miércoles, 29 de junio de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: La lucha anónima por el Referéndum Revocatorio Unas reflexiones sobre lo ocurrido sobre las jornadas de autenticación de firmas.




La calle tiene un aspecto sucio y descuidado, con las aceras de concreto rotas, la basura acumulándose en las esquinas y charcos de agua sucia en zigzag. Cuando me detengo junto a la fila que se extiende unos metros por la esquina hacia el enorme edificio que se levanta más allá, una anciana me dedica una mirada entusiasmada.

—¿Viene a validar?

Se refiere claro, a la validación de mi firma para revocar a Nicolás Maduro. Un acto administrativo —en palabras del Consejo Nacional Electoral, el poder encargado de los eventos electorales en mi país— que reafirma la intención ciudadana de participar en un futuro revocatorio. Pero por ahora, sólo se trata de demostrar que la firma que estampaste en el papel te pertenece y sumar voluntades para activar el proceso. Parece un acto sencillo, pero en realidad, no lo es. O al menos, el CNE se asegura que no lo sea.

—No, sólo vengo a traer a mis amigos —señalo hacia el otro lado de la calle—, yo no puedo hacerlo. Mi firma no fue aceptada.

La anciana asiente comprensiva —fui uno de los millones de venezolanos a quienes le ocurrió lo mismo— y luego sigue mi mano extendida hacia la pareja joven al fondo de la ya larga fila. Ambos me saludan con una sonrisa. Es lunes por la mañana y hemos decidido acudir al puesto de validación para asegurarnos de llevar a cabo el trámite. Ninguno creyó que encontraríamos una multitud como la que aguarda, pero aún peor, tampoco creyó que resultaría complicado estar allí, sólo aguardando. A la multitud de ciudadanos a la espera, se suma el lugar en que se encuentra el punto automatizado de votación: Uno de los peligrosos barrios caraqueños. No será sencillo la espera bajo el sol en plena calle. Supongo que fue ingenuo esperar que lo fuera.

—No importa, mija. Vamos a tratar que esto avance rápido pero… no le aseguro nada. Vamos a tener paciencia y a tratar que todo salga bien.

La anciana me muestra la insignia de cartón que la identifica como voluntaria opositora. Lo hace con un gesto amable y casi humilde. La miro con admiración: tendrá unos muy mal llevados cincuenta años o unos saludables sesenta, según se mire. Lleva ropa deportiva y una gorra de paño para protegerse del sol. Cuando me toma del brazo y me señala el lugar donde un grupo de desconocidos espera, me sorprende su energía.

—Allí se quedan los que vinieron a traer a la gente. Siéntese y tómese un poquito de agua, que esto va pa’ largo.

Se refiere claro, a la red de voluntarios que tomamos la decisión de ayudar por cualquier medio en la recolección de firmas, una vez que comprobamos no podíamos participar en el proceso. Se trata de una exclusión maliciosa, sin ningún otro motivo que una serie de disposiciones que el CNE decretó sin consulta y mucho menos sin precedentes. De las casi dos millones de firmas que la oposición venezolana entregó para activar el proceso Revocatorio, casi 600 mil fueron desechadas por motivos tan poco claros como «poca tinta» en la huella dactilar que la acompaña, la firma poco legible, un encabezado que no incluyera bien claro el cargo de Nicolás Maduro. Nunca supe que ocurrió con mi intención de validar: en el escueto mensaje de la página del CNE no se explica el motivo de la exclusión. Sólo lo deja bien claro. De manera que como tantos otros, frustrada y envalentonada por mi decisión de participar, decido llevar en automóvil a varios de mis conocidos a validar la firma. Lo hago sin otra intención que demostrar al poder político —esa figura abstracta y confusa que es todo en Venezuela— que no puede doblegarme, que todavía tengo deseos de luchar a pesar de casi veinte años de frustración.

Dicho así, parece algo romántico, casi idealista. Pero no lo es. Se trata de una lucha diaria, por conservar y lograr espacios de opinión y expresión en un país donde la ideología los controla casi todos. Nada es sencillo es Venezuela, nada es fácil ni mucho menos, civilizado. El gobierno maniobra con el control sobre las instituciones, sobre cada elemento que forma y sostiene la vida cotidiana. No hay nada en Venezuela que no esté contaminado con el debate ideológico, partidizado y convertido en instrumento de propaganda para el Gobierno Chavista. Como si se tratara de una red de intrincadas conexiones de presión y violencia, en mi país la censura, la lealtad debida y el estigma político está en todas partes.
El grupo de los voluntarios es numeroso. Hay jóvenes y viejos, hombres y mujeres. La mayoría me mira con curiosidad cuando me siento en el improvisado circulo de sillas de plástico que rodea una mesa con una pata corta que se tambalea. La anciana que me acompaña anuncia que «el día va para largo y que hay que tener coraje». Una pequeña salva de aplausos celebra sus palabras.
—Ya vengo con agua, no se muevan de aquí… pa’ no complicar la cosa.

