domingo, 7 de agosto de 2016
Hilos de viento y fuego y otras historias de brujería.
De pie bajo la lluvia, levanto los brazos. La cortina plateada y helada me golpea el rostro, me envuelve con una sensación sedosa. Y sonrío, mientras las ráfagas del viento se hacen más violentas, elevándose a mi alrededor. El cabello suelto me araña el rostro y apenas puedo respirar, en medio de la sensación de encontrarme en mitad de la nada, en este espacio blanco y gris de la tormenta que cae, de mi respiración agitada. De las palmas abiertas para recibir la bendición del silencio.
Mi abuela - la sabia, la bruja - era muy cariñosa y expresiva. Siempre intentaba demostrar su aprecio y cariño de manera muy visible y natural, algo que me desconcertaba. Mi madre siempre había tenido una forma muy seca de educarme y era muy distante, tanto como para que me resultara incómodo tanta efusividad. En una ocasión, traté de explicarle por qué solía quedarme muy quieta y un poco avergonzada cuando me besaba en ambas mejillas y me daba un largo abrazo al despedirme en la puerta de la Escuela.
- Es...que mi mamá no lo hace así - me sonrojé y me miré las manos abiertas sobre las rodillas - no sé que hacer cuando me abrazas.
Mi abuela no respondió de inmediato. Siguió conduciendo con las manos firmes sobre la rueda del caucho del volante. Pero noté que apretaba un poco la comisura de los labios, como hacia cada vez que se disgustaba un poco. Me pregunté si había dicho algo indebido o que pudiera molestarle.
- Me gusta que me abraces - me apresuré a explicarle - es que no sé...
No sabía cómo corresponder a su cariño, eso era la verdad. Con diez años, expresar mis emociones me llevaba un esfuerzo supremo y me suponía luchar contra una ingobernable verguenza. Tal vez fuera cosa de la educación que me daba mi madre, pero también de cierta soledad muy joven. Una sensación de encontrarme a la deriva en mitad de una tristeza diminuta. Y me preguntaba si eso era normal, si todas las niñas del mundo se sentía un poco torpes cuando sus parientes les demostraban amor. Si todas se sentían tan fuera de lugar como me hacia sentir mi enorme y cariñosa familia. No lo sabía. Esperaba que no.
- Somos una tribu - dijo mi abuela entonces. Lo dijo en un tono lento, mesurado y casi serio. Y eso me sorprendió. Abuela siempre sonreía y hacia guiños traviesos. Pero esta vez, tenía una expresión severa - todos somos de alguna manera partes de una misma idea mucho más grande.
Me llevaba esfuerzo entender esas cosas. De vez en cuando, mi abuela hablaba sobre el mundo como si se tratara de un lugar muy pequeño, unido entre sí por una maraña de historias en común, por una raíz esencial que nos vinculaba a todos de alguna u otra manera. Pero jamás había logrado comprenderlo así: me sentía muy distinta al resto de mis compañeras de clase, incluso de mis primas. De cualquiera otra persona en el mundo. Era la más pequeña, flacucha y callada entre las niñas con las cuales estudiaba, la prima más joven de una gran pandilla familiar que apenas reparaba en mí. Leía cuando otros jugaban. Me quedaba en silencio mientras otros reían y conversaban. Nunca había sentido formara parte de nada.
- Bueno...pero... - tragué saliva - eso no...pasa conmigo.
Abuela suspiró, apretó las manos en el volante. El coche aceleró un poco y se abrió un espacio en tráfico. Miré por la ventanilla el mundo movedizo y confuso a mi alrededor. ¿Realmente pertenecemos a algún lugar?
- Por supuesto que sí. Eres una bruja. Y eres parte de una familia de brujas.
- Ah, eso - dije sin mucho entusiasmo - sé lo que dices...pero...
Mi abuela lo repetía con frecuencia. Ninguna bruja está sola. Todas las brujas forman un clan. Las brujas se buscan unas a otras, aunque no se conozcan. Las brujas son todas una misma y extraña familia. Pero yo no me lo creía demasiado. Miraba a mis primas y tias y no sentía que nos uniera gran cosa. Que pudiera unirnos realmente algo misterioso e invisible. Eso me entristecía.
- Eres una Bruja, Agla.
- Lo sé, pero...
