martes, 1 de septiembre de 2015

Primavera secreta y otras historias de brujería.





Cada viernes, mis tías y primas se reunían en casa de mi abuela para conversar. Lo hacían sin falta, a pesar de que casi todas vivían fuera de la ciudad e incluso, una que otra ya no era tan joven como para conducir un par de horas para llegar. Pero era una cita que nadie deseaba perder: a partir del atardecer, todas se sentaban en circulo en el jardín antipático de mi abuela y comenzaban a conversar. Desde mi habitación de niña, las escuchaba hablar en voz alta,  reír a carcajadas, dar palmas y celebrar aunque yo no tenía muy bien qué. Un día se lo pregunté a tia M., mientras la veía preparar los pequeños bocadillos de masa y mantequilla que solían comer en la ocasión.

- Pues porque hay que recordar de donde venimos, niña - me dijo, como si tal cosa. Con toda la insolencia de mis diez años, puse los ojos en blanco.
- ¿Es otra de esas cosas de brujería?
- ¿Otra de esas cosas de brujería? - repitió tia con cierta sorpresa. Me levanté de mi silla de madera, con los brazos es jarra.
- Siempre hay que hacer esto o lo otro, porque la brujería lo dice - declaré, con todo desparpajo - ¿Lo hacen por eso? Es como si no hicieran nada sino por lo que dicen los Libros de las Sombras.

Tia parpadeó y apretó las comisuras de los labios, como si estuviera a punto de reir. Debía resultar hilarante, la imagen de aquella niña paliducha y flaca que era yo, mirándola con ojos muy abiertos y severos desde la altura de la cintura. Tia suspiró y se secó las manos en el delantal antes de inclinarse para que nuestros rostros quedaran a exacto nivel. De pronto tuve la impresión que tia era una niña muy grande. Con cabello blanco, eso sí. Me quedé avergonzada-

- ¿Te molesta eso? - me preguntó.
- ¿Que cosa tia? - respondí un poco sobresaltada.
- Que todo tenga que ver con la brujería.
- Es que todo es como poesía, y a veces no entiendo nada.
- Ya. ¿Y quieres entender?
- Claro.

La tia soltó una de sus carcajadas un poco jadeantes. Siempre parecía que la tia tenía problemas para respirar o así me lo parecía. Hablaba y reia en voz baja, llevándose la mano a la boca e inclinándose un poco, como si tuviera verguenza. Muchos años después me enteraría que siendo muy niña, había estado en Europa durante la Gran Guerra y había tenido siempre mucho miedo de decir cosas en voz alta y no digamos ya, reir. Eso había pasado hacia mucho, mucho tiempo - imaginate, cuando la tia era una niña, hace como dos siglos atrás, me parecía a mi - pero el hábito del miedo quedó. Esa herida sin cicatrizar que llevaba a todas partes.

- La brujería es una manera de comprender lo que te rodea, niña - me dijo entonces, volviendo a su mesón y a los bollitos de mantequilla - no se trata de algo que esté fuera de ti. Ni tampoco que debas encontrar unicamente en libros. Esta en tu corazón. Ser bruja es estar consciente del poder que te brinda crear y aprender, crecer y madurar. Disfrutar de la oportunidad de ser completamente libre desde tu espiritu, que es el primer lugar donde debes serlo.

Una carcajada flotó por la ventana abierta. Ya las tias comenzaban a llegar y estaban ordenando las mesas en el jardín. Eché una miradita entre las cortinas: estaban tía P., con su elegante traje de oficina y tia K., llevando todavía las polainas que solía ponerse para evitar el dolor de la artritris. La vieja y la joven llevaban la mesa de madera que había construido el abuelo con sus manos - esa de estrellitas y lunas talladas - hacia el centro del jardín, justo bajo el árbol más viejo. Mi abuela, un poco más allá, colocaba sillas y taburetes. El sol de la tarde, dorado y enorme, parecía pendular sobre ellas.

- Pero ¿Ser brujas las hace reunirse? - pregunté volviendo junto al mesón - ¿Es brujería eso? ¿Sentarse a hablar y a tomar limonada?

Todo eso me parecía muy adulto y solemne y claro está, no me gustaba para nada. Sobre todo, porque no estaba invitada. Con cierto rencor, miraba a mi  prima M., que si lo estaba, reir y gesticular entre las tias mayores y sentía una nada disimulada envidia. Eso, a pesar que la abuela me había explicado que yo aún no tenía la edad suficiente para asistir a aquellas reuniones y que con toda seguridad, me aburría en cualquiera de ellas.

