martes, 27 de septiembre de 2016
Crónicas de la feminista defectuosa: Entre la figura tradicional femenina y su evolución ¿Quién es la mujer actual?
Hace unos días, escuché el siguiente comentario en un restaurante donde me encontraba almorzando: “Las mujeres actuales deberían agradecer ser visibles”. Lo dijo un hombre de traje elegante sentado a dos mesas de distancia y acompañado por dos mujeres que no sólo sonrieron a la frase sino a quienes no pareció preocupar demasiado lo que podría implicar. Irritada e incómoda, miré al hombre el suficiente tiempo como para que notara que lo hacía y por un motivo. Me dedicó un gesto casi desdeñoso, como si no entendiera — y quizás era así -el motivo de mi malestar. Al final, rompí el contacto visual mientras el amigo que me acompañaba me miraba preocupado.
- No vas a poder cambiar el mundo — me comentó. Lo hizo con la buena voluntad de quien se preocupa, sin ninguna malicia. Pero sus palabras parecieron resumir esa idea amplia y desconcertante sobre esos limites invisibles de la sociedad, infranqueables y asumidos como necesarios. Quizás inevitables. Me tomó unos minutos contener mi mal humor antes de responder.
- Eso no quiere decir que deba dejar de intentar al menos un cambio beneficioso — digo — al menos quiero creer que el mundo es perfectible y no simplemente, una losa cultural que deba sobrellevar.
P. no responde, aunque le noto incómodo. Y es que nunca será sencillo ese debate sobre la igualdad y la exclusión social. No lo es, porque simplemente las piezas que conforman una idea tan compleja parecen formar parte de una serie de planteamientos culturales sutiles, que la gran mayoría toma por necesarios e incluso habituales. La insistente discusión sobre la igualdad de género y tal vez algo más profundo, como lo es esa visión sobre la mujer fuera de los limites de lo tradicional, es una que con toda probabilidad, llevará años de aceptación, de una mirada mucho más inquisitiva de lo cultural de nuestra sociedad. Eso, a pesar de los esfuerzos sostenidos, los triunfos y sobre todo, esa interpretación de la identidad de la mujer como parte de una idea mucho más amplia que sólo su rol biológico.
- La mujer y el hombre deben comprenderse en su diferencia. A pesar de todo, el hombre y la mujer son distintos y eso los hace complementarios — responde mi amigo, cauteloso — pero en nuestro país…
- En nuestro mundo — le interrumpo — entiendo lo que deseas decir y quisiera que fuera tan sencillo como un análisis sobre nuestra capacidad para comprendernos desde lo que nos hace distintos. Pero hablamos de un mundo que considera la diferencia una forma de debilidad y que insiste en mirar a la mujer como una criatura incomprensible y frágil.
P. no responde. Con un gesto rígido, toma su bebida y toma un par de tragos rápidos. Y me pregunto si esa desagradable sensación de tensión que percibo en sus gestos y que salpica lo que hasta entonces fue una tranquila conversación, es síntoma de esa actitud del mundo contemporáneo con respecto a la lucha por las reivindicaciones femeninas. Después de todo, es un tema espinoso y la mayoría de las veces lo suficientemente doloroso como para que que implique una visión complicada sobre el mundo femenino, sobre esa noción de género que parece confundirse con ideas tan esenciales como el rol tradicional de la mujer y más aún, su papel histórico primordial.
Es un hecho que las mujeres han sido ciudadanas cuestionables del mundo durante siglos, en todas las culturas y en la mayoría de las sociedades donde el papel de lo femenino parece resumirse a esa visión sobre la maternidad y su rol como compañera del hombre. La individualidad femenina es de hecho, una cuestión más bien reciente en la historia y quizás por ese motivo, la idea continúa siendo parte de un interminable debate sobre que ideas conforman esa nueva identidad, ese resurgimiento de la independencia emocional y sexual de la mujer moderna. Desde el infanticidio por sexo (ese crimen silencioso y anónimo que condenó a morir a cientos de niñas en diversas culturas que brindan preferencia al varón) hasta las leyes de corte sexista y discriminatorio, la mujer parece continuar luchando contra ese insistencia de la supremacía masculina, la necesidad de la sociedad de asumirla en un papel casi infantil y elemental. Eso, a pesar de que las mujeres solemos insistir que la batalla por la igualdad ha brindado frutos, que los largos años de luchas y debates han conquistado una cuota de libertad extraordinaria en comparación a otras épocas. No obstante, aún persiste esa idea de la mujer minusvalorada, sometida a una idea masculina que la supera y la rebasa. Una sociedad de hombres construida a la medida de lo masculino, y que no duda en dejar claro que la diferencia es una visión que se castiga o se minimiza entre la noción de iguales.
