Cuando leo en mi TimeLine de Twitter la noticia que Luis Almagro, Secretario General de la OEA invocó la Carta Democrática — un instrumento que establece la ruptura del orden democrático o su alteración en algún país miembro de la Organización — debido a la situación de Venezuela, me encuentro en una larguísima fila del Supermercado. Estoy casi al final, bordeando casi dos cuadras enteras de paciente espera frente a la puerta del establecimiento. Me quedo mirando la pantalla de mi teléfono celular sin saber que concluir sobre la información.
— ¿Viste? Jodieron a Venezuela — dice alguien unos metros por delante. Varias cabezas se vuelven a mirar — ¡En la OEA nos van a ayudar!
Un murmullo recorre la multitud. Me dedico de nuevo a encontrar información fidedigna en medio del mar de comentarios entusiastas que llenan Twitter sobre el tema. Intento recordar lo que sé sobre el Instrumento jurídico: no es tanto. Tengo una nebulosa idea sobre sanciones al país y a los funcionarios que detentan el poder, restricciones comerciales. Nada claro. Trago aire e intento ordenar las ideas. La primera pregunta que me hago es que tanto nos beneficia en medio de la situación en que vivimos, que tanto puede aliviar el gesto de la OEA la crisis que atraviesa el país.
— Ya va a pasar lo que los “escualidos” siempre han deseado — dice un hombre a unos cuantos pasos de donde estoy — ¡Que invadan Venezuela!
Levanto la cabeza para mirarlo mientras varios de quienes le escuchan le lanzan miradas severas y otras, simplemente aburridas. El hombre lleva una camisa roja desteñida y como yo, tiene el rostro enrojecido por el calor y el sol de la mañana, que nos golpea a todos por igual mientras la fila avanza apenas milímetros cada tanto. El hombre se seca el sudor con un pañuelo arrugado y enfrenta las miradas con una soberbia irritante.
— ¿Qué? ¿Ustedes no lo saben? ¡Esto es intervención Gringa! — grita — ¡Esto es justo lo que nadie quería pasara! ¡Pero los apátridas insistieron hasta que pasó!
Más murmullos coléricos. Me pregunto si vale la pena aclararle que la activación de la Carta democrática — que aún no ocurre y no ocurrirá hasta que haya una reunión plenaria de los miembros de la ONU — implica más que cualquier otra cosa un reconocimiento sobre la caótica situación jurídica y constitucional de Venezuela. Si valdrá la pena señalar que jamás la OEA ha comandado, aprobado ni mucho menos promovido agresiones foráneas contra sus países miembros. Que hasta hace poco — y sobre todo, durante los años en que José Miguel Insulza fue Secretario General de la Organización — la organización fue acusada de pasividad y de ignorar el grave proceso de deterioro de la democracia Venezolana. Que sin duda, cualquier decisión que se tome en la plenaria, sería un convenio entre poderes, un movimiento diplomático, que es bastante poco probable tenga influencia alguna en la realidad venezolana.
Pero no lo hago, por supuesto. En Venezuela cualquier tema, tópico y análisis sobre la situación que vivimos atraviesa el terreno ambiguo y peligroso de la la propaganda política. Desde lo simple a lo complejo, de lo doméstico a lo nacional, el panfleto ideológico ocupa un lugar esencial dentro del discurso gubernamental. No hay una sola cosa en Venezuela que no haya sido distorsionada, dividida y rota por la política, por la visión violenta de esa noción de clases y esa polarización que el gobierno tanto necesita para preservarse en el poder.
De manera que me callo. Me quedo de pie, mirando con impaciencia la forma como la fila se abre en dos, se convierte en un grupo de ancianas que se pelean por un lugar, vuelve a alinearse hasta llegar a la puerta del Supermercado. Una fila por comida, pienso con una amarga sensación de verguenza. Una fila de ciudadanos preocupados y desesperados, con esa resignación blanda del cansancio. Y soy uno de ellos, me digo clavándome las uñas en la palma de la mano para provocarme dolor. Soy uno de los tantos que el sistema aplastó, devoró y convirtió en una víctima de la circunstancia.
