sábado, 19 de septiembre de 2015

Una colección de sueños fragmentados y otras historias de brujería.






En la casa de mi abuela, había muchos relojes. Grandes y señoriales colgados en la pared, pequeños y discretos colocados en los muebles. Incluso algunos diminutos con su cadena de metal, pendulando entre los anaqueles de los libros y entre las hojas desperdigadas en las mesas de la biblioteca. Siempre me sorprendía mirarlos, marcando la hora al unísono, como en una silenciosa procesión de horas y minutos que yo no comprendía muy bien. Después de todo, mi abuela era una de esas personas que jamás tenía prisa y que insistía que el tiempo, era una manera de comprender cada uno de nuestros pasos, como páginas marcadas de un libro extraordinario.

- ¿Te gustan muchos los relojes? - le pregunté en una ocasión, vencida por el misterio. Nos encontrábamos en su biblioteca y la miraba ordenar, con sus movimientos pausados, sus queridos libros de solapa de cuero. Me dedicó una mirada sorprendida.
- No, en realidad no - me respondió. Tomó un enorme libro con arabescos dorados y lo colocó con cuidado en el anaquel más alto. Un movimiento lento, elegante. Como si tuviera todo el tiempo del mundo para disfrutarlo.
- ¿Y por qué tienes tantos?
- No son mios.
- ¿Y de quién son?
- De todos los que han querido dejarlos en esta casa.

Ahora si que no entendía nada. Miré a mi alrededor: en la biblioteca había un reloj de pie, de esos enormes con su toc toc toc casi inquietante. Y también uno pequeñito de mesa, que hacia un ruidito apresurado y metálico, como si se apresurara a coleccionar los segundos a su alrededor. ¿De donde habían venido aquellos relojes? ¿Por qué alguien quería dejarlos en casa?

- Oh, se trata de un viejo hábito de la familia - me explicó mi abuela, cuando se lo pregunté - cada vez que puedo, le suelo recordar a la gente a mi alrededor que no necesita un reloj para comprender el transcurrir del tiempo. Me insisten que sí. ¿Como no los voy a necesitar? me dicen muy preocupados. Pero yo les digo que no. Que el tiempo personal es algo mucho más poderoso y trascendente que el marcan las manecillas.

Siguió ordenando la biblioteca. Uno a uno, colocó sus libros favoritos en los estantes, luego de pasarles un paño seco por la solapa. El silencio se alargó, se enredó entre el sonido de los libros sobre la madera, la lenta caricia del trozo de tela sobre el cuero de sus tapas. Y yo me quedé allí, un poco desconcertanda, preguntándome si mi abuela había olvidado nuestra conversación o no tenía el menor interés en continuarla. No podía ser eso, me dijo de inmediato: Mi abuela jamás dejaba preguntas sin contestar. Le gustaba hacerlo y de hecho, esa era una de las cosas que más me agradaban de ella. Finalmente, terminó de ordenar uno de los anaqueles de la biblioteca y se volvió para mirarme, como si de pronto recordara que me encontrara allí.

- El tiempo, mi niña, es una forma de comprender nuestra vida. Pero no en los terminos de los relojes y mucho menos, en la manera como se supone el tiempo trascurre para mucha gente - dijo entonces - el tiempo es la medida de tus pensamientos, de tus acciones, de las escenas de tu vida. Es la forma como soñamos, creamos, avanzamos. Es la manera como asumimos lo venial y lo importante. Es un transcurrir de ideas, en realidad.

Con diez años, no podría decir que comprendí todo lo que me dijo mi abuela, pero algo si me quedó claro: la abuela no parecía muy convencida de usar los relojes para contar el paso del tiempo. Eso si que me parecía extraño, sobre todo confuso. ¿No se suponía que todos los adultos estaban obsesionados con las horas? ¿Con las llegadas tarde o la puntualidad? En el colegio de monjas bigotonas donde estudiaba,  todos parecían muy atentos al sonar de la campana, al reloj de la pared y también al que llevaban en la muñeca. ¿No se suponía que eso era lo correcto?