Supongo, por supuesto, que todo se debe a esa insistencia sobre los planteamientos de perfectibilidad y progreso heredadas del siglo XVIIII y XIX, que nos hace creer que todo lo que vivimos es mejor que el pasado inmediato y probablemente será peor que el futuro a corto plazo. Aún así, el proceso de la mujer en la búsqueda de igualdad y sobre todo, reconocimiento y respeto, no ha sido lineal, mucho menos sostenido. En todo ese largo camino zigzagueante y la mayoría de las veces accidentado hacia el reconocimiento del valor de la identidad sexual femenina, ha habido épocas de gran libertad, de una expresión del yo de la mujer tan fuerte como sostenido. Sin embargo, le han seguido etapas de profunda represión, una especie de reacción inmediata a esa libertad apenas sugerida, la expresión de la mujer como elemento fundamental de la sociedad por derecho propio.
Desde la quema de brujas en Europa ( que fue precedida por la gran libertad e iluminación del Renacimiento) hasta la revolución Francesa (primer período histórico en que la mujer fue vista bajo el crisol de una relativa igualdad) lo femenino siempre ha sido un asunto complejo para los grandes pensadores y sobre todo, la filosofía que reflexiona sobre los derechos y principios humanistas. Porque la mujer parece ser la excepción a esa necesidad de proclamar la igualdad como valor inalienable. Eso a pesar que Condorcet, filósofo y redactor de la Constitución revolucionaria ya insistía en que “O bien ningún miembro de la raza humana posee verdaderos derechos o bien todos tenemos los mismos; aquel que vota en contra de los derechos de otro, cualesquiera que sean su religión, su color o su sexo, está abjurando de ese modo de los suyos”. No obstante tan preclara declaración no fue aceptada de igual manera en todos los círculos y mucho menos bajo los mismos aspectos. Con la llegada de Terror — y sus leyes limitantes y restrictivas para la mujer — quedó bastante claro que esas primeros análisis sobre los derechos femeninos fueron insuficientes — cuando no inútiles — contra esa gran concepción histórica del rol secundario de la mujer. Una percepción desconcertante, cuando no preocupante, de la necesidad de encontrar esa interpretación del género que sea capaz de asumir la inclusión — en la diferencia y quizás gracias a ella — como indispensable.
De dolor a la barbarie: La mujer y la violencia.
La caza de brujas en Europa fue quizás uno de los momentos más oprobiosos de la historia Universal. No sólo por el hecho que instauró el hecho del uso del poder como una forma de represión histórica hacia quienes se consideraban inferiores sino que además, dejó muy claro que la figura de la mujer para Iglesia y estado, era poco menos que insignificante. Durante el siglo XV y principios del Siglo XVI, hubo miles de ejecuciones, torturas y detenciones en Alemania, Italia, Inglaterra y Francia. Según crónicas de la época, el 85% de los reos quemados vivos eran mujeres de todas las edades, desde niñas hasta ancianas que muy probablemente sabían por qué motivo se les encarcelaba y se les torturaba. En algunas regiones alemanas y en medio del furor papal y eclesiástico en la búsqueda de la histórica, había al menos seiscientas ejecuciones anuales. La mayoría eran llevadas a cabo sin juicio previo y bajo acusaciones sin fundamento. Y aún así, la Iglesia las consideraba los suficiente válidas como para llevar al tormento a las víctimas. En Toulouse, cuatrocientas mujeres fueron torturadas y asesinadas a un mismo día. Como en otras regiones de Europa, ninguna de las acusaciones buscaban demostrar la culpabilidad del acusado: el mismo hecho de sospecharse su culpabilidad era una prueba lo bastante contundente como para provocarle la muerte. Las imputaciones eran tan absurdas como improbables: desde beberse la sangre de los niños hasta volar sobre pueblos y aldeas aterrorizando a sus residentes. Y sin embargo, la mayoría parecían estar sustentadas en algunas ideas que para la época resultaban inaceptables en la mujer: independencia y poder. En la hoguera inquisitorial murieron mujeres por el pecado de poseer conocimientos médicos e incluso por el simple hecho de brindar ayuda a parturientas, cuando la predica eclesiástica insistía que la mujer debía parir con dolor y riesgo para purgar su pecado original. En medio de la ignorancia y el terror, cientos de miles de mujeres sufrieron el oprobio y la humillación de ser consideradas animales, criaturas sin alma, por un poder eclesiástico que censuraba todo tipo de expresión personal de la mujer. E incluso censuraba su capacidad para amar y sentir placer.
