sábado, 21 de noviembre de 2015

Cantos de estrellas muertas y otras historias de brujería.





Me miré en el espejo: el hilo de cabello blanco tiene un aspecto extraño y muy llamativo entre mis rizos oscuros. Tomo el mechón con los dedos temblorosos y pienso, en esa sensación tan extraña que de vez en cuando siento sobre mi historia y mi edad: Avanzo en las páginas de mi propia historia. Me contemplo en el reflejo de mis vivencias. Y pienso en el poder que eso supone, en la sabiduría de cada paso hacia ese lento de ciclo vital que con tanta sencillez llamamos madurez. En cómo, mi espíritu de bruja, audaz y tan amplio, recibe cada año de vida como invaluable regalo de poder. 

En una ocasión, escuché a una de las amigas más queridas de mi abuela, llamarla "la anciana". Lo hizo con una sonrisa e incluso, había en su voz un toque de respeto. Pero a mi, desde luego, eso no me gustó. Mi abuela era una mujer de cierta edad, pero aún muy activa y joven. Rotunda, sonriente y sabía me parecía todo lo contrario a esa fragilidad simple de que asociaba a la vejez.

- ¡Mi abuela no es ninguna anciana! - le reproché de inmediato. Me levanté de la silla donde me tomaba mi taza de café con leche vespertina y me encaré a su amiga con energía - Es más joven que usted, creo.

Ambas me miraron con los ojos muy abiertos y sorprendidos. Abuela además, apretó un poco los labios y supuse que mi entusiasta defensa no era todo lo respetuosa que podía esperarse. Así que supuse me regañaría, a su manera dulce y severa. Pero en lugar de eso, río en voz alta. Su amiga lo hizo también.

- Hija, aunque aprecio tu buen ojo, no creo que Carmen me intentara insultar - me explicó. Carmen, a su lado, asintió con un gesto lento.
- En realidad, es una forma de homenajear a tu abuela.

Seguía sin comprender nada. Todavía no sabía que Carmen, con su cabello canoso bien peinado al descuido, sus vestidos coloridos y sus zapatos ortopedicos de ancianita, también era una bruja, como mi abuela lo era. De hecho, quien le echara una rápida mirada, jamás podía imaginarlo: tenía todo el aspecto de una venerable matrona, con las manos callosas de años de trabajo y la sonrisa brillante de la experiencia. Pero en realidad era una hija y madre de brujas, como mi abuela.

- ¿Diciendole...vieja? - pregunté. Carmen y mi abuela volvieron a soltar sendas carcajadas.

Tenía casi un año viviendo en casa de mi abuela - la sabia, la bruja - y todavía me sorprendía muchas de las cosas que ocurrían en su casa. Y no es que ocurriera nada fuera de lo normal: Hasta ahora no había visto nada realmente "mágico". O al menos como yo me lo imaginaba. Pero abuela, mis tías y primas tenían una manera de hacer las cosas que siempre me resultaba sorprendente: era como si no hicieran nada como el resto de la gente y disfrutaran de eso. Sí, había opíparas comidas familiares,  pero mientras en otras familias se conversaba civilizadamente y se miraba televisión, en la mía se reía hasta las lágrimas, se cantaba y se hacían invocaciones a la luna. Celebrabamos los cumpleaños levantando la copa con vino y miel, nos asegurábamos de despertar al amanecer para recibir el primer rayo de sol. Pequeñas cosas imperceptibles que juntas, creaban un paisaje extraño y bello de una forma de vivir que seguía sin entender bien.

Y desde luego, todas las mujeres de mi familia eran brujas. Lo decían con orgullo, sonriendo y a quien quisiera escucharlo. Las mayores llevaban el cabello largo y trenzado sobre la cabeza, las más jovenes, pequeñas joyas de plata. Todas, parecían sutilmente unidas las unas a las otras por una especie de hilo en común. Por una línea de conocimiento que en ocasiones me parecía muy clara y sobre todo valiosa.

Así que me pregunté si lo que Carmen decía, era otra de esas "cosas raras" que sucedían en casa con alarmante frecuencia. Ella sacudió la cabeza divertida cuando se lo dije.

