domingo, 1 de noviembre de 2015
Alas rotas y otras historias de brujería.
Mi tia M. era una mujer misteriosa. O lo que yo, con doce años consideraba misteriosa. Aunque no supiera exactamente por qué. Tal vez se debía a que pocas veces la vi reír en voz alta, o que jamás se sentaba conversar con el resto de mis tías y primas, riendo y hablando en voz alta, cómo era la costumbre en casa de mi abuela. O que la verdad, sabía muy poco de ella, a no ser que había ido vivir con nosotros por unos cuantos meses, sin que nadie me dijera por qué. No obstante, lo que más me desconcertaba era que tía parecía más interesada estar en silencio, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con una leve expresión de cansancio que nunca comprendí muy bien, bien apartada del resto del jolgorio familiar, que en cualquier otra cosa. De manera que, en una ocasión, decidí que la seguiría a todas partes para saber que era lo que ocultaba.
- ¿Y que puede escondiendo tu tia? - preguntó mi amiga Flor, siempre tan pragmática cuando le conté mis planes. Me encogí de hombros.
- Pues no sé. Una persona que nunca se ríe y siempre viste de negro...algo debe estar ocultando - dije en tono misterioso. Flor, que no se dejaba impresionar por mi imaginación salvaje, le dio un buen mordisco a su sándwich de mermelada de frambuesas.
- Bueno, es una bruja. Ya eso es bien extraño - opinó - ¿No?
En mi casa, no lo era tanto. Después de todo, cada mujer de mi familia se llamaba así misma "bruja" y lo hacía con enorme desparpajo. Todas parecían muy felices y sobre todo, orgullosas de llevar como un joya brillante la antiquísima palabra, que según la opinión general, las definía mejor que cualquier otra cosa. Sobre todo mi bisabuela, con su talante altanero, malicioso y un poco inquietante. No entendía por qué su hija podía considerar que denominarse "bruja" podía ser algo que debía mantenerse en secreto.
- No creo que sea eso.
- Puede que no le guste llamarse así.
- ¿Por qué no?
- A tu mamá no le gusta - me recordó Flor - Quizás le pasa lo mismo.
Suspiré. Era verdad. A mi madre le molestaba mucho que cualquiera le llamara bruja. Le hacía fruncir el ceño, apretar sus finos labios pálidos y quedarse muy rígida, como si la palabra le provocara una inmediata incomodidad. Mi abuela solía decir que mamá llevaba el miedo muy a flor de piel, bien visible como una especie de traje desagradable. Esa imagen siempre me sorprendía.
- ¿Miedo? - le pregunté una vez a mi abuela - ¡Pero la gente grande no tiene miedo!
Abuela suspiró y siguió zurciendo con cuidado el vestido que cosía. Pero noté que entrecerraba un poco los ojos detrás de sus anteojos de aumento, como solía hacer cuando estaba preocupada. Esperé la respuesta, impaciente. Mi abuela siempre respondía las preguntas, no importaba lo complicada, dura o enrevesadas que pudieran ser. Era una de las cosas que más me gustaba de ella.
- Todos tenemos miedo, alguna vez o por algún motivo. No importa que edad tengas o donde estés: el miedo puede abrumarte con mucha facilidad.
- ¿Y de qué tiene miedo mi mamá? - insistí.
- De mi misma, probablemente - mi abuela sacudió la cabeza - ese es un miedo difícil de comprender.
Tenía razón. No lo comprendí. Recuerdo haberme pasado días enteros, pensando en que podía asustarle a mi mamá de su vida, de su manera de mirarse o incluso de esa serie de elementos disparejos y tan íntimos que llamamos personalidad. No lo entendía. Pero la idea me dejó claro algo mucho más desconcertante y que para mi, fue como una revelación Capital. Los adultos podían tener miedo, ocultar cosas y no demostrar sus sentimientos. Era algo en lo que jamás había pensado, pero que abría un mundo de posibilidades. Como si de pronto, el mundo no fuera tan simple como yo lo imaginaba o más bien, había creído que era.