- Pero ¿Qué hacen? - le preguntaba, impaciente, siguiéndola a todas partes mientras sacaba manteles y servilletas de un blanco impoluto para usar en la pequeña celebración privada. Abuela siempre sonreía.
- Cosas de gente aburrida.
- ¿Como cuales?
- Como reír y desear cosas buenas.
- Yo puedo hacer eso - le aseguraba. Me quedaba de pie, furiosa y un poco avergonzada - ¿cuando podré ir?
- Cuando lo necesites.

Más poesía, solía pensar rencorosa, sentada en mi habitación leyendo algún libro y espiando la reunión por la ventana. ¿Qué podía haber en ellas que yo no podía escuchar o comprender? ¡Vamos! sólo se trataba de una bulliciosa merienda entre mujeres muy crecidas como para reir de esa manera, me decía pasando las hojas al descuido, más atenta de lo que pasaba más allá de  mi ventana que de lo que me contaban las palabras en los libros. Seguramente, no había nada que yo no pudiera disfrutar, desde mis diez años y unirme en celebración con el resto de las mujeres de la casa. O mejor dicho, de las brujas de la casa.

Porque esa era la cuestión ¿No? Solía decirme con cierta tristeza. Que todas mis tias y mis primas eran  brujas - lo que sea que significara eso y que yo aún no sabía - y que yo aún no lo era. Ya fuera por muy joven o por el simple hecho que tenía mucho que aprender, todavía nadie de la casa me llamaba bruja, aunque abuela había mencionado varias veces que lo sería - si yo lo quería - y que muy pronto, comenzaría a aprender el camino "del arte" junto al resto de las mujeres de la casa. ¡Pero vamos! ¿Por qué no podía empezar ya? ¿Por qué no podía comenzar a ser bruja ahora mismo? Me quedaba con los puños hundidos en las mejillas mirando a la multitud de mujeres risueñas a la distancia. ¿Qué necesitaba para serlo?

- Ser bruja puede ser eso y mucho más - dijo tia M., enrollando cada bollito de masa en una hojita de hojaldre - pero en realidad, nuestras reuniones nos recuerdan algo muy importante y trascendental en nuestro modo de comprender el mundo ¿sabes que es?
- No - y estuve a punto de agregar que como podía saberlo, si no me dejaban asistir a sus reuniones. Pero me contuve, temerosa que la tia se tomara mi insolencia como una ofensa y no me explicara lo que deseaba escuchar sobre las celebraciones de los viernes.
- Solidaridad y empatia.
- ¿Qué?

Parpadeé confusa. Nunca había escuchado la palabra "empatía" ni tenía idea que podía significar. Supuse que tenía algo que ver con "solidaridad", que sabía por las monjas bigotonas de mi colegio, era la capacidad que todos tenemos de ayudar y mostrarnos amables con todos quienes están a nuestro alrededor. Algo así como una forma de bondad y amistad.  Me pregunté que tenían que ver ambas cosas con la brujería, con las brujas y con las reuniones de las mujeres de la casa todas la tardes de los viernes.

- Las brujas somos un clan, no importa de donde vengamos, o hacia donde nos dirijamos - explicó mi tia - las brujas formamos parte de una gran familia. Las mujeres fuertes, las conscientes de su poder espiritual para crear, aprender y heredar conocimiento, crean un gran hilo de conocimiento. Eso es lo que celebramos aquí. Eso es lo que venimos a hacer cada viernes en el jardin.

Desconcertada, miré por la ventana. Mi abuela reía a carcajadas, pasandole el brazo por los hombros a mi bisabuela, su madre. Ambas no se llevaban especialmente bien pero ahora reían juntas, tomadas de la mano. Más allá, la antipática prima M. le servía limonada a Tia L., con quien apenas se hablaban. Y ambas sonreían. Vaya, ¿Como no había notado esas cosas?

- ¿O sea que se trata de ser buenas las unas con las otras? - pregunté. ¿Qué tenía eso de mágico? pensé también, pero no lo dije, preocupada por digustar a tia M. Ella río.
- Se trata de estar siempre allí, con las manos extendidas, para asegurarte que cualquier otra bruja, sepa que donde esté y al lugar que llegue, tendrá una familia que la ama, la espera y podrá cuidar de ella - se acercó a la ventana y me hizo una seña para que la compañara. La obedecí - hace mucho mucho tiempo atrás, las brujas eran perseguidas, atacas, heridas. No sabías en quien confiar. No sabías a donde ir. Eran tiempos de persecusión y miedo.

