martes, 10 de mayo de 2016
Crónicas de la ciudadana preocupada: La escasez y la guerra silenciosa ¿Qué ocurre con los anaqueles vacíos en Venezuela?
Hace unos días, la canciller Delcy Rodríguez declaró en la OEA (Organización de los Estados Americanos) que Venezuela podría alimentar con sus recursos a tres países. Añadió además, que nuestro país era víctima de una «campaña mediática» que intentaba negar la política de incentivos a la producción interna que implementa el Gobierno de Nicolás Maduro. En palabras sencillas, para la Ministra de relaciones Interiores la escasez que se sufre en Venezuela es «aparente». Parte de una campaña propagandística que intenta desvirtuar los logros de la llamada «Revolución Chavista» acerca del tema alimentario y de distribución de artículos de primera necesidad.
Leo la noticia mientras me encuentro en una larga fila para comprar aceite de cocina, arroz y azúcar. Hace más de dos horas que el supermercado abrió sus puertas y más de tres desde que espero poder adquirir la ínfima existencia de productos regulados que según el número de mi cédula podré comprar. Me encuentro de pie bajo el sol, agobiada por la temperatura y la usual sensación de incomodidad y humillación que me produce el método de aguardar por horas para comprar algunos alimentos. Es una escena triste y llena de desesperanza: La multitud abrumada e inquieta que llena la calle, algunos con sus niños tomados de la mano, otros desalentados, sentados de cualquier manera sobre el concreto ardiente. Lo miro todo pensando que la escena tiene un escalofriante parecido a las fotografías que he visto sobre guerras y otros conflictos bélicos. Sólo que en Venezuela no ha ocurrido ninguno desde hace cien años. La desolación y el hambre son política de Estado.
Las declaraciones de la ministra me golpean a la cara, me dejan abrumada de desazón y un tipo de angustia difícil de explicar. No se trata sólo que la funcionaria esté negando una situación que atraviesa la mayoría de los venezolanos, sino que de nuevo lo lleva al terreno político. Aprieto los dientes, tengo deseo de gritar a todo pulmón. De furia, de miedo, de algo parecido a la amargura. Pero por supuesto, no lo hago. Continúo mirando la diminuta pantalla de mi teléfono celular, leyendo la forma como la Ministra presenta a Venezuela. La manera como intenta —otra vez— disimular una situación crítica a través de la ideología.
«Sobre Venezuela hay una operación de índole mediático, financiero, económico y social para subvertir el orden constitucional y democrático», insistió Rodríguez durante su intervención ante el organismo internacional. Además, agregó como suele ser costumbre en los discursos y declaraciones oficiales, que la «culpa» de esa imagen de «pobreza» que se muestra sobre Venezuela es de una campaña orquestada «por la oposición». Así, en general, sin detallar ni mucho menos, especificar quién está detrás de la supuesta maniobra de aires maquiavélicos. Tampoco presentó pruebas cuando señaló que «sectores adversos» al Gobierno «ocultan» medicinas y alimentos, en un claro intento de «desestabilizar» la nación. «Deberían preguntarse quiénes pretenden derrocar al Presidente Maduro por qué las cosas no salen bien» concluyó sin agregar alguna información relevante sobre el supuesto plan que intenta denunciar.
Apago el teléfono con el corazón latiendo muy rápido y me lo guardo en el bolsillo, ofendida y angustiada por las declaraciones de Rodríguez, por sus implicaciones, por la insistencia del Gobierno en evadir las consecuencias de una política muy específica que intenta ocultar a través de la propaganda la situación que sufre la mayor parte del país. La cólera me cierra la garganta, pero también hay mucho de impotencia, una simple frustración que me deja débil y agotada. Me levanto en punta de pies para mirar el tumulto que me precede: un centenar de personas hormiguean frente a la reja azul del supermercado. Como yo, se trata de hombres y mujeres en edad productiva que intentan encontrar los artículos que hace ya meses desaparecieron de los anaqueles de locales y comercios. La mayoría no acudirá al trabajo para aprovechar la oportunidad de adquirir productos a un precio regulado. La mayoría, como yo, sigue sin comprender muy bien la situación que atraviesa. Este paisaje derrotado y aprensivo en que se han convertido las calles del país.
—Yo tuve que pedir los lunes libres en el trabajo porque si no es así, los muchachos no comen —me explica una mujer que espera unos metros por delante en la fila. Me cuenta que es madre de tres (todos menores de edad y cursando primeros grados de primaria) y que no puede darse el lujo de acudir a los llamados «bachaqueros». —No tengo plata (dinero) hija, no me queda otro remedio que venir para acá a esperar. ¿Qué más puede hacer uno?
No sé qué responder a eso. Un hombre que nos escucha sacude la cabeza y se acerca a donde nos encontramos. Tiene el rostro colorado por el calor y la expresión tensa y agotada de todos los que esperamos bajo el sol inclemente del eterno verano caraqueño.