Así que, el misterio de Tia M. me parecía más evidente y más cercano que nunca. Comencé a hacerme preguntas sobre ella, mirándola en la mesa, leyendo el periódico sin atender a las conversaciones y el escándalo de voces del desayuno que la rodeaban. O caminando con paso lento por el jardin desordenado de mi abuela, con las manos apretadas sobre el vientre y la cabeza levemente inclinada. ¿Que la hacia sentirse tan lejos de todos nosotros? ¿Era tristeza? No me lo parecía: a pesar de mis cortísimos doce años, sabía que la tristeza era algo mucho más poderoso, con lágrimas cayendo y gemidos de dolor. Esto era algo más leve, sutil, casi bonito en su delicadeza. Y por completo enigmático. O así me lo parecía a mi.
- No tiene nada que ver con que sea bruja o no - le respondí por fin a Flor - o al menos eso creo. Ya lo voy a averiguar.
Flor se encogió de hombros, no especialmente interesada en mi más reciente obsesión. Caminamos juntas por el patio del colegio, donde una multitud de niñas corrían de un lado a otro entre gritos y risas. Con nuestro paso lento y cabezas gachas, ambos parecíamos muy lejanas a esa alegría y vivacidad. Miré a Flor, un poco preocupada.
- Oye ¿Como sigue tu hermano? - pregunté en voz baja. Ella levantó la cara, con una mueca triste.
- Pues como siempre: no muy bien.
Desde que la conocía, el hermano de Flor había estado muy enfermo. No tenía mucha idea sobre qué sufría - y me había parecido sumamente grosero preguntarselo - pero sabía que era algo grave. Flor parecía siempre triste y un poco cansada, al igual que su mamá. Y había días en que no venía a clases por, según decían las monjas bigotonas que dirigian el colegio, "una crisis de cuidado en casa". Podía imaginarme cien cosas por esas palabras. Cien situaciones que podían ameritar cuidado y preocupación. Y todas me angustiaban. Flor era mi única amiga en el colegio - y lo había sido desde que había llegado allí - y me dolía no poder ayudarle. Que tuviera que sufrir, en silencio y abrumada, lo que sea que ocurriese en su familia.
Seguimos caminando por entre los grupos que jugaban a carcajadas hasta que llegamos al salón vacío. Nos sentamos juntas en nuestros pupitres contiguos.
- Flor - tragué saliva. No me atrevía a preguntar. De verdad, no tenía la fuerza para hacerlo - ¿Es muy grave lo de tu hermano?
Silencio. Nos quedamos una junto a la otra entre los rayos de luz polvorientos que entraban por las ventanas entreabiertas. Flor inclinó la cabeza, se miró las manos de uñas carcomidas. Y yo quise detener el tiempo o mejor dicho, volverlo atrás, para haber evitado hacer aquella grosera pregunta e incomodarla así.
- Flor, perdóname por decir...
- Tiene cáncer.
Me mordí los labios con tanta fuerza que percibí el sabor de mi sangre en la lengua. Me quedé muy quieta en el pupitre, sin mirarla. Dejando que la palabra se desintegrara en medio de nosotras, para tomar alguna otra forma. Para que yo pudiera comprenderla. Pensé, en una rapídisima sucesión de imágenes, en todas las cosas que sabía de la enfermedad. En los rostros pálidos y demacrados, en las cabezas calvas y frágiles. En los ojos enormes y asustados. Las manos temblorosas. Los familiares llorosos alrededor de una cama de hospital. ¿Eso sucedía con el hermano de Flor? recordaba haberlo visto en una fotografía: un muchacho de ojos verdes como los suyos, con aspecto desgarbado, que sonría con cierta timidez. ¿Esa era la "crisis familiar" a la que las monjas se referían con tanta ligereza? Porque esto era algo más, pensé aturdida. Esto era llanto, esto era dolor. Esto eran los silencios como el que Flor y yo compartíamos en ese momento. Esto era miedo.
- No me tengas lastima ahora - dijo entonces Flor. Me miró enfurruñada y furiosa - me da rabia cuando la gente me ve asi "pobrecita tu".
Le sostuve la mirada desconcertada. La verdad, no tenía lastima por Flor ni por su familia. Estaba preocupada, afligida y hasta irritada porque tuviera que vivir algo así. Pero no sentía lastima. No podía. Había visto a Flor llegar a clases, todas las mañanas, con el rostro limpio y seco. Responder a las preguntas de los profesores. Reír conmigo, quejarse de lo que llamaba mis "locuras". Hacer sus tareas mejor que la mayoría de las niñas con quienes estudiaba. ¿Cómo podía tenerle lastima a alguien tan fuerte?
