martes, 14 de junio de 2016
Crónicas de la ciudadana preocupada: Rehén en el país de las balas.
En Venezuela, se vive con miedo. Una sensación perenne que te acompaña a todas partes y en todo momento. Tal vez se trata de instinto. Una primitiva concepción del peligro o de algo más complejo: comprender que el país donde vivo se transformó en una amenaza, con todas las implicaciones que eso tiene. Cual sea la respuesta, el miedo siempre está allí, como al acecho. Una amenaza invisible que define como miro a la Venezuela que heredé luego de veinte años de chavismo.
Pienso en lo anterior, mientras camino por la calle con los brazos apretados contra los costados del cuerpo y paso rápido. Miro a mi alrededor con nerviosismo, me aseguro que nadie me siga o me dedique miradas insistentes. Llevo el bolso aferrado con el brazo derecho con tanta fuerza que me resulta incómoda la presión sobre la piel. Pero sobre todo, me apresuro. Temo. Me recuerdo que estoy en peligro. Que no hay un lugar seguro en esta Ciudad árida, inhóspita y violenta.
— A los Venezolanos se les reconoce donde sea que se encuentren por la paranoia — me dice mi amigo P. , quien emigró a Uruguay hace más de un año y suele comentar que aún no puede superar lo que llama “el síndrome Venezolano” — me ocurrió nada más llegar. Todo el mundo me preguntaba el motivo del nerviosismo, la preocupación constante. El miedo. Siempre el miedo.
P. sacude la cabeza desde la pequeña ventana del Skype y sonríe con tristeza. Unos meses antes de emigrar, fue secuestrado y por seis días, estuvo en cautiverio, mientras su familia trataba de reunir una fracción de la millonaria suma que exigían por su rescate. Por último, fue liberado ileso en una zona popular de Caracas. Suele contarme que sigue sufriendo de vívidas pesadillas sobre los días en que le mantuvieron maniatado en una habitación con piso de tierra y el miedo que pasó, convencido que sería asesinado en cualquier momento. “Varias veces, pensé que ya estaba muerto y no lo sabía” me dijo en una ocasión, con lágrimas en los ojos. “Y eso me pareció un alivio”.
— Somos una generación traumatizada. Llevas el pánico y la desconfianza como parte de todo lo que haces y eres — continúa — no te consuela el nuevo país, las calles tranquilas, la normalidad que te encuentras al salir de Venezuela. El miedo está allí, en todas partes.
Venezuela es el tercer país más peligroso del mundo y Caracas, la segunda ciudad más violenta según la organización no gubernamental Observatorio Venezolano de Violencia (OVV). El índice de homicidios aumenta de manera vertiginosa con cada año: en el 2013 la tasa de homicidios era 79 por cada 100.000 habitantes. Para el 2014 la cifra alcanzó una cifra récord de 90 muertos. Según el último informe publicado por la página web de la OVV, el 2015 cerró con casi 27.875 víctimas de la violencia. Se teme que para el 2016 la cifra aumente al doble.
Pero la estadística es incapaz de plasmar el clima de terror que se vive en una ciudad donde la mayoría de los habitantes ha sufrido o sufrirá por la inseguridad o la violencia institucionalizada. La violencia en Venezuela es parte del cómo se vive, de la manera como se maneja el día y día y sobre todo, cómo se percibe el ciudadano. Nadie está a salvo de la constante sensación de amenaza y lo que es aún peor y más complicado de explicar, de la certidumbre que eres víctima — o lo serás — en medio de una crisis social, judicial y legal que acentúa la impunidad y la amenaza.
— Todo Venezolano está entre dos cosas: esperando que lo maten o deseando que no lo hagan — me dice mi amiga J. cuando hablamos sobre el tema. Está a punto de emigrar a Ciudad de Panamá y decidió no salir del pequeño apartamento de sus padres hasta el día de vuelo. Puro miedo, me explica — Uno ya no sabe si se está volviendo loco o simplemente, así se debe vivir en un país como el nuestro.
