lunes, 26 de septiembre de 2016
La búsqueda de significado y otros dolores artísticos: El reflejo íntimo en la obra conceptual.
La primera vez que vi una fotografía de Francesca Woodman no sabía nada sobre su historia ni tampoco su trágica muerte. Francesca aparecía de pie medio desnuda, contra una pared llena de grietas. Sostenía algo que podía ser un trozo de madera pero también, un trozo de piel, un pedazo de sí misma. En el claroscuro resulta indistinguible. Pero a pesar de la imagen tenebrosa, equívoca — una combinación de pequeños retazos de historia — percibí con absoluta nitidez el miedo, la fragilidad y el espectral poder que emanaba de sus imágenes. Me asombró ese juego de luces y sombras, de símbolos tenebrosos con el cuerpo femenino pero sobre todo, que era protagonista absoluta de cada una de sus creaciones. Que había una percepción muy nítida sobre su personalidad, sus dolores y sufrimientos que la cámara captaba con enorme elocuencia. Nunca olvidé el sobresalto que me provocó esa percepción del cuerpo como sujeto artístico, esa visión sobre los monstruos silenciosos que habitan el espíritu y que la cámara devela con tanta facilidad.
Tenía dieciseis años y ya por entonces me autorretrataba. Lo hacia a toda hora, en una compulsión lenta y la mayoría de las veces torpe, que no me conducía a ningún lugar en concreto. Sólo sabía que deseaba fotografiar (me), que de la misma manera que para otras adolescentes el “querido diario” era una forma de expresar la angustia existencial que agobia durante los difíciles años de la primera juventud, la fotografía me brindaba la oportunidad de expresarme a un nivel profundo y directo. Fotografiaba sin otro motivo que comprender los rápidos cambios que estaban ocurriendo en mi vida y en mi mente. Y lo hacía con toda inocencia, sin técnica ni tampoco mucha coherencia. Sólo sabía que deseaba fotografiar y que con toda seguridad, continuaría haciéndolo quizás por el resto de mi vida.
El trabajo de Francesca — siempre le he llamado así en mi mente, como si de una vieja amiga se tratase — me impactó justo porque parecía abordar el mismo dolor, la angustia frenética y el asombro que me hacía fotografiar como una forma de expresión íntima. Sus maravillosas imágenes — diminutas, claustrofóbicas, fantasmales — tenían un poder no sólo para reflexionar sobre el sufrimiento desde un punto de vista nuevo sino que además, poseían una personalidad única. Cada imagen de Francesca, era una búsqueda de respuestas a cuestionamientos existenciales que se hacían cada vez más complejos. Una metáfora donde su personalísima simbología creaba una nueva dimensión de lo que la imagen — y el autorretrato — podía ser. Para Francesca no había nada obvio y por lo tanto, había niveles de lectura muy claros en cada una las pequeñas historias que sus imágenes contaban. Desde el aire ultraterreno y etéreo, la mirada fija y angustiada hacia la cámara, hasta los espacios imposibles y extraordinarios que creaba con una economía de recursos que aún desconcierta, el trabajo de Francesca es una percepción ideal sobre un Universo interior repleto de una riqueza única. Con Francesca no sólo no hay nada sencillo, sino además, la complejidad toma tintes líricos y se manifiesta a través de un poesía visual deslumbrante.
De Francesca se ha escrito muchísimo, aunque en ocasiones de manera tangencial. Porque Francesca, la mujer, parece absorbida y consumida por su propio mito. Una idea bastante extraña si analizamos su trabajo desde la óptica de su impulso esencial, el hecho mismo que lo motiva: una búsqueda del yo profundamente simbólica, una necesidad casi angustiosa de definir esos espacios interiores vacíos y silenciosos que habitaban en la mente de la artista. Y es que Francesca, la mujer, se debatió durante toda su vida con Francesca la artista, en un debate ciego que según se cree — ¿Y quién podría negarlo? — la llevó a la muerte.