Mira el barrio que nos rodea y nadie tiene que preguntar a qué se refiere. Nos encontramos en uno de los lugares más peligrosos de la ciudad: a la derecha, una angosta calle se eleva en curvas hacia la primera escalera del Barrio San Agustín, que con sus seis mil habitantes, tiene uno de los más altos índices de delincuencia en Caracas. Es una zona complicada incluso para sus habitantes, ya no digamos a este grupo de desconocidos que de pie y en fila que esperan con cierta impaciencia.
—Esto es mala intención —dice la mujer sentada a mi lado cuando la anciana se va—. ¿Había necesidad de poner un punto de validación aquí? ¿En este barrio tan chavista?

Sacudo la cabeza, preocupada. Durante toda la semana, he leído y escuchado declaraciones de voceros de la oposición explicando que las reglas impuestas por el CNE para la validación de firmas son injustas, partidistas y limitantes. Que no ayudan a la realización del proceso, sino que más bien lo ralentizan y lo convierten en una cadena de obstáculos complicada de vencer. Pero no podía imaginar hasta que punto la logística del evento tiene la única intención de entorpecer la validación hasta que me encuentro bajo el sol inclemente, rodeada de pequeños grupos de vecinos que me señalan y protestan en voz alta. Una mujer delgada y de rostro nervioso nos insulta desde una de las esquinas «escuálidos de mierda», mientras un grupo de hombres nos mira entre el malestar y el rechazo. No, esto no será sencillo, pienso con nerviosismo. Y fui muy ingenua al creerlo.

El proceso de validación en sí no es engorroso, pero la forma como el CNE lo organizó, lo hace serlo. Han transcurrido dos horas desde que llegué con mis amigos y aún nadie avanza en la fila. Al parecer, los funcionarios del CNE se toman las cosas con calma al momento de comenzar el proceso. Alguien comenta en el grupo donde me encuentro que desde las nueve de la mañana, nadie ha podido acceder al interior del edificio de la jefatura donde se llevará a cabo la validación.

—Están calibrando las máquinas, dicen. Luego era que estaban ordenando la data. Ahora toman un café antes de comenzar. Y nosotros aquí.

El hombre que explica lo anterior llegó a la fila casi a las siete de la mañana, una hora antes de comenzar el proceso según el cronograma del CNE. Trajo a su hija y a su esposa porque como yo, su firma —e intención— fue excluida por motivos pocos claros. Nos cuenta al llegar, los policías que custodian el edificio administrativo les recomendaron volver más tarde. «Aquí les puede pasar cualquier cosa, mejor vuelva después».

—¡Y me lo dice un policía! —dice con una sonrisa sin humor— pero yo dije: Si me voy no regreso. Y me quedé.

Levanta el vaso de plástico con agua que sostiene y sonríe con esa rara terquedad que fomenta la serie obstáculos que atraviesa cualquier decisión política en el país. Hay una rabia contenida, una frustración dolorosa en ese gesto tan simple. Pero también una voluntad que sorprende. Que al menos a mi, me conmueve. Quizás porque la reconozco como propia.

El tiempo transcurre con lentitud. La fila sigue sin moverse. Son casi las once de la mañana, cuando un nervioso voluntario de la Mesa de la Unidad Democrática —órgano que aglutina a la oposición venezolana— se acerca a quienes aguardan y explican el motivo del retraso: Al parecer hay problemas de «transmisión de datos» que ralentizan el proceso. Hay un murmullo general de desánimo y una que otra imprecación en voz alta. El grupo de vecinos que continúa observándonos —¿vigilándonos? me pregunto con cierta paranoia— levanta palmas y corea viejas consignas electorales.

—¡Es que no van a poder hacer nada! ¡Maduro se queda coño! —grita alguien— ¡Vayanse pa’ su casa!

