sábado, 24 de octubre de 2015
Pequeños fragmentos de palabras olvidadas y otras historias de brujería.
Un día, escuché decir a mi prima G. que su madre era curandera. Por lo general, prima era una chica callada e intelectual, por lo que escucharle decir aquella palabra me desconcertó. No era una de sus educadas palabras de libros, una de sus bellas y reposadas frases de poemas. "Curandera" me hacia pensar en bosques tupidos, selvas agrestes. Enormes fuegos brillando a la orilla del mar.
- ¿Como que Curandera? - le pregunté. Me senté en la silla junto a ella en la mesa familiar, curiosa - ¿Como...esa gente que lleva máscara y baila con maracas?
Mi prima levantó los ojos del libro que leía, con el ceño levemente fruncido. Siempre estaba leyendo. Era tan lista que a pesar de ser muy joven ya estaba en la Universidad. Era de ese tipo de personas para quien el conocimiento va antes que cualquiera cosa, que disfrutaba de las largas explicaciones y que parecía estar pensando a toda hora en cosas dificilisimas. Así que su mirada no era sólo de furia - que lo era - sino algo más fuerte y consistente. Había una idea en su molestar.
- No, Agla. Mi mamá cura, es una curandera.
- ¿Médico?
- Sí, es médico. Pero más que eso, es una curandera, como te dije.
No supe que responder a eso. Prima volvió a su libro y volvió abstraerse del mundo que le rodeaba. Extendí la mano y le sacudí el brazo. Volví a mirarme. Esta vez, los ojos le brillaban impacientes.
- ¿Qué pasa?
- Pero si tu mamá es médico...¿Como dices que es curandera?
Prima cerró el libro y me miró un largo minuto fijamente, como decidiendo si gritarme. O eso me imaginé. La verdad, no conocía mucho a la prima para saber que estaba pensando o que podía estar deseando hacerme, si seguía interrumpiendo en su lectura. Apenas nos habíamos conocido un par de meses atrás y aunque era una chica amable y siempre muy atenta, guardaba sus distancias con todo el mundo, mucho más con la niña irritante y preguntona que yo era. Cuando venía a la casa de la abuela - cosa que ocurría cada tantas semanas -, la seguía a todas partes, intrigada con aquella mujer tan joven que todos consideraban una especie de genio. A mi me parecía simplemente singular, con sus jeans anchos, sus camisetas de grupos de Rock y su cabello rojizo muy tupido y despeinado. Una especie de rebelde a medias.
- Porque mi mamá sabe que para curar no sólo se puede curar el cuerpo - dijo entonces, con mucho aplomo - un médico te da medicinas, una curandera te cura además heridas del espíritu.
Aquello si que era nuevo. Volví a imaginarme al hombre con una máscara de madera en el rostro y maracas en las manos. Ahora lo vi dando saltos alrededor de la cama de un enfermo de rostro pálido, que lo miraba entre asustado y desconcertado. ¿Haría mi tia esas cosas? ¿Intentaría mi tia bailes rituales alrededor de las camas de sus pacientes?
Eso si que no podía imaginarlo. Tía era una mujer alta, de cabello corto impecable y rostro sereno. Siempre llevaba la ropa bien planchada y las manos impecables. Y la vez que mi abuela y yo la visitamos en su consultorio médico, había estado sentada en el escritorio con un gesto muy amable y sereno, sonriendo. Todavía no sabía mucho sobre elegancia femenina, pero mi tía sin duda era una mujer elegante. También era muy querida por sus pacientes: más de una vez había escuchado a mi mamá comentar que los enfermos siempre parecían recuperarse más pronto gracias a tia, a sus conocimientos y capacidad de trabajo. Asi que no podía conciliar esa imagen pulcra con la de una mujer que sacudía un par de maracas para reconfortar a los enfermos.
- Pero ¿Qué te pasa con las maracas? - se quejó G. cuando volví a describir la escena - Mi mamá cura, ya sea con bisturí o con hierbas.
Apoyó las manos abiertas sobre el libro que leía. Tenía las mismas manos delicadas y pálidas de su madre y me pregunté si eso tenía que ver en la gran inteligencia de ambas. De hecho, ambas eran muy semejantes entre sí: pulcras, discretas y muy bellas. Nada parecido a la idea mental sobre una curandera que yo tenía.