Francesca provenía de una familia de artistas: sus padres Betty y George eran reconocidos fotógrafos antes que la muerte de su hija los convirtieran en personajes trágicos de una historia mucho más amplia que su propia obra. También lo era su hermano Charlie, de quien poco se sabe, diluido en la mitología formidable de su hermana. Y es que Francesca, el mito, el monstruo artístico de ego obsesivo y frágil coexisten también con la mujer, la secreta y la artista, prolífica y profundamente necesitada de expresar en imágenes la manera como concebía el mundo. Su vida podría resumirse en su enorme obra: sus padres conservan un archivo de casi 800 imágenes que cuentan, mucho mejor que cualquier palabra, las vicisitudes que atravesó Francesca en su búsqueda incesante de identidad. Desnudos de inquietante belleza, juegos de símbolos y una sexualidad tan profundamente asimilada como sutil hacen de sus imágenes una búsqueda de metáfora de la feminidad. Y aunque Francesca quizás no categorizaría su propio trabajo como “femenino” si lo haría como intimista. Profundamente ansiosa por demostrar su cualidad artística — aferrada quizás a esa vanidad creativa tan arraigada en sus obras — comenzó a fotografiar desde los 13 años. Empezó en el mundo fotográfico con una determinación que superaba con creces su niñez: en blanco y negro y de pequeño formato, sus autorretratos cuentan una historia borrosa de desasosiego y asombro por el medio artístico que le permitía construir sus ideas que sorprende a propios y extraños. Al principio, Francesca parecía fascinada por la naturaleza exterior: flores y ramas, pequeños escenarios perfectamente controlados que jugaban una idea sensorial sobre su propuesta artística. Porque para Francesca, en su obra, no había espacio para lo casual, para la idea que podía pender de la interpretación súbita. En el mundo de Francesca — de luces y sombras, de encuadres perfectos y exquisitas historias que la tenían como protagonista — todo parece encajar con una perfección escalofriante, evidente y precisa. Tal vez la artista, en ese génesis de mirar el mundo como una reinterpretación de su propia idea, intento figurar el concepto del yo más allá del tema fotográfico. Un concepto visual que lo abarcaba todo, que parecía crearse así mismo imagen tras imagen.
La búsqueda de la identidad: Francesca en todas partes.
Hace unos días, hice imprimir una de mis fotografías favoritas de Francesca para colgarla en la pared de mi estudio. En ella, se le ve desnuda, frágil y afligida, con el cuerpo desnudo y el aspecto propio de una criatura inexplicable, flotando sobre sus habituales espacios semiderruidos y llenos de un caos visual tan atractivo como poderoso. Lo hice porque deseaba recordarme que hay un motivo por el cual continúo autorretratándome, ahora, en la tercera década de mi vida, con la misma pasión compulsiva con que lo hice durante mi primera juventud. Resulta extraño de pronto mirar — y analizar — mi trabajo fotográfico y encontrar que hay un hilo de unión entre lo que me asombra, me seduce y mis pequeñas, que aparecen y se deshacen como temas recurrentes. Y en medio de esa extraña percepción del ahora y el después en mis obras, Francesca aparece como una imagen recurrente. No sólo como el referente obligado a todas las ideas que construyen y sostienen lo que deseo expresar a través de la fotografía, sino esa percepción específica sobre lo que la identidad que se transforma a través de la imagen. Una y otra vez, Francesca aparece en mi manera de plantearme la fotografía pero también, en esa búsqueda personal sobre los motivos que sostienen los conceptos que analizo y también, el dolor que aún brindan sentido a ese largo monólogo con mis monstruos íntimos.
En ocasiones, he tenido la impresión perturbadora que las fotografías de Francesca tiene una vitalidad propia, inquietante, por completo desconocida. Mirándolas, siempre tengo la sensación que la mujer esquiva que parece mimetizarse entre las sombras, danza en un ritmo ilusorio, detenida en un tiempo falso e ilusorio que me lleva esfuerzo comprender. Con un suspiro, contemplo detenidamente la fotografía que colgué en la pared. Mi preferida, una sutil y cruda elegía a esa soledad interior que Francesca parecía conocer tan bien. La mujer de la foto se intuye joven por la postura del cuerpo y el pelo brillante que le cubre la cara. Su mano sujeta el cable del disparador, que el movimiento convierte en una varita mágica o en una espada luminosa. Autorretrato a los 13 años es la primera imagen que conocemos de Francesca Woodman (Denver, 1958-Nueva York, 1981) y la que abre puerta al extraño imaginario de una de las artistas visuales más profundas y duras del siglo XX.
