevaban a ninguna parte: caminaba de un lado a otro, como una manera de consolar el terror, de comprobar que las criaturas fantásticas y temibles que vivían en mi mente, no eran reales. O no podían serlo. Pero ¿Como le explicas eso a un adulto? ¿Como le describes el miedo sinuoso que se te desliza en el pecho y te hiela la sangre? Me levanté del suelo, con las rodillas temblandome.

- Es que... - suspiré. ¿Qué más daba? - le tengo miedo a la oscuridad.

Allí estaba. Era la primera vez que lo admitía en voz alta y no resultó fácil ni comodo. Sentí que las orejas se me calentaban de verguenza y que de pronto, el peso de mis diez años era muy real sobre mis hombros. ¿No era ya muy mayor para esas cosas? ¿No se suponía que los terrores de la infancia desaparecían apenas uno comenzaba a creer? Pero allí estaba y era verdad: caminaba por la casa para escapar de  mis miedos. Para intentar consolarlos. Sin lograrlo, claro.

Abuela no dijo nada. Continúo allí de pie, con la linterna entre las manos. Las luz le ilumunaba el rostro desde abajo y le daba un aspecto levemente inquietante, con los pomulos muy marcados y los ojos convertidos en pozos de oscuridad. El cabello trenzado era una sombra deslizandose hacia su pecho. Tragué saliva.

- ¿A la oscuridad? - dijo entonces. Su voz me reconfortó. Asentí.
- Sí...a lo que puede vivir...en ella.

Tampoco era fácil de explicar aquello. Mi abuela no preguntó tampoco. Me hizo una seña para que la siguiera y caminó con paso lento por el pasillo. Me apresuré a seguirla, intentando siempre continuar dentro de los charcos de luz que formaba la linterna. Mordiendome los labios de inquietud,  pregunté por qué mi abuela no encendía las luces del pasillo.

Me condujo a la cocina. Allí, la luz del jardin - liquida, un reflejo plateado de la ciudad más abajo - iluminaba todo como un reflejo bamboleante. Nos sentamos juntas en la mesa de madera junto al fogón. Mi abuela seguía sosteniendo la lámpara en la mano. La dejó junto a la vasija de arcilla con frutas que siempre decoraba la cocina. La luz se dobló, brillo y rodó hacia el techo. Seguíamos estando en la oscuridad.

- ¿No vas a encender la luz? - pregunté entonces. Abuela suspiró y extendió la mano para tomar la mia.
- Hija, el terror no se va cuando se enciende o se apaga la luz. El miedo está en tu mente.

Me acarició los dedos con cuidado pero no logró reconfortarme. De hecho, había algo definitivamente inquietante en toda la escena: sentadas ambas en la oscuridad, apenas iluminadas por el resplandor de la calle y los fragmentos de luz de la linterna. El rostro de mi abuela parecía aparecer y desaparecer entre las sombras, como los fantasmas que imaginaba y temía. Aquello no me gustaba para nada.

- Pero...me sentiría mejor si encendieras la luz - dije. Me avergonzó el sonido lastimero y casi chillón de mi voz - de verdad me hace sentir miedo la oscuridad.

Mi abuela suspiró.  Ladeo la cabeza y la acercó a la luz de la linterna. Su rostro arrugado y hermoso apareció en medio de los hilos de sombra. Me miraba con cierta preocupación.

- Mi niña, si el terror está en tu mente, realmente no se va a ninguna parte si enciendo o apago la luz - comentó -  el miedo es una idea, es algo que creas y asumes real. Y no se va a ninguna parte si no logras dominarlo.

Apreté los labios. Realmente no quería saber nada del miedo. No quería pensar en como controlarlo o lo que debía hacer para sentirme mejor. Sólo quería que la abuela encendiera la luz de la cocina y dejar de pensar que en la oscuridad más allá de la luz de la Linterna, criaturas misteriosas y rostros pálidos me observaban con atención. ¿No había dicho prima que en la cocina había una mujer de blanco que solía mover los cacharros de la alacena a media noche? ¿Era eso lo que estaba escuchando ahora mismo, ese nítido cloqueo de vasos y platos que...?