- Eres parte de una historia más grande que la tuya. Eres parte de una tradición. Eres parte de una línea de conocimiento que te precede y que continuará después de ti - dijo entonces mi abuela - ¿No lo piensas a veces? Eras bruja antes de nacer y lo serás después que sólo seas un recuerdo. Porque Bruja te define, porque llevas la bruja en la piel. Porque bruja eres en todas las pequeñas cosas. Todas las mujeres que se llaman como tu te reconocerán. Y tu las reconocerás a ellas.
- ¿De verdad?
Parpadee. Jamás lo había pensado de esa manera. Abuela asintió, aún mirando el tráfico enmarañado que nos rodeaba.
- ¿No lo habías pensado? Atraemos los que es igual a nosotros. Lo que nos completa, lo que nos hace parte de algo más integral. Y la brujería lo hace también. Esa búsqueda de respuestas. Esa mirada profunda y sensible sobre tu identidad y como construyes tu futuro. Todos buscamos ser comprendidos. Y todos buscamos ese gran momento de comunión, de sabernos amados e integrados a una percepción más amplia. Te ocurrirá. Tu tribu te buscará. Siempre estará para ti.
Sonreí, con una rara emoción sofocándome. Me incliné y con timidez, apreté el brazo de mi abuela y después, me apreté contra su costado. Ella ladeó la cabeza un momento para dedicarme una de sus amplias sonrisas.
- ¿Lo ves? el amor atrae.
- Como una tribu - repetí. Me empezaba a gustar esa idea.
- Como una tribu ancestral.
Bailo bajo la lluvia. Cada vez más rápido, entre risas. Los brazos moviéndose alrededor de mi cuerpo en una danza errática y vivaz. Y bailo, con los ojos entreabiertos. Asombrada por el brillo opalino del sol que intenta atravesar las oleadas de gotas plateadas. Por este destello imposible y extraordinario que brilla y canta conmigo. Existo y soy en la lluvia. Soy la bruja que baila bajo las tormentas.
Cuando tenía dieciocho años, me despedí de Flor en el aeropuerto. Había sido mi amiga más querida durante la infancia y verla partir ahora, quizás para siempre, me rompió el corazón. Me quedé muy quieta, sin saber que decir o que hacer, mientras ella aguardaba a unos pasos de la puerta del andén, también muy incómoda.
- Te extrañaré - dijo entonces. Flor, la bromista, la muchacha todo risas, siempre a punto de estallar en carcajadas. Ahora, estaba reducida a esa frase lenta, dura, tan adulta. Lo dijo con una naturalidad que me desconcertó. Como si ella también tuviera la sensación del fin de una larga historia, de una puerta cerrada. Me incliné hacia ella y tomé su mano.
- Yo no te voy a extrañar. Te escribiré todos los días. Te hablaré a cada rato por teléfono. Te enviaré fotografía.
Sabía que no lo haría y creo que ella también. Que a la distancia de un mar interminable, la amistad se convertiría en un buen recuerdo, en una perdida entre tantas otras. En una imagen frágil destinada a romperse en pedazos por el peso del tiempo, de la nostalgia. De la tristeza. Sentí el peso de las lágrimas en la garganta, su sabor en la boca.
Flor me sostuvo la mano con fuerza pero no respondió nada. Durante las últimas semanas, apenas habíamos hablado sobre el día en que finalmente ella y su familia abandonarían el país. Habían sido días de actividad febril, de reír por todo y por nada. De recordar a diario pequeñas escenas perdidas. ¿Y te acuerdas de cuando la monja te riñó por mí? ¿Y te acuerdas cuando te subiste al árbol y te caíste? ¿Te acuerdas cuando te perdiste en la esquina y volviste llorando? Te acuerdas, te acuerdas, te acuerdas. Ya no hay nada más que recordar, pensé con cierto pánico. Nos queda una sola palabra para llenar el vacío de esta ausencia.
- Siempre vas a ser Aglaia - dijo entonces Flor, mi primera amiga de la escuela. La que me defendió de las bravuconas, las que escuchó mis confidencias infantiles. La primera amiga que tuve jamás y quizás por eso la más querida - siempre vas a estar conmigo, porque eres parte de mi vida. Y lo serás, siempre.
A Flor nunca le agradó leer. Tampoco escribir. Era festiva y muy divertida al hablar. Me sorprendió su súbita elocuencia, esa dulzura tan misteriosa como entrañable. Cuando la abracé, ambas nos echamos a llorar.