Tal vez por ese motivo, Francesca Woodman es una criatura mitológica inventada a partir de sus propias fotografías. Fugaz, poderosa, efímera, sus imágenes captan no sólo esa percepción sobre la fragilidad del propio reflejo — el reencuentro del yo, la reconstrucción de la identidad — sino también el trayecto elemental hacia la creación utópica de una constante existencial. Con una capacidad alegórica sorprendente, creó una nueva manera de construir lenguajes visuales basados en el análisis insistente del ego. Un reflejo de la fotografía ya no sólo como un acto creativo formal y académico — que lo es — sino también, una reflexión sobre los símbolos personales y la apropiación de las metáforas universales en un lenguaje consistente. Francesca, tan joven como innovar y tan consciente de la capacidad del arte para la expresión como para construir ideas profundas, analizó la fotografía como una herencia intelectual, además de una visión conceptual concluyente.
La vida y obra de Francesca pueden resumirse en 114 obras, una muestra escasa de lo que pudo ser una infinita búsqueda de significado que acabó muy pronto. Se habla también de 800 instantáneas que les dejó el día que como insisten sus padres “abandonó la vida”, arrojándose desde la ventana del lugar donde vivía en el East Village neoyorquino. Cuesta mucho imaginar a Francesca muerta, estando aún tan viva, tan presente, tan profundamente arraigada en los medios y en la visión de toda una nueva generación de fotógrafas que analizan su feminidad y sus terrores espirituales a través de la imagen. Tal vez por ese motivo, su madre jamás habla del suicidio de Francesca e insiste que la muerte de su hija fue un “vuelo hacia la eternidad”. Una imagen sublime, esa. La de comprender a Francesca a partir de su capacidad para trascendente y no desde el dolor inaudito que la llevó al silencio definitivo.
Francesca estaba obsesionada con la muerte. Una fascinación que abarcaba lo estético pero también, que se debatía entre el concepto visceral de la muerte y algo más profundo y amargo. En todas sus imágenes hay un definitivo aire de decadencia, la materialización de la angustia existencial definitiva a través de casas decrépitas, flores secas y paredes llenas de grietas. En contraposición, cada una de sus fotografías están llenas de una vitalidad que desborda el entorno deprimente. Hay una mirada vitalista y enérgica en la constante experimentación. En esa noción sobre el placer del cuerpo, su peso y su significado. A veces la miro, de pie, con su cuerpo delgado y blando y pienso que Francesca pensaba en sí misma como el objeto de arte definitivo. Como una noción compleja sobre la identidad desdoblándose como una inherente visión del mundo como parte de la percepción espiritual y lo que deseamos “Su vida está toda en sus fotos, a pesar de que nunca son narrativas, ni siquiera cuando se estructuran como serie. Francesca se analiza, pero no se cuenta, ni se revela”, afirma Marco Pierini, director de Le Papesse y comisario de la muestra que se presentó en Nueva York hace unos cuantos años.
El misterio en Francesca — en sus imágenes, en su vida — tiene varios niveles de comprensión y análisis. Francesca casi nunca enseña el rostro y experimenta con su cuerpo desnudo hasta lograr que las imágenes lo absorban como una mirada esencial sobre su opinión silenciosa sobre el sufrimiento. Porque Francesca está sufriendo, de eso no hay duda y el cuerpo lo expresa, lo muestra, lo contiene en una serie de percepciones no narrativas pero si lo bastante claras para dejar claro que la fotógrafa estaba convencida del poder elocuente de la desnudez. A veces mira con sus propios ojos — son autorretratos en estado puro — y en otras ocasiones, avanza hacia una mirada masculina, que estructura esa concepción de la obra creativa donde el cuerpo es el motivo y la respuesta. No hay una sola fotografía de Francesca donde su cuerpo no sea el protagonista, como si no soportara estar fuera del encuadre. Incluso en la célebre serie “Charlie the model” (a la que se le considera su obra maestra) continúa presente delante del objetivo, aunque deja la cámara a una mano desconocida. El juego de espejos persiste, se hace más notorio y duro de digerir.
