sábado, 17 de septiembre de 2016

Danza en primavera eterna y otras historias de brujería.





Mi amiga Gloria se levanta de un salto cuando Lucia su hija menor, se cae al suelo con un chillido de dolor. Lleva un buen rato correteando por los alrededores del parque donde nos encontramos, encaramándose en las ramas más bajas de los árboles que nos rodean y luego, balanceándose a toda velocidad en un viejo columpio de madera. Ahora, se encoge sobre la tierra seca y llena de arenisca, echándose a llorar de puro miedo y cubriéndose la piel herida con los dedos abiertos.

- ¡Mamá! - grita - ¡Me duele!

 Gloria corre para arrodillarse junto a ella para abrazarla. La sigo mientras la niña suelta un estridente alarido y muestra ahora sí y a quien quiera mirarlo,  un raspón de aspecto doloroso en la rodilla.

- ¡Mami! ¡Me duele! - exclama de nuevo y llora a todo pulmón. Gloria la sostiene en brazos y la mece con cariño.
- Ya vamos a ver que pasa - le besa las mejillas, le acaricia el cabello - ya te vas a sentir mejor.
- ¡Me duele!
- Lo sé mi amor, sólo quiero ver como te lastimaste.

La niña continúa llorando, mirándose la piel despellejada entre horrorizada y fascinada. Me siento al lado de ellas en el terraplén de gravilla que rodea el columpio donde jugaba. Un par de niños curiosos se acercan para mirar, mientras Gloria intenta consolar a la niña lo mejor que puede, sin lograrlo.

- Deja ver - le pido a la niña. Me mira entre desconfiada y asustada.
- ¿Me vas a tocar la herida Agla?

Lo dice en un tono angustiado y pesaroso que me hace reír. Levanto las manos donde pueda verlas.

- Sólo quiero mirar.
- Bueno...

Aún entre gimoteos, estira la rodilla. Tiene la piel abierta y sangrante en varias partes. Gloria sacude la cabeza.

- Nina, no es tan grave.
- ¡Pero me duele! - grita de nuevo la niña con renovada energía - ¡No me toquen!

Contengo la risa y cuando miro a Gloria, sé que también lo está haciendo y quizá por la misma razón que yo. Con toda seguridad ambas estamos recordando una escena muy parecida, ocurrida casi veinte años atrás.

***

De pequeña, Gloria era una niña muy pedante y antipática, pero también la más popular de la clase. De manera que cuando se desplomó desde uno de los balancines del patio de recreo y fue a caer al suelo, su llanto y su dolor fueron cosa de interés para toda la clase. Incluso para mí, a pesar que Gloria me caía muy mal y que no hacia otra cosa que discutir con ella.

Me acerqué para mirar por encima del tumulto de cabezas a su alrededor. Estaba tendida junto a la pared de piedra del fondo del patio, con la pierna lastimada extendida y bien visible. Tenía un raspón en la rodilla  de aspecto doloroso y un largo rasguño que le bajaba por la pantorrilla que no sangraba pero que con toda seguridad  le debía provocar una desagradable comezón. Pero Gloria lloraba y se quejaba como si se tratara de algo incurable, terrible y aterrador. La miré entre desconfiada y burlona.

- ¡Alguien que llame a la hermana Rosa! - jadeó, con las mejillas sonrojadas por el llanto - ¡Me muero de dolor!

Un coro de murmullos angustiados recorrió al grupito de niñas que mirábamos la escena. Pero nadie se movió. Gloria soltó un gemido y se echó a llorar con un sentimiento desgarrador cubriéndose la cara con las manos.  El pequeño grupo de rostros curiosos a su alrededor se movió como una ola, asustado e impotente. La verdad, era que Gloria tenía un aspecto muy desvalido, tendida en el suelo con la rodilla lastimada y el cabello rubio cayéndole por una vez despeinado sobre los hombros.

- ¿Deja que te mire para ver que tienes?