- ¿Te conté alguna vez lo que hacian las brujas en Italia para consolar el terror? - dijo entonces mi abuela. Sonrío y entre las sombras, su sonrisa tuvo algo de traviesa - Es una historia de miedo, pero de las divertidas.

Sacudí la cabeza. La verdad, lo menos que quería escuchar en ese momento, era las historias de brujas de mi abuela. Lo único que deseaba era que encendiera la luz o en todo caso, correr con toda la velocidad de mis piernas flacas hacia mi habitación. Pero ella me seguía tomando de las manos, apretándolas con fuerza y decidí que quizás, debía escuchar su historia. Distraer mi mente inquieta con sus palabras. ¿Serviría aquello?

- ¿Hay historias de miedo divertidas?
- Claro que si - respondió mi abuela - las hay para asustarse de verdad pero también para reírse al final. Las hay para aprender y entender por qué tenemos miedo. Y las hay también para enfrentarse al miedo.

Sacudí la cabeza. ¿Una historia podía hacer todas esas cosas? ¿Consolar, hacer reír, pensar, enfrentarse a algo tan grande y monstruoso como el miedo? Abuela sonrío, un breve centelleo blanco en la oscuridad de la cocina. Sentí de pronto una enorme curiosidad por lo que tendría que contarme. Tanto como para que los monstruos alrededor de la cocina me importaran un poco menos.

- Claro, si quieres enciendo la luz o te llevo a tu habitación. Quizás no sea una historia tan buena - dijo entonces. Parpadeé aturdida.
- ¡No! ¡No! quiero escuchar la historia...antes - dije. Apreté sus dedos que aún sostenían los míos - cuentámela.

Abuela soltó una de sus carcajadas escandalosas, que en el silencio de la madrugada tuvo el sonido de un eco. Me pregunté si el resto de las personas de la casa la habían escuchado y tal vez creerían que algo curioso ocurría en la cocina. Que la oscuridad guardaba algunas cosas intrigantes que podían sorprenderle. La idea me hizo sonreír a mi también.

- En los poblados italianos, muy lejos de las luces de las ciudades, las brujas solían vivir en bosques muy tupidos - comenzó mi abuela - en lugares tan inhóspitos donde no había otra cosa que la luz del sol y las estrellas.  Allí celebraban sus rituales y celebraciones, disfrutando de los ciclos de la naturaleza, tratando de entenderlos. Pero también, tratando de entender los propios: la felicidad, la tristeza...y también el miedo.
- ¿El miedo?
- Sí, que también es parte de nuestra vida.

Imaginé con toda claridad la escena: los bosques de árboles gigantescos, alzandose en vertical alrededor de mujeres de rostro quemado por el sol y cabello despeinado, corriendo entre los troncos con agilidad. Mujeres que conocían el valor de las plantas y sus propiedades, el color de la luz de las estrellas y el sonido del viento. ¿Cómo podía tener miedo alguien tan libre? ¿Alguien tan audaz? me dije.

- ¿Y que hacian?
- Para la alegría, las brujas bailaban bajo la luz del sol. Los brazos al descubierto, los ojos muy abiertos. Comían la buena fruta de los árboles, bailaban tomadas de la mano. La felicidad no depende de grandes cosas, mi niña - mi abuela sonrío y ladeó la cabeza, como si recordara sus propios rituales personales - La felicidad, es de hecho una forma de apreciar las pequeñas cosas corrientes y entender su justo valor.
- ¿Y para la tristeza?
- Lloraban - contestó mi abuela - sin rebozo y sin vergüenza. Lloraban con furia, apretando los puños. Saboreando el sabor de sus lágrimas, admitiendo el dolor y la melancolía que sentían. Lloraban por los recuerdos rotos, por las heridas abiertas en el espíritu. Lloraban abrumadas por la angustia. Lloraban hasta que el llanto era un consuelo en si mismo y se liberaban del peso del dolor. Lloraban para comprender que todo sufrimiento es parte de la vida y también de las buenas y malas cosas que esperar de ella.