Sacudo la cabeza. El pensamiento duele y quema, quizás por realista. Para ignorarlo, vuelvo a mirar la pantalla del Smartphone: Las Redes Sociales están llenas de comentarios ansiosos sobre lo que puede significar la Carta Democrática. También hay esperanza, una agria, ambivalente y quebradiza, que nadie sabe cómo encajar muy bien. ¿Qué nos alivia? ¿Qué finalmente el mundo reconozca que se equivocó al mal juzgar la política del Chavismo? ¿Qué la tragedia desborde los límites del país para convertirse en una denuncia extraordinaria? Qué pensamiento ingenuo ese. Sobre todo, después que Venezuela ha padecido casi veinte años de indiferencia internacional. Una dolorísima ignorancia que se extiende a cientos de niveles y tiene innumerables implicaciones. La más obvia, que la crisis Venezolana puede ser analizada, descrita e incluso matizada a conveniencia, cosa que ha venido ocurriendo con tanta frecuencia que resulta ya casi resulta inevitable. El ejemplo más reciente son las lamentables declaraciones del número dos del partido político Español “Podemos” Íñigo Errejón, que aseguró que en Venezuela hay colas porque tienen “más dinero para consumir más”. Para el joven político la crisis Venezolana es parte de nuestra “idiosincrasia” o incluso, consecuencia de ese enemigo invisible que el Gobierno invoca a consecuencia, la Guerra económica. De nuevo, la crisis — y sus consecuencias-, la ruptura histórica — y sus víctimas — son solo puntos de interpretación en una situación compleja en la que nadie profundiza demasiado.
La cola comienza a avanzar. De pronto, todos los que nos encontramos en ella despertamos de una especie de duermevela agobiante, esta sensación de encontrarnos a mitad de una situación impensable. Inclino la cabeza, doy un par de pasos. La verguenza me cierra la garganta. Resulta insoportable en ocasiones, en otras tiene un matiz de pura tristeza y dolor. ¿Quienes somos los ciudadanos de este país depauperado? Aunque la pregunta podría ser más bien ¿En quienes nos hemos convertido?
Un barullo descontento recorre la cola. Hay discusiones en algún punto junto a la puerta, y una mujer grita que “no le dará su puesto a bachaqueros”. Me aparto un poco, siento que el miedo me recorre como un escalofrío leve. Pienso en saqueos, pienso en violencia. El miedo es tan común en Venezuela que no puedo desligarlo de cualquier situación, que tengo una reacción paranoica e inmediata en medio de la incertidumbre. A mi lado, el hombre de la camisa roja suelta una carcajada.
— Coño, ¿De esto van a culpar también al comandante? ¿De los ladrones y los vende patria? — vocifera a gritos con una arrogancia simple, infantil — esta mierda jamás habría ocurrido con el Comandante vivo.
Hugo Chavez, otra vez, que lo observa desde una gigantografía amarillenta a unos cuantos pasos. Chávez, que se ha convertido en un símbolo borroso de una utopía tramposa y quebradiza. Chávez que sobrevive al olvido gracias a la insistencia del Gobierno de conservar el poder gracias a su recuerdo, gracias a su mera existencia como icono de algo más arraigado y primitivo que la simple propuesta política. El hombre de la camisa roja debe tener unos veinte y tantos muy mal llevados o unos treinta lozanos. Se hizo adulto bajo la mano de Chavez, en medio de la ruptura histórica que representó. Es un hijo de la Revolución. Un sobreviviente a la bravata de una izquierda terca que se niega a reconocer sus heridas.
— ¿Por qué no te callas la puta boca? — grita un hombre a mi derecha. Joven y alto, tiene la piel quemada por el sol de la mañana en la cola y no parece muy dispuesto a tragarse por las buenas las bravatas del de la camisa roja. Varias personas lo miran, una anciana retrocede asustada — ¿Hasta cuando esta verga de Chávez y el Chavismo? ¿Tu no pasas hambre? ¿Tu no ves lo que te está pasando?
La cola entera parece reaccionar a su voz. Los que están en el extremo más alejado de inmediato se dispersan, en un movimiento rápido y unánime. Los cercanos a la puerta del Supermercado, se aprietan en un bloque macizo contra la pared junto a la reja aún cerrada. De pronto noto que me encuentro justo en el centro, a la mitad de los que se esconden y los que huyen. Tan cerca de la pelea que siento otra vez miedo. Esta vez es muy real, nítido. Pienso en el clima de Violencia del país, pienso en todos los hechos de agresión que se protagonizan a diario en el país. Pienso que en Venezuela ser víctima es dolorosamente sencillo.
— ¡Esto es mierda de la burguesía! — responde el de la camisa roja, sin amedrentarse — ¡Pero no importa que coño hagan! ¡Los chavistas seguimos aquí! ¡Apoyando el legado!
