Mi amiga J. suele decir que Venezuela se acostumbró a inmiscuir la política incluso en los estratos más esenciales de la vida cotidiana, como si fuéramos incapaces de escapar de esa necesidad de mirar el país - y lo que en él ocurre - más allá del cristal de la diatriba ideológica, del enfrentamiento entre opuestos y sobre todo, esa percepción del conflicto perenne e inevitable. La escucho sin saber que decir.
- Ah, es que yo sé que también tu estás obsesionada con la política - me dice, irritada por mi silencio - como si no pudiera salvarse algo del país de esa discusión de todos los días. ¡No es posible que en Venezuela la política lo sea todo!
Hace unas semanas, mi amiga y yo discutimos por mi posición inflexible con respecto a la actitud de Gustavo Dudamel hacia el Gobierno nacional. Cuando le expliqué que me parecía inadmisible que un Venezolano no levantara su voz crítica contra los desmanes y atropellos del poder, me insistió que el reconocido Director no tenía por qué tener una opinión política y que de tenerla, bien podía reservarsela, incluso, ocultarla. Se sorprendió cuando le intenté explicar que no se trata de un tema de ideologías o de cómo se perciben las relaciones de poder en mi país, sino de denuncia por los derechos humanos, por el abuso y despropósito del Gobierno en funciones contra el ciudadano. De nuevo, esgrimió el argumento de la política "contaminándolo" todo.
- ¡Estás enferma! ¡No todo es política! - me reclamó - eso es una deformación de las redes Sociales en Venezuela, tan mal utilizadas. Me niego a creer que cada cosa de la vida en Venezuela tenga relación con la mala actuación del gobierno.
- Los despropósitos de la administración del Gobierno nos afectan a todos en múltiples formas - insisto, enfurecida - es imposible que puedas ignorarlo, evadirlo. ¡Es parte de lo que vives!
- Pues esas tragedias de Twitter jamás la he vivido. Ni nadie que conozca. Hay un mundo aparte para los trágicos de la política. Yo vivo mi vida normal.
Pienso esa conversación mientras leo un Tweet en mi TimeLine de Twitter, en el que una escritora a quien conozco, solicita un medicamento para su sobrino de tres años. Lo hace con la sobriedad que le caracteriza pero también, con una desesperación que se trasluce en los escuetos y en ocasiones insuficientes 140 caracteres que permite la red Social. De inmediato, me apresuro a dar RT a la solicitud, con la esperanza que llegue al lugar correcto, que alguien en la infinita conversación virtual pueda ayudarla de la manera en que yo no puedo hacerlo. Siento un terror helado y abrumador, por esa insistencia desesperada, elocuente de la petición. Y sobre todo, no poder hacer otra cosa para ayudarla que difundir la información.
Me pregunto entonces, con una inocencia que me atormenta y me avergüenza, cuantos Venezolanos mueren a diario por la negligencia gubernamental, que propicia e ignora la gravísima crisis de insumos médicos que padece el país. Cuántos enfermos deben sufrir esa lenta agonía de intentar encontrar un medicamento entre anaqueles vacíos, hospitales depauperados, consultorios abandonados. Pienso entonces que de alguna forma, la voz de la tia desesperada en mi TimeLine representa de pronto, la lenta invasión de la crisis y de la emergencia en mi vida cotidiana. Ya no se trata de una voz desconocida entre cientos, sino la de alguien a quien respeto y admiro, una mujer que bien podría ser yo, en medio de la debacle, intentando sobrevivir a una emergencia de proporciones desconocidas. Que de pronto, la crisis de insumos médicos no es un titular de un periódico ni un problema abstracto, sino un hecho real. Una situación crítica que pone en peligro la vida de un niño que forma parte de la familia de alguien a quien conozco, no una fotografía borrosa de un desconocido. Puede parecer sutil incluso superficial, pero de pronto, una línea temible de seis grados de separación, pone en perspectiva la magnitud real de la crisis que sufrimos, que amenaza la salud y con toda seguridad la vida de cada ciudadano expuesto a la situación.
Pienso en mi madre, que sufre un padecimiento cardíaco de mediana gravedad y que necesita tomar el mismo grupo de medicinas durante toda su vida. La recuerdo, irritada y un poco preocupada, contando cuantas cajas de los comprimidos aún conserva y cuánto tiempo tendrá que transcurrir antes de reponerlo. Treinta cajas de pastillas. Seis meses de salud. ¿Y luego que ocurrirá? me digo, mientras leo a la tía preocupada insiste en su petición urgente. La frase se vuelve insistente, casi dolorosa: La vida de un niño depende de seis líneas. De la capacidad de la red de llevar la información a cualquier lugar donde alguien pueda brindar ayuda.
