miércoles, 30 de septiembre de 2015
Pequeños secretos privados: ¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? Un viaje al centro de lo que consideramos personal
La primera vez que vi la película “E.T The extraterrestrial” era tan pequeña como para asustarme. No la disfruté en absoluto y recuerdo vagamente haber pensado el motivo por el cual, debía simpatizarme una criatura más parecida a un monstruo que a un entrañable visitante de otro planeta. Claro está, no lo pensé en términos tan complejos, pero si tuve algo muy claro: E.T no me gustó.
Unos años después, volví a disfrutarla. Para entonces ya se había convertido en un fenómeno de masas y sobre todo, en una película icono de una década. No sólo se trataba que la película había conmovido a multitudes, que era básicamente un cuento de Hadas moderno, construido como una profunda alegoría sobre las diferencias y sobre la amistad incondicional, sino que además, se había ganado un lugar en la imaginaria popular. La imagen de ET, con su extraña apariencia inclasificable, inundaba las estanterías de la jugueteras del mundo y de pronto, parecía ser la mascota preferida de un mundo ávido de héroes. O mejor dicho, de pequeñas fantasías. Lo asombroso fue, que E.T tomó por asalto no sólo la mercadotecnia sino también la imaginación popular, en un fenómeno que transformó desde los cimientos, la manera como la cultura pop asume y elabora sus ídolos. Porque Spielberg creó una aventura fantástica sencilla, pero también profundamente significativa. Una metáfora sobre los pequeños dolores de la infancia, el misterio, el dolor y las grandes aventuras de la niñez. Un mérito que le permitió reconstruir la manera como se asume el cine de aventuras, la fantasía y la cercanía emocional.
Pero seguía sin gustarme. En el cinismo de la adolescencia, me pareció artificiosa y cursi, cargada de clichés y sobre todo manipuladora. Una fábula manida sobre el ideal de la niñez norteamericana y sobre todo, esa visión blanca y limpia de Occidente sobre la amistad y la emoción. Me sorprendió la falta de malicia, el hecho simple de concebir la inocencia sin matices, sin especulaciones, sin ningún borde incómodo. Me desagradó el mensaje directo, disfrazado de imágenes espléndidas. Esa insistencia en un tipo de belleza caduca e incluso circunstancial. La deseché como se suele hacer con las historias de la infancia, las que apenas se recuerdan, las que no parecen calzar en ningún lado y que terminan siendo incómodas. E incomodan justamente por recordar una región frágil e inconclusa de nuestra mente. Esa incertidumbre de la infancia que Spielberg pudo reflejar tan bien.
Porque el director, a quien se le acusa de edulcorado, simplón e innecesariamente comercial, también es un maravilloso creador de ideas perdurables. Y con “E.T The extraterrestrial” — un proyecto modesto, mucho más pequeño y personal que cualquier otro del director — demostró que la sencillez puede ser no sólo una elaborada perspectiva de ideas sino también, un planteamiento profundo sobre la identidad. Obsesionado con la mirada al diferente, con el temor y la expresión de yo como parte de esa insistente pregunta sobre quienes somos y hacia donde nos dirigimos. Y es por ese motivo, que “E.T The extraterrestrial” perdura, se asume como parte de la cultura popular, que se fragmenta en múltiples significados que conducen a una única idea: la necesidad de asumir lo emocional como parte de una dimensión irracional pero insustituible de nuestra mente.
Quizás por ese motivo, necesité casi dos décadas para apreciar “E.T The extraterrestrial” como lo que realmente es: un juego de espejos cultural donde se refleja esa inocencia, una visión esencial sobre lo que creemos y por qué lo hacemos. No se trata sólo que Spielberg construyó una fábula moderna con su propio símbolos y mitología, sino que también elaboró un manifiesto de ideas puras, esenciales, dentro de una época cinematográfica aún sin definición. Spielberg, junto con George Lucas, no sólo supo recrear esa perspectiva de un nuevo mundo aún por construir, sino que lo dotó de una belleza extraordinaria. De una emoción que aún se mantiene intacta casi a tres décadas de su estreno.
Y es que la película es una experiencia emocional. Lo es desde las primeras escenas entre sombras — un juego magistral de sombras y luces en medio de una asombrosa percepción de la fantasía — hasta su redondo y magnifico cierre, con la silueta del visitante estelar desapareciendo de a poco entre parpadeos de luz, de pies junto a una diminuta maceta con flores. Una imagen no sólo para el recuerdo sino también, para la historia de esa noción de cómo contar historias y la manera en que las comprendemos.