Hay algo definitivamente subversivo en el hecho que para Francesca la desnudez no fuera erótica ni mucho menos contemplativa. Hay una noción poderosa sobre lo que expresa a través de esa contradictoria insinuación de una breve visión erótica — el cuerpo sometido y provocador — hacia algo más elemental. Básico. Una interpretación exhibicionista — el cuerpo es mi recurso y lo uso a plenitud — que convierte su obra en una expresión mucho más primitiva que la mera estructura estética. Francesca va en busca de significado y lo hace, dejando la piel en el experimento. Abriendo heridas profundas en una percepción poderosa y enajenada sobre su identidad.
Como autorretratista, el trabajo de Francesca siempre me ha obsesionado. Ha sido un largo trayecto, el de mirar su obra para comprender que esa lenta búsqueda de la imagen como espejo tiene sentido. Su misterioso talento, la manera de recrear su mente a través de desnudos casi siniestros, juegos surrealistas y una sexualidad casi frágil siempre me ha parecido la mayor muestra de esa capacidad de la fotografía para construir mundos intangibles. Porque en la fotografía de , hay mucho de esa incertidumbre de lo femenino, ese dolor visceral de la mujer que se mira en su propio arte sin encontrar nunca su reflejo. El denso trabajo de Woodman — sorprende la complejidad de su planteamiento a sus jóvenes veintidós años — es parte de una poderosa aproximación al simbolismo más doloroso. Un lenguaje visual donde la complejidad se manifiesta en luces y sombras.
En más de una ocasión, he leído a la maravillosa autorretratista Elina Brotherus insistir sobre el hecho que un autorretrato destruye — y reconstruye — todas tus concepciones sobre belleza, identidad e incluso, ideas tan privadas como los elementos que forman parte de tu personalidad. Y es cierto: Un autorretrato no trata de mostrar e idealizar el ego de su autor, sino que de hecho, lo fragmenta hasta crear una noción sobre su identidad basada en las ideas disímiles que lo cimientan. Una idea que en ocasiones puede llegar a ser devastadora: Todo autorretratista medita sobre el yo desde un punto de vista peligrosamente cercano al cuestionamiento, a la crítica, al debate y sobre todo, esa insistente necesidad de explorar las regiones oscuras y luminosas de su mente a través de ideas conceptualmente coherentes. De manera que no, un autorretrato no celebra la vanidad sino más bien, deconstruye el discurso sobre el cual podría sustentarse.
¿Eso es lo que busco? me pregunto. ¿Eso es lo que sustenta mi obsesiva búsqueda del Yo a través de la imagen? No lo sé. La mayoría de las veces fotografío por la mera necesidad de encontrar una respuesta a una pregunta que aún no se formula. Para mirarme en medio de ideas incompletas que quizás están destinadas a permanecer como piezas sueltas de algo mucho más amplio inexplicable. Después de todo, la fotografía es así: se manifiesta como una percepción desconcertante. Como una expresión sin sentido. Como una serie de planteamientos que se crean a medida que sustentan su propio objetivo y razón.
La fotografía — el autorretrato — existe para alimentar cierta soledad interior que se manifiesta a través de nuestra manera de mirar. De manera que somos, antes o después, piezas de arte en pleno proceso de elaboración de algo más complejo. Francesca lo supo, lo expreso y en ocasiones me pregunto si fue esa conciencia la que hizo que su obra se convirtiera en una mirada asombrada sobre lo femenino y lo fotográfico que todavía perdura nítida y poderosa. Un mapa de ruta hacia un tipo de locura fragante e inaudita.
Cierro los ojos. En la oscuridad de mis párpados cerrados, Francesca se inclina, suspira, mira una cámara imaginaria. Un momento inacabado en la memoria. Paz para los locos, en medio de la imagen y la desazón.
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