- No eres pobrecita. Eres como...- no encontré la palabra de inmediato. Ella esperó, con los brazos cruzados sobre el pecho - eres como que...súper mujer. ¿Sabes? Como...
Una vez, mi abuela me había contado de una tribu de mujeres extraordinarias que vivían en una Isla de Grecia. Cazadoras y guerreras que luchaban con arcos y flechas, poderosas y rebeldes. Solía imaginarlas, de pie en una loma frente al mar, con el arco al hombro y la mirada firme hacia el horizonte. Tan fuertes como insondables.
- Eres como una Amazona - dije finalmente. Flor parpadeó.
- Vaya, ¿Como la Mujer Maravilla? ¿Ella no lo era también ?
- Bueno, sí - sonreí - pero tu eres aún mejor. Porque eres de verdad.
Flor siguió sonriendo y suspiró, el rostro relajado, la furia aplacada. Pero seguía viéndose triste, cansada. Un poco abrumada. Esperé. Una vez, mi abuela - la sabia, la bruja - me había dicho que el mejor remedio para algunos dolores es escuchar. Es simplemente dejar que cada quien coloque las palabras como se sintiera mejor y después, mirara el paisaje que habían creado. Era una forma simple y respetuosa de comprender el dolor ajeno.
- A veces todo me angustia mucho - murmuró por último -mi hermano duerme todo el día, mi mamá llora por él. Mi papá se pasa el día sentado en su escritorio, muy pálido. No sé qué pasará después. No sé si...
La palabra "muerte" flotó entre ambas, tan clara que me pareció que la había escuchado. Yo también comencé a preguntarme si el hermano de Flor...moriría. Si a pesar de ser un chico unos años mayor que nosotras, tan joven, con sus ojos verdes y sonrisa tímida, él...sacudí la cabeza. El mero pensamiento me produjo dolor, uno muy vivo y quemante en el centro del pecho.
- No sé si pasará, pero por ahora, ya mismo, está vivo - dije. Con torpeza, extendí la mano y apreté la suya - él ahora está aquí y seguro lo va a estar mucho tiempo.
Flor parpadeó de nuevo y sólo entonces, comprendí que era la manera como contenía las lágrimas, como evitaba que escaparan de ese espacio sombrío y angustioso donde nacían. Aguardé, respetuosa con ese dolor mudo e invisible, pensando en todo el esfuerzo que debía llevarlo mantenerlo oculto. Bien guardado, a salvo quizás de las preguntas y la lástima ajena. Más que nunca, me asombró la fortaleza de Flor, su sencilla y llana sinceridad que la manteía a salvo de ser débil.
- Oye, nunca dices... - sacudió la cabeza - siempre dices la verdad y respondes preguntas. Eso es bueno. Sé que cuando dices algo algo, lo dices de verdad. No como los demás que intentan...que piense en otra cosa o me angustie menos. Gracias.
Sonreí, agradecida por sus palabras y apreté sus dedos entre mis manos. Pensé en mi abuela, que siempre era sincera, que decía siempre que la verdad era cruda pero sanaba y que siempre era mejor una cicatriz que una herida oculta. La comenzaba a comprender bien.
Después de todo, me dije. Estaba aprendiendo algunas cosas sobre como ser bruja.
***
Me habitué a seguir a tia M. todos los días. La veía salir de su habitación para desayunar y luego, leer en la biblioteca de la abuela. Más tarde, salía a la calle a hacer compras o simplemente tomar aire y regresaba por la tarde, para seguir leyendo, escribiendo o simplemente quedarse en silencio en su habitación o el salón. Eta una rutina que repetía punto a punto todos los días, no importa si hacía calor o frío, hubiese mucha gente en casa o se encontrara a solas. En lugar de aburrirme, aquella sobriedad y sencillez, terminó por desconcertarme mucho más.
La seguía de cerca, siempre a unos cuantos pasos, intentando no supiera me encontraba allí. Permanecía de pie fuera de la biblioteca, dejando pasar el tiempo hasta que tener que ir al colegio, preguntándome que libro leía y por qué lo hacia. Después, al volver, la esperaba en el jardín, mientras ella caminaba con su paso lento y firme por la Avenida. La veía regresar, con el rostro pálido, un poco sudoroso, pero con los ojos brillantes y entusiastas. No tenía idea cual era su secreto, por su discreción y distancia del resto de todos nosotros, pero me parecía fascinante. Como si se trata de algo exquisito por el mero hecho de ser incomprensible.