Como adulta, me sorprendió que la película pudiera conmoverme cómo lo hizo. Y sobre todo, cautivarme por el mero hecho de ser asombrosa en su capacidad para elaborar un mensaje emocional director. Ver a ET remontando vuelo, cubierto por un sábana, rodeado de un grupo de niños en bicicleta, me desconcertó no sólo por las implicaciones que tiene el hecho que una única imagen pudiera recordarme por completo mi infancia sino además, simbolizar toda una época de cultura visual. Y comencé a preguntarme cuales son los elementos capaces de sostener y profundizar esa percepción sobre lo perdurable. Que conservan ese significado tan esencial en como percibimos la evolución del lenguaje y la expresión emocional como parte de nuestro mundo personal. Y llegué a la conclusión — luego de investigar y hacer algunas preguntas — que podrían ser los siguientes:
* La frescura del lenguaje que se mantiene a través del tiempo:
Como conjunto, “E.T The extraterrestrial” es una película de personajes, basada en lo emocional y sobre todo, que conserva una frescura indudable en su planteamiento sobre la profundidad de los sentimientos más sencillos. Para Spielberg, la niñez no sólo es símbolo de pureza, sino también, una idea mucho más elaborada: Esa audacia de la aventura, un riesgo emocional tan extraordinario como espontáneo. Un discurso que se mantiene a pesar del transcurrir del tiempo y el posible desgaste del discurso visual. En otras palabras: Spielberg analiza las nociones sobre los argumentos que sostienen sus ideas, lo que conmueve, lo que emociona. Lo hace desde la perspectiva del asombro, de esa mirada infantil que se plantea desde el descubrimiento. Que lo hace inolvidable y puro.
No se trata de una fórmula nueva: mucho antes de él, Harper Lee dotó a su Scout en “Matar a un Ruiseñor” de la misma mirada desconcertada e inocente, que convirtió a la historia en una delicadísima y dulce reflexión sobre la naturaleza del prejuicio. También lo hizo Roald Dalh, pero desde una óptica muchísimo más maliciosa y traviesa. Por supuesto, las novelas del autor británico estaban dirigidas a un público juvenil, a diferencia de la audiencia adulta de Lee, pero aún así, ambos autores coincidieron en lo mismo: en como construir un discurso que pudiera despertar empatia, identificación y sobre todo, mantenerse integro a pesar del tiempo y el posible contexto de lector.
* Un imaginario propio y nada novedoso:
Creo que para buena parte de mi generación, la imagen de ET sobrevolando en vuelo raudo el cielo llameante en una bicicleta voladora, forma parte de sus recuerdos más preciados. También, la de un dinosaurio gruñendo frente a un torrencial aguacero junto a un jeep desplomado. O la del joven mago Harry Potter, recibiendo una carta de un colegio mágico de un gigante amistoso. O las extraordinarias batallas de la versión cinematográfica del Señor de los Anillos de Tolkien dirigida por Peter Jackson. A través del tiempo, escritores y creadores visuales han elaborado símbolos reconocibles que se perpetúan en el tiempo. Y esa identificación recurrente, lo que hace que libros, películas y otros productos audiovisuales sigan resultando tan frescos y comprensibles a pesar de su natural desgaste visual y argumental. Después de todo, no hay nada nuevo bajo el sol, sólo adecuadas re interpretaciones de ideas muy viejas.
En el año 1949, el mitógrafo Joseph Campbell analizó el tema sobre la concurrencia de patrones en su libro “El héroe de las mil caras”. En el texto, Campbell analiza el llamado viaje del Héroe o “monomito”, un patrón que se repite con una enorme frecuencia en historias y mitos populares sin autor reconocido. Para el investigador, el hecho de la narración se perpetua hasta crear una noción sobre la historia que se analiza como una única estructura: separación — Iniciación — retorno.
En otras palabras, el mito sustancial de cada historia se crea sobre elementos recurrentes que el lector o espectador no sólo conoce, sino que disfruta y por tanto, asume como una parte de su percepción sobre los juegos de ideas narrativos. Utilizando el término “monomito”, Campbell propone la existencia de un estructura mitológica Universal o lo que es lo mismo, una noción general sobre lo que consideramos atractivo, profundo y evocador. También, se valió del psicoanálisis para analizar el motivo por el cual algunas ideas nos parecen atractivas y otras no. Y encontró que la mitología puede ser percibida como una manifestación de la mente humana, encaminada a representar y resolver dilemas universales, lo que incide directamente con la creación de la historias.