Cuando tenía dieciocho años, J. recibió un disparo en el pie derecho durante un asalto a las puertas de un Centro Comercial de la ciudad. El asaltante además, la golpeó en el rostro y le rompió la mandíbula cuando comenzó a gritar de dolor. Por entonces, ambas éramos compañeras de clase en la Universidad y recuerdo el terror que me provocó su historia y sus largos meses de convalecencia. Cuando años después nos hicimos amigas, me conmovió esa necesidad suya de enfrentarse al trauma sin lograrlo. A medio camino entre la resistencia y el terror al lugar donde vives, a lo que te define. Quizás a ti mismo.
— Que te jodan la vida tan jovencita hace que te conviertas en un adulto resentido y traumatizado . Creces muy consciente del país violento y despiadado donde naciste. No hay consuelo para eso — me explica en voz baja. Una cicatriz rosa y delgada le cruza la mejilla hacia el labio inferior: tuvo que soportar varias cirugías reconstructivas para curar la fractura de la mandíbula. Cuando camina, lo hace con un leve cojeo debido al disparo en el pie, del que no logró recuperarse por completo. — llevas el desamparo como una segunda piel. No puedes evitarlo.
J. no volvió a la universidad después de la agresión que sufrió o al menos, no de inmediato. Por casi tres años, luchó contra el miedo, la indefensión y la secuelas psicológicas y físicas del disparo. Cuando lo hizo, jamás pudo superar la sensación de encontrarse en constante amenaza. Se convirtió en lo que ella misma bautizó como “Una minusválida del terror”. Era frecuente verla sentada junto a su padre, que la acompañaba a todas partes, en el Campus de la Universidad. O de pie, en medio de las aglomeraciones habituales de estudiantes frente a los salones, con la mirada prudente y sobresaltada de la víctima. Había algo frágil y duro en sus manos apretadas contra el pecho, en los hombros rígidos de terror. En esa vulnerabilidad temible que parecía aplastarla.
— ¿Cómo superas saber que un desconocido te puede meter un plomazo porque no sacaste la cartera muy rápido para dársela? — me dijo en una oportunidad con lágrimas en los ojos — ¿Cómo superas saber que te puede ocurrir de nuevo? ¿Qué no puedes defenderte o protegerte?
La J. adulta, sigue aterrorizada. Mientras caminamos por el Centro Comercial donde nos encontramos, mira sobre el hombro, se detiene para asegurarse que nadie nos siga. En una ocasión se niega a continuar caminando hasta que un hombre desconocido que lleva unos cuantos minutos caminando unos pasos por detrás de ambas, sigue de largo en el mismo pasillo donde nos encontramos. Intercambiamos una mirada preocupada y cansada cuando lo hace.
— ¿Cómo se puede vivir así? — pregunta en voz baja, más para si misma que para que yo le escuche — ¿Cómo se sobrevive a esto?
Sacudo la cabeza, sin saber cómo responder, si es que tiene alguna respuesta. Cuando seguimos caminando, reprimo el impulso de mirar sobre el hombro otra vez, para asegurarme que el desconocido no nos espera a la siguiente esquina. Que no hay nada que temer entre esta multitud de paseantes domingueros.
Pero al final lo hago, claro. Una rápida mirada nerviosa. Y siento verguenza al hacerlo.
***
Salvo Venezuela, la tendencia de todos los países de la región ha sido a la disminución en el número de homicidios. Eso, a pesar que Brasil y México, los gigantes del continente, padecen el azote del narcotráfico y también de la sectorización de la violencia en zonas (algunas muy seguras y otras muy peligrosas). En el caso de Venezuela, la violencia está en todas partes: desde la zonas populares donde la inseguridad es un hecho endémico e histórico hasta en las zonas más exclusivas, donde la amenaza parece multiplicarse en delitos más sofisticados como secuestros y asaltos a residencias. Caracas padece de un tipo de violencia que no excluye a nadie y que parece incrementarse a medida que el deterioro general de las condiciones de vida se recrudece. El hampa común y el crimen organizado parecen convertirse en un único azote y una circunstancia abrumadora con la que el ciudadano debe lidiar lo mejor que puede, la mayoría de las veces sin lograrlo.