Pienso en la manera como el gobierno no sólo oculta las escalofriantes estadísticas de la crisis sanitaria sino como evade cualquier solución concreta al respecto. Recuerdo las largas e insustanciales peroratas de personeros del gobierno insistiendo en escurrir la responsabilidad, en achacar al enemigo ideológico las graves consecuencias que trae aparejadas. ¿Que sabe un niño de tres años sobre al diatriba política que abruma al país? ¿Que puede comprender un niño, apenas un bebé, debilitado y enfermo por una enfermedad adulta sobre los enfrentamientos del poder en Venezuela? Y aún así, es su víctima. Aún así, su vida depende de la lucha ideológica en un país que olvidó a sus ciudadanos.
Me abruma la angustia, la sensación inevitable de encontrarme en medio de un terreno arrasado de ideas rotas. ¿Qué ocurre con quienes padecen de esa batalla insustancial entre el gobierno y su propia ineficacia? ¿Qué ocurre con quienes intentamos sobrevivir al ataque de la ideología convertida en arma de guerra?
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Cuando se habla de presos políticos en mi país, hay una cierta idea genérica. Un concepto amplio y brumoso sobre la solidaridad y la comprensión de la gravedad de una situación legal semejante. Al menos, es la percepción general, que parece comprender la idea sobre el terrorismo de Estado y el poder judicial convertido en una forma de presión, desde cierta distancia prudencial. Y es que en un país donde impera la impunidad y donde la seguridad ciudadana son temas que nadie analiza lo suficiente, sus consecuencias inmediatas parecen situarse en esa franja brumosa a la que nadie quiere adjudicar responsabilidad o mucho menos, comprender a cabalidad. Ese lugar común tan peligroso como frecuente, que intenta abarcar la peligrosa de un país al borde del desastre judicial desde la superficialidad.
El padre de mi amiga Lissette, fue detenido durante las protestas del 2014 por la delación de un “patriota cooperante”. Se le acusó de participar en otro de los tantos “Golpes de Estado” que el gobierno denuncia sin prueba alguna. Y sin prueba alguna, el padre de Lissette estuvo recluido por casi un año en el SEBIN.
El trece de marzo del 2015, este ciudadano ejemplar, padre, esposo, abuelo, se suicidó en la celda donde estuvo confinado. Otra tragedia anónima de la Venezuela del resentimiento.
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Cuando supe de la noticia sobre la detención del Padre de Lissette - ocurrida la noche del 26 de Abril del 2014 - me enfurecí, a la manera blanda y un poco insustancial del observador. Como cualquier ciudadano supongo, como cualquier Venezolano, que aún intenta comprender a cabalidad que ocurre en el paisaje de un país cada vez más herido por la ideología. Y no obstante en esta ocasión, la violencia judicial, el hecho real del riesgo que nos amenaza a todos me rozó muy cerca, logró abrir una brecha en esa ignorancia elemental de la distancia, del no comprender la real envergadura de la situación que padece Venezuela. Recuerdo que leer su testimonio vía Twitter “La casa de mis padres está siendo allanada, no sabemos por qué”, tuve esa sensación de vulnerabilidad que creo no he dejado de experimentar desde hace quince años. Casi dieciséis. Y es que me hice adulta en un país militarista, obsesionado con la jerarquía de la obediencia, una Venezuela ideológica que convierte al opositor en enemigo. De pronto, ese puño de hierro de la represión tocó muy cerca, rozó ese cotidiano simple y de todos los días. Porque Lissett no es un nombre en la lista interminable de víctimas de la violencia política, una estadística, mucho menos una idea brumosa sobre la situación que padecemos en el país Heredado por el chavismo. Lissett es mi amiga, profesora universitaria, una mujer dedicada a la educación. Un espíritu libre y cultivado. Una Venezolana extraordinaria. Una de mis amigas.
Me acostumbré a leer la historia de Lissette a través del medio simple de las Redes Sociales. De enterarme de ese largo trajín del familiar del preso político en un país sin ley, en un país árido, violento, revanchista. Me acostumbré a llorar sus tristezas, a celebrar sus pequeños triunfos. A enterarme como es la vida del que sobrevive a una tragedia anónima en un país trágico. Porque Lissett era hija de un preso político cuyo único delito fue manifestar su opinión. De formar parte de ese gran conglomerado de Venezolanos que nos oponemos por necesidad, por furia, por medio, por necesidad a un Gobierno represor, corrupto y burocrata.