- No hay manera que te olvide aunque lo intente - dije y la escuché reír entre lágrimas - somos todas esas cosas que ya no existen. El colegio que ya ni recuerdo como era, la gente que ya no está y formó parte de nuestra vida. Somos sobrevivientes a toda una historia. Y aquí estamos.
Porque somos una tribu, me digo en silencio. Porque pienso en todas las veces que Flor estuvo allí para ser parte de mi mundo, todas las veces en que me comprendió, todas las veces en que su amistad fue el hogar a donde llegar. Todas las veces que estuvimos juntas en medio del tiempo que se transformó en otra cosa, que nos hizo adultas, que nos llevó por caminos distintos. Que contó historias para cada una de nosotras. Pero allí siempre estuvo Flor, me digo, abrazándola más fuerte. Porque fue mi hermana, la mano extendida, la palabra amable y querida. Flor que siempre será flor. A donde sea que vaya.
Deslizo la mano en su bolsillo y luego la empujo. Ella me mira aturdida y con una sonrisa angustiada.
- ¿Qué es eso que dejaste caer?
- Llévatelo.
- Pero ¿qué es?
- Me llevas contigo.
Me alejo. Nunca he sabido decir adiós. Y quizás no quiero aprender en esta ocasión. Ella no me llama. Sigo caminando, me alejo entre la muchedumbre que también llora y despide de pie en el aeropuerto. Entonces, ya junto a la puerta corrediza me volteó para mirar. Ella se está colgando el pentáculo que le regalé al cuello.
Porque somos una tribu, pienso. Y ahora puedo dejar de llorar.
El cielo estalla sobre mi cabeza. El rayo se abre camino en luz y de pronto el mundo queda suspendido en mitad de un silencio casi de pesadilla. Cuando el trueno llega, siento que una paz remota y profunda me conmueve. ¿Quién baila para el Infinito en estos días? ¿Quién danza para Tormenta? La bruja que soy yo, la bruja que somos todas.
La mujer cae al suelo con un movimiento casi frágil. Lleva dos bolsas repletas de verduras en los brazos, que se abren en dos dejando caer su contenido al suelo. Cuando me acerco, ella intenta recuperarlo todo con gestos bruscos y ciego. Hay algo desvalido en su urgencia.
- Ya la ayudo.
Lo hago lo mejor que puedo. Lo hago a pesar de sus miradas incrédulas. Lo hago a pesar de las risitas burlonas de los transeúntes que nos rodean. Lo hago a pesar que apenas tengo tiempo de tomar el subterráneo y llegar a la oficina donde trabajo. Pero sonrío al hacerlo. Sonrío porque hay algo natural y primitivo en esa solidaridad cierta, en esa noción de complicidad espontánea que ni ella ni yo comprendemos muy bien. Cuando las frutas y las verduras estan de nuevo en la bolsa, la ayudo a ponerse en pie. Ella se impulsa hacia arriba, temblorosa y con una rodilla torpe. Se tambalea, la sostengo otra vez.
- ¿Puedes llevarlas sola?
- Sí, claro.
Toma con cuidado las bolsas. Entonces, le extiendo el paquete de velas que también cayeron al suelo. Son cinco, todas rojas. Un viejo símbolo de pasión. Y sonrío al imaginarlas todas en alguna mesa, en medio de una cena íntima que seguramente esta mujer desconocida preparará para alguien que ama. Un secreto que ella no sabe que comparto, un momento de profunda ternura que en si mismo, es un misterio.
La veo alejarse, a la bruja que quizás no sabe que lo es. La bruja que es parte de mi tribu, parte de esa solidaridad antigua a la que pertenece, quizás sin sospecharlo jamás.
Y bailo, siempre bailo. Por la bruja que soy, por todas las que me acompañan invisibles. Bailo bajo la lluvia, en esta noche de Luna Llena. Bailo para recordar, para reír. Bailo para alcanzar las estrellas con los dedos. Bailo por mi historia que es la de todas las brujas. Bailo para recordar que soy parte de una voz que canta en el viento, de ese vinculo invisible que nos une antes y después. De ese pasado que es futuro. De ese presente que será un recuerdo preciado, que será mio y de todas. Porque somos una tribu. Un clan de noches de luz y sombra.
Una vieja tradición infinita.
La magia más antigua de todas.
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