Nunca pude explicarme como fue que tome valor para acercarme o mejor dicho, superé mi antipatía por ella para arrodillarme a su lado en medio de la confusión general. Ella levantó el rostro y me dedicó una de sus miradas altivas, como si considerada todo un insulto que la rara de la clase quisiera ayudarla, mientras su corrillo de amigas parecía más avergonzado que otra cosa por su llanto y su dolor.

- Serás médico - se quejó. Intentó mover la pierna para alejarse - de verdad, preferiría llamaran a la hermana Rosa.

Gloria era la preferida de casi todo el mundo en el colegio de monjas bigotonas donde me eduqué y eso incluía, a las maestras y a la directora. De manera que no me extraño el tono insolente de Gloria ni el hecho que al parecer estuviera muy convencida que necesitaba - y podría exigir - trato preferencial. Ladeé la cabeza, echándole una mirada al balancín y a la pierna lastimada.

- Bueno, como quieras. Pero tu le explicas a la hermana que hacías encaramada en la parte rota del parquecito.

El grupito de niñas a nuestro alrededor contuvo la respiración y de hecho, Gloria dejó por un momento de lanzar suspiros de dolor y angustia. Me dedicó una de sus miradas malévolas.

- Acuseta, loca de las escobas. ¿Se lo vas a decir?
- Lo va a notar.

Era cierto: Gloria había trepado a la parte más alta del balancín verde, un armatoste de metal que llevaba meses roto y que nadie se había tomado la molestia de reparar. Mientras tanto, las monjas insistían a todo el que quisiera escucharlas, que lo mejor era "mantenerse a distancia" del peligro o lo que era lo mismo, no jugar entre las tablas de metal combadas por la humedad y las peligrosas puntas de metal deformadas por el sol en que se había transformado el viejísimo balancín del patio. Claro está, nadie les obedecía en realidad  y con el tiempo, subirse a la parte más alta de la estructura era una especie de prueba de valor e importancia entre las niñas del colegio. Gloria solía hacerlo varias veces a la semana - siempre a escondida de las miradas de las maestras - y gritaba a quien quisiera escucharla que "era de cobardes" no intentarlo. Se refería al grupo de niñas muy pequeñas, poco ágiles o miedosas como yo que no se atrevían a llevar a cabo la proeza.

Gloria me miró furiosa y cruzó los brazos sobre el pecho. Me encogí de hombros y me levanté de un salto. Se sobresaltó.

- ¿A dónde vas? ¿No que ibas a ver que tenía en la rodilla?

El grupo de niñas risueñas que seguían a Gloria a todas partes me siguieron con la mirada. Parecían entre curiosas y fascinadas por el hecho que su líder confiara de pronto en la niña más rara de la clase, la misma de la que solían burlarse un día sí y el otro también. Jenny, la autoproclamada mejor amiga de Gloria miró sobre el hombro, supongo que asegurándose que ninguna monja se acercaba para saber lo que hacía aquel nutrido grupito de niñas agrupadas junto al balancín dañado. Me hizo reír su rostro pálido y un arrogante, como si llevara a cabo una importante misión secreta.

Volví a sentarme junto a Gloria. Me incliné para mirar la rodilla con atención. Intenté recordar lo que había hecho mi abuela la ocasión en que me había pasado algo parecido meses atrás y me había curado tan rápido que todavía me sorprendía. Ella me había encontrado con el codo sangrante y el brazo lleno de raspones cuando resbalé y caí en su jardín desordenado mientras jugaba a las carreras con Capitán, el perro familiar.

- Quédate muy quieta - había dicho. Miro la herida - sólo es un raspón. Ven a casa.

La verdad, yo sospechaba que me había roto muchos huesos o que las tripas iban a comenzar a salirse por los feos machucones de piel que tenía en la piel. Abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas cuando se lo dije.

- No creo que pase. Estira el brazo.

Le obedecí. Ella tomó un par de cubitos de hielo del refrigerador y los envolvió en uno de sus pañuelos de flores. Después, lo acercó a mi brazo. Me encogí de miedo.