De manera que es probable, que lo que nos parece atractivo y entrañable, sea un eco de una historia que hemos escuchado tantas veces como para memorizarla sin apenas darnos cuenta. Una parte de nuestra psiquis tan profunda como definitiva al momento de construir un conjunto de ideas personales.
* La empatía: la sutil manipulación de la narración.
¿Quién no ha sentido una profunda comprensión por los conflictos y dolores de un personaje en pantalla? ¿Quién de nosotros no ha llorado con una escena durísima y emocional? Para todos nosotros, existe una imagen inolvidable, tanto en palabras como en imágenes. Una fragmento de información e ideas que crean una reacción emocional directa.
Y es que toda idea literaria o fílmica, persigue colarse en ese subconsciente colectivo, en construir una imagen que refleje ideas con las que cualquiera pueda identificarse. Después de todo, cada uno de nosotros tenemos un personaje favorito: Ya sea los complejos y maravillosos de Quentin Tarantino a la pandilla torpe y entrañable de Pixar. Pero la empatía no es una reacción inocente en ninguna narración, ya sea literaria o fílmica. Es una búsqueda consciente del autor para construir una idea que sea lo suficientemente atractiva para formar parte del imaginario intimo de quien disfruta de la obra, cualquiera sea su formato o plataforma. Y se logra gracias a la comprensión e identificación de sus rasgos generales con los del lector y el espectador.
La empatía además crea una atmósfera lo suficientemente reconocible como para que sea asumida como real, parte del imaginario personal e incluso tan intima que pueda conmovernos. Una idea que trasciende lo meramente ideal hasta convertirse en una propuesta estética. Ninguna obra literaria o visual es inocente ni mucho menos objetiva. Es una declaración de intenciones, una visión ideal, una sutil forma de vender y comercializar un discurso. Y allí, la necesidad de expresar ideas concretas que elaboren una noción sobre lo deseable, lo pertinente e incluso, lo que consideramos necesario. Un mundo irreal.
* Las neuronas espejo y otros fenómenos asombrosos:
Se llama “neuronas Cubelli” a un grupo de neuronas que provocan la necesidad de comprender e imitar a un congénere. Con toda probabilidad, gracias a estas neuronas procesamos no solamente las acciones, sino también las intenciones y emociones de quienes nos rodean, al punto de comunicarnos de manera sutil a través de estímulos físicos directos. En otras palabras, un tipo de expresión sensorial que no necesita de palabras, sino que únicamente se basa en emociones.
Una reacción enigmática pero perfectamente cuantificable que podría explicar nuestra necesidad de conectarnos emocionalmente con libros y películas, incluso obras pictóricas y esculturas. La vinculación directa de nuestras emociones con las de quienes nos rodean, crean un reflejo inmediato que no permite no sólo comprender la emoción que les embarga, sino relacionarlos con las nuestras. Más allá de la empatía, las neuronas espejo elaboran ideas concluyentes sobre experiencias que nos acercan como parte de un todo emocional discernible. Nos permite experimentar ideas profundas a partir de expresiones artísticas y sobre experiencias de quienes nos rodean aunque no las hayamos experimentado jamás.
Las neuronas espejos también pueden reaccionar a través de sonidos o palabras que evoquen una acción. Por ese motivo, la música nos conmueve de manera tan profunda o la escena de una película puede hacernos llorar. Lo mismo ocurre con la literatura — ya sea de ficción o real — y por supuesto, con la capacidad del cine para recrear situaciones específicas con enorme realismo. Según estudios recientes, las neuronas espejo nos permiten construir emociones a través de lo ficticio a través de las mismas construcciones neuronales que nos permiten socializar. Lo que viene a significar que la sensación de reconocimiento y alegría que nos produce la mayoría de nuestros libros y películas favoritos tiene una clara evidencia física y cerebral.
Pocas veces analizamos los motivos por los cuales atesoramos recuerdos, ideas y pensamientos, sobre todo, si se basan en obras artísticas. Y sin embargo, aunque tal vez la explicación pueda encontrarse en cualquiera de los argumentos anteriores, la razón quizás sea de índole mucho más simple: esa necesidad de nuestra mente de paladear la belleza y lo que logra emocionarlos como parte de nuestro mundo privado. Una idea profunda y con múltiples implicaciones que podría permitirnos definir no sólo lo que forma el paisaje de nuestra imaginación, sino esa identidad en percepciones que consideramos tan personal. Una mirada a nuestro mundo más privado.
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