Dos semanas después de decidir descubrir su secreto y sin sacar nada en claro, decidí que quizás debía poner más atención a las pequeñas cosas. Así que comencé a espiarla por las rendijas de las puertas, a levantar el libro que había leído, a fijarme si había terminado el café o no. Era como seguir la huella de algo intangible, que en ocasiones tenía la sensación que sólo vivía en mi imaginación. Era una especie de juego, en el que mi tía participaba sin saberlo y que yo adornaba como mejor podía. ¿Qué escondía tia? ¿Se trataba de un secreto asombroso? ¿Algo relacionado con la brujería? ¿La historia preciosa y triste de algún romance frustrado? Aunque ya era una mujer adulta, podía imaginarla joven y enamorada, con su cabello castaño suelto y sus ojos grises brillantes de alegría. Pero siempre estaba sola. Incluso parecía solitaria rodeada de gente, que debía ser la peor forma de sentirse solo, pensaba contemplándola a hurtadillas, entre las conversaciones, comentarios y risas de las comidas familiares. Tía parecía muy lejos de ese aire cotidiano, que a todos los demás le era tan natural.
Y esa observación estaba, de pie frente a la puerta entrecerrada de su habitación, cuando ella avanzó con su acostumbrado paso firme y abrió la puerta, sólo para encontrarme tendida sobre la alfombra del pasillo, mirándola con los ojos muy abiertos y avergonzados.
- ¿Me puedes explicar que haces allí? - no sonaba disgustada, pero tampoco feliz - te he visto durante días de un lado para otro. Ahora quiero que me expliques que pasa.
Vaya, que no había notado que la tia era tan alta y que podía parecer tan amenazante, con su rostro pálido y firme. Me senté sobre las rodillas, con las orejas sonrojadas por la vergüenza.
- Solo quería...
- ¿Qué cosa querías?
- ¿Te dejó tu novio tia?
- ¿Como dices? - preguntó con un sobresalto. Aproveché para ponerme de pie.
- Te ves muy triste y cansada. Seguro tienes el corazón roto como las muchachas de Jane Austen.
Siguió mirándome con los ojos muy abiertos y de alguna manera, decidí que era mejor no añadir nada más a ese ridículo comentario y quedarme muy quieta. Tia siguió de pie, con la cabeza medio ladeada, como decidiendo que hacer.
- ¿De donde sacas esas cosas? - dijo por último.
- Bueno...
- ¿Me respondes?
Su voz seguía siendo suave y calma. Pero seguía sin parecer particularmente feliz de sostener aquella conversación conmigo. Con un escalofrío, pensé que de hecho, era la primera vez que conversábamos, más allá de los saludos cotidianos y algún que otro comentario cariñoso. La vergüenza siguió coloreandome la piel, ahora la de la mejilla y la frente.
- Te ves siempre triste - contesté al fin - cansada y tan...bueno...y creí...
Sacudió la cabeza. Entró en la habitación. Me dedicó una seña rápida para que la siguiera. Cuando cerró la puerta a mi espalda, me pregunté si la regañina sería tan fuerte como me lo temía. Lamenté haber sido tan necia como para no suponer que la tía sabía de mi persecuciones y que terminaría fastidiandose por eso. O degustando, pensé, tragando en seco y mirándola de pie junto a su ventana.
- Sí, estoy triste - dijo en voz baja - pero no porque nadie me rompiera el corazón.
La voz seguía siendo suave y sin rastro de entusiasmo, pero esta vez, noté que el disgusto comenzaba a teñirse de algo más amargo. Ella suspiró, se frotó las manos una con otras. Parecía inquieta, incomoda y de nuevo, triste.
- ¿Entonces que te ocurre?
- Estuve enferma - me explicó. Sin dramatismos. Sin que su mirada calma y franca parpadeara. Con la expresión traslúcida iluminada por el sol - estoy enferma. Supongo que siempre lo estaré.