Pero nadie se mueve. De hecho, la fila se hace más compacta, cierra filas como para protegerse. Vuelvo al circulo de quienes esperan y noto la frustración, muy cercana y real. Una sensación a la que todo venezolano que se opone al chavismo se acostumbra, con la que intenta lidiar. Pienso en todas las ocasiones en que he sentido esta impotencia mezclada con miedo, esta sensación que el país me agrede, me deja sin voz. La rabia me cierra la garganta. Me pregunto como podremos vencer esta maquinaria de odio y resentimiento bien aceitada que el gobierno ha construido. Como podré lidiar con esta insistente sensación de ser extranjera en mi país.

—¿Qué se piensa el gobierno? ¿Que va a poder conmigo? —dice la mujer a mi lado con los dientes apretados— Que va, aquí me voy a quedar como sea. ¿Quién coño se ha creído?

Nos quedamos entonces, esperando. No hay otra cosa que hacer ni otra manera que colaborar. El proceso sigue detenido y llega a las doce del mediodía, hora en que el grupo de funcionarios se toma una pausa para el almuerzo. Pero nadie de los que esperan en fila o quienes aguardamos por ellos, nos movemos un paso. A pesar del calor sofocante, del peligro en la calle. De las provocaciones de los desconocidos que nos señalen e insulta por el mero hecho de encontrarnos allí, a la espera de ejercer un derecho que en cualquier otro país sería natural, pero que en Venezuela es una osadía, un atrevimiento que el poder y quienes le apoyan no perdonan. Me armo de paciencia, de algo parecido al valor y sigo esperando. Lo que haga falta, pienso mientras un anciano malhumorado reclama a la fila «hacer creer que aquí estamos contra el Comandante Chávez, cuerda de hijos de puta». El odio es real luego de veinte años de ideología del resentimiento, pero nunca deja de doler.

San Agustín fue una zona chavista durante casi dos décadas: no sólo hubo votaciones masivas en apoyo a Hugo Chávez Frías sino que además, es uno de los lugares que recibió algunas de las pocas obras de las cuales se vanagloria la Revolución: El Metrocable, que permite el traslado de los habitantes de la parte más alta del Barrio hacia la ciudad. Sin embargo, en las últimas elecciones legislativas, la votación demostró un abrumador apoyo a la oposición. Una tendencia inédita por rechazar las políticas gubernamentales y sobre todo, la crisis coyuntural que afecta al país. Pienso en las cifras mientras el grupo de hombres que nos observa camina hacia un toldo rojo unos metros más allá. ¿Son en realidad vecinos? Me pregunto mientras los veo poner enormes cornetas y conectar un sofisticado sistema de sonido junto a la calle. ¿O se trata de otra provocación?

De pronto, un estallido de música estridente lo llena todo. Es como un eco, atrapado en la calle angosta y las altas paredes de la jefatura. Reconozco de inmediato el estribillo agotador, el insoportable machaqueo de la consigna: se trata de una de las viejas canciones de campaña de Hugo Chávez. Por años, las he escuchado en momentos de insoportable tensión: en medio de ataques a votantes, como estribillo de grupos de atacantes contra los que esperan para ejercer su derecho electoral. Con insoportable insistencia en calles y avenidas. Ahora, se convierte en una ola acústica que lo llena todo, que te recuerda que te encuentras en territorio hostil y peligroso.

—¡Se montaron un punto rojo! —grita la anciana coordinadora, refiriéndose al toldo partidista de donde proviene la música— ¡Hay que aguantar un poquito mi gente! ¡Nadie dijo que esto sería fácil!
No lo ha sido desde el primer día que la iniciativa del revocatorio llegó a la calle. La oposición venezolana —esa gran masa de descontento genérico que sufre y padece la crisis— se aglutinó alrededor de la propuesta con una determinación desesperada. Es esto o fuego. Es esto o sangre. Es esto o guerra en las calles. Así parece resumirse el largo proceso que nos ha traído hasta aquí, en medio de esta calle agresiva que nos recuerda que el país está partido en dos partes desiguales, que somos enemigos por el color de la camiseta. Que el Revocatorio es sólo el símbolo de esa necesidad de cambio a la que el Gobierno se enfrenta con todo su poder. Y la música sube, se hace ensordecedora. Y pienso que sí, que nadie dijo que sería fácil. Pero tampoco que sería este enfrentamiento directo con el odio, con el rechazo, con el terror político convertido en arma concreta.
Siento miedo —¿cómo no sentirlo?— pero también una obstinada decisión de seguir allí, a pesar de todo. Así que me siento de nuevo en la silla de plástico, soportando lo mejor que puedo el escándalo. La cola sigue sin avanzar y cuando miro por encima de las cabezas del grupo, miro a mis amigos de pie, con el rostro enrojecido y cansado. Pero sonríen. Ambos lo hacen. Mi amiga levanta el brazo y lo sacude con energía. Mi amigo se cubre los ojos con la mano y lo veo a la distancia decir algo que me lleva esfuerzo comprender. Los labios se mueven de nuevo. «Vamos pa’ encima». Sonrío aunque no quiero. Me reconforta ese valor discreto, aunque no sé por qué.