—Yo prefiero hacer mi cola. El otro día encontré café, ¡casi veinte veces el precio de verdad! —comenta— No hay forma de alimentarse en este país. Lo que sea que encuentres por tu lado, es tan costoso que tienes que venir a hacer tu cola y aceptar la limosna al gobierno. Así estamos.
Una anciana unos pasos se vuelve para mirarnos y comienza a criticar en voz alta y sin molestarse en disimular su angustia a los «bachaqueros», los supuestos culpables de la situación que atraviesa el país. Explica a quien quiera escucharle que esos «desgraciados» son los que compran barato y venden caro y por supuestos, los responsables de la «hambruna» en Venezuela. Me pregunto si vale la pena explicarle que en un país cuyos medios de producción fueron destruidos por sucesivas políticas de expropiación y control, los revendedores son el menor de los problemas. Si debo explicarle que en Venezuela el aparato de producción, distribución y comercialización fue destruido por una mera cuestión de ideología. Que en esta Venezuela socialista, el poder está empeñado no en el bienestar de sus ciudadanos sino en mantenerse a salvo de supuestos ataques del sector privado y de cualquiera que no dependa del gobierno para subsistir. Al final, prefiero callarme, contener el torrente de quejas, señalamientos y palabras. Quizás ella no necesita escucharlo.
Y es que la mujer —de unos sesenta y pocos o unos setenta bien conservados— parece al borde de las lágrimas, con la voz y la expresión impregnadas de una angustia tan palpable que me conmueve. Se mueve de un lado a otro, apretando contra el costado el bolso de plástico vacío que lleva colgado al hombro. Parece desvalida, una víctima herida sin cicatriz visible. Me pregunto si todos tenemos ese aspecto ahora mismo.
—¿Usted sabe lo que significa a mi edad ponerse a hacer cola para tener algo que llevarse a la boca? —me dice. Y me mira con los ojos muy abiertos y angustiados. Tiene un rostro flaco, lleno de arrugas y de pronto me parece muy frágil. Una niña de cabello gris tambaleándose sobre sus pies hinchados— ¿Tener miedo al hambre? Uno no está para estas cosas. Uno no tiene por qué pasar esto en la vejez.
Aprieta la boca. Nos da la espalda. El resto de quienes la rodeamos guardamos un respetuoso silencio. El hombre que habló antes se seca el sudor del rostro con la manga de la camisa y parece tan abrumado que por un momento, temo se eche a llorar. Pero cuando habla otra vez su voz es clara y firme.
—El venezolano no sabe sobrevivir a esto —dice—. Somos muchachos malcriados que el padre consintió demasiado. Primero cuarenta años de robos democráticos —sonríe con tristeza— y ahora casi veinte más de saqueo en nombre «del pueblo». ¿Y el venezolano? Jodío hasta las pelotas mija. Jodío para siempre.
Hace unos años, cuando la escasez empezó a mermar la cesta de productos básicos, un periodista me insistió en que el venezolano jamás comprendería lo preocupante de la situación que vive hasta que lo aplastara. Que como adolescentes sociales y culturales que somos, correríamos de un lado a otro para evadir el peso de la culpa, la realidad, la situación, la circunstancia y finalmente la consecuencia y que jamás aceptaríamos que el país es el reflejo de su población. Corría el año 2014, la cesta petrolera rebasaba los 120 dólares y el país disfrutaba de una improbable bonanza económica. Gracias a los sucesivos subsidios del Gobierno, podías viajar con divisas extranjeras compradas a un precio irrisorio a cualquier lugar del mundo. Un estudiante podía costearse un costosísimo postgrado en alguna prestigiosa Universidad gracias a su tarjeta de crédito. Los anaqueles rebosaban de productos importados y para la gran mayoría de los venezolanos, enamorados y obsesionados de la figura de Chávez, la prosperidad era cosa cierta. Una visión sobre la Venezuela posible, prometida por el líder carismático y apoyada por docenas de políticas populistas disfrazadas de discurso emocional. Fue el nacimiento de las llamadas «Misiones» que hicieron a millones de venezolanos dependientes del Estado a un nivel casi enfermizo. Nunca antes el ciudadano venezolano había dependido de tantas formas del poder. Nunca había sido parte de una estructura de control pensada para que el gobierno se convirtiera en el más grande empleador, en el padre economico de buena parte de la población de Venezuela. Una red de ideología que se sostenía sobre las carencias y la ambición de una población acostumbrada a mirar el poder con reverencia.
Recuerdo eso mientras la fila avanza con lentitud. Un grupo de cinco militares con el arma de reglamento bien visible aparecen caminando por la calle y comienzan a custodiar la cola. Uno de ellos vuelve el rostro brillante por el sudor y nos dedica una mirada dura, remota. Han transcurrido casi cuatro horas desde que llegué y todavía no estoy cerca de entrar al supermercado. Un barullo de gritos y forcejeo llena algunos espacios de la calle y una violenta impaciencia caldea el aire. Todos quieren entrar pero la mayoría está consciente que con toda seguridad, el inventario de productos no será suficiente para satisfacer a las casi centenar de personas que esperan. Siento un rápido latigazo de miedo. Recuerdo las narraciones periodísticas sobre saqueos y hechos de violencia. ¿Ocurrirá aquí en mi tranquila Avenida de clase media? ¿Ocurrirá en medio de esta multitud de hombres y mujeres cansados que miran con impaciencia los bultos que se descargan de los camiones? ¿En qué nos ha convertido la crisis? ¿Quiénes somos ahora mismo?