- En realidad todo lo que hacemos está destinado a ser "raro", chiquitina - me respondió - es bueno que así sea. Es grandioso que todo el mundo actue a su manera, que camine por lugares distintos. No hay nada más preocupante que una sola manera de pensar. El espíritu humano es muy amplio como para entenderlo con un solo pensamiento.

Como buena Bruja, Carmen solía explicarlo todo con paciencia. Mi abuela hacía lo mismo: ambas disfrutaban de dar largas explicaciones, de responder todas las preguntas. Y eso me encantaba: era preguntona e irritante por naturaleza y desde muy niña, me había acostumbrado a impacientar a todos los que me rodeaban con mis insistentes preguntas. Pero ¡Es que quería saberlo todo! me decía de vez en cuando. Me encanta cuestionar, investigar, imaginarme cosas. Me encantaba que mis brujas lo entendieran tan bien.

- Entonces, ¿decirle vieja a mi abuela es algo...bueno? - insistí. De inmediato, me imaginé diciendo lo mismo a mi bisabuela, con su mirada feroz y su expresión maliciosa. Y por alguna razón - o por todas las razones misteriosas que me hacian tenerle un poco de miedo - supe que ella no se lo tomaría risas divertidas con mi abuela y Carmen. El asunto no era tan sencillo, me dije. Pero ¿Qué ocurría entonces?
- La vejez, en sí, no es un término grosero.  Hacerte mayor es un privilegio, una manera de recorrer el camino de tu vida y mirar con total valentía el árbol de tu vida.

Mi abuela, sentada detrás de su escritorio de madera, sonrío. Nos encontrábamos en su biblioteca desordenada, que yo consideraba el lugar más bonito del mundo. Era como yo suponía debían ser todas las bibliotecas: con enormes anaqueles repletos de libros en diferentes estados de deterioro, hojas sueltas a medio escribir, butacones y sillas de aspecto mullido y polvoriento. Era un buen lugar para pensar o leer. O incluso divertirte, entre las páginas de historias prestadas. El lugar ideal para una niña con una imaginación salvaje como yo.

- ¿Hacerte viejo es bueno? - dije con cierta incredulidad. Me arrepentí de inmediato: Carmen no era joven como tampoco lo era mi abuela. Pero ambas, a pesar de su edad, tenían un aspecto lleno de energía y fuerza. Carraspeé la garganta, avergonzada - quiero decir...

- Cumplir tu ciclo de vida es inevitable, mi niña - dijo entonces mi abuela - como lo asumas es parte del crecimiento de tu espíritu y de tu forma de pensar.

Nunca pensaba en la vejez, quizás porque apenas tenía nueve años - casi diez, me recordé con orgullo - y seguía pareciendome tan lejano como un viaje a la Luna. Pero aún así, de vez en cuando me preguntaba como sería tener arrugas en el rostro y el cabello blanco. Como sería caminar despacito, apoyada en un bastón, con tristeza. No era una idea que me encantara, me dije con cierto sobresalto. ¿Como lo superaban con tanta gracia abuela y Carmen?

- Creo que tienes esa imagen muy de nuestra cultura de una mujer de edad como una figura frágil y cansada - opinó Carmen. Me encogí de hombros, sin atreverme a contradecirla. Era justo lo que pensaba - pues, además, de eso, una anciana es una mujer con poder.

Mi abuela asintió, muy convencida. Parpadeé, tomada por sorpresa.

- ¿Con poder?
- Sí - dijo Carmen con rotundidad - una mujer vieja, para la brujería, es una mujer que tiene todo el poder de la sabiduría entre sus manos. De las Lunas que ha vivido, de los Soles que ha visto nacer y morir. Es una mujer sabía, con experiencia para enseñar. ¿Te imaginas un mayor poder que ese?

Pensé en alguno de mis Super Héroes favoritos: todos ellos eran jóvenes y fuertes, sin necesidad de tener arrugas. Pero no dije nada. Carmen se veía tan segura, que quise escuchar lo que tenía que decir, aunque no me lo creyera demasiado.