Es quizás de esas nociones sobre la mujer malvada — la definitiva demonización de lo femenino — sea lo que tenga como inevitable consecuencia que la identidad de la mujer, su visión cultural e incluso su rol legal sean menospreciados y desvirtuados constantemente. Hay una interpretación insistente de la mujer como parte de una idea social que disminuye su reclamo por independencia y que aún hoy, forma parte de toda esa interpretación de la mujer como frágil, débil, dependiente y subsidiaria de la figura masculina. Una especie de cárcel de principios que incluso en la actualidad es parte de la visión cultural más extendida sobre la mujer y su mundo. Una condición que eventualmente la condena a esa torpe percepción sobre género en la que se insiste construir una idea.
La violencia, la agresión y la mujer: El temor como símbolo.
La noticia de la violación y estrangulamiento de dos niñas en la India, me encolerizó pero lamentablemente, no me sorprendió. Lo que si debió sorprenderme — pero tampoco lo hizo — fue la opinión de un legislador local que opinó en Rueda de Prensa que (y cito) “Algunas violaciones son correctas”. No me sorprendió esencialmente porque durante los últimos meses las noticias sobre violaciones y agresiones sexuales a mujeres en el país asiático, han estado salpicadas además, de lo que parece ser una visión social que menosprecia lo que ocurre y que además, lo convalida por cierta insistencia en el hecho que la mujer “pudo provocarlo”. Inquieta y sobre todo indigna, que la apreciación no sólo sea parte de una opinión social — por otra parte presumible en un país conocido por su machismo sino que e considere parte de una cultura que premia el maltrato y menosprecia la gravedad de lo que una agresión sexual significa para una mujer. No obstante, la noticia solo es una entre miles, una de las tantas que han saltado a la palestra pública desde que la situación general de la mujer en la India se hizo parte del panorama mundial.
Desde las masivas protestas que desencadenaron la violación y tortura de una joven hace casi dos años, lo que ocurre fronteras adentro de la India se hace hecho visible al resto de la comunidad internacional. Con todo, la situación no ha mejorado sino que de hecho, parece deteriorarse. Eso, a pesar de las leyes y toda una serie de presiones locales e internacionales, que insisten en impulsar reformas que aseguren la protección legal y social de la mujer victima. Aún así, el problema parece radicar que en la India — y lamentablemente en buena parte del mundo — la situación de la mujer maltratada y abusada forma parte de ese subtexto que se normaliza, se acepta y se analiza como una visión común dentro del entramado legal y social.
Una circunstancia dolorosa, aún más cuando los casos de violencia y agresión sexual contra mujeres en todas partes del mundo, están salpicados además del maltrato de las autoridades que deberían proteger no sólo a la victima sino a sus familias. En el caso de la India, la situación se torna dantesca, cuando la compleja visión social del país, parece insistir en colocar en una posición poco que menos que humillante solo al que sufre la agresión sino al que aboga por justicia. Cuando las niñas ( dos adolescentes de 14 y 15 años respectivamente ) desaparecieron, de su hogar, el padre de una de ellas se apresuró a acudir a la policía en busca de respuestas. Lo que obtuvo fue la burla de los agentes a cargo y una total negligencia en lo que se refiere a cualquier proceso legal que pudiera haber evitado lo que las niñas sufrieron a manos de sus agresores. El padre insistió y cayó de rodillas frente a los agentes suplicándoles que hicieran algo pero solo fue amenazado por el grupo de policías. Por último, el padre fue desalojado de manera violenta del edificio del edificio e incluso amenazado por varios efectivos armados ( Con información de Avaaz: Un mundo en acción)
Preocupa, que la historia anterior solo sea una de las cientos que afectan actualmente no solo a la sociedad India sino a numerosas regiones del mundo. Desde el matrimonio infantil hasta la trata de blancas, el abuso de la mujer y la indiferencia legal sobre la gravísima situación que supone, es una constante que parece repetirse en condiciones idénticas a diario. La negligencia pero sobre todo, el menoscabo de la interpretación de la violencia como un hecho legal repudiable, parece ser un elemento común en la interpretación de la situación legal de la mujer en cientos de ciudades y poblados en varios continentes.