Porque la violencia te cambia. De tantas formas que te hace irreconocible, como si su constante presión te deformara a niveles que no imaginas. Te limita, te encierra, te hace un rehén en tu propio espacio, en las costumbres, en lo cotidiano. Te devasta, te deja heridas abiertas imposibles de curar.
Dicho así, tiene algo de poético, una metáfora casi dramática de una situación insostenible. Pero en realidad es una manera de vivir, una forma de soportar el miedo como forma de vida. En un país donde parece existir una bala para cada ciudadano, la violencia no es solamente lo percibe, sino la agresión invisible, la que desgasta, te deja sin la capacidad de enfrentarte a ella. La que te obliga a construir tu vida alrededor de los límites que construye. De las puertas cerradas.
Lo pienso mientras miro cómo colocan una segunda reja de seguridad en el edificio donde vivo. La primera cierra la entrada principal y la muralla que rodea el jardín. La segunda es mucho más alta que la anterior, también rodea el muro y también, la pequeña área de juegos infantiles que daba hacia la calle. La nueva estructura además está electrificada. El operario que la instala cuelga un cartel de un chillón color amarillo donde se advierte que la cerca puede generar 10 mil voltios y su contacto es potencialmente mortal. Y me sorprende el alivio malsano y casi grotesco que siento al leer la advertencia. Lo implica que me sienta protegida con la posibilidad que alguien pueda ser electrocutado por la instalación.
— No mija, no te sientas culpable — dice una de mis vecinas cuando lo comento. Me dedica una mirada entre incrédula e irritada — ¿tu crees que esos mierdas tendrían compasión de ti si entran a atracar? Olvídate de eso. Vivimos en la cultura del más fuerte.
Hace dos años, sufrí un asalto mientras me encontraba en un vehículo de trasporte público. Un desconocido levantó un arma y me apuntó en pleno rostro porque comencé a llorar de miedo. Recuerdo su mirada enfurecida, la mano temblorosa con que sostenía el arma. Y el sonido del metal cuando apretó el gatillo. Un chasquido metálico que llenó el mundo y me provocó un tipo de miedo que jamás olvidé o mejor dicho, que jamás pude superar. El arma no se disparó por alguna razón que desconozco. El sonido metálico se repitió dos veces más hasta que el sujeto comprendió que no podría matarme. Y entonces, en un supremo gesto de frustración y desprecio, me golpeó en la cabeza con la culata. Un golpe seco, no muy fuerte, pero tan humillante que me provocó más dolor de la conciencia de la muerte. Comprendí que aquel desconocido — un muchacho varias décadas más joven que yo — le encolerizaba no poder asesinarme. Como si perdiera la posibilidad de un triunfo que yo no podía comprender en realidad.
El recuerdo me cierra la garganta. Siento el miedo fluir lentamente, sofocarme. Miro otra vez la reja electrificada, su aspecto imponente, como de cárcel. En alguna parte leí que en Caracas, se ha quintuplicado el uso del artefacto, así como de guardaespaldas y escoltas motorizados. Que al menos el 78% de la población está armada, sin porte de armas ni entrenamiento para el uso de un arma de fuego. Un panorama escalofriante en medio de una situación cada vez más crítica.
— Aquí el que no se defiende lo matan — continúa mi vecina, secuestrada y asaltada en dos oportunidades durante los últimos cuatro años — hay que acostumbrarse que estamos en una guerra. Que aquí nadie se salva.