- Para las tribus paganas de la antigüedad, no había una mujer más  temible que la que llevaba hilos de plata de conocimiento en su  cabello. Era respetada y peligrosa por haber sobrevivido a los que otros no. Por haber engendrado y regalado a la vida otras brujas. Por conservar intacta su mente y su espiritu. Era a la anciana a quien se le veneraba en ritos y rituales. Caminaba entre los todos los miembros de la Tribu, cubierta de abalorios y llevando sus mejores ropas, para recordarle al resto que había genuina belleza en recorrer el ciclo de la vida con paciencia y conocimiento. ¿Lo imaginas?

Claro que lo imaginaba. Con los ojos de mi imaginación, vi muy claro a una mujer de cabello plateado y vestido blanco cosido a mano, acercándose a una enorme hoguera encendida en mitad de un bosque frondoso. La vi sonreír, la vi extender las manos hacia las llamas. La vi iluminarse con ellas. Me asombró la belleza de la imagen y me pregunté como no había pensado antes en ella.

- Ser anciana para la brujería, simboliza el poder de haber sido tres veces la Diosa - me explicó mi abuela - fuiste joven para el conocimiento y superaste tus dudas. Fuiste madre creativa, de tus hijos o de tus creaciones. Y finalmente, eres madre y anciana, para continuar enseñando. Para la brujería, una mujer con edad para recordar su vida, es una mujer que puede crear otra y no sólo engendrándola sino brindando a otros la oportunidad de aprender.

Mi abuela se levantó de la silla detrás del escritorio y se acercó a la biblioteca.  El anaquel más grande estaba lleno no sólo de libros, sino también de todo tipo de esculturas de aspecto curioso que más de una vez me habían intrigado. Mi abuela tomó justo la que siempre me había sorprendido más: Tres mujeres de pie sobre una pequeña Luna menguante, con las manos abiertas y el rostro vuelto hacia un cielo imaginario. La de la derecha, era más pequeña, baja y joven. La del Centro, alta y de curvas voluptuosas. La de la izquierda, se encorvaba con cierto cansancio sobre un pequeño bastón. Y no obstante, también miraba hacia el infinito. El pequeño rostro de arcilla calmo y bonito.

- Todo ser vivo atraviesa un ciclo interminable e imposible de detener: la vida que nace, crece y muere - me dijo mi abuela - a quien lo atraviesa a la carrera, sin comprender su valor, su poder y se asusta por los cambios y transformaciones. De lo que trae para su espíritu cada momento de su vida. Una bruja, al contrario, sabe que cada paso en tu vida tiene poder, es provechoso y profundamente significativo. Y actua en consecuencia.

Me extendió la estatuilla. La tomé con cuidado. Con un dedo, acaricié el cabello de arcilla de la más joven. No me llevó demasiado esfuerzo imaginarmela con mi rostro, con la forma de mi pequeño cuerpo huesudo. La idea me sobresaltó. Por primera vez en mi vida, pensé que dentro de muchos años - incontables para mi en ese momento - yo me convertiría en una mujer de pecho pleno, espléndida y quizás bonitas. Y que también, dentro de muchos años, dentro de tantos que apenas podía abarcarlos todos, también sería una anciana. Por primera vez en mi vida - y recordaría ese momento por muchos años - pensé en mi vida como un largo ciclo. Como una sucesión de pequeños eslabones unidos entre sí.

- Una bruja sabe que ser una mujer joven implica aprender, crecer, aventurarse, cometer errores, disfrutar de lo improvisado y de las cosas espontáneas - dijo Carmen - que ser joven, es un compromiso ineludible con la locura, con el placer, con la sabiduría de las pequeñas y grandes cosas. Todos los jóvenes merecen y disfrutan equivocandose, tropezándose y es buen momento para hacerlo. Una bruja joven levantará los brazos para abarcar el mundo.

Pensé en como me sentía cuando leía un libro por primera vez. Esa sensación de plenitud y asombro. O cuando corría descalza por el jardin antipático de mi abuela. O aprendía una nueva palabra o probaba una comida nueva. Era emoción, era sorpresa. Era algo tan nuevo y bello que no podía definirlo bien. Acaricié la estatuilla de la mujer más joven. ¿Ella se sentía así también?

