El primer retrato que tomé en mi vida. |
He fotografiado durante casi dos décadas de mi vida. Lo he hecho por todos los buenos motivos que alguien intenta expresar ideas a través del arte: por curiosidad, miedo, placer, simple deseo de construir algún tipo de trascendencia personal. Pero sobre todo, fotografío por una necesidad profunda, elemental y la mayoría de las veces ciega de recordarme, de documentar la vida como una sucesión de conceptos y elementos que podrían encajar o no entre sí, una sucesión de ideas y visiones que otorgan sentido a cómo comprendo los paisajes de mi mente. Porque no hay nada más privado, duro y sobre todo complejo que hablar a través de imágenes, de intentar reflejar lo que opinas, crees y aspiras a través de ese imaginario propio que brota con natural espontaneidad en medios de tus referencias y puntos de vista.
Pienso en todo lo anterior mientras miro el primer retrato que tomé. En él, aparece mi tatarabuela Paula, eternizada con su mirada desconcertada de anciana y esa expresión curiosa, un poco abrumada, que recuerdo con tanta claridad de ella. Se trata de una imagen simple, no demasiado elaborada que resume todo lo que creo y pienso sobre la fotografía. Porque más allá de su calidad — discutible — la fotografía resume lo que soy, lo que busco. Ese llevar mi forma de ver el mundo como un símbolos de mis creencias y todo lo que asumo poderoso. Tal vez por ese motivo, la primera vez que sostuve una cámara no pensé en conceptos visuales muy elaborados. Tenía once años y me temblaban las manos de emoción y expectativa. Aguardé, apretando aquella vieja Kodak de plástico como si tratara de un tesoro enorme y personal. Y luego, hubo el click redentor. Entonces, solo pensé en la palabra misterio. Solo sentí asombro, una gran sensación de prodigio. Recuerdo que me conmovió esa certeza de atrapar el tiempo — aunque no lo pensé de esa manera ni tampoco bajo esos términos — y algo en mi se transformó, se abrió más allá de mi misma.
Tenía 11 años y desde entonces, la imagen ha sido mi lenguaje más personal.
La fotografía me ha acompañado durante toda mi vida. Desde esas noches insomnes de la adolescencia, donde la cámara fue mi manera de mirarme, con una profundidad y dureza casi insoportable. La imagen me mostró esa vulnerabilidad de la juventud, de la ternura y el temor en pequeñas imágenes fragmentarias. La fotografía fue mi primer símbolo personal, una dimensión privada donde crear y transformar mi mundo a todo nivel. La imagen me liberó, me permitió reconstruir mi mente a niveles tan amplios que todavía me sorprende su poder de evocación. La fotografía se transformó no solo en mi manera de relacionarme con el mundo, sino de soñar, aspirar, crecer y soñar.
Porque fue la imagen la que me consoló en los momentos de soledad — el autorretrato huidizo de la niña cansada que fuí — y me permitió descubrirme como la mujer joven en que me convertí — el rostro que no podía reconocer -. Mirando través de mi cámara — y crear en ella — aprendí a confiar, a sentir esa emoción ilimitada de elevarme más allá de toda idea para solamente escuchar ese instante irrepetible donde el tiempo se detiene para construir un recuerdo. Cámara en mano, miré el mundo el mundo a mi alrededor y nunca fue más profundo, más elemental esa observación paciente. Aprender el color de los matices, la necesidad de encontrar un trozo de mi mente más allá de mi misma. Y soñar. Porque en la fotografía encontré consuelo, encontré una satisfacción irredimible. El poder de crear y comprender la realidad en cientos de pequeños ideas creándose unas a otras.
Y aunque la mayoría de las veces tengo la sensación que la fotografía es un trayecto interminable hacia regiones extraordinarias de mi mente y en otras, solo puedo sentir esta necesidad gigantesca de captar cada instante a mi alrededor a través del ojo de mi cámara, al final de todas las cosas, solo sé que fotografiar me ha redimido. Me ha brindado una voz en mi interior donde no existe nada más que imágenes. He construido salones y espejos en mi mente donde cada una de mis fotografías tiene un lugar y una historia que contar. Porque se trata de eso ¿No es cierto? hablar, ese lenguaje tan viejo, tan infinito como duro, donde cada forma y color tiene algo que decir y el tiempo se crea así mismo en cada click. El momento irrepetible, la radiante conciencia de entender el mundo a través de tu propia percepción sobre él.
Han pasado casi dos décadas desde ese despertar y todavía siento la enorme maravilla que simboliza para mi contar historias a través de mis fotografías. Un segundo y el mundo cambia para siempre, ante mis ojos. El pequeño prodigio. Sonrío, ante la sensación que me recorre. Pasión, esa emoción demoledora que me deja sin aliento. Un rugido en mis sienes, una fabulosa libertad.Y continuo mirando el mundo a través del ojo de la cámara. Un viaje interminable. Pero el asombro — esa ingenua maravilla — sigue allì, poderosa, ligeramente dolorosa.
Un deseo en mil fragmentos de luz.
0 comentarios:
Publicar un comentario