Nunca pensé vivir una situación semejante. Crecí en un país ostentoso, superficial y frívolo. Un país con una economía frágil pero que aún podía sostenerse. Un país donde podías encontrar en los supermercados los mejores importados junto a los tradicionales venezolanos. Un país donde pude estudiar dos carreras universitarias con un salario de freelance esporádico. Un país donde con mis pocos ahorros, pude comprar un automóvil nuevo. El venezolano es inocente, torpe, iracundo, sin armas frente a la crisis. No comprende su magnitud, su profundidad, lo que vendrá después. Y me aterra el pensamiento que tampoco lo entiendo, que apenas comienzo a atisbar el abismo en que me encuentro. Sin futuro, presa de la incertidumbre. Un ciudadano sin rostro.
—Hace unos días conseguí un kilo azúcar a 4.500 bolívares y un poco de café a 1.000 bs —cuenta un hombre joven que lleva una niña en brazos. Viste traje y corbata y tiene un aspecto nervioso e impecable—. Imagínate tú ¿Quién puede vivir con esos precios?
Hago un rápido cálculo mental: sumadas ambas cosas son el salario mínimo de un venezolano y equivalen casi a 5$. La magnitud de nuestra pobreza me golpea en pleno rostro, me deja con una sensación de amargo vacío que no sé muy bien cómo manejar. Me pregunto si habrá redención para esta Venezuela a fragmentos, en pleno desplome, convertida en una caricatura de sí misma.
Y no lo sé.
***
Dentro del supermercado, todo tiene un aspecto metálico, duro y un poco destartalado. Me sorprende ese aire casi militar de los anaqueles repletos del mismo producto hacia el infinito, un método ingenuo para disimular los numerosos productos que faltan. Agotada por la espera en la calle, me apresuro a tomar los paquetes de arroz, café y azúcar que me corresponden y vuelvo a formarme en fila frente a la caja registradora. Una veintena de clientes me preceden, incluyendo a la anciana preocupada y al hombre con la niña en brazos.
Y de pronto, como una enorme ironía en este país lleno de ellas, las luces del supermercado se apagan. Un chasquido elocuente y duro que llena la oscuridad como un eco malsano. Me quedo con las bolsas apretadas contra el pecho, consciente de la oscuridad del apagón y esperando las luces de emergencia. Pero la oscuridad se hace un espejo de incomodidad y miedo, repleta de voces y jadeos. Alguien suelta una carcajada triste, monótona.
—¿Qué mierdas pasa en este país? —grita entonces la misma persona que río en voz alta y que no puedo ver entre las sombras. Alguien cierra las puertas mientras el tumulto en el exterior comienza a avanzar hacia las rejas. Los militares armados se plantan al frente y por un segundo, tengo miedo de lo ocurrirá en pleno apagón, de lo que pueden ocultar las sombras. Cuando uno de los empleados me arrebata las bolsas de café y azúcar con un gesto firme, no hago nada por detenerlo. Se lo permito con una pasividad que tiene mucho que ver con el miedo que me sofoca. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿En qué nos hemos convertido?
Pero no ocurre nada y supongo que debo agradecerlo. Una puerta lateral del supermercado se abre y un hombre gordo que se identifica como el gerente del establecimiento nos invita a salir de manera ordenada. Hay voces de protesta, alguien asegura que no se moverá de allí hasta que llegue la luz. Hay forcejeos, gritos entre las sombras con olor a sudor que nos rodean. Asustada, avanzo entre los pasillos a oscuras con las manos extendidas hacia la luz y por último, corro hacia la calle.
No miro hacia atrás hasta unos cientos de metros más allá. La calle rebosa por el descontento, la rabia, el miedo. El supermercado a oscuras tiene el aspecto tétrico, en mitad de la calle llena de una multitud enfurecida y rodeada por el tráfico caótico. Y ahora sí, no puedo contener el llanto. Lo hago de pie, como abandonada, mientras transeúntes de rostro abrumado me tropiezan al caminar. No dejo de mirar el supermercado, la ola de gente que avanza y golpea las paredes. No dejó de sentir miedo —real, puro, doloroso— por lo que ocurre, por lo que ocurrirá en el futuro y que no tengo idea de qué podrá ser. Y mientras lloro, pienso en el desamparo, en el país sumido en el caos y la amargura. En el ciudadano desposeído y con los brazos vacíos. ¿En qué nos hemos convertido? ¿Quiénes somos ahora?
Sigo sin encontrar respuesta. Supongo que nunca la tendré en realidad.
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