No había escuchado el nombre de Marina Keegan hasta hace un par de semanas, cuando un amigo me envío el libro que recopila sus ensayos. Miré la fotografía de portada y no supe que pensar: Una adolescente pelirroja y de aspecto enérgico llevando un radiante vestido amarillo, me mira con una sonrisa. Tiene esa apariencia saludable e inocente de cualquier universitario norteamericano, porque de hecho, eso es lo que es. O al menos lo era hasta su trágica muerte en un accidente de tránsito. La idea de esa muerte joven, el talento perdido, me desconcierta, me hiere y me inquieta.
Se le llamó “Una de las grandes promesas literarias de Estados Unidos” y probablemente lo era. Con su vitalidad desbordante y esa visión de lo cotidiano fresca y a la vez precisa, Keegan con toda seguridad se convertiría en una voz renovadora de la Literatura norteamericana. Ya desde las aulas de clases en la Universidad de Yale, Keegan pareció mirar el mundo con una claridad meridiana. Uno de sus ensayos más conocidos “Lo que quiero de la vida” es probablemente la mejor evidencia que Keegan estaba dispuesta a reconstruir el valor de la palabra a través de su capacidad de mirar el mundo con simplicidad. Para Keegan la escritura era un ejercicio informal, ponderado, profundamente intimo. “Por lo que doy las gracias por haber encontrado en Yale y lo que temo perder cuando despertemos mañana y abandonemos este lugar”, decía, con un idealismo recién nacido. Más allá, el artículo ponderaba sobre esa necesidad de madurar con optimismo, de comprender el mundo a través de sus altos y bajos, de asumir el valor inevitable de quienes somos y lo que somos. A una semana de su publicación en la página web del Yale Daily News, el texto había recibido más de un millón de visitas. La mayoría, estudiantes como ella que encontraron en sus reflexiones una manera de reflejar esa incertidumbre un poco caótica de los primeros años de la adultez. Sus palabras “… cuando ya has pagado la cuenta y te quedas en la mesa. Cuando son las cuatro de la mañana y nadie se acuesta. Esa noche con la guitarra. Esa noche que no podemos recordar. Esa vez que fuimos, vimos, nos reímos, sentimos…”parecieron describir la vida de cientos de estudiantes, de esa generación denominada Millenials, que crece y se hace adulto entre el desarraigo de una soledad social inimaginable y esa cercanía abrumadora de un mundo interconectado. Keegan se permitió analizar esa realidad contradictoria en un ensayo de ficción donde analiza lo natural y lo cotidiano desde ese nuevo punto de vista de lo inevitable de la vida moderna. Paradojicamente, la historia habla sobre la muerte de un joven estudiante prometedor “No podía dormir y acabé viendo sus 700 fotos en Facebook hasta que caí dormida delante del ordenador. ¿Qué se supone que debo sentir? ¿Qué dice la muerte de Brian de nuestra generación?”, escribe y esa mirada preocupada sobre la identidad y el yo fugitivo se hace más evidente que nunca. Porque Keegan, tan joven como entusiasta, también es capaz de comprender el desarraigo, el temor de lo que se construye a medias, la promesa del futuro inacabado.
La historia de Keegan — esa disyuntiva sobre quien pudo ser y quién podría haber sido esta nueva voz literaria — remite de manera irremediable a otros nombres que también intentaron construir un mundo literario nuevo y murieron antes de lograr hacerlo. Y es que la literatura parece un terreno fértil para la transformación esencial, donde esa juventud en el planteamiento — o mejor dicho, esa reconstrucción cíclica de la idea de lo que se mira como arte y como análisis — resulta imprescindible, cuando menos evidente para su evolución. Como lo fue para Silvia Plath que miró la poesía no tanto como una conceptualización de la realidad, sino algo más duro y árido. Porque Silvia, sobrevivió a la periferia — a la de su mente, su incapacidad para comprenderse así misma — y se reconstruyó a pequeños trazos a medida que avanzó y logró encontrar una voz metafórica lo suficientemente poderosa como para definirla. Murió a los treinta y un años, con su propuesta a medio construir, una joven promesa de lo iracundo en literario que no llegó a cristalizar.
Emily Brontë jamás se llamó así misma escritora, quizás porque en realidad no sabía que lo era. Aislada en la inhóspita región de Haworth (en Yorkshire, al norte de Inglaterra) escribió para hacer retroceder el horror de una existencia durísima y quizás para salvarse así misma. Lo hizo, creando relatos extraordinarios junto a sus hermanas, y logrado escapar a través de la escritura — y por la escritura — de ese dolor del no vivir, ese silencio del prejuicio moral y social de su época que las condenó al ostracismo. Sobre todo a Emily, que se atrevió a escribir una novela extraordinaria, dura e inquietante, con una voz literaria tan poderosa que desconcertó a la durísima sociedad de su época. ¿Que habría ocurrido de sobrevivir a la tuberculosis que la llevó a la tumba a los treinta años? ¿Cual habría sido la nueva visión de Emily a esa literatura tradicional y discriminatoria con la que se enfrentó a fuerza de talento? La posibilidad desconcierta.
El poeta John Keats también murió muy joven: apenas veintiséis años y aún así se le recuerda como una de las grandes voces poéticas de su época. Más allá, Keats supo comprender la literatura como una versión mucho más depurada de la realidad evidente, y metaforizarla a fuerza de una originalidad que sorprendió al mundo literario de su época. Epistógrafo obsesivo y también un profundo renovador de la palabra por la palabra, Keats probablemente encontró en si mismo una manera de asumir la melancolía como algo más duro y sentido que la tristeza. Una manera de recordar y analizar el mundo. Para el momento de su muerte, Keats había logrado brindar a su poesía un valor esencial que mucho después continúa sorprendiendo a propios y extraños: La originalidad desde esa reconstrucción de yo literario más profundo.
Sólo queda preguntarse que tendría que contar al mundo Marina Keegan, inconforme, insólita, radiante, en un futuro que construyó en frases vibrantes, vívida y que sorprende por su sincera. Hija de una generación anónima , cargada de inseguridades, hipercomunicada y conectada a ese conocimiento infiníto de las redes sociales, comprendió quizás muy pronto que la trascendencia — la literaria, la real y la que se aspira — forma parte de un juego de valores y temores del que nunca se consigue un verdadero equilibrio. Intentó mirarse así misma con un pragmatismo casi doloroso, sin caer jamás en el cinismo “Todo el mundo piensa que es especial. Mi abuela por Marlboro. Mis padres por las discotecas y la llegada a la Luna”, reflexiona en Canción para los especiales. “Nos dicen que podemos ser cualquier cosa. Que nadie es como nosotros. Pero busqué mi nombre en Facebook y hay ocho caras mirándome a los ojos. Cuando muramos, nuestros epitafios dirán lo mismo” escribe como una inquietante predicción de su muerte juvenil. Más allá de eso, Keegan fue una joven que aspiró a mirar el mundo a través de la palabra y lo hizo, convencida del poder de la idea en estado puro.
Al final, Keegan continuará siendo joven, en sus lectores de generaciones futuras que se identificarán con su idealismo lleno de esperanza y esa visión casi luminosa de la identidad cultural “Somos tan jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos 21 años. Tenemos tanto tiempo por delante. Recordemos que todavía somos capaces de conseguir cualquier cosa”.
Requiem para la palabra que muere, y lo que pudo ser.
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