Mi abuela me escuchó decir todo aquello con una sonrisa. Fue y se sentó detrás del escritorio de la biblioteca, asintiendo con un movimiento leve, como si estuviera de acuerdo en todo lo que le decía, aunque no del todo. Finalmente, cuando no tuve nada que decir, me miró a los ojos. Los suyos estaban llenos de esa expresión de humor que siempre me sorprendía y me desconcertaba. Parecía una niña, rozagante y entusiasta. A pesar del cabello entrecano trenzado sobre el hombro y las arrugas que le cruzaban la cara.

- Un reloj puede decirte en que momento del día estás, pero no debe decirte que hacer con tu tiempo. Eso es decisión tuya - insistió - no se trata de llegar tarde o faltar el respeto a los demás contradiciendo la forma como miran el tiempo. Se trata de mirar tu vida como algo más que un tránsito de horas.

El sol de la tarde entraba por las ventanas abiertas. Había algo dulce y acaramelado en esa luz dorada, como si se enredara entre los objetos a mi alrededor. La contemplé, recordando que cada año, septiembre traía esa luz, con sus motitas doradas y su olor a lluvia lejana. Como si de un vieja habito se tratase. Me había acostumbrado a notar esas cosas cada vez que mi cumpleaños se acercaba, como si se trataba de una manera de analizar mis ideas personales

- ¿Y como la cuento entonces? - pregunté - Sino es con relojes ¿Con que cuento el tiempo en mi vida?

Mi abuela se inclinó sobre el escritorio y me dedicó una de sus largas miradas apreciativas. Tenía una expresión amable pero también curiosamente severa. A veces, me sorprendía su gestualidad. Mi abuela no ocultaba ninguna de sus emociones e insistía que era bueno que nuestra capacidad para expresarnos estuviera al borde de nuestro rostro, hablando al futuro. Tampoco entendía mucho esa idea, pero me encantaba pensar en que mi cara podía contar historias, crear pensamientos. Como un reflejo de lo que ocurría en mi mente.

- La vida se cuenta por todas las cosas buenas y malas que pueden ocurrir, por las lágrimas y sonrisas. Por el asombro y el miedo. Por cada pequeño fragmento de aprendizaje que te enseña cada uno de tus pasos - me respondió - para las brujas, el tiempo es un transcurrir hacia la sabiduría. De encontrar cada día, algo que puedas conservar y construir como una serie de ideas. Que puedas atesorar como lo que querrás comprender mucho después.

El reloj de pie de la esquina marcó la hora en punto. Me sobresaltó la campanilla de la manecilla. Mi abuela sonrío.

- Una vez leí, que por mucho tiempo, la humanidad asumió el tiempo como una gran línea de conocimientos enlazados entre sí. Por eso nacieron las bibliotecas y todo tipo de lugares para conservar toda esa experiencia. Esa necesidad de avanzar y construir ideas que perduraran tanto como para convertirse en herencia. ¿Imaginas eso?

Claro que podía imaginarlo. Siempre que leía sobre antiguas bibliotecas, tenía imágenes muy claras de edificios extraordinarios, repletos de libros muy viejos que parecían flotar con hojas frágiles en la luz de un amanecer extraordinario. Me gustaba pensar que los libros que tenía en casa, se parecían a esos otros, tan viejos y preciados, perdidos en la memoria del mundo. Que formaban parte de una historia tan vieja que apenas podía concebirla.

- ¿Entonces las bibliotecas sirven para contar el tiempo? - pregunté. Me entusiasmé. De inmediato me pregunté si podía pensar en que los libros eran horas y sus páginas, minutos. Si cada palabra era un instante irrepetible. Por supuesto, no lo pensé de manera tan compleja, sino que en mi mente, de pronto los libros simbolizaban el tiempo Universal, un devenir lento y presuroso hacia una idea más amplia del mundo e incluso, de mi misma.
- No sólo las bibliotecas, aunque sí, podría decirse que las Bibliotecas nacieron por el afán del hombre de contar su propia historia - respondió mi abuela - pero también, cada cosa bella y perdurable fue concebida y creada para arrasar el caos, para evitar olvidar. Para conservar el tiempo. Para asumir el valor de cada cosa.
- ¿Como la fotografía? - pregunté en un impulso inspirado. Mi abuela me hizo un guiño humoristico.
- Como tu amiga la fotografía, sí.