Nos quedamos en silencio. La oscuridad jaspeada de luz parecía palpitar a nuestro alrededor. De nuevo y a pesar de la atención que le ponía a la historia de la abuela, tenía miedo. Uno muy nítido y angustioso. Que se deslizaba por los bordes de mi mente, para señalarme las cosas que podían estar allí, al borde de mi conciencia, esperándome para provocarme terror. Contuve la respiración. ¿Me atrevería a preguntar?

- ¿Para el miedo que hacian? - dije por fin. Sentí que una sensación caliente y roja se me derramaba por el pecho. Abuela me acarició los dedos con gentileza.
- Para el miedo, se enfrentaban a él - dijo - lo hacian tomando sólo su daga, que no podía defenderlas de las cosas que habitaban en su mente. Entonces, corrían por el bosque durante la noche. Escuchando el acecho de los animales en la maleza. Y sus temores más allá, tan nítidos y reales que podían cortarle la piel. Nadie podía ayudarles, nadie podía socorrerles. Debían recorrer el bosque hasta el centro mismo de los árboles más viejos y enfrentar allí su temor.

Lo vi claro con los ojos de mi mente: una mujer joven y pálida, caminando con lentitud entre la oscuridad, sosteniendo una vieja daga de metal entre las manos. Caminaba encorvada, con los dientes apretados, mirando a su alrededor con los ojos bien abiertos, cautelosos. Y el miedo allí, como una gran bestia oscura, atisbando entre los árboles. Una criatura remota e imposible de ojos carmesí que la seguía con movimientos lentos. Que olisqueaba su aroma entre las ramas de los árboles. Allí, en medio de todos los terrores. Allí, esperandola con las fauces entreabiertas.

Solté un respingo. Mi abuela apagó la linterna y nos quedamos ambas en la oscuridad. Ella aún me tomaba de las manos y temí me las soltara, pero no lo hizo. Simplemente nos quedamos allí, en medio de las sombras salpicadas de la luz de la calle, unidas por el sonido de nuestra respiración. El silencio pareció hacerse hondo y lento, ondular entre las invisibles formas de la oscuridad.

Entonces tuve deseos de llorar. De simplemente romper en un llanto inquieto y abrumado, como de niña pequeña. Porque a pesar que sabía que abuela estaba allí y me tomaba de las manos, tenía la sensación que todo a mi alrededor, había cobrado vida. Que la oscuridad era roma y lenta, deslizandose por los bordes de la oscuridad como un líquido pestilente. Miré a mi alrededor, con el pecho cerrado de miedo y el aliento congelado entre los dientes. Y era el miedo. Tanto miedo.

- ¿Y la luz? - murmuré. Abuela suspiró.
- ¿La necesitas?

Me pregunté si los monstruos continuarían acechando si abuela encendía la luz. Si sentiría un alivio momentáneo pero tendría que llevarlos a todas partes en cuanto la oscuridad llegara. Imaginé puertas cerradas, jardines en sombras. Imaginé ventanas cubiertas por cortinas oscuras. Y el miedo siempre allí, a mitad del trayecto. Aterrador y malvado. Aguardando para golpearme, para provocarme ese horror infinito que sólo los niños conocen. ¿Siempre sería así? ¿Siempre tendría que huir? Imaginé a las brujas de la historia de mi abuela, corriendo por el bosque, ahora deteniéndose en mitad de la espesura. Ahora aguardando porque el sonido intermitente de las ramas al romperse llegara. Temblando, las manos empapadas de sudor, los ojos llenos de lágrimas. Aterrorizada.

- No la necesito - dije entonces, aunque era mentira. Pero también era verdad, de alguna forma. Apreté sus dedos - ¿Me cuentas que ocurrió con las brujas del bosque?
- Corrían entre las sombras de la noche, escapando de si mismas - dijo ella y aunque no podía verla, sabía que sonría. Había algo dulce y fuerte en su voz - Corrían, aterrorizadas por las sombras, por lo que podían imaginar. Pero de pronto...se detenían.