Había escuchado sobre eso y leído en algún que otro libro familiar. Como siempre que escuchaba al respecto, la idea me produjo un escalofrío de miedo. No podía imaginarme como era ser perseguida, acosada. Sentir miedo que lo que pensaras o dijeras, pudiera hacerte daño. Imaginé a una mujer joven y pálida, muy parecia a prima M. y quizás de su misma edad, corriendo por un bosque misterioso. Los ojos muy abiertos, las manos apretadas sobre el pecho. Aterrorizada.

- Entonces, las brujas descubrieron que la mejor manera de cuidarse entre sí, era recordarse lo fuerte que eran. Lo capaces, lo inteligentes, lo profundamente queridas que eran allí donde llegaran - continuó tia - una mujer fuerte, sabe construir, cimentar ideas hermosas en otras muy firmes. Sabe abrir los brazos para sostener, para dar amor, para escuchar. No hace daño, no se enfrenta a otra mujer. Sólo apoya, crean juntas, como una gran fiesta del espíritu que te recuerda tu valor y tu poder. Eres única, eres quienes te aman, eres quienes forman parte de tu vida. Eres una manera de ver el mundo, eres una decisión, una forma de consciencia. Eres lo bueno en ti, en quienes te rodean y quienes te sostienen cuando lo necesitan.

No digamos que entendí todo lo que la tia M. decía pero recuerdo que escuchándola, sentí una extraña sensación de emoción que no comprendí. Miré a las mujeres del jardín, que cantaban, reían, conversaban e intercambiaban abrazos y de pronto, tuve la impresión que no sólo eran parte de la misma familia, sino un hilo muy fino pero fuerte, de conocimiento, de poder, de creación. De todas las formas exquisitas y espléndidas de ideas que formaban algo mucho más grande. Con diez años no pensé las cosas de una manera tan compleja. Pero si tuve la sensación que de pronto, aquel grupo de mujeres era poderoso. Estaba lleno de un tipo de sabiduría que yo aún no entendía. Miré a tia M, de pie a mi lado junto a la Ventana.

- ¿Como si todas fueran la misma?  - pregunté pero sin saber muy bien por qué. Sin saber muy bien que preguntaba. Tia se inclinó y me besó en la frente.
- Somos un clan, no lo olvides. Para siempre.

Volvió al mesón de la cocina para terminar la bandeja de bollitos. Me quedé de pie, mirando al grupo de mujeres que bailaban en el jardín, iluminadas por las últimas luces del jardin. Y sentí otra vez ese asombro inocente y recién nacido, como si de pronto, hubiese descubierto que las pequeñas reuniones de los viernes eran un pequeño tesoro que yo aún intentaban comprender.


***

Ese viernes fue un mal día. Para comenzar, la hermana Margarita me riñó por haber olvidado la tarea - la verdad, no la olvidé, sólo que confundí las fechas pero ella se negó a escuchar mis explicaciones - y después, me peleé con Flor por un libro de cuentos que no quiso prestarme para leer. De manera que pasé el recreo, sentada sola al fondo del jardin, masticando mi sándwich a solas y con la garganta cerrada por la tristeza. Luego, la Maestra Rosalinda, que de lejos era mi favorita, no asistió a clases y tuvo que darla Sor María Clara, que era aburrida, pálida y cascarrabias. Cuando mi abuela fue a recogerme al final del día, me encontró sentada en el último escalón de la escalinata de salida, cabizbaja.

- Y entonces Sor María Clara no sólo no leyó el libro que teníamos que leer sino que me regañó por sugerirlo - le expliqué a abuela mientras caminabamos juntas a casa - era como ni nadie me escuchara. Como no existir.

Había sido una experiencia muy desagradable. Por lo general la clase de literatura era mi favorita y la disfrutaba mucho. Pero ese viernes, había sido un desastre: Sor María Clara no soportaba el bullicio y nos había obligado a permanecer calladas, copiando parrafos de la biblia. Cuando le dije que la Maestra Rosalinda nos había dado a leer "Alicia en el País de las Maravillas" del Señor Carroll, me había dicho que ese no era un libro Santo y que no teníamos por qué memorizarlo. Y me hizo sentar otra vez, avergonzada y furiosa, para seguir copiando algunos pasajes del Génesis.