Aún faltaban unos años para que tomara una cámara entre las manos y descubriera el prodigio de crear el tiempo a través de un esfuerzo de imaginación, pero ya por entonces, me asombraba la capacidad de las imágenes para conservar pequeños fragmentos de historias, para siempre. Era como conservar entre las manos todo lo que consideramos valioso. Todo lo que crea y construye ideas. Como si la cámara, tan sencilla y aparentemente inofensiva, te acercara al núcleo de todas las cosas. De las ideas más profundas.

- Pero si, el tiempo no lo cuentan los relojes ¿Para que los tienes? - insistí. Ahora que entendía mejor su visión de las cosas, seguía sin entender por qué había tantos relojes en la casa - Sino cuentas el tiempo así, ¿Para que los cuelgas en la pared?
- Ya te lo dije, son obsequios - insistió - cada vez que le recuerdo a alguien que el tiempo proviene del espíritu y de lo que aprendes, le pido su reloj. Le pido que admita que el tiempo transcurre en su mente más que en su muñeca. Y lo cuelgo, para recordarmelo a mi también.

Vaya, eso si que era interesante, me dije mirando otra vez el enorme reloj de pie y el pequeñito de la mesa. Entonces ¿Cada uno de los relojes de la casa tenía una historia del tiempo atrapado entre las vivencias? El pensamiento me vino como en una ráfaga de inspiración desconcertante. No lo comprendí así: las palabras me sobrepasaban, aún no sabia las correctas para describir la sensación, pero lo supe con claridad que había algo asombroso en esa percepción del tiempo como conocimiento y sobre todo, como un pensamiento tan intimo como complicado de entender. Después de todo, me dije mientras el pendular del reloj de madera parecía hacerse más rápido y hermoso, había algo poético en el mero hecho de soñar con la sabiduría. O como lo podría pensar una niña de diez años: el tiempo enredado entre los dedos.


***

Tenía casi dieciséis años la primera vez que me senté en el pupitre de una Universidad por primera vez. Las manos me temblaban de miedo y tuve la sensación, que el mundo era muy grande y árido a mi alrededor. Después de todo, era aún una niña pálida de rostro pecoso y cabello en punta, sentada entre adultos que me miraban curiosos. Recuerdo haber tenido la sensación que el tiempo había transcurrido muy pronto, desde los pasillos del colegio a este momento enorme, un poco abrumador.

Miré la muñeca. Llevaba el reloj de mi madre. No sabía exactamente por qué lo había tomado unos días antes de escritorio de su oficina, pero allí estaba, un delicado ovalo plateado de manecillas negras. Le eché una mirada apresurada, con una sensación casi furtiva. Apenas había transcurrido unos minutos desde que había entrado al salón y me había sentado con cierta torpeza en uno de los pupitres al fondo. Y sentía miedo. Tanto como para dejarme reducida a una insólita sensación de angustia, como si me encontrara en el lugar equivocado el momento equivocado de mi vida.

Mi abuela nunca había estado de acuerdo que entrara en la Universidad siendo tan joven. Me había insistido que quizás necesitaba disfrutar un poco de mi nueva libertad como joven adulta: me había hablado de viajes, aventuras, recorridos alrededor del mundo. Me había insistido que quizás, antes que quizás necesitaba recordar por qué era joven y deseaba ser independiente. Pero por primera vez en mi vida la contradije y allí estaba yo, muriéndome de miedo, esperando que comenzara lo que suponía sería la etapa más importante de mi vida. Ahora, amedrentada  y un poco confusa, me pregunté si había sido la decisión correcta. Si resolver atravesar mi vida adulta con tanta rapidez, era la que podía satisfacerme. Miré de nuevo el reloj de mi mamá. La manecilla más grande parecía avanzar con dificultad esa mañana luminosa.