"De pronto, el miedo golpeaba un limite infranqueable en su interior. Era como una ola que no llegaba a destruir el dique. Y la bruja, temblando aún de miedo, miraba hacia atrás, hacia lo tenebroso. Y encontraba sólo árboles, rocas, animales que conocía por su nombre. La oscuridad estaba allí también, palpitando, elevándose en todas direcciones. Pero ahora sólo era eso: oscuridad, la ausencia de la luz. Y el verdadero resplandor, el que ilumina todas las cosas, estaba en ella. Estaba en su mente. Estaba en su corazón".

Suspiré. La oscuridad a mi alrededor pareció ondular, elevarse, bajar y subir entre los objetos y esquinas. Y de pronto, los espectros de rostro pálido, los monstruos de colmillos afilados retrocedieron y desaparecieron. Se volvieron simplemente objetos a medio iluminar. Pequeños trozos de realidad. El miedo palpitó ácido en mi garganta y luego me permitió respirar.

- ¿Y que ocurrió al final? ¿Llegó al claro del bosque? - pregunté con la voz temblando de alivio - ¿Ella...pudo encontrar el camino?

La mujer pálida en mi mente continuó caminando, tropezando entre piedras y rocas. Finalmente, la línea del horizonte pareció brillar, nítido y cristalino. Más allá, el bosque parecía combarse entre las ramas verdes y jugosas. Avanzó, entre las sombras encontró un camino que zigzagueaba hacia la hierba verde y fina de un claro remoto. Y allí de pie, recibió el amanecer. Con los brazos abiertos. Deslumbrada por el poder radiante en sus manos abiertas. De la sonrisa en su rostro y la sensación de triunfar, a pesar de los pequeños dolores y angustias.

- Lo hizo. Y volvió a él siempre que lo necesitó, siempre que el miedo le amenazó y rozó su mente - dijo mi abuela. La escuché moverse y luego, sus brazos me rodearon con calidez. Me aferré a su cuello, cansada y comenzando a adormecerme - el miedo siempre regresa, pero siempre podemos enfrentarlo también.

Me llevó en brazos por la casa oscura, que volvía a ser sólo una casa vieja y bonita repleta de muebles feos. La miré entre pestañeos, bostezando, con la oscuridad moviéndose al fondo de la luz como un movimiento sinuoso. Y allí estaba el miedo, claro. Tangible y real, pero también, lejano. Porque en mi mente había luz, había un pasaje radiante de sol recién nacido, donde una mujer pálida que podía ser yo misma muchos años después, disfrutaba de un amanecer imaginario.

Mi cama me recibió como una colección de pequeños sonidos reconfortantes. Cuando mi abuela me cubrió con la cobija, estaba casi dormida.

- Abuela ¿Y que hizo la bruja que ya no tenía miedo?
- Viajó por el mar para encontrar un lugar llamado hogar - murmuró - y tener una nieta a quien mirar dormir y soñar.

Sonreí. Quise decir algo, de enorme importancia, de profunda belleza. Pero sólo floté en el suelo, en la oscuridad lenta y cálida del alivio. Hacia el amanecer de mi mente inquieta y de la frontera de lo que deseo y temo. Más allá de mi misma. En el cielo interminable de mi imaginación.

***

Despierto. No recuerdo con qué había estado soñando. Quizás un recuerdo de mi niñez, me digo cubriendome con la sábanas. La oscuridad a mi alrededor tiene el aroma de la ciudad lejana y lenta. Y sin saber exactamente por qué, recuerdo la sonrisa de mi abuela, hace tantos años ya. Una primavera de luz naciendo en el claro de un bosque. El olor de la belleza más allá del miedo.

Me hace sonreír cuanto miedo le tenía a la oscuridad de niña. Un miedo paralizante y genuino. Ahora, miro las sombras y sólo pienso en la luz que la creó. En la oscuridad radiante y extraordinaria que nace desde algún punto de mi mente. Del poder de mi mente inquieta.

¿Con qué había estado soñando? me digo. Pero ya duermo otra vez. Y la bruja de mi mente, la mujer pálida en que me convertí, corre por el bosque de las esperanzas. Tan libre como hermosa. Tan poderosa como frágil. Un símbolo de mi imaginación.


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