- Una mujer joven pero madura, ya sabe a donde va. Y llegará a donde decida hacerlo - explicó mi abuela a continuación - tomará la sabiduría y continuará su recorrido. Se hará más fuerte, sabrá utilizar lo aprendido. Una bruja joven está lista para encontrar su lugar en el mundo.

Imaginé a mi madre, que amaba su trabajo y su forma de vivir. Mis primas mayores, que disfrutaban tanto de cada día, que reían, que iban a todas partes llenas de una energía que no siempre comprendía. ¿Así serí yo en el futuro? ¿Así disfrutaría mi vida? En mi mente, la anciana del bosque levantaba los brazos al fuego, recordandose así misma joven, lejana, imperfecta.

- Finalmente, a mi edad, una bruja sabe que la vida es un milagro, un privilegio. Y la sabiduría una manera de sostener el mundo, de atravesar los temores. De creer en la belleza. La madurez es un privilegio, es una manera de concebir el mundo, de mirar atrás sin arrepentimientos ni dolores. De levantar las manos hacia el infinito para sostener las estrellas. Para creer y construir una idea sobre lo que has vivido tan poderosa como eterna.

De pronto, tuve deseos de llorar. No sabía por qué pero la mera idea de esa Dama antigua y poderosa me conmovió. Me vi a mi misma, a muchos años en el futuro, caminando despacio, quizás con un poco de dolor, encorvada por las décadas, con los dedos encorvados sobre un bastón. Pero habiendo vivido tantas historias, asombrada por el poder del conocimiento. Testigo de mis pequeños triunfos y tragedias. Una anciana en el confín de mis días y mis noches. Una bruja poderosa en el secreto de ese devenir de todos los momentos olvidados.

Por supuesto, con nueve años - casi diez - no lo pensé de manera tan compleja y mucho menos, poética. Eso vendría después, con el transcurrir de los años, con la búsqueda de las ideas basadas en el poder de mi imaginación y mi habilidad para comprender mi vida en sus pequeñas grietas y salientes. Pero si supe, de pie, con la Dama sabia entre mis manos, que quizás en el futuro, sabría apreciar el poder de mis pequeñas cicatrices de conocimiento, de las lágrimas y las sonrisas. Del cabello blanco y las arrugas. Con manos temblorosas, sostuve la estatuilla y por primera vez en mi vida, tuve un pensamiento muy profundo sobre mi propia historia, sobre lo que esperaba por mi, sobre todas las palabras, imágenes y sueños que aún me faltaban por descubrir.

- Somos mundos a punto de crearse, de elevarse, de brillar, para luego flotar como mecánicas celestes en el firmamento - dijo Carmen, con una amplia sonrisa - cuando lo comprendemos, cuando aspiramos a esa sabiduría de las manos que crean, del espiritu ilimitado, encontramos que envejecer es un privilegio. Es un obsequio que te permite aceptar la vida como un obsequio de ideas. Una forma de amar.

Recuerdo tan clara la escena: la sensación de la estatuilla entre mis manos, el olor del árbol de mango del jardín entrando por la ventana y los rostros de mi abuela y Carmen, hermosos y plácidos, surcados de arrugas, el cabello blanco. Llenos de historias, de recuerdos, de asombro, de tristezas y alegrías. Y pensé que la vejez, la anciana, la bruja sabía, era quizás el símbolo de la sabiduría de una manera que apenas comenzaba a comprender. Del poder de una idea que se hace infinita, en el nombre secreto de las estrellas, en el baile eterno de la Luna.

En el rostro de la Joven Bruja, que aspira a la experiencia y al conocimiento espiritual.

Me miro en el espejo. La niña que fui, sonríe con timidez a la mujer de ojos adultos que la contempla. Y de pronto, mi historia parece mezclarse con mis esperanzas, con la incertidumbre y ese lento vinculo con el futuro que nace de mi manera de soñar, crear y espirar a la belleza. Una bruja, me digo, mirando mi primera cana, la primera de tantas que espero llevar como símbolo de mi conocimiento y pasión por vivir. Una hija de la Luna que baila con los brazos extendidos hacia el cielo. Una manera de soñar y crear. 


0 comentarios:

Publicar un comentario