A mi alrededor, el mundo tenía un aspecto deslucido, un poco quebradizo. Pensé en todo lo que había esperado llegar a ese momento, comenzar lo que suponía, debía ser mi vida como una mujer adulta. Pero ahora, me preguntaba si sabía exactamente lo que estaba buscando. Si sabía cual era el camino que estaba recorriendo. Hacia donde me dirigía. ¿Todo era tan sencillo? ¿Todo se limitaba a seguir la línea de lo que debía hacer? ¿Se trataba de avanzar a corriente según el curso de una vida sencilla? Me miré las manos abiertas sobre las rodillas. Manos de niña, aún, con las uñas un poco desiguales y los nudillos delgados. ¿Qué buscaba en ese rápido recorrido contra reloj?

Unos días antes de comenzar en la Universidad, había discutido con mi abuela. Ella había insistido que quizás debería pensarme un poco las cosas antes de comenzar en una Licenciatura que ni siquiera me apasionaba demasiado. Me recordó mi fervor por los libros, por la fotografía. ¿Que relación tenía esa pasión por crear con la experiencia Universitaria que había escogido? Leyes, dijo con cierto retintín. ¿Eso realmente era lo que deseaba para mi vida como adulta? ¿Luego de pasar casi la mitad de mi adolescencia obsesionada con fotografiar y escribir?

- Sí, lo es - le repliqué enfurecida - como dice mi mamá, llegó el momento de sentar cabeza.

Mi abuela no respondió. Permaneció sentada en su escritorio con las manos apretadas sobre la madera. Pero le noté enfurecida, quizás mucho más de lo que nunca había estado conmigo nunca. La boca apretada en una línea fina. Los ojos entrecerrados y brillantes.

- Vivir es una responsabilidad enorme. Es una forma de soñar y crear. Tomar decisiones por miedo te hiere - me recordó. Parpadeé, ofendida.
- No tengo miedo.
- Es natural tenerlo.
- ¡No tengo miedo! - insistí. Sentí que la ira me subía en escalofrios por la espalda - ¿Por qué lo tendría?

Pero yo sabía la respuesta. Leer, escribir y fotografiar era una parte de mi vida tan audaz y vulnerable que la protegía de la decepción. La protegía de la crítica, de la realidad. era otra parte de mi, un mundo fuera de cualquier intepretación e idea. Una visión sobre mi misma tan poderosa como única que la mayoría de las veces temía compartir con alguien más. Luego de cinco años fotografiando y escribiendo, me llevaba esfuerzos mostrar mis cuentos e imágenes a alguien más. De mostrar esa otra parte de mi que había decidido conservar en secreto. De manera que sí, era miedo, me dije. Pero nunca lo admitiría.

Salí de la biblioteca dando un portazo. Me encerré en mi cuarto, ofuscada y abrumada. ¿Por qué mi abuela me decía esas cosas justo el día antes de comenzar en la oportunidad? miré el reloj de mi madre que llevaba en la muñeca. Me había parecido un objeto hermoso, pero también necesario y por eso lo llevaba puesto. Como si necesitara recordar el tiempo transcurrir y su valor. ¿Que debía esperar? ¿Qué necesitaba analizar?

Ahora, sentada en el pupitre, me hacia las mismas preguntas. Me dolía hacerlo, admitir que no estaba tan segura como había intentando convencerme lo estaba. Y ahora, la sensación era dolorosa, contudente. Porque sentada allí, a solas, despojadas de mis máscaras favoritas, tuve una sensación de triste aceptación, de resignación que jamás había sentido antes, que nunca había pensado podría experimentar. Apreté los labios. Miré el reloj de nuevo. ¿Había pasado tan poco tiempo?

Las conversaciones a mi alrededor me aturdían. Las miradas curiosas. Me incliné para tomar un libro en mi morral. Miré al fondo de esa colección desordenada de recuerdos y pequeños tesoros personales. Cuando introduje la mano entre todos los objetos, mis dedos rozaron la superficie firme y dura de mi cámara fotográfica.