- Me sentí muy tonta, muy aplastada - dije con un suspiro. Abuela me miró con sus vivaces ojos color miel llenos de preocupación - y pensé que era muy triste sentirte como una niña tonta. Como una boba.
- No lo eres - dijo mi abuela de inmediato. Se detuvo para mirarme - Aglaia, mirame.

Lo hice. Tuve que contener las lágrimas, allí en mitad de la avenida atestada de gente. Pero la verdad era que me sentía un poco rota, como si la regañinas y las peleas de día me hubiesen debilitado de alguna forma. Abuela me tomó de las manos con cariño.

- Eres fuerte, inteligente e inquieta - abrí la boca para decir algo sobre eso, decirle que la Sor María Clara, justamente me consideraba insoportable por eso o así me lo arecía. Ella sacudió la cabeza - eso es bueno. No lo olvides.

No dije nada, pero dude que realmente pudiera ser algo bueno o deseable. Cada vez que hacia una pregunta en la Escuela o expresaba mi opinión, una de las hermanas me recordaba que debía permanecer callada y quieta, que las preguntas eran de mala educación. No tenía muy claro quien tenía la razón pero sí, que las monjas siempre me hacia sentir pequeña y angustiada, un poco abrumada por justamente eso que mi abuela consideraba bueno en mi.

Pasé el resto de la tarde de ese viernes tendida en mi cama, leyendo y lamentándome. Me sorprendió cuando casi a la atardecer, abuela asomó la cabeza por la puerta de la habitación. ¿No debería estar en la celebración?

- ¿No estás lista?
- ¿Para qué? - me sorprendí. Ella me guiñó un ojo.
- ¿No te dije? Hoy estas invitada al jardín.

Me quedé muda, sentada en la cama con el libro abierto en las rodillas. Ella soltó una carcajada.

- Vamos, no te quedes allí con cara de nada. Ponte tu ropa favorita y ven.
- ¿Es en serio?
- Te espero abajo.

Cerró la puerta. Por un momento me pregunté si lo había imaginado. Después no pensé nada más: me apresuré a enfundarme en mis jeans favoritos y mi camiseta color verde para bajar. ¿Se habría equivocado mi abuela? pensé tiroteandome el cabello rebelde con el cepillo, intentando peinarme. ¿Por qué me habrían intentando hoy? ¿Tendría que esperar...? La escuché llamarme desde el salón. Arrojé el cepillo y volé como una exhalación escaleras abajo.

Abuela me esperaba, con gesto impaciente y sonreído. Extendió la mano nada más me vio.

- Vamos, te esperamos.

Todas sonreían. Mis tias, primas e incluso las viejas amigas de mi abuela, sentadas alrededor de la mesa. Todas con su vaso de limonada, todas con una expresión de amabilidad en la cara. Me senté con timidez en la silla junto a mi abuela, un poco avergonzada por tanta atención.

- Queríamos que estuvieras con nosotras hoy para recordarte unas cosas - dijo mi abuela sentandose al frente de la mesa - hoy es un buen día para recordarte lo que realmente te hace valiosa y querida.

Las miré bocabierta. Ella me dedicó uno de sus guiños maliciosos. Mi prima M., que siempre era tan antipática y se llevaba tan mal conmigo, me dedicó una amplia sonrisa cariñosa. ¿Qué estaba sucediendo?

- Eres una niña muy preguntona y divertida - dijo entonces mi prima - me encanta que siempre estás llena de curiosidad y energia.
- Yo adoro que siempre tengas un libro en la mano y que lo leas con tanta atención - dijo tia L. sin dudarlo - eso me parece hermoso y raro.
- Me parece interesante que siempre insistas en aprender - dijo entonces mi bisabuela. Se inclinó sobre la mesa y me hizo uno de sus guiños maliciosos - aunque me hartes la paciencia.

De pronto, parecía que había muchas cosas buenas que decir sobre mi. Cosas que jamás había visto en mi misma, que jamás había tomado en cuenta. Y me asombró que cada uno de los miembros de mi familia lo supiera, lo celebrara, considerara importante decírmelo con una sonrisa. Abrumada y aturdida, las escuché decir lo divertida que era yo, lo llena de energía que estaba siempre, lo muy educada y amable que era cada día. Y lo decían de verdad. Lo decían creyéndolo. Lo decían mirándome a la cara, lo decían sonriendo. Todas esas cosas que de vez en cuando nos avergüenza decir sobre quienes amamos, esos pequeños halagos discretos, las sonrisas sutiles. Sentí una mezcla de confusión y maravilla, pero sobre todo, de profundo agradecimiento.  De pronto, tuve la sensación que el día horrible, que los dolores pequeños de la escuela era muy poco importantes en comparación a ese coro de sonrisas, de frases amables, de pequeñas bromas sobre mi cabello rebelde y mis rodillas siempre raspadas y un poco deformes. Una a una, todas las mujeres de mi familia, me recordó - o descubrió - algo sobre mi bueno, hermoso, querido. Como si mi vida fuera parte de una gran promesa y ellas quisieran recordarlo y sobre todo celebrarlo, en un pequeño y significativo acto de amor. Una forma de mirar la belleza diminuta de lo cotidiano, de expresar  ideas profundas de una manera sencilla. Un gesto de enorme y sutil significado.