La historia de las niñas en India parece ser un símbolo de esa perspectiva sobre la mujer primitiva e incluso directamente nociva: solo gracias a la presión internacional, cinco individuos han sido detenidos y dos oficiales de la policía destituidos. Pero aún así, las estadísticas desconcierta y abruman: cada hora, una mujer es violada en alguna de las grandes ciudades del mundo. Al menos el 60% de las mujeres que sufren agresión sexual jamás denunciará el delito. Aproximadamente la mitad de ellas, sufrirá secuelas físicas y emocionales permanentes sin disponer de ningún tipo de ayuda terapéutica o médica para lo que sufre. El 70% de las agresiones sexuales en el mundo son cometidas contra menores de edad. El 25% por miembros de la misma familia. El 21% de las victimas quedarán embarazadas de su agresor.
Y sin embargo, el mundo continúa asumiendo la existencia de la violencia contra la mujer como un mal anónimo, sin rostro. Una estadística mínima que con frecuencia, parece sometida a una opinión social que denosta a la victima y de alguna manera, la convierte no solo en rehén del estigma que una violación supone en algunos países, sino que además, brinda un preocupante velo de impunidad al atacante. No puedo dejar de preguntarme entonces, ¿Hasta que punto somos conscientes de la cultura que promueve y también acepta este tipo de interpretación distorsionada sobre la figura femenina? ¿Hasta que punto somos responsables de esa aceptación silenciosa de la agresión legal que sufre con frecuencia la mujer?
Preguntas preocupantes que demuestran que aún la cultura occidental necesita replantearse su opinión sobre a lo que la agresión sexual se refiere y sobre todo, construir una visión sobre la violencia contra la mujer mucho más consistente y menos dolorosa que la actual.
Y más allá del género: Una lucha invisible.
Venezuela es un país machista, de eso no hay duda. Y eso aunque se insiste con frecuencia que lo es mucho menos que otros países del hemisferio, lo cual es cierto, pero no hace menos preocupante la situación de la mujer Venezolana. Cuando le explico esa mezcla de ideas y de justificación histórica a mi amiga G., antropóloga dedicada desde hace unos cuantos años a la investigación de la identidad de la mujer en Venezuela, sacude la cabeza con una sonrisa resignada.
- El Venezolano es especialista en restar importancia a problemas elementales a través de la comparación — me responde — en lo referente a la mujer no es la excepción. Para buena parte de la sociedad Venezolana, somos mucho más abiertos que otras regiones del hemisferio por ejemplo, donde el machismo está bien visto y además se normalizó. Y eso puede justificar rasgos machistas por el mero hecho de no ser “tan graves”.
Me horroriza la idea. En Venezuela las cifras de analfabetismo de la mujer superan con creces las varios de países vecinos a pesar de la propaganda gubernamental que insiste en lo contrario (puedes verificar la comparativa aquí) . Otro tanto ocurre con las estadísticas rojas de maltrato y asesinato, donde Venezuela se mantiene entre los primeros lugares de feminicio del hemisferio. También somos un país donde el embarazo adolescente ha aumentado de manera exponencial en los últimos veinte años, así como el abandono escolar femenino y la consiguiente profesionalidad. También Venezuela es uno de los países donde es más frecuente el uso de acoso sexual en oficinas y aulas. Una visión general que demuestra que nuestra sociedad asume que el menosprecio a lo femenino es la mayoría de las veces inevitable.
- No solo inevitable — me responde G. cuando se lo comento — sino que es parte de lo que se asume sucede. Somos un país donde el machismo es un elemento a tener en cuenta. Te lo enseñan desde pequeña: el muchacho pa’ la calle, la mujer pa’ la casa. La puta y la fácil, el hombre “puto”. La madre que se enorgullece porque sus hijos jamás “lavan un plato”. Son todo una serie de mensajes que se insisten y se repiten, y que calan tan hondo que se consideran naturales. No es extraño, que la mayoría de las mujeres en Venezuela te digan que no hay machismo porque “pueden hacer muchas cosas que en muchos países no es bien visto”, como si el mismo hecho de tener que tomar una decisión sobre lo que se puede o no hacer no fuera un acto de agresión intelectual. Hay un buen trecho recorrido pero mucho más por recorrer.
Pienso en sus palabras mientras camino por la calle. Las mujeres de mi país, celebradas como las más bellas del mundo, son quizás también, las menos conscientes de su necesidad de liberarse de cualquier estereotipo, cualquier idea que pueda limitarla. Pienso en todas las veces en que la palabra feminista se usa como insulto, y también, en la que esa necesidad de reivindicación como una forma de rebeldía injustificada. Sí, me digo, entre esta multitud de mujeres reales, espléndidas por derecho propio, este Universo femenino en un país en esencia matriarcal pero absurdamente machista, hemos recorrido un buen trecho, pero aún necesitamos alcanzar mucho más. Quizás una simple y mucho más poderosa, percepción de identidad.
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