- ¡Eso me va a doler muchísimo! - grité intentando contener el llanto. Abuela - la sabía, la bruja - asintió, con una mueca triste.
- Es verdad. Pero sólo al principio. Te lo prometo ¿sí?

Me miró con con toda franqueza y supe dos cosas: me dolería muchísimo - mi abuela jamás mentía - y dejaría de doler pronto. Así que decidí arriesgarme. Apreté los ojos y moví con lentitud la cabeza. Abuela me pasó un brazo por los hombros y acercó los trozos de hielo a la herida.

Dolió. Dolió muchísimo. Me aguanté el grito que me subió a la garganta. Pero de inmediato, el dolor quemante se transformó en otra cosa. Me quedé muy quieta, asombrada porque la ardentía y la sensación quemante que me llenaba la piel de pronto se hiciera muy poco importante, casi leve. Abrí lo ojos. Mi abuela me miraba con una sonrisa traviesa.

- Ya no creo que las tripas se salgan.

Me pidió que mantuviera el hielo apretado contra el brazo. Lo hice, mientras ella se afanaba en el mesón de la cocina por combinar hierbas y ungüentos en una mezcla verde y olorosa que luego, aplicó a un trozo de venda del botiquín detrás de la puerta. Lo dejó todo allí y después, me mostró la botella de plástico del alcohol con un gesto preocupado.

- Más dolor - dijo.

Pero no fue tanto como suponía. Gracias al hielo o a la tranquilidad de mi abuela, miré como me desinfectaba el brazo con más fascinación que miedo. Ella se tomó unos cuantos minutos para limpiar bien los raspones y por último, me aplicó sobre el brazo el emplasto con las hierbas. Un olor penetrante y suculento, me subió por la nariz. Y lo mejor de todo, fue que el dolor - o mejor dicho, la sensación de miedo y vulnerabilidad que me había provocado la caída - desapareció por completo. Me quedé de pie en la cocina, mirándome el brazo vendado.

- No duele nada - dije sorprendida.
- Lo sé. El Romero cura de inmediato.

La miré mientras se lavaba las manos en el fregadero. Me asombró que supiera qué hacer, la habilidad con que me había curado. Con nueve años, cómo había obtenido esos conocimientos, la sabiduría natural que le permitió sanarme con tanta habilidad.

- ¿Donde aprendiste todas estas cosas?
- Soy curandera.

Parpadee. Miré  a mi abuela, con su pantalones de lino impecables y una de sus blusas camiseras favorita. Llevaba el cabello limpio y bien peinado en una trenza y me sonreía con su habitual gesto plácido. Tenía todo el aspecto de una mujer moderna, sabia y joven. La verdad, no entendía por qué usaba esa palabra tan antigua, tan rara para definirse a sí misma.

- Pero - tragué saliva - una curandera no es una mujer...Como tu.
- ¿Cómo es una curandera?

Abuela parecía muy divertida por mi extrañeza. Tomó su delantal preferido y se lo ató al cuerpo. Me miró desde sus alturas risueñas.

- Bueno, una señora...
- ¿Una señora cómo?

La verdad, tampoco sabía cómo era, aunque de vez en cuando se les describe en los libros que leía. Una mujer salvaje, que vivía entre los bosques. Que cocinaba en su maloliente choza bebedizos que curaban o por el contrario, te hacían daño. Una anciana desgreñada, de cabello blanco, en la que nunca sabías si podías confiar. Abuela sacudió la cabeza cuando se lo expliqué.

- Hija, toda bruja es una curandera porque aprende bien pronto que la salud de su mente y de su espíritu es una forma de comprender cómo sanar a los demás - me dijo - y hablo de sanar, como una forma de comunicarte y expresar ideas que sea poderosa y profunda para todos quienes te rodean. Sanar y curar es conocer los procesos de tu cuerpo pero también, la forma como tu mente asume la debilidad y el miedo. Una bruja aprende de inmediato que la salud es un cuidadoso equilibrio entre lo que sientes, lo que experimentas y lo que tu cuerpo puede hacer.

