Leonora Carrington murió de pulmonía un 25 de mayo del 2011 en México. Lo hizo rodeada de sus objetos favoritos y del clima que tanto le gustaba, pero además, sonreía. O eso al menos cuenta la pequeña leyenda sobre su figura, que se comenzó propalar apenas horas después de su muerte. Aunque por supuesto, ya Leonora había intrigado lo suficiente la imaginación popular de ese México devoto y supersticioso tanto como para que su mitología extravagante le precediera: Se hablaba de su carácter singular, tan explosivo como festivo. De su hábito de escribir y pintar de madrugada, casi en la oscuridad. De su extraña visión sobre el mundo — a mitad de camino entre lo inquietante y algo más retorcido — que plasmaba con pincel firme en lienzos crípticos. Que a México, le acompañaron los Sidhes con los cuales soñaba, una aventura mágica que comenzó en su natal inglaterra. Y que esas presencias invisibles que poblaban su imaginación— magníficas, risueñas, inquietantes — en ocasiones abandonaban sus cuadros para remontar la cuesta del clima acre y cálido de su México adoptivo. Un mito dentro del mito. Como si Leonora se hubiese convertido — sin querer o quizás sin la intención directa — en uno de sus personajes.
Porque Leonora, icono discreto del surrealismo, se convirtió quizás en una mirada desconocida sobre el arte femenino pero más allá de eso, en un símbolo del poder de la independencia intelectual. Leonora jamás fue otra cosa que Leonora, obsesionada con lo singular, maravillada con los ámbitos invisibles, a quien jamás le importaron las apariencias y que según cuenta Elena Poniatowska en su libro “Leonora” sólo vivía para pintar. Que no tuvo temor en denunciar a Hitler, Franco y Mussolini cuando estaba mal visto hacerlo, que se atrevió al exilio solitario cuando aún nadie lo creía necesario. Leonora era mucha Leonora, una mujer indefinible, a mitad de camino entre la fortaleza y algo más misterioso. Un artista símbolo que no sabía que lo era, que quizás habría reído incrédula por una definición tan pomposa pero que deseándolo o no, construyó toda una nueva manera de interpretar la realidad desde los cimientos. No hubo nada que Leonora no intentara y fuera un triunfo, como si esa noción sobre sí misma — la hoja de ruta por el mapa de su mente — le condujera al origen mismo de su necesidad de construir un lenguaje íntimo extraordinario.
“Quería ser pájaro” Leonora Carrington. |
Dice Poniatowska en uno de los múltiples artículos que ha dedicado a la vida de la pintora, que Leonora Carrington escribió su propia fábula a golpes de efecto. Después de todo, la Leonora indómita — que parecía existir en un estrato levemente inferior y desconocido de la artista y escritora — parecía bastante decidida a avanzar con bastante ruido en medio de lo absurdo del cotidiano. Nunca sacrificó su identidad por algo más que su propia devoción — y obsesión — por crear, que por otro lado, jamás se lo exigió. Y es que pintar y escribir para Leonora Carrington era tan natural e indispensable como respirar. Esa exaltación de la belleza de lo extraño, lo antinatural y lo lírico. Para Leonora la belleza era algo intrincado, insólito. Y la plasmó siempre que pudo: en sus cuadros, que por años asombraron por su puntilloso detalle y sobre todo su conmovedora emoción en medio de lo incomprensible — sus preciosas criaturas asimétricas miran con ojos grandes y asombrados desde todos sus lienzos — pero también en sus libros. Por momentos absurdos pero siempre sorprendentes, sus cuentos y novelas parecen subvertir el orden de la realidad para crear algo más complejo y doliente. No hay nada sencillo en la prosa de una artista que delinea el mundo tanto en palabras como en pincel. Y parte de esa noción de la realidad intangible, de esa otra dimensión de las cosas que Leonora Carrington describe tan bien, es lo que hace poderoso su trabajo. Inolvidable, la mayoría de las ocasiones.
A Leonora se le solía criticar por incomprensible, como si sus obras estuvieran atrapadas en toda su vitalidad en el círculo vicioso del prejuicio. Pero la pintura no se detuvo en su empeño de contar el mundo a su manera, con una libertad de espíritu que dotó a sus obras de una personalidad sorprendente. Leonora pintó por deseo y escribió por impulso y creó un híbrido entre ambas cosas que construyó un lenguaje nuevo. Defendió su talento con la misma fiereza con la vivió y se opuso a ser considerada sólo mujer, cuando ella misma se contempló como una de las criaturas fabulosas que pintaba. Leonora Carrington nunca se conformó, jamás cedió en el empeño y esa terquedad luminosa le permitió no sólo construir un lenguaje a la medida de sus aspiraciones e inquietudes — y tan único que pareció creado para ella — sino que además elaboró una visión sobre el mundo desde la periferia. Se obsesionó hasta el delirio con su necesidad de pintar — y sobre todo, elaborar un discurso creativo acorde con sus dolores y pesares — y logró contemplar el abismo de la locura, del aislamiento y la alineación desde una perspectiva nueva.
