viernes, 27 de mayo de 2016
Proyecto "Un país cada mes" Mayo: EEUU. David Foster Wallace.
Hablar de David Foster Wallace es hablar de escándalo, contradicción y locura. Hablar de su obra, una percepción en constante debate de quien fue este joven mártir de la palabra - se suicidó a sus escasos 40 y tantos años - o incluso, cuestionar su aporte a la literatura como elemento de rebeldía, contracultura y búsqueda de identidad. Y quizás también, hablar de David Foster Wallace sea un poco meditar sobre la medida de la palabra por la palabra, esa búsqueda incesante de encontrar un objetivo a toda producción literaria. Porque Foster Wallace, en la vida y en la muerte, simboliza un tumultuoso enfrentamiento entre la verdad, la mentira, el hecho literario y algo mucho más brumosa: la esencia misma de la literatura contemporánea.
Hace seis años, Foster Wallace sucumbió a la depresión. Por extraño que parezca, uno de los grandes escritores de la narrativa contemporánea estadounidense decidió que el consuelo de su talento, la fama aparejada a su extensa obra literaria y el unánime reconocimiento del que gozaba, no era suficiente para consolar el profundo sufrimiento existencial que lo sofocaba desde hacia décadas. Un pensamiento inquietante, si se tiene en cuenta que Foster Wallace no solo encarna al ideal americano del escritor rebelde, sino además al libre pensador por excelencia. Al momento de morir se le consideraba en buena parte del mundo con uno de los cronistas más brillantes de su generación y sobre todo, un escritor con necesidad de renovar ese equilostado mecanismo de la literatura contemporánea. Y es que Foster Wallace, luchó en silencio contra sí mismo por tanto tiempo, que esa batalla anónima pasó desapercibida en medio de su éxito como escritor. De manera que todo lo que sobrevive a su leyenda en una sensación de asombro, a mitad de camino entre el asombro que provoca su muerte prematura y el desconcierto, por esa contradictoria visión del mundo que nos deja su obra.
Porque Foster Wallace representa esa literatura que redime y destruye. Un héroe maldito de su propia percepción del verbo creador. Un hombre extraordinariamente prolífico que paladeó lo esencial de la palabra como vehículo creador y que tal vez, reinventó lo más básico de la idea para brindar sentido a algo más amplio y turbio. Y es que quizás, en esa Rebeldía del símbolo que no madura, que no asume su idea de inevitable transformación, sea una de sus más reconocibles características. Una juventud inquietante e irritante: leer un texto de Foster Wallace siempre deja una sensación de que algo está incompleto, que en el enciclopédico saber del escritor, falta una pieza, quizás muy pequeña para que el mecanismo de su mente sea por completo funcional. Sin duda, es esa pequeña excepción, ese fragmento de imperfección lo que hace su prosa hipnótica. Porque si algo dejó bastante claro Foster Wallace, en su apresurada necesidad de desmenuzar el mundo en palabras, de esculcar la realidad a través de escenas y circunstancias, es que la literatura dura y pura siempre será un reflejo de la inquietud más secreta de quien esgrime la pluma.
Quizás el mayor talento de Foster Wallace era el de brindar interés a cualquier tema que tocara: incluso lo más sin sentido, aún los que no parecían tener relación alguna entre si. Y es que Foster Wallace creía en la palabra como creadora, así sin más, sin medias tintas. La palabra al servicio de la imaginación, la idea que se construye así misma como vehículo de expresión. De manera que escribía todo lo que podía, sin tomar un respiro para el análisis, o quizás llevándolo a cabo con esa necesidad de evasión del que huye constantemente de su propio abismo. Palabra tras palabra, Foster Wallace construyó una obra llena matices y paradojas, tan formidable como confusa. Porque para Foster Wallace la palabra - el hecho de escribir - dignificaba incluso las ideas más simples, la visión más leve del mundo. La breve visión del que escribe como devoto de la creación en estado puro.
Ejemplos sobran: Foster Wallace fue pródigo en demostrar que la palabra era la herramienta esencial para comprender - y asumir - esa vieja herida humana de la vanidad rota por la imperfección. Para Foster Wallace, todo merecía ser contado, demostrado, observado atentamente desde la óptica del que teme y del que se reconstruye. Todo podía convertirse en una buena historia, incluso lo más nimio. En ocasiones me pregunto si el escritor, sentía una necesidad irreprimible de traducir lo que le rodeaba a palabras, de elaborar un cuidadoso mapa de ruta a través de la cultura y sus implicaciones, para encontrarse así mismo. Una idea abrumadora pero en la que Foster Wallace parece insistir con frecuencia: desde los textos incluídos en la recopilación "Hablemos de Langostas" (donde viaja a cubrir el Festival Anual de la Langosta en Maine y terminó creando una recopilación de ensayos de diversa indole) hasta "En cuerpo y en lo otro", una quincena de textos de intenciones multiples, que deja bien claro que para Foster Wallace, la escritura no es solo el hecho concreto de escribir, sino algo más inquietante y sustancial. Una manera de mirarse, comprenderse y construirse a través de la narración.
Durante los últimos años de su vida, Foster Wallace luchó contra sí mismo. Una guerra sorda: las dosis de depresivos dejaron de tener efecto, y su tristeza que no era tal - más bien, furia creadora - alcanzó su punto álgido. Escribió más que nunca. Llamó al lenguaje "Su Dios". D.T. Max, uno de sus biografos, insiste en que la única creencia cierta que alguna vez profesó Foster Wallace fue hacia el lenguaje, su poder casi divino para crear "de la nada y por la nada" los pensamientos, el mundo. Incluso la misma realidad. Se obsesionó con la gramática, luchó una batalla a ciegas contra ese lenguaje del yo divino que se le escapa entre los dedos: “Si todo lo que tenemos como mundo y como dios son palabras, debemos tratarlas con cuidado y con rigor: debemos adorarlas”, insistió más de una vez.
Y entre palabras murió: su obra le precede y le sustituye. Consagrado en la muerte sin la torpeza de la vida, Foster Wallace se ha convertido en el simbolo de esa necesidad del escritor por encontrar sentido a la palabra, más allá de si mismo, en la visión del tiempo que vivió y más allá de él. En una ironía que quizás podría muy bien nacer de la imaginación del escritor, Foster Wallace murió pero le sobrevive quizás lo que siempre detestó: su propia historia.
Como siempre, si quieres las obras de David Foster Wallace, déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te lo envío.
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