Abuela tomó un puñado de verduras y las dejó sobre el mesón de la cocina. Me acerqué para mirar como las cortaba con una habilidad rápida y limpia. Pensé en que era la misma agilidad con la que escribía, me trenzaba el cabello, le tomaba de la mano al abuelo, acariciaba el rostro de mis tías. Era una forma de paladear el mundo y su sabiduría extraña, sensitiva, conmovedora.

-  Las curanderas de la Tradición popular suelen simbolizar una parte serena e imperturbable de la psique más profunda del ser humano - prosiguió abuela. Como siempre, me hablaba como si fuera una mujer adulta y no la niña que era. Y eso me encantaba. Me hacía sentir atemporal, más cerca del conocimiento -  A palabras del saber más antiguo, aunque el mundo se transforme y cambie, la figura  curandera se mantiene inalterable y conserva la calma necesaria para poder establecer la mejor manera de seguir adelante. Es una forma de comprender el aprendizaje y la evolución espiritual como una forma de crecer, de avanzar hacia lo más profundo de nuestra mente. Tu Tatarabuela P. bromea a menudo con el hecho que todas las brujas conocemos esa calma coloquial y ancestral de la dueña de los secretos del bosque: Una sonrisa llena de significados, una mirada que abarca toda la humanidad, un sentimiento que expresa cada voz y cada sentido de nuestro pensamiento.

Cortó en cuadritos cada una de las verduras. Lo hizo con una paciente  dedicación que me sorprendió por su delicadeza. Parecía ser de enorme importancia hacerlo bien, que cada cubito estuviera bien troceado. Abuela me hizo un guiño mientras tomaba todo en el cuenco de las manos y lo arrojaba al agua que hervía en una olla al fuego de la cocina.

- Una bruja sabe que cuidar a los que ama le proporciona un tipo de conocimiento muy valioso. Una manera de asumir las relaciones que le unen a su familia y quienes le rodean. Por ese motivo, el conocimiento de las brujas estaba la mayoría de las veces destinado a la protección de sus parientes, amigos e incluso, quienes simplemente lo solicitaban. Eran curanderas, parteras, conocían sobre botánica y rudimentos medicinales. Investigaban y conocían mucho más que cualquier médico médico antiguo sobre anatomía, botánica, sexualidad. Y por ese motivo, también conocían sobre el amor, los sentimientos, la confusión espiritual. Una bruja curaba no sólo proporcionando hierbas que podían curar tu cuerpo, sino conscientes del poder de tu mente sobre lo físico. Se esforzaban por llevar consuelo, sabiduría, conocimiento allí donde se necesitara. Un método que también sanaba, tanto como cualquier bebedizo médico.

Revolvió el agua de la sopa con cuidado. Un delicioso olor llenó la cocina, mezcla de la combinación de verduras y algo más suculento. ¿La buena intención quizás? pensé con una sonrisa. Abuela añadió unos pellizcos de sal a la mezcla y se inclinó para oler con un gesto de satisfacción el aroma que producían.

- Todas las brujas tenemos una poco de curandera, esa anciana sonriente y maliciosa que recorre el bosque de los silencios, otorgándole un sentido y una textura específica a cada idea, emoción, duda, incertidumbre - continuó  - Como las hierbas misteriosas que la imaginería popular suponía milagrosas y que la curandera cosechaba y utilizaba para curar viejas heridas, antiguos tormentos de la mente, veleidosos y palpitantes dolores del espíritu más ancestral.  La curandera innata, la salvaje conciencia de comprender que cada forma de expresión creativa es capaz de construir nuestro Universo más privado. La mujer en sombras, cubriendo su rostro mientras recorre los senderos más profundos de nuestra imaginación, para encontrar ese secreto, ese misterio eterno que nos otorga un nombre, un sentimiento, un momento de individualidad.