Seguimos esperando. A la una de la tarde, el proceso comienza. La fila avanza con una lentitud rítmica, mientras la música sigue golpeándonos, recordándonos donde estamos. Los vecinos nos miran desde las ventanas. Una niña nos contempla junto a su madre desde la fachada de un viejísimo edificio que se cae a pedazos, unos metros más allá. Me pregunto qué pensará sobre nosotros, sobre este grupo de desconocidos con aguardan expuestos al sol, con las manos abiertas. Si su madre le explicará quienes somos y que hacemos y que le dirá. ¿Somos enemigos? ¿Ingenuos? ¿Apátridas? El pensamiento me deprime y me miro las manos para olvidar que están allí, contemplando.

Los problemas se multiplican en la fila. A los provocadores de la música estridente, se une un sujeto desconocido con una cámara en la mano. Se escuchan protestas y gritos de furia. Alguien pide calma. El sujeto insiste con la cámara. Enfoca los rostros de quienes esperan, sonríe con un placer sardónico que me revuelve el malestar y el mal humor. Cuando se acerca, levanto el dedo medio y no dejo de mostrárselo hasta que deja de enfocarme. Me mira con sus ojos pequeños y oscuros.

«¿Sabes que te puedo joder por eso escualida?» —grita, tratando de hacerse escuchar encima del escándalo. Miedo otra vez. Pero también rabia. Levanto ahora los dos dedos, acercándolos tanto a su cara que tiene que retroceder para evitar le roce la piel. Insiste en grabarme. La cámara me mira, me memoriza. Me pregunto a dónde irá mi imagen. Qué representaré cuando me muestren.

Aparece un Guardia Nacional Uniformado y camina hacia donde nos encontramos. Hay muy pocos custodiando el proceso y la mayoría no se inmuta por el hombre de la cámara o el escándalo del toldo partidista. Pero este es un hombre mayor que parece muy incómodo por todo lo que ocurre a su alrededor. Me mira y después al hombre de la cámara. Levanta la mano y cubre el lente de la cámara.
—Basta ciudadano, deje la provocación.

Le escucho con claridad, a pesar de la música machacona. El hombre lo mira sorprendido e incrédulo. Sé por qué lo hace. Por años, los funcionarios uniformados han sido defensores de lo indefendible, cómplices de la ideología y el ataque. Con un gesto lento y provocador, el hombre desvía la cámara de mi rostro y ahora graba al militar. Directo al pecho, donde se distingue la chapa con su nombre.
—Le he dicho que deje la provocación, vamos saliendo de aquí.

El militar toma del brazo al hombre de la cámara, que se sacude y gesticula. Y de pronto, una salva de aplausos y gritos se escucha a mi alrededor. La fila entera celebra aquel breve momento de orden, ese pequeño gesto de firmeza en medio del extraño caos en que nos encontramos. El hombre de la cámara continúa protestando pero por último, obedece. Lo hace a regañadientes, con la cámara aún filmando, en una rebeldía arrogante. Levanto de nuevo el dedo medio cuando me enfoca en un gesto rápido. Me da la espalda, furioso y humillado.

Comienza a llover. Son las dos y un poco más de la tarde y mis amigos ya se encuentran a mi altura. Ella tiene el rostro enrojecido por el sol, él tiene pinta de agotamiento. Pero siguen allí, mirando al frente. Como si no les afectara la llovizna de verano, el escándalo en la calle. Las miradas desconfiadas de la gente que camina de un lado a otro. Y ese valor sencillo me reconforta, me hace sonreír.