Me quedé inmovil, con el pulso palpitandome en la garganta. No recordaba haberla incluído entre las cosas que llevaría a mi primer día como Universitaria. Pero allí estaba, con su cuerpo cromado y su lente medio rajado luego de una caída vieja. Me enderecé y la sostuve entre las manos. Era la misma cámara que me había acompañado por años. La misma que me había hecho soñar y construir ideas que jamás habría tenido de otra forma. La misma que me había permtiido reconocerme, estudiarme. Comprenderme con tanta profundidad que en ocasiones me resultaba desconcertante. La sostuve con un nudo de lágrimas que contuve lo mejor que pude. Con la sensación que el tiempo se detenía mientras miraba el mundo a través del visor.

- ¿Eres fotógrafa? - preguntó alguien. Me volví. Un desconocido de ojos grises me miraba con curiosidad. Me quedé con la cámara a medio camino de cubrirme el rostro. Una emoción dura y helada dejándome sin respiración.

¿Lo soy? ¿Que estoy buscando? ¿Hacia donde me dirijo? ¿Lo soy? ¿Que necesito? ¿Que intento encontrar? ¿Que busco? ¿Hacia donde transito? apreté la cámara entre las manos, sentí el dolor y la angustia golpeandome el pecho. Y de pronto alivio, una línea blanca en mi imaginación. Me puse el pie. El muchacho de ojos grises me miró curioso.

- ¿Lo eres? - insistió. Tomé el morral y salí corriendo del salón.

No me detuve hasta que abandoné el campus, con la cámara apretada contra el pecho. Seguí corriendo para cruzar la calle y tomar el trasporte público que me llevaría a casa.  Sentía todo mi cuerpo vibrar, encendido y ofuscado, mientras intentaba contener la impaciencia. Cuando llegué a la esquina de mi casa, casi me arrojé del vehículo. Corrí por la calle, con la cámara al frente, con la respiración entrecortada de emoción y algo parecido al desconcierto.

Mi abuela me miró con los ojos muy abiertos cuando entre en la cocina. No dijo nada cuando me acerqué, con la cámara apretada contra el pecho, sacudiendo el brazo derecho, forcejeando con la cadena del reloj con dedos torpes. Lo arrojé sobre la mesa de madera y luego retrocedí, con los ojos llenos de lágrimas.

- Soy fotógrafa - dije en voz baja. Tomé una bocanada de aire - es decir...quiero serlo.
- Lo sé - dijo mi abuela. Paciente, como si no le sorprendiera mi comportamiento. Sacudí la cabeza, la cámara entre las manos.
- No quiero...quiero mis sueños.
- Lo sé.
- Y contar el tiempo a través de ellos.
- Hazlo entonces.

Me dejé caer en la silla frente al reloj. Cuando comencé a llorar, mi abuela me pasó el brazo por los hombros. Me aferré a ella, temblorosa y confusa.

- No sé que hacer.
- Haz lo que debas, pero no olvides: creas tu propia historia.

Apreté los dientes. El corazón me latia tan rápido que apenas podía respirar. Pero esta vez, no miré al reloj sobre la mesa. Ni necesité hacerlo.


Unos días después, volví a la Universidad. Con la muñeca liberada del peso del reloj y la cámara colgada al cuello. Los sueños intactos y la necesidad de construirlos, a pesar del caudal de la vida adulta, de la decisón que había tomado. Me senté de nuevo al fondo. El chico de ojos grises  me miró divertido.

- Así que volviste.
- Pues sí.

Miró la cámara con curiosidad. Asentí con un suspiro.

- Sí, soy fotógrafa. O quiero serlo - le expliqué. Movió la cabeza con una sonrisa.
- Me lo imaginé.

No supe cuando tiempo transcurrió cuando el profesor llegó finalmente al aula. Lo miré, muy consciente que daba un paso trascendental en mi vida. Pero no estaba sola: llevaba la cámara por compañia. Y el peso de mis sueños y sobre todo la conciencia que estaba creando mi historia, construyendo el futuro, mirando el mundo a través de esa noción de silencio y poder que forma cada decisión. Y sonreí, porque el tiempo parecía avanzar en pequeñas escenas. Detrás del visor, en el palpitar del pulso de mi muñeca libre. En esa pequeña intimidad de la simple esperanza a punto de nacer.




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