La cocina pareció llenarse no sólo del aroma saludable de la comida que se cocinaba sobre el fuego, sino de una sensación de poder y belleza que me sacudieron. Aunque no comprendía la mayoría de las cosas que decía mi abuela, tenía la sensación que esa sabiduría ancestral que me explicaba tenía un poco de relación con el bienestar que me llenaba allí, sentada a su lado en medio de los olores cálidos y la sensación de portento que siempre me producía escucharla hablar.

***

- Bueno ¿Me vas a ayudar o no?

La voz de Gloria me sacudió del recuerdo. Me incliné sobre su rodilla, mirando el raspón con ojos críticos.  Ella se encogió, como si pensara que iba a tocar la herida o hacerle alguna cosa malvada. Pero claro está, no lo hice. Observé con cuidado el raspón: sólo era un poco de piel levantada y unos cuantos raspones sangrantes. Me pregunté si yo también podría hacer lo que había hecho la abuela con mi raspón o al menos, algo muy parecido.

- Trae del cafetín un vasito con hielo - dije a una de las niñas que nos rodeaban - y una servilleta.

La vi correr a toda la velocidad que le permitían sus piernas flacas. Gloria me dedicó una mirada desconfiada.

- ¿Sabes de verdad algo de esto?
- Mi abuela me enseñó.

Ella no respondió pero noté que ahora parecía más intrigada que incómoda. Cuando su amiga volvió con el vaso de agua y el hielo, me observó hacer una compresa con los cubitos y el papel. Enarcó la ceja, enfureciéndose de nuevo.

- ¿Y que vas a hacer?
- Que no te duela para que puedas ir a enfermería y decir que no te caíste aquí.

De nuevo no dijo nada. Apretó los labios con gesto de mártir cuando levanté el manojo de hielo y servilleta medio derretido. La miré a los ojos, tratando de imitar la seguridad y tranquilidad de mi abuela al hablar.

- Habrá un poco de dolor y luego, pasará.

Soltó un grito ahogado cuando apoyé el hielo. El grupo de niñas contuvo la respiración y alguien cuchicheó a mis espaldas algo que sonó "¡la está matando!". Pero de pronto, Gloria parpadeó sorprendida y la expresión de dolor se trastocó en otra de evidente alivio.

- ¡Ya no me duele! - dijo triunfal. Le tomé la mano y le hice sostener la compresa de hielo contra la rodilla.
- Mantenla allí hasta que la enfermera te ayude mejor.

Me levanté sacudiéndome las rodillas. Al cabo de unos minutos, ella también lo hizo con uno de sus movimientos gráciles y rápidos, al parecer por completo recuperada del dolor. Me dedicó una larga mirada seria. Su grupo de amigas parecía sobrecogida de asombro y desconcierto.

- ¿Me curaste?
- Te ayudé - le corregí - la enfermera es la que te va a curar.

Cuando me alejé de allí, Gloria seguía de pie, medio inclinada apretándose la rodilla con la compresa helada. Tenía una expresión de algo parecido al respeto que no comprendí bien pero que me agradó. Pensé en lo que había dicho mi abuela sobre la sabiduría que ayuda a otros, sobre la capacidad para sanar que toda bruja lleva consigo. Y ese pensamiento, me hizo sonreír.

***

- A ver...sólo es un dolorcito y pasa.

La Gloria adulta intenta el mismo truco del hielo y la servilleta con su hija, pero la niña no parece muy dispuesta a dejarse a convencer con mucha facilidad. Grita y patalea y por último se niega en redondo a que su madre le apoye el hielo envuelto en papel que un padre solícito había traído de un kiosko de comida cercano.

- Te va a doler menos una vez que te lo pongas - dice Gloria con un esfuerzo de paciencia - Nina...
- ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Me muero!

Aprieto los labios para no estallar en carcajadas. Luego extiendo las manos para pedirle me permita sostener la improvisada compresa. Lo hace con un gesto ceremonioso y casi irritado que me recuerda con una dolorosa claridad nuestra niñez.

