domingo, 8 de mayo de 2016
Las estrellas en la sonrisa y otras historias de Brujería.
Mi madre me dedica una larga mirada impaciente. Siempre le irritaron un poco mis desvaríos, mis pequeñas obsesiones. Pero sobre todo le molesta que insista en llamarme bruja, aunque ella lo sea también. Aunque compartamos una larga e insólita historia de creencias y tradiciones. Una vieja línea de mujeres que sueñan con la Luna y cantan bajo las estrellas.
- Aglaia, la palabra "Bruja" no me define - insiste. Me encojo de hombros.
- No tiene por qué hacerlo. Lo eres por nacimiento. Toda mujer fuerte es sabia, poderosa y por tanto bruja.
Sacude la cabeza con impaciencia. Nos encontramos en la impecable del apartamento que comparte con su esposo. Un lugar moderno, con aires minimalistas que nunca me ha agradado demasiado. Seguramente se debe a que crecí en la casa de mi abuela, extravagante y caótica o que yo misma, no entiendo muy bien ese orden minucioso en las cosas que parece reflejar el de su mente. Cual sea el caso, nunca consideré a ese pequeño territorio de pulida belleza mi casa. O mejor dicho, no como mi madre lo hubiese deseado.
- A veces lamento que mi madre te insistiera tanto en esas ideas peregrinas.
- Yo lo agradezco.
- Una creencia no cura todo, hija.
- Pero es una buena manera de aspirar a esa salud emocional que tanto te preocupa.
No responde. Toma varios frascos de especias y los combina con sabiduría. Da gusto verla, sacudiendo el dorso de la mano para hacer caer la albahaca sobre la salsa que se cuece en la olla. O la forma como esparce el olor del comino con una delicadeza precisa y hábil. Eso me hace sonreír: a pesar de su aspecto impecable de ejecutiva moderna, mi madre heredó todas las dotes de buena cocinera de mis tías y de mi abuela - la sabia, la bruja -, por más que intente negarlo. Por más que lo oculte con esa férrea discreción suya. La miro tomar las hierbas y ramas olorosas en la palma de la mano. Un solo movimiento: restregar hasta pulverizar. Luego abre la mano sobre la superficie ardiente de la comida y la combinación de sabores y olores flota por un momento entre los rayos de sol que se cuelan por la ventana. Un momento exquisito, íntimo y casi sensual.
- Llamarse "bruja" es proclamar que una palabra debe definir quien eres, lo que contradice la idea de la libertad de la brujería ¿No es así? - pregunta con sorna. Toma la cuchara de palo, revuelve la salsa con lentitud. Siete veces exactas en el sentido de las agujas del reloj. Mueve los dedos sobre la mezcla, se inclina para aspirar el olor. Magia madre, pienso con una sonrisa. De la buena, de la antigua, de la de todos los días.
- No lo creo, la Bruja es una forma de mirarte, una comprensión profunda y radical sobre tu manera de asumir tu naturaleza salvaje - insisto - mamá, eres bruja no porque yo te nombre o que la abuela lo hiciera. Lo eres por tu capacidad para contradecir ideas, para aprender de tus errores, para triunfar por pura osadía. Y lo sabes. No hay maneras que puedas ignorar eso.
De nuevo, mi madre no responde. Sé que esta es una conversación que la incomoda, que preferiría no sostener. Durante buena parte de su vida ha intentado ignorar la herencia familiar con esa férrea voluntad suya que impone a todo, que jamás le ha permitido retroceder un milímetro en planes, proyectos y deseos. Y desde que se convirtió en una joven madre divorciada, con el corazón roto y las manos llenas de recuerdos tristes, decidió que la brujería no era un espacio de ideas para comprenderse. Un lugar mental en donde encontrar la tranquilidad y la paz que necesitaba en los momentos más convulsos de su vida. Y por ese motivo se alejó, cerró la puerta a todas las creencias y tradiciones en las que creció. Se convirtió en una bruja que no quería serlo. En una mujer fuerte que no deseaba mirar atrás.