—Yo vine del 23 de enero para validar aquí no sea que me hagan algo allá —está contando una de las mujeres en la fila— prefiero venirme a donde no me conozcan. Y lo hago porque quiero cambio.
Tendrá unos sesenta años, el cabello blanco recogido en una cola de cabello suelta, la ropa deportiva gastada y un poco arrugada. Y sonríe. Sonríe cuando escucha al hombre a su lado decir que si hoy no logra validar, seguirá intentándolo a diario hasta que pueda. Sonríe cuando una muchacha muy joven insiste en que es «su deber» estar allí. Que quiere validar y lo intentará todas las veces que haga falta.
—Es que no nos para nadie —añade— esto es lo que va a cambiar el país.

La música me marea un poco. En el toldo rojo, un grupo de vecinos recibió al hombre de la cámara, que sigue mirando a donde nos encontramos de vez en cuando. Alguien sacude los brazos, como si quisiera medir la longitud de la fila. Cuando miro hacia atrás, me sorprende comprobar que se extiende casi dos cuadras más allá. Y nadie se mueve, todos perseveran.

—No importa si hay que esperar lo que sea —insiste la muchacha— pero se hace. Quiero cambio.
Deja de llover, regresa el sol. Son las tres en punto de la tarde cuando mis amigos logran entrar para validar su firma. Me quedo junto a uno de los voluntarios de la MUD observando a los que entran y salen. Hay miedo, hay entusiasmo, hay terquedad. El hombre sonríe cuando se lo digo.
—Mire mija, no hay nadie que nos detenga. Si hay que venir cien veces, se viene —me dice— ¿Yo? Ni siquiera tengo que estar aquí. Soy un abuelo, pero me ofrecí porque me robaron mi firma. Pero dije ¿me quedo en mi casa? No. Venezuela quiere cambio. Yo lo quiero.

El militar en la puerta de la jefatura nos mira con rostro cansado. El voluntario me explica que la organización militar es innecesaria, que se trata de un acto civil y que no entiende la custodia, la voz del mando del militar. Encoge los hombros.

—Por eso revoco también ¿sabe mija? —me dice— Estoy harto de este verde oliva que se impone.
La música sigue. Ahora son canciones de protesta las que se escuchan hasta la extenuación. De pronto, varios de los hombres y mujeres del Toldo cruzan la calle y comienzan a lanzar insultos a quienes nos encontramos en la cola y en sus alrededores. Nos llaman de todo, nos acusan de lo inimaginable. Alguien arroja basura. La fila que aguarda ondula, se mueve para protegerse. Pero nadie se va. A pesar de este miedo, de esta angustia.

Cuando salen mis amigos, apenas tenemos tiempo de celebrar el deber cumplido o comentar impresiones. El grupo de violentos grita cada vez más enfurecido y uno de los militares nos escolta entre ellos para llegar a nuestro automóvil. Corremos entre la basura que arrojan y los gritos, con una sensación de irrealidad. Cuando miro hacia atrás, distingo al hombre de la cámara, grabando nuestra huida con una sonrisa de satisfacción.

Logramos llegar a nuestro automóvil. Mi amigo me cuenta que el proceso es rápido pero que los funcionarios del CNE lo retrasan. «Lo hacen adrede» comenta con la voz cansada. «La maquina se reinicia sin que nadie sepa por qué. Discuten entre sí —me explica mi amiga— pero nosotros insistimos. Hay que insistir».

—Nadie dijo que sería fácil —dice entonces— pero hay que hacerlo.

Otra vez la misma frase. Como un eco, como un recordatorio. Como una meta que también debe conseguirse. Pienso en eso cuando avanzamos por la calle. El grupo de vecinos vociferantes se replegó hacia el toldo rojo. La música continúa estridente, como un tamborileo desagradable con el que se hace cada vez más complicado lidiar. Pero la fila sigue allí inmutable y la esperanza también. Imagino a todos los que aún esperan en filas alrededor del país. A los que como yo, intentan ayudar a ese cambio, a esa noción de transformación que todos asumimos necesaria. Y a pesar del miedo —siempre está allí— sonrío. A pesar de todo, sé que el cambio comienza en esta terquedad, en esta sencilla y estoica decisión de permanecer a pesar de todo.

Una batalla silenciosa y anónima. Una nueva mirada hacia el futuro.

Una mirada renovada hacia el país ideal.

***

Actualización: El día viernes 24 de junio a las 11:00 am, luego de cinco días de un proceso lento y complicado, saboteado por el partidismo y por decisiones arbitrarias del ente comicial venezolano, finalmente se logró validar las firmas necesarias para comenzar el largo recorrido del proceso revocatorio.

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