- A ver, Nina, deja que lo haga yo que me sé el truco - le digo a la niña. Me mira torciendo la boca en un gesto angustiado.
- ¿Me va a doler?
- Pero luego ya no te dolerá nada - le digo. Acerco el hielo a la herida - dime cuanto estés lista.

Me mira y de pronto, parece tomar ánimo y energía, quizás porque mis manos no tiemblan y que sin duda, le estoy diciendo la verdad sobre el dolor. Después asiente, con un cabezazo asustado que me conmueve. Cuando aprieto el hielo contra la herida grita y después se queda con los ojos muy abiertos, perpleja. Sonríe, con las mejillas sonrojadas de alivio.

- ¡Ya no duele! - anuncia triunfal - ¡Ya no duele nada!
- Ahora deja que tu mamá te desinfecte y ya habrá pasado todo.

Nina asiente y se levanta con un gesto largo y garboso que me recuerda a los de su madre a la misma edad. Gloria la sostiene pasándole el brazo por los hombres y después, me sonríe conmovida y agradecida. De pronto, me siento feliz por haber ayudado, incluso de una manera tan rápida y obvia. Pero hay algo de curar en sanar el miedo, pienso. Y eso me hace sonreír incluso con más ganas.

- Oye, que no has perdido el toque.
- Soy la compresa de hielo más rápida del oeste.
- Ay, Loca de las escobas, que vamos a hacer contigo.

Nos vamos las tres, caminando con cuidado para seguir el paso maltrecho de Nina. Y me hace sonreír ese pequeño gran triunfo sobre el miedo, sobre las cosas que forman ideas tan importante en mi vida. Sobre esa visión del ayer y hoy que continúa siendo tan importante en mi mente. Sobre esa magia viva y antigua que es tan poderosa y radiante en mi espíritu.

***


En ocasiones, imagino a la curandera que soy, a esa antigua poseedora del fuego del conocimiento, como una mujer desconocida que baila en medio de mi Castillo de la Memoria. Con los ojos cerrados, intentando conciliar el sueño, me dejo llevar por esa imagen plácida: la luna que brilla bajo las estrellas de mi mundo personal, una rutilante elipse de puro deseo en medio de la conciencia. Y ella allí, en mitad de la oscuridad violeta y plata, vistiendo un sencillo traje blanco, las manos cubiertas de pulseras de esparto y hojas entrelazadas. El cabello en desorden, salpicado de pétalos de las flores que adornan su pecho, que la rodean como un círculo de fuego blanco. Baila la dama, la bruja, la curandera, esa conciencia preternatural que soy yo misma, con la cabeza inclinada hacia adelante, los hombros erguidos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos muy abiertos observando las sombras. Danza y danza, mientras los árboles despiertan de un letargo primigenio para mirarla, chasqueando sus ramas enormes y rugosas para acompañarla. Danza y danza, en un suspiro, un parpadeo de mi memoria. Las manos extendidas hacia la luna, la risa espontánea y atronadora recorriendo la noche. Danza y danza, brillante, certera, salvaje, furiosa, frenética, feliz. Un suspiro de la Diosa en mí.

Abro los ojos. El corazón me late muy rápido. Sonrío y siento que un exquisito escalofrío de pura emoción me recorre por completo. Me apoyo la mano en el pecho, para percibir la fuerza de mi corazón, el poder de la vida y la muerte en cada latido, un instante suspendido y la memoria. La curandera, la hija de la Tierra, la mujer secreta del bosques de los silencios, parecen encontrarse allí, al borde mismo de mi conciencia, en la sombras borrosas de una noche cualquiera. Por instante, soy todas ellas, soy todos los rostros. Ellas, allí, mirándome desde los confines eternos de mi mente, de esa idea atemporal que es mi espíritu.

Duermo de nuevo. Mi mano enredada entre mi cabello desordenado. Y de nuevo, la Dama danza, riendo, más allá de todo tiempo y significado. Solo ella, la dueña del poder más íntimo y finisecular: Una sencilla y exquisita individualidad.

Así sea.

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