No puedo culparla. ¿Quién podría hacerlo? Mi madre soportó un matrimonio roto, la pérdida de todas sus esperanzas juveniles, un dolor espiritual que le llevó esfuerzos superar. Y lo hizo con una fortaleza que aún me asombra y admiro. A veces tengo recuerdos de ella muy viejos y queridos, sus grandes ojos verdes llenos de lágrimas mirándome en la oscuridad, durmiendo a mi lado. Las dos como pasajeras tristes en medio de un mundo que avanzaba muy rápido. Sólo las dos. Una época anterior a mi maravillosa abuela, a su casa llena de sabiduría, a las tías y primas sonrientes. Solo mi madre y yo, avanzado a ciegas y tropezones en medio del borroso paisaje cotidiano. Tan solitarias, casi inocentes. La madre y la hija mirándose una a la otra como única forma de consuelo.
Fueron tiempos tristes y grises. Mi madre parecía rota en algún lugar de mi mente al que yo no podía llegar. La veía sonreír con un punto de tristeza, siempre el dolor. Los ojos empañados, las manos nerviosas. Y el sufrimiento en todas partes. En una ocasión, encontré una fotografía de mi padre y ella. Tan jóvenes. Tan ingenuos. Tan cerca del desastre.
- Simplemente no era la persona que yo creía - me dijo en esa oportunidad. Y lo hizo como si yo fuera una adulta y no una niña de ojos muy grandes y rostro pecoso escuchandola asombrada - eso no bueno o malo. Todos somos graduaciones de grises. Mitad oscuridad y mitad luz.
Muchos años después escucharía la misma frase de los labios de mi abuela, para describir a mi madre. Para hablar de esa bruja fuerte de ojos verdes que no deseaba serlo. Ambas frases - escenas, momentos, emoción - se mezclaban en mi mente para crear una visión nueva no sólo mi madre sino también sobre mi misma. Un vinculo blanco y carmesí que nos unía a pesar de las diferentes.
- Mamá, ser bruja es parte de la manera como te comprendes en esencia - insisto ahora, en este presente de olores deliciosos y luz dorada de ciudad de espejos - No puedes arrancarte una pieza de tu historia para consolarte. Eres muchas cosas. Y ser bruja una de ellas.
Sí, quizás no debería insistir en la conversación pero lo hago. Porque crecí en medio de las discusiones silenciosas que ambas sosteníamos acerca de esa tradición antiquísima que debería unirnos pero en realidad nos separaba. De sus miradas desconfiada a mi cabello trenzado, a la estrella de cinco puntas en mi cuello. ¿Puedes huir de tu pasado siempre? me pregunto mirándola apretar los labios incómoda, los dedos pálidos apretando con más fuerza de lo necesario el cucharón de palo con que revuelve la salsa que se espesa. ¿Puedes huir de quien eres hasta encontrarte a solas, en un vacío extraordinario? No lo sé. Pero no quiero que ella lo haga. Quiero que deje de correr y huir. Que levante los ojos y me mire. A la niña que fui, a la mujer que soy. A la bruja en que me convertí, como ella.
- ¿Por qué para ti es tan importante que me llame de esa manera? - protesta. Y ahora comienza a disgustarse de verdad. Toma la copa de vino blanco que ha estado tomando a sorbos todo el rato y toma otro. Comedido, pequeño. Un saboreo. Todo en mi madre es contenido, comedido y elegante. Tan diferente a mi. A esa exuberancia torpe y exultante que llevo a todas partes. Esa sensación de asombro inocente que tanto me ha enseñado. Pero en mi madre, hay un silencio sin fronteras. Remoto. Una pieza mal encajada en un mecanismo interior que no logro comprender.
- No sólo es importante para mí, creo que lo es para ti también - le insisto. Ella sacude la cabeza, se seca las manos con un esponjoso paño de cocina. Sale hacia la pequeña terraza más allá con paso firme y tenso. La sigo de inmediato - Mamá, eso somos.
- Yo dejé de serlo.
- Mamá, ¿Recuerdas lo que decía mi abuela? Un espíritu de fuego jamás se consume porque el fuego en su interior siempre será mucho más poderoso que cualquier otro. Una bruja es una mujer que sobrevive a todos los dolores, a las angustias, a los terrores y a las esperanzas rotas. Y sobrevive porque tiene la fortaleza para hacerlo, para crear su propio camino. Tu lo hiciste. Y seguramente podrías hacerlo mil veces. No sé si desees llamarte bruja, pero eso es justo lo que eres.
Aferra las manos a la baranda del balconcete que se despunta hacia la calle, a la ciudad árida y dorada que se extiende bajo la montaña. El cabello le flota alrededor del rostro, despeinado por la brisa con olor a palabras y a vida que se extiende más allá de nosotras. Se ve tan joven, con su figura esbelta y su perfil firme. Pero también sabía, exquisita. La piel pálida cruzada por las primeras arrugas de la edad. Los mechones entrecanos brillando aquí y allá.