La miré de arriba a abajo. Tia no era una mujer hermosa en el sentido tradicional pero tenía un tipo de belleza que sólo descubrías cuando la mirabas mucho rato, como un libro que sólo muestra sus secretos después que has avanzado mucho en él. Tia tenía un rostro austero, un cuerpo delgado y esbelto, pero en conjunto, su figura de ángulos y líneas oblicuas era elegante, delicado. Frágil. Como su piel blanquísima o el cabello corto que le rozaba la mejilla. Había en ella definitivamente estéreo, translúcido.
Pero definitivamente, no se veía enferma, pensé con un sobresalto. Pensé en las imágenes que aparecian de vez en cuando en los programas de televisión o como lo escritores que leía solían describir a la gente que sufría algún padecimiento gravísimo: exangües, aterrorizados, aferrados a las sábanas empapadas de sudor. Temblando de fiebres, tendidos en la cama del lugar donde esperaban recuperarse - si es que podían hacerlo - en silencio. Pero tia parecía viva, muy viva. Con sus ojos grises muy brillantes, los gestos rápidos y firmes. Una mujer que tenía muchas cosas que hacer y que sabía como hacerlas.
- ¿Qué tienes? - me atreví a preguntar - ¿Es grave?
Ella suspiró y entonces hizo algo muy raro. Comenzó a desabrocharse la blusa que llevaba botón por botón. Un gesto lento, que yo podía detener si se lo pedía, si miraba hacia otro lado o decía cualquier cosa. Pero no dije nada. Sólo miré hasta que una cicatriz carmesí pareció brotar de su piel, como rama en fuego, subiendo desde la unión de sus pechos hacia más arriba de su hombro. Entonces se detuvo y se volvió para mirarse en el espejo que colgaba en la pared. Como si necesitara descubrirse ella también, en ese camino de piel y ropa que hablaba de una historia tan vieja como dolorosa.
- Tuve cáncer - me dijo en un murmulló. Acarició con los dedos la cicatriz. La siguió con cuidado hasta la línea que desaparecía bajo su axila y luego, regresó para palparla más arriba, donde yo podía verla - de Mamas. El año pasado. Luché y vencí. Pero todavía me recupero de esa batalla. Y no sé si tendré que librarla después.
El miedo me subió a la garganta y me la cerró. De pronto, el pensamiento que un miembro de mi familia pudiera haber estado así de enfermo sin que yo lo supiera me sacudió, me dejó sin respiración. Pensé de inmediato en Flor, por supuesto. Que debía enfrentarse a esa idea a diario, a esta sensación de angustia que no me podía explicar muy bien. Porque hay algo trascendental, duro y extraño en el hecho que alguien que amas pueda morir, corra el riesgo de desaparecer del presente para convertirse en un recuerdo. Para flotar, ingrávido y roto, en medio de la nada. ¿Como podía soportar Flor aquello? Me dije, intentando contener las lágrimas. ¿Cómo podía ir a clases, reír, escuchar mis interminables conversaciones? ¿Como podía enfrentarse a ese dolor?
Miré de nuevo a mi tia. Ella seguía de pie, con la blusa abierta, mirándose de la cicatriz. Su pecho era plano, como el de una niña y con una vertiginosa clarividencia supe que no siempre había sido así. Que quizás, tía había tenido un pecho voluptuoso, amplio, de mujer adulta...y que ahora no lo tenía. El miedo me quemó la punta de la lengua, los labios. Las palabras que estaba a punto de decir.
- Cuando tenía tu edad, leí en un Libro de las Sombras de la casa, que las brujas enfrentamos la mujer creyendo en la vida - dijo entonces tía. Ladeó la cabeza y me miró, toda ojos en el resplandor de mediodía - era una frase bonita. Pero que no entendí. Ya lo debes saber: las mujeres de esta casa siempre tienen una respuesta poética a todo. Una bella metáfora para enfrentar la vida. Y eso, no te importa tanto cuando eres joven, cuando estás sana. Cuando eres inmortal o crees serlo.
Suspiró. Su rostro era el de una niña muy joven, con las arrugas diminutas de una mujer que sufría. El cabello ralo le rozaba la mejilla y de pronto, intenté imaginarla con la cabeza calva, con la curva del craneo delicado apareciendo bajo la piel blanquísima. No pude. O mejor dicho, no quise. El miedo, uno tan fuerte que me dolió, me superó.