En un artículo del periódico BBC sobre la violencia Venezolana se habla que la violencia en nuestro país se incrementó por “ausencia y exceso de Estados”, una idea que parece englobar el panorama de la impunidad, la ausencia de políticas de protección y contención del crimen en cualquiera de sus ámbitos y la incremento de controles que provocan el abuso de poder. Una mezcla explosiva que transformó al país en un paisaje de amenaza y agresión de proporciones descomunales.
Pero hay algo más, además de lo obvio. Una normalización de la violencia como parte de la cultura. La justificación de conductas paralegales o ilegales como los linchamientos como parte inevitable de la coyuntura histórica que vivimos. Una visión del miedo que es parte del gentilicio, que reclama cada vez más espacio en la rutina, en la continuidad de la costumbre. Una puerta cerrada al futuro.
— Cuando esto esté encendido, va a freír a quien lo toque — comenta el hombre que instala la reja electrificada. La estructura tiene un aspecto siniestro, una serpentina oblicua llena de piezas afiladísimas de metal brillando bajo el sol — si algún desgraciado intenta entrar, aquí va a dejar el pellejo.
Me pregunto si es legal algo semejante, si existe alguna ley que regule el uso de algo semejante para la protección doméstica. Si es moralmente admisible la protección a costa del posible asesinato de alguien más. Pero estamos en Venezuela, pienso antes de hacer la pregunta en voz alta. Estamos en el país donde te asesinan por un par de zapatos, donde alguien puede dispararte porque el teléfono que acaba de arrebatarte no es lo suficientemente costoso. ¿Qué me responderá mi vecina, que sonríe con satisfacción cuando el técnico enciende la reja y un zumbido malsano se extiende alrededor de nosotros? ¿Qué dirá el hombre, que explica con toda franqueza que tocar la reja por un minuto provoca un infarto y quemaduras de tercer grado? ¿Qué se regodea de lo que puede suceder si alguien intenta escalarla? Me siento mareada de puro miedo. Uno distinto, doloroso, abrumador. La sensación de encontrarme en una sociedad salvaje, en un enfrentamiento torpe y brutal entre dos fuerzas invisibles que intentan destruirse una a la otra sin lograrlo. En medio de un caos social y cultural incuantificable. Víctima del horror de un tipo de violencia que a la distancia, resulta impensable.
El técnico desconecta la reja. El metal vibra y se cuartea. Deja escapar un olor seco y desagradable que me provoca nauseas. Y el crujido metálico que llena el silencio después, es como el eco de ese miedo latente que representa.
***
Me detengo por cuarta vez en la calle. Miro a mi alrededor. Hay algo de impulso nervioso, de salto de conciencia en la manera como observo a todos los que me rodean, como si se trataran de potenciales enemigos. Al muchacho que se cubre el rostro con la gorra, al hombre que parece no hacer otra cosa que dejar pasar el tiempo en una esquina. A la mujer que tengo la impresión mira por demasiado rato a quienes pasan de un lado a otro frente a ella. Trato de adivinar quien lleva un arma — quien podría llevarla — , quién podría resultar ser una amenaza. Si el peligro se esconde allí, a la vista, con el rostro de cualquiera, en esa cotidianidad tensa que me acostumbré a soportar aunque no sepa exactamente cuando.
Avanzo, me obligo a caminar más rápido. Aprieto los labios para contener el el pánico, otra vez. Como siempre. Y me pregunto — de nuevo — cómo puede vivirse de esta manera. Cuánto tiempo más podré soportar esta sensación de encontrarme al borde de algo insuperable, de un peligro inimaginable. Cuanto tiempo podré llevar a cuestas la paranoia. Cuánto tiempo más podré seguir viviendo sólo con miedo. Debido al miedo. Enfrentándome al miedo.
No lo sé. Quizás la respuesta a cualquiera de esos cuestionamientos sea incluso peor que la incertidumbre que provoca no tenerla.
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