Y en ella, me encuentro a mi misma. La mujer que soy, que ella educó, que sostuvo, que amo y que sigue sosteniendo siempre que puede y como puede. Me hace sonreír el pensamiento: Mi abuela solía decir que cuando una bruja es madre, se vuelve devota del aprendizaje. Aún más de lo que ya lo era. Que mira a su hijo como su mejor obra de arte. Que asume el futuro a través de ella o él y construye las esperanzas según su sonrisa. Y mi madre siempre lo hizo: Juntas, a pesar de las diferencias y los enfrentamientos. Juntas a pesar de la distancia entre ambas, esa nítida brecha que siempre nos ha separado, dos lugares distintos desde el mismo camino a medio recorrer. Pero ¡como pesa la historia! como pesa la belleza de este amor salvaje, fuerte y complejo. Porque no hay nada sencillo en una bruja. No hay nada simple. Todo es hilos de fuego y pensamientos. Todo es historia y fortaleza. Una madre que es una hija. Una hija que es una madre. Ambas, unidas para siempre.
- No te engañes, no sobreviví por llamarme bruja a mi misma - dice mi mamá y lo hace en el tono duro de la pena, la angustia, esa furia acerada suya que siempre me sorprende - lo hice porque no tuve más remedio, no pude hacer otra cosa. Por ti.
Una vez, mi tia M. me dijo que toda bruja es como una llama que se aviva en los momentos donde las sombras se vuelven amenazantes. Que el impulso de su fuerza aumenta, se hace incandescente en medio del dolor. Nos encontrábamos sentadas en el ritual de Luna Llena, en la oscuridad del jardín antipático de mi abuela y la imagen fue muy clara: la mujer rodeada de oscuridad cuyas manos se alzan alrededor de la vela. La Luna púrpura en el cielo, el infinito tachonado de estrellas. Y somos una entre todas, solía decir mi tía. La vida que se abre y se cierra como un parpadeo vital. Somos fuego, somos flama, soy poder. Somos ideas, creatividad. Somos hijas del fuego que palpita en nuestro interior.
- Mamá, lo sé. Pero también sabes que dentro de ti hay un bosque se extiende en todas direcciones - empezó a sacudir la cabeza - no, escúchame ¿está bien? Un bosque de palabras, de conocimientos, de ideas extraordinarias. Un páramo de luz y sombra en el que puedo reconocerme. Una mujer que supo remontar el dolor para llegar al centro mismo de todas sus ideas. Y vencer. ¡Qué triunfo tan íntimo es ese!
Mamá toma una bocanada de aire. Mira hacia el azul nítido de esta Caracas nuestra, de esta circunstancia mínima que nos define sin querer. Cuando me mira, sus ojos brillan. Hay confusión, hay dolor. Pero también una plácida alegría. Una belleza limpia y pura. Un lozano poder interior.
- Tu abuela te hizo poeta.
- Toda bruja lo es un poco.
- Yo no lo soy.
- Pero eres todas las cosas que una bruja lo es aunque falte lo poeta - me burlo un poco. Ella acentúa su sonrisa. Extiende la mano hacia mi y me apresuro a sostenerla. Nos quedamos de pie allí, mirando la ciudad, escuchandola gritar y sonreír. Y de pronto, no hay frontera entre ella y yo. Unidas, abrazadas y rodeadas por una simple visión sobre nosotras mismas. Apoyo mi cabeza en su hombre. Ella me acaricia la cabeza. Pienso en todo lo bello y lo bueno que nos une y también, lo poderoso que nos separa. Pienso en los mundos interiores que se unen y se alejan para construir nuestra historia. Y eso me hace sonreír, la cabeza apretada contra su hombro. Su mano entre las mías.
- Mi madre solía decir que las brujas jamás se resignan. Que insisten, empujan, caminan contra el viento - me dice en un susurro - que avanzan contra la corriente, que vuelan con las alas rotas. Que una bruja es poderosa por su decisión de destruir para construir. De morir para renacer.
Sí, sé que mi abuela lo decía. Me lo dijo muchas veces a mi también.
- Eternas impeninentes - conteso. Mamá suelta una carcajada.
- Eternas rebeldes.
Un espíritu que remonta las montañas. Una mirada infinita hacia la esperanza.
Una forma muy antigua de magia.
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