No supe como agradecerles, no sabía si sabía hacerlo. Me encontré de pie, en medio de las mujeres de mi familia, asombrada aún por el poder de las palabras, de lo reconfortante que podía ser una pequeña frase de amor y cariño. De ese poder misterioso y sutil del cariño, de un apretón de manos, de una caricia en el cabello. Y de pronto, yo también tuve muchas cosas que decir sobre ellas: lo mucho que quería a mi abuela, por siempre tener cosas inteligentes que decir y ser siempre tan amorosa, de mi bisabuela que jamás dejaba de sorprenderme, incluso de mi prima M., que me hacia reir en ocasiones, a pesar de su antipatía. De pronto descubrí que no sólo se trataba de lo que ellas pudieran decir de mi, sino de lo que yo también veía en ellas. Un ciclo interminable de algo tan delicado como importante, conmovedor como valioso. Una forma de comprendernos, de querernos. Quizás de soñar.

 Mi tia M. se acercó al lado de la mesa donde me encontraba y se sentó a mi lado. La luz de la tarde comenzaba a volverse gris y la noche recién nacida se levantaba como un arco radiante sobre la línea vertical de la montaña. Ambas miramos a mi abuela encender las pequeñas lámparas de aceite colgadas en los árboles. El fuerte olor de la caléndula pareció impregnarlo todo.

- No sabia que todas...pensaran cosas tan bonitas de mi - le dije a tia M., porque sabía de alguna manera instintiva, que ella sí podría entender mi sorpresa, mi desconcierto y mi sincero asombro por lo que había recibido durante la celebración del viernes. Ella sonrío y sirvió limonada para ambas.
- ¿Recuerdas cuando te conté de las brujas que llegaban a cualquier lugar para ser queridas y aceptadas? - preguntó. Asentí, tomando un sorbo de la bebida muy ácida y rica - es un poco lo que ocurrió hoy. Una bruja es una mujer con un espíritu de fuego pero sobre todo, la capacidad para encontrar lo bueno, para aprender las lecciones sobre si misma y los demás. Una bruja construye, jamás ataca. Una bruja disfruta el poder de sus brazos abiertos. Una bruja es audaz y sin prejuicios. Una bruja ama, sin reservas.

Suspiré, tratando de entender sus palabras, pero sin lograrlo apenas. Entonces me concentré en esa sensación cálida, pura y fervorosa que me había dejado el amor de mi familia. Esa sensación de llegar a un lugar donde siempre seríamos bien recibidos, comprendidos. Pensé en la sensación de alegría de saberme aceptada, amada. De ese abrazo invisible en  las palabras de todas. Quizás la celebración del jardín era justamente eso:  Un lugar de eternas bienvenidas.

- Recuerda, nunca lo olvides: hay un hilo de sabiduría que te une a todas las personas del mundo que buscan respuestas, respetan las que hayan y crecen en aprendizaje - dijo entonces tía. Miraba la cúpula azul de las estrellas, asombrada y desconcertada - somos parte de un portento asombroso y diminuto. De lo que hacemos a diario. Somos parte de todas las que ideas que se crean y se conservan.
- Somos un clan - dije. Como si de pronto, sus palabras encajaran allí mejor que en ninguna otra parte. Reímos en voz alta.
- Sí, brujita. Lo somos. Antes y después, ahora y adelante, somos un clan.

Era la primera vez que me llamaban "bruja". El corazón me dio un salto de emoción y de pronto pensé, que quizás el primer día de aprendizaje de ese largo camino en lo que mi abuela llamaba "arte" había empezado esa noche, en medio de risas, bajo las estrellas púrpuras. Una manera de ver y saber mirar, una visión de mi misma y del futuro a punto de crearse. Una forma de crear.

Bajo la luz del Infinito, en eterno retorno. Una idea para aspirar a la esperanza y a la bondad.



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