- Pero cuando enfermé, lo comprendí muy bien. Como la Dama Mariposa de las historias de brujería, como los rituales que hablan de muerte y renacimiento - continuó - hay que estar muy cerca de la muerte, para conocer el origen de la vida, el poder de crear y construir ideas. De soñar y pensar en todo lo que haces y puedes hacer. La muerte también es vida, si lo piensas.
Comenzó a abrocharse la blusa. Gestos lentos, pausados. Sin apresurarse, sin temer. La cicatriz desapareció poco a poco.
- Las brujas somos seres de fuego. Te lo repiten, te lo insisten. Pero tu no sabes a que se refiere esa idea hasta que debes aprenderla. Del silencio a la llama, como reza el viejo ritual - se volvió para mirarme - una mujer capaz de enfrentarse a todos. Una mujer capaz de continuar a pesar del dolor, del temor, de las esperanzas a punto de romperse. Una bruja nunca se quema porque el fuego que arde en su interior es cien veces más fuerte que el que la rodea.
Se acercó a donde me encontraba. Tan alta, tan delicada. Con su cintura pequeñísima, los brazos huesudos. Más que delgada, parecía a efímera. Y justamente por eso, valiosa, única, amada. La tomé de las manos, como había tomado las de Flor.
- Tu eres fuerte tia - dije con toda franqueza. Con mi miedo, con mi terror entre los dedos, pero también, llena de asombro por ese poder suyo que no entendía - eres...no le tienes miedo a nada.
- Claro que lo tengo - sonrío - temo a todo. Pero vivo a pesar de eso. Vivo a pesar de sentir que el mundo se viene encima. Que a veces no me puedo sostener en dos pies. Que a veces, me caigo. Pero vivo, porque decidi hacerlo. Porque la vida es mucho más importante que la muerte. Porque quiero vivir por el tiempo que mi cuerpo y la naturaleza me lo permita. Porque soy bruja y me educaron para vencer el fuego. Porque soy una mujer que sabe que tener miedo no es el final de todo.
La abracé. Un gesto cálido, lento y torpe, de niña asustada. Ella apoyó su cabeza en la mía. Con cuidado, con delicadeza.
- Cuentan que las Amazonas se mutilaban el seno derecho para ser más hábiles con el arco ¿Has escuchado eso? - me preguntó. Asentí, aún abrazándola - Quizás todo se trata de eso: de asumir que nuestra debilidad también puede ser nuestra mayor fortaleza. Nuestra mayor sonrisa y habilidad para crecer y soñar.
Nos quedamos abrazadas mucho rato o a mi me lo pareció. Volví a pensar en Flor, con sus pecas tristes, sus ojos cansados. Tan anciana y tan niña. Suspiré. Quizás a veces el miedo es el mismo, a pesar de la edad, la distancia y las pequeñas fronteras que pueden separarnos.
***
Flor pareció muy impresionada con mi tia. La escuchó hablar y contarle un poco de la enfermedad que había sufrido. No dejó de mirarla con la boca entreabierta mientras mi tía le explicaba sobre sus miedos, su esperanza, las cosas que había aprendido durante los últimos años con su voz pausada y delicada. Las contemplé a ambas y de pronto me parecieron muy parecidas, tan delicadas en su miedo. Tan radiantes en su necesidad de comprender lo que vivían. Parecian madre e hija, en esa tarde radiante de mayo, sentadas a mi lado en la Heladeria a dos calles del Colegio.
- Y usted se curó - preguntó Flor por último. Tia sonrío.
- Me estoy curando.
- Pero esta viva.
- Lo estoy, sí.
- Y se está curando y seguro va a estar bien.
- Yo no sé si lo estaré - respondió la tia. Sin lágrimas, sin miedo. Con ese fuego silencioso que la hacía sonreír - pero si, voy a luchar por estarlo.
Flor suspiró. Comió un poco de helado, tal vez pensando en lo que acababa de decir. Después, sonrío. Mi tia también lo hizo.
Y pensé, mirándolas a ambas, sintiendo su miedo como si fuera mio, que somos pequeños en nuestra batalla diaria por estar vivos, por continuar. Pero que a pesar de eso, somos fuertes en lograrlo, en vencer esos terrores cada día. Por supuesto, no lo pensé en términos tan complejos pero si supe que hay historias de valor en cada uno de nosotros. Diminutos secretos que nos hacen poderosos. Un triunfo de la imaginación. Una manera de soñar y crear.
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