Bueno...la verdad era que tampoco tenía una idea muy clara sobre lo que era una curandera. Había leído la palabra aquí y allá en algunos libros de las Sombras de la casa y también, en los libros normales. Siempre había algo de misterioso en la palabra, una cualidad salvaje que no entendía muy bien. De manera que el hecho que mi prima insistiera que su madre era una, me parecía cuando menos...
- ¿Loco? ¿Como que loco? - dijo mi abuela cuando se lo pregunté más tarde. Me encogí de hombros.
- Es que prima dice que su mamá es una curandera. Pero...mira, ella tiene su consultorio, un maletín y estetoscopio.
Me preocupé por pronunciar el nombre del aparato médico con toda claridad. Lo había aprendido hacía poco y quería que abuela supiera que sabia de que hablaba. Ella me dedicó una de sus miradas amables y chispeantes de vitalidad.
- Ya veo. Por eso no puede ser curandera.
- Pero ¿Para qué? Ya la medicina...
Me callé. Había estado a punto de decir algo que sonaba como "si la medicina cura, para que creer en cosas como hierbas y rituales que son tan antiguos" pero no estaba muy segura si la abuela se tomaría bien algo semejante. Así que me tragué las palabras y me encogí de hombros. Ella suspiró con un gesto plácido.
Nos encontrábamos paseando por su jardín desordenado. Era como yo imaginaba que debían ser todos los jardines: Con la hierba mal cortada brotando de todas partes, flores multicolores cayendo en cascada por la muralla y un gran árbol de ramas retorcidas en el centro. Me gustaba muchísimo leer allí, con la brisa fresca de la montaña bajando por la derecha y el sonido de la ciudad por el otro lado.
- La medicina es algo más que sólo curar, es también reconfortar. Todos somos vulnerables no sólo a la enfermedad sino también al miedo, al terror y a la tristeza. Eso también debe ocuparse alguien que cura.
- No dijiste "médico" - puntualicé. Ella sonrió.
- No todo el que cura tiene un diploma en la pared.
- ¿Pero que es una curandera?
- Una curandera es una mujer sabia, una bruja que sabe curar. Que sabe que aliviar el dolor y ayudar a que alguien más recupere la salud, es algo más que simplemente dar algunas medicinas.
- Eso es lo que dice prima - volví a insistir - pero yo no entiendo...
No supe como continuar la frase. Seguramente si decía lo que pensaba, terminaría diciendo algo que heriría a la abuela. O eso pensé. No me convencía mucho eso de las hierbas y los bebedizos para curar, a pesar que llevando casi dos años viviendo en casa de abuela, sabía que podían ser útiles de vez en cuando. Como el té de albahaca que me quitaba el dolor de estómago o los caramelos de jengibre para la garganta. Pero de eso...
- Te llevará un tiempo entender que la salud es algo más que sentirte físicamente bien - dijo mi abuela, sin molestarse - y que hay algo mucho más sutil en el arte de curar. Tiempo al tiempo. Pero si, curar es una forma de creatividad, es un obsequio emocional.
- ¿Y todas las brujas son curanderas?
- Todas las brujas intentan ser sabias, mi niña - me contestó - y la sabiduría es un consuelo al corazón.
Me gustaron sus palabras, aunque como solía ocurrir, no las entendí del todo. Seguimos paseando por el jardín.
***
El dolor de estómago comenzó a molestarme de madrugada, pero no se convirtió en realmente insoportable hasta el día siguiente, cuando caí de rodillas en pleno salón de clases y comencé a llorar. Lo demás, lo recuerdo a trozos desdibujados: las caras de mis compañeras de clase mirándome con los ojos muy abiertos y sorprendidos. Una de las monjas levantándome en brazos. Mi abuela apareciendo por algún lado, con el rostro serio y angustiado. Para entonces, el dolor era tan terrible que me hacía llorar.
Recuerdo haber pensado que quizás estaba muriendo. Fue un pensamiento nítido, limpio que me dejó paralizada de angustia y de dolor, mientras me encontraba tendida en la parte de atrás del automóvil de mi abuelo. Mi abuela, a mi lado, me acariciaba la frente.
- Ya vamos al llegar al médico - murmuró - no te preocupes.