Porque el Señor Rodolfo González, padre, abuelo, esposo, cometió un delito imperdonable en el país de las prohibiciones. Como cualquiera de mis parientes y amigos, como yo misma, decidió manifestar su punto de vista contra una visión ideológica que no compartía ni asumía como propia. El Señor Rodolfo no hizo otra cosa que ejercer su derecho ciudadano a la opinión, que asumir su responsabilidad como parte del futuro político del país. El mismo gesto de frustración, de furia, de agotamiento moral y ético, que podríamos tener usted o yo. Que podríamos proferir usted o yo en cualquiera de nosotros. La misma angustia cotidiana, el mismo dolor esencial por un país que se desmorona, se destruye, deja de existir para convertirse en una caricatura de sí mismo.
El Señor Rodolfo fue acusado de participar en un “Golpe de Estado”. Una de las tantas fantasías ideológicas en un país en una batalla de ideas superficial. Fue detenido sin otra prueba en su contra que la delación de uno de los llamados “patriotas cooperantes”. Un militante revolucionario que no sólo acuso a un ciudadano de un crimen que no logró demostrar, sino que vendió su acusación como una prueba de lealtad. Un hombre Venezolano criado y educado en el odio y resentimiento. Un hombre Venezolano que consideró a Rodolfo su enemigo. Y a usted y a mí también.
El Presidente Nicolás Maduro acusó al Señor Rodolfo de golpista. Lo hizo de manera pública, sin ninguna prueba que avalaran la acusación. En uno de los tantos discursos de odio y persecución que el poder utiliza para señalar, estigmatizar y aplastar al opositor. Con esa agresiva certeza de la ideología que se apoya en la revancha. Le llamó despectivamente “El aviador”. Caricaturizó la honorable carrera en el mundo castrense de un ciudadano cuyo único delito fue contradecir al poder. Lo hizo, con la complicidad de las Instituciones públicas que debieron proteger al Señor Rodolfo y no sólo no lo hicieron, sino que además apoyaron un linchamiento judicial inaudito. Lo hizo con el aplauso de la militancia fanática que asume la lealtad debida como necesidad política.
El Señor Rodolfo fue culpable por la inocencia de asumir su derecho ciudadano en un país arrasado y devastado por el odio ideológico.
Porque Venezuela es el país de la incertidumbre. Del miedo a la palabra, al hecho, a la violencia, a lo que puede suceder. Al castigo inmediato. A la inmediatez del horror de la ley que castiga la simple conciencia de la diferencia. Somos una Generación herida, destrozada por las heridas abiertas de la impunidad, sometida a un proyecto político desigual y vicioso que sólo es otra forma de asumir el poder absoluto. Somos, usted y yo, incluso el militante convencido, el que acepta la violencia como inevitable, el que la celebra, el que la asume como parte del discurso, víctimas. Venezolanos convertidos en chivos expiatorios de la ideología de la Revancha.
Hace unos meses, Lissette escribió en su blog la crónica de los días de horror, la historia de un suplicio interminable que padeció durante los últimos meses. Lo hizo a su estilo sencillo, amable, metódico. A pesar de la tristeza, de la angustia diaria, de la incertidumbre y la zozobra. Me sorprendió su valor, pero sobre todo su conmovedora humanidad, esa necesidad de continuar alzando la voz de la esperanza incluso cuando no parece tener sentido. La misma sensibilidad que le hizo escribir palabras de agradecimiento incluso desde el horror: “Hemos recibido a lo largo de estos meses innumerables muestras de apoyo de familiares y amigos, pero también la solidaridad anónima de mucha gente que recolecta productos escasos para llevar a los presos (desde jabón de tocador hasta papel toilet), que hace comida para llevarles alimentos nutritivos y variados, que les envía sus cartas de apoyo. A toda esa gente que día a día se ocupa de su aporte, por pequeño que sea, va nuestro agradecimiento. Pero hoy publico esto en la web porque es necesario no olvidar que siguen aun muchos venezolanos en las cárceles sin haber cometido delito alguno. Y cuando no hay estado de derecho, ni independencia del poder judicial, cualquiera puede ser víctima”.
Lissette, hija, madre, Venezolana. Como podríamos ser usted o yo.
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La primera noticia que leí al despertar el día de ayer fue una crónica pequeña sobre un suceso de enorme peso moral en medio de una crisis anónima. Símbolo de la desgracia que día a día sufren tantos ciudadanos del país, convertidos en estadística de un gobierno de víctimas . Una única frase que resume el horror, días incontables de angustia y pesar, una Venezuela irreconocible, una herida abierta en el rostro de la historia de todos los días:
Sigo recordando la conversación con mi amiga, su insistencia en cerrar los ojos hacia el paisaje destrozado de un país sin nombre. Y me abruma la indiferencia, esa necesidad de ocultar lo evidente que aún sufren buena parte de los ciudadanos. ¿Hacia dónde nos dirigimos en este lenta procesión del desastre? No lo sé, me digo con los ojos llenos de lágrimas. Y quizás eso sea lo más preocupante.
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