Sacude los brazos con los puños apretados,cada vez más enfurecido e incontrolable. El rostro regordete le tiembla de furia. Hay algo frágil y medroso en esa cólera tan explosiva y evidente. Y pienso en mi frustración de ciudadana triste y angustiada, la única manera que encuentro para rebelarme contra el poder que me aplasta, que intenta aniquilar mi identidad. Miro al hombre mientras continúa vociferando, sacando el pecho. Quienes le rodean le gritan o le ignoran. Un espacio vacío le separa de la multitud. Pienso en esa soledad interminable de la humillación, de saberte vencido y devastado por lo que no puedes controlar.
— ¿Qué legado? — dice una mujer a unos cuantos metros de la multitud que observa a la derecha — ¡Aquí no hay nada como no sea hambre!
Estira los brazos y muestra la bolsa que lleva colgando en una de ellas. Distingo un par de tomates, una cebolla gorda y sucia, un par de plátanos verdes. La mujer lo muestra todo con una sinceridad que desborda, golpea, que te deja sin palabras. No necesita nada más para callar a los que discuten. Para obligarlos a retroceder en un movimiento involuntario.
— Trabajé toda mi vida. ¡Treinta años fui maestra! — dice la mujer. Sólo ahora noto las canas en su melena corta y alborotada. Las arrugas que rodean los ojos castaños — Enseñé en colegios públicos y privados. Me deslomé por este país. ¿Y que tengo ahora? ¿Qué es lo que disfruto ahora?
Sacude la bolsa otra vez. El plástico cruje caliente y pesado bajo la luz del sol. Pienso en qué podrá hacer con los pocos vegetales que ha podido comprar, a quién podrá alimentar con tan poca cosa. ¿Es madre? ¿Es abuela? ¿Quién la espera en casa? ¿Que situación insoportable soporta y que la bolsa que lleva del brazo simboliza mejor que cualquier otra cosa? Se me hace un nudo en la garganta por un dolor sin nombre ni confín. La certeza que todos estamos unidos por la misma desgracia, que somos partes de la misma historia. Que estamos atrapados en la misma red de telaraña construida a partir del fanatismo, la corrupción y algo muy parecido al temor. Y que ni ella ni yo, ni tampoco nadie de los que se forman en cola obediente a mi alrededor, sabe cómo enfrentar, como detener. Qué hacer para desviar este lento devenir histórico que nos consume a todos.
La mujer sacude la cabeza y sigue su camino. Sin mirar a nadie, sin congratularse por el silencio que deja atrás, por las miradas de asombro y tristeza que la siguen. Sólo camina, con la cabeza gacha, la bolsa apretada al costado. Una figura confundida en la multitud que la rodea, cada vez más borrosa a la distancia.
La cola avanza otra vez. Todos avanzamos con ella. Un movimiento lento y autómata que me produce repugnancia. Un paso tras otro. Alguien vuelve a murmurar algo sobre la OEA pero las palabras se pierden en el bullicio de la impaciencia. Del qué puedo comprar, de lo que necesito comprar, de lo que no podré comprar. Alguien habla de hambre, alguien se lamenta por este espacio vacío. El hombre de la camisa roja camina a unos pasos por detrás de mí, sin mirar a nadie, los puños convertidos en un gesto flojo y lento que acompañaba el vaivén de su paso lento y cansado. Y de pronto, tengo una nítida comprensión del miedo que me atormentó antes y que ahora sigue palpitando en alguna parte de mi mente. Somos víctimas de una tragedia sin nombre, a fragmentos. Habitantes de un país que no existe. De un lugar de la historia que no compete a nadie. De una mirada en redondo hacia un paisaje desolado.
— Mija, ¿Qué han dicho allí de lo de la OEA? — me pregunta entonces una anciana que camina a mi lado. No sé cuando llegó allí y no pienso reclamarle.
— Nada muy claro — le explico lo poco que sé. Le hablo sobre los comentarios que leo aquí y allá. Ella me escucha, el rostro se le contrae en una expresión mínima, angustiada.
— Eso no llena una arepa — dice y sigue su camino, un pasito lento y acongojado que me conmueve más que cualquier otra cosa que he visto hoy. Un símbolo de este soledad tremenda, insoportable del país que se desploma con lentitud. De quienes lo observamos impotentes y sin saber cómo evitarlo.
Los huérfanos de un país sin historia.
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