Las palabras flotaron, se perdieron en el ruido del tráfico. Y el dolor. Que dolor tan terrible y machacón. Tenía nauseas, escalofríos y las sienes palpitando de fiebre. Pero sobre todo, tenía miedo. Un miedo atroz que me cerraba la garganta, que me dejaba paralizado los brazos. Había una oscuridad palpable en ese dolor, en esa punzada casi hiriente que me hacia apretar los dientes y las manos.
De nuevo, borrones de realidad: mi abuela llevándome en brazos hacia un lugar blanco y helado. Un hombre mirándome muy cerca. Y después tia, con sus ojos enormes y amables, acariciándome el rostro.
- Ya te tengo, y ya vas a estar bien - murmuró. Me pasó los dedos por la mejilla con una delicadeza que incluso atravesó el grueso muro del dolor y reconfortó el nudo de miedo duro y fuerte que me cerraba la garganta - vamos a pensar que podemos hacer para que deje de doler.
No dejó de hablarme así en todo el rato, a pesar que utilizaba un tono mucho más profesional y directo con las enfermeras y los médicos que la rodeaban. La vi moverse de un lado a otro, indicando que me realizaran exámenes, mirando hojas de papel, dando órdenes. Pero siempre volvía a mi lado, para tomarme de la mano, para sonreír. Para mirarme a los ojos con toda sinceridad.
- ¿Me voy a morir tia? - pregunté. No pude evitarlo, no puede atajar las palabras antes que se me escaparan de la boca. Tía sonrió: un gesto amable, devoto y sincero que me conmovió.
- Oh no mi niña. Confía en que yo te ayudaré y ya vas a estar bien.
Resultó que sufría de algún tipo de bacteria estomacal que no sólo me provocaba el insoportable dolor, sino también la debilidad, la fiebre y una persistente colitis. Tía me lo contó, en un momento en que la sala de emergencias donde nos encontrábamos, se quedó vacía. Durante todo el rato, los doctores salían y entraban, las enfermeras me pinchaban y hablaban sobre mi cabeza. Nadie parecía reparar mucho en mi, nadie parecía importarle si yo estaba asustada, angustiada o preocupada. Había un enorme revuelo mientras me atendían, intentaban descubrir que me ocurría pero nadie al parecer parecía estar muy interesado en consolar el miedo sofocante que me golpeaba el pecho.
Pero la tia, sí lo estaba.
- ¿Me moriré por esa bacteria? - pregunté intentando contener las lágrimas y parecer valiente. No lo logré. Tia movió la cabeza con un gesto lento y tranquilizador.
- No, no vas a morir. Te vas a sentir muy cansada y de vez en cuando, habrá dolor. Pero estarás muy sana pronto. Me ocuparé de eso.
La manera en que lo dijo, la forma en que me miró, tuvo un inmediato efecto calmante. El dolor seguía siendo muy fuerte, la angustia me cerraba el pecho...pero sabía que iba a mejorar. Sabía que la tía lo intentaría todo para que recobrara la salud. Sabía que la tía estaría allí para ayudarme.
Y lo hizo. No me abandonó un sólo día durante la casi semana en que estuve recluida. Cuando mi mamá y mi abuela no podían quedarse, ella estaba allí, sentada a mi lado, sonriendo, respondiendo mis preguntas. Iba y venia entre su trabajo con otros pacientes para obsequiarme revistas y libros, para asegurarse que estuviera cómoda. También lo hacía con otros pacientes: en una oportunidad, la vi llevar un poco de torta de fresas a uno de sus pacientes más ancianos, que deseaba comerla. Lo hizo con una amabilidad como de niña, tan cómplice y dulce que me hizo sonreír. Después me explicó que el anciano se quejaba con frecuencia de la comida de la clínica y que ella siempre procuraba "que cada uno de sus pacientes sonriera al menos una vez al día".
Los días de convalecencia se volvieron largos y tediosos. La habitación era bonita e iluminada, pero...no era mi casa. Había una sensación de incomodidad profunda que no podía explicar bien pero que me hacia sentir siempre al borde del llanto, aunque ya no me dolía nada y comenzaba a sentirme mejor. Cuando se lo dije a mi prima, que me vino a visitar una tarde, asintió, como si comprendiera a que me refería.
- Se llama desarraigo - dijo muy seria, como siempre - es esa sensación de perder lo que nos hace sentir cómodos, queridos y seguros.