Are you really syrious? Leonora Carrington. |
Tal vez por ese motivo, se opuso a cualquier definición. Tanto que incluso rechazó el apelativo de “pintora surrealista” que varias veces confesó era “incapaz” de analizar los espacios y silencios de su mente. Su mundo era mucho más complejo que una palabra y se esforzó por demostrarlo: había referencias celtas en sus paisajes diminutos abigarrados de rostros y sombras inquietantes, pero también de una mirada infantil que colisionaba directamente con la mitología íntima. Sus criaturas visibles e invisibles, habitantes de los de los Sidhes, traviesos y temibles, eran parte de su trabajo. Pero no sólo en lo conceptual. Hay algo mistérico, extravagante y místico en toda la obra de Leonora. Un ritual a ciegas. Una noción de lo bello y lo difuso que se construye a mitad de camino entre lo que sorprende y conmueve.
Leonora, el mito y la mujer de carne y hueso:
“Ser mujer sigue siendo muy difícil todavía. Y debo decir, con un mejicanismo, que solo se supera con mucho trabajo cabrón” declaró en una ocasión, riendo ante el desconcierto del periodista que le escuchaba. A continuación, le contó que como buena rebelde, la expulsaron varias veces de todos los colegios de dónde estudió y que a los dieciseis, decidió que sería un “pequeño monstruo” en lugar de una muchacha de su época. Y es que la historia de Leonora siempre estuvo cargada de golpes de efectos, de esa denodada batalla contra lo tradicional y sus clamorosas derrotas. Su aristocrática familia intentó que contrajera matrimonio con un miembro de la realeza británica y su respuesta fue un cuento donde una niña de la alta sociedad, se trasviste en Hiena. Para horror de su padre, el cuento se publicó como fanzine y el nombre de Leonora Carrington comenzó su largo trasiego hacia el asombro.
¿Quién está detrás del rostro blanco? Leonora Carrington. |
Para Leonora el arte lo era todo: estudio en la galería Uffizi de Italia a pesar de la oposición familiar y luego en París, donde tuvo grandes y apasionadas discusiones con el cubista Amédée Ozenfant, “que no nos dejaba hablar mientras dibujábamos”, contó después con cariño. Pero sería en Londres, donde la verdadera historia de Leonora — a mitad de camino entre la fábula y lo melodramático — comenzaría. Se enamoró a primera vista del pintor alemán Max Ernst. El amor en todas partes: sus obras se llenaron de paisajes pedregosos y dorados donde criaturas de ojos enormes miraban el futuro. Pero la felicidad duró poco: Ernst fue detenido por el creciente nazismo y se ve obligada a huir de París a España. En medio del caos, el dolor se convierte en furia. En los últimos restos de una estructura extraordinaria que intenta sostener a pesar de las presiones internas.
Esa lucha impenitente por ser ella misma la hizo terminar en un psiquiátrico de Santander (España) nada más acabar la Guerra Civil Española. Como si una dama victoriana se tratara, Leonora fue encerrada por determinada, por furiosa, por contestataria, un tipo de locura tan peligrosa para la época como cualquier padecimiento físico real. Pero Leonora además, estaba convencida que la locura era un estado de plenitud y fascinación perpetua. Por ese motivo insistía en que era un caballo (“jamás una yegua” aclararía después) y también una criatura libre, que las paredes del sanatorio (y la tradición) jamás pudieron detener. Tal vez por ese motivo, sus pinturas están llenas de seres de apariencia equina y rarísimos paisajes de pesadillas radiantes. Una combinación que describe la locura — la de Leonora — como un paisaje radiante.
Leonora vivió una vida agitada, llena de escenas extravagantes que alimentaron su mito sobre la rebeldía pero también, de esa lucidez esquiva y definitiva que la caracterizó mejor que cualquier otra cosa. Ya de anciana, vivía semi recluida, en un ostracismo delirante en el que sólo la acompañaron sus pinturas. Desde su dorado retiro en una casa de línea vanguardista Colonia Roma de la Ciudad de México, Leonora siguió pintando y escribiendo, aunque no se lo mostrara a nadie ni necesitara hacerlo. Pero pintaba por agonía, por deseo, por necesidad, por dolor. Por seguir buscando respuestas a lo invisible y lo remoto, para conversar con sus viejas criaturas y seguir galopando en los páramos extraordinarios de su mente. Pinto y pinto, hasta los noventa y cuatro años, cuando finalmente decidió ocultar su último cuadro en un armario de su estudio. Ya por entonces chocheaba — ella misma lo decía, no había nadie más que se atreviera a hacerlo — y se había dedicado por consejo de su galerista Isaac Masri a la escultura. Y de nuevo, las criaturas inquietantes y extraordinarias surgieron del arte: figuras antropomórficas de proporciones colosales, que parecían la síntesis entre lo que había pintado y escrito. Una mirada profunda al arte renacido, incluso en las postrimerías de una vida muy intensa, para recordar el origen.
Dicen que Leonora Carrington murió sonriendo. Que sostenía uno de sus cuadros entre los brazos. Que miró hacia las esquinas y paredes de la habitación donde se encontraba, tratando de encontrar a sus criaturas fascinantes, inolvidables. Que murió oponiéndose al tiempo que jamás entendió, pero que sobre todo, murió a una idea clara sobre si misma. Que cuando cerró los ojos, una ráfaga de viento fresco entró por la ventana entreabierta que iluminaba la escena. Un aire fresco lleno de memorias. Una reflexión insólita sobre un mundo elemental. Un mártir de sus principios. Una “novia del viento” como su amado Max Ernst la llamó.
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