Nunca había escuchado esa palabra, pero se parecía a lo que sentía. Y pensé...fue un pensamiento muy confuso pero muy claro, que la tía sabía que existía. Aunque nunca se lo había dicho, aunque en realidad jamás le había explicado esa extraña tristeza que me invadía en el lento conteo de las horas y los días en la cama de la clínica. Pero ella...lo sabía. De manera inequívoca. Por eso sus visitas, sus sonrisas. El pastel de fresas para el anciano.
- Oye...¿Como tu mamá sabe esas cosas? - pregunté. Mi prima se inclinó hacia la cama.
- Te dije era curandera - me recordó. La palabra me sacudió un poco. Tenía sentido, tenía fuerza. Ya no era una imagen un poco borrosa o alguna que me hiciera reir. Era algo mucho más misterioso y fuerte.
- ¿Una bruja que cura?
- La abu Celia dice que todas las brujas curan - comentó prima con lentitud, como si se pensara todo detenidamente - pero en realidad, no es la brujería lo que les hace curar, sino el hecho de saber que somos cuerpo y espíritu. Eso es lo que hace que mi mamá sepa que para sanar por completo, el corazón y la mente también debían estar sanos. Que hay un verdadero poder en sentirte seguro y sin miedo. Y que eso, también es una manera de ayudar.
- Y eso hace una curandera.
- Sí - me respondió prima - antes, muchos siglos atrás, muy poca gente sabia cosas de como curarse. Las brujas lo sabian y vivían para ayudar. Las que tenían conocimientos sobre plantas y las formas de utilizarlas, dedicaban su vida a sanar así. Pero también sabían que la cura viene con una mano que se extiende, con una sonrisa. Con el espíritu amable. Eso hace mi mamá. Y por eso es una médica.
Esta vez no dije nada de hombres que daban saltos con maracas. La idea ahora mismo me parecía infantil e irrespetuosa. Quizás prima sabía en que estaba pensando porque sonrío y me tomó de la mano.
- Y puede utilizar maracas si le gustan.
Reímos las dos a carcajadas. De pronto, la habitación dejó de parecerme triste y mustia. Como si esa pequeña calidez de la compañía de mi prima, la convirtiera en algo más cercano al corazón.
***
Regresé a casa al final de esa semana. Tia nos acompañó a abuela, mi mamá y a mi al automóvil de abuelo. Me despidió con un fuerte abrazo.
- Ya estás sanita. Ten cuidado con los que comes y bebes de ahora en adelante - me recomendó - pero si vuelves a comer una locura, aquí estaré para cuidarte.
Mi familia soltó una carcajada y bromearon entre si. Pero yo me quedé en silencio, mirando a la tia. Admirada de su fortaleza, de su gentileza, de su enorme capacidad para comprender la soledad y el dolor. Pensé de nuevo en lo muy asustada que había estado y como ella me había reconfortado. Pensé otra vez en su ternura, en su fortaleza, en su mirada limpia.
Una curandera.
Mi abuela me escuchó pronunciar la palabra en voz alta, esa noche en el jardín. Sonrío, mirando la curva del atardecer cayendo sobre la ciudad más allá de la muralla.
- Toda bruja sabe que el conocimiento pragmático es importante. Es imprescindible en todo lo que haces - me dijo - pero también, que la intuición y el poder de crear y comprender es tan necesario como hermoso. Un pequeño prodigio diario.
"Tu prima tenía razón: Toda bruja es una curandera. Una mujer que aprende de la experiencia. Una que sabe estamos conectados no sólo a lo que el cuerpo hace sino a lo que siente. De ese poder de la mente y de la belleza de nuestro espíritu. Y porque es tan importante curar las heridas físicas y mentales para celebrar la salud. Una bruja sabe que el poder de curar es parte del conocimiento del corazón humano".
Miré el cielo, donde las estrellas comenzaban a parpadear. Me sentía de nuevo sana, un poco débil aún pero por completo restablecida. Pero sonreí, ante el pensamiento que estaba curada no sólo de dolor físico, sino también del dolor mental. Como si ambas cosas fueran una sola. Y quizás lo eran.
De vez en cuando, pienso que el poder de curar el espíritu. En cuanto lo hemos olvidado y lo necesario que resulta. Y levanto los brazos al cielo, mientras agradezco que haya en mi una curandera, una mujer sabia que sabe el valor de las pequeñas cosas. Y la forma de curar las pequeñas heridas.
Una forma de soñar y crear.
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