lunes, 31 de octubre de 2016

¿Qué es una bruja y quién quiere serlo?






¿Qué es una bruja? ¿Qué es lo que convierte a la mujer en una? ¿Por qué algunas se llaman a sí mismas de esta manera? La bruja forma parte de la mitología popular, incluso desde antes de que la cultura pudiera recordarlo. Es parte del símbolo de la mujer poderosa o al menos lo fue, hasta que occidente se encargó de convertirla en malvada.

Hoy las brujas parecen mirarnos de todas partes: desde la caricatura de piel verde que cuelga en las vidrieras de las tiendas, esa mujer de nariz retorcida que saltó de los cuentos de hadas directamente a las pesadillas de los niños, y la mujer sabia, la bruja tradicional que actualmente se ha reivindicado gracias a ese renacer de lo femenino como sagrado. Sin embargo, queda mucho por decir sobre la bruja, esa mujer que sonríe, misteriosa, entre el velo de la historia y la leyenda, y que sobrevivió a las llamas de la ignorancia, la que se ocultó en la historia, la que forma parte de esa visión de la mujer poderosa y que estuvo tanto tiempo en reposo..

No hay antecedentes precisos sobre la primera mujer que se calzó el sombrero puntiagudo y las medidas de rayas para llamarse, a sí misma, bruja. Pero sí de que Dios, el eterno y patriarca de los valles celestiales, antes de ser un célebre soltero tuvo una divina consorte. Al menos en eso insiste la investigadora de la Universidad de Exeter, Francesca Stavrakopoulos, quien señala que antiguamente, las potencias religantes que derivaron en las grandes religiones monoteístas contemporáneas adoraban a la diosa Asherah, La Gran Madre. ¿Y quienes eran sus hijas si no la mujer poderosa, la sabia, la curandera, la que era capaz de crear vida?

La bruja nació como reflejo directo de ese remoto matrimonio celestial y su rastro parece extenderse por el Oriente Medio, siguiendo lo que puede leerse como la sinuosa línea de una ancha cadera divina: el arquetipo de Asherah también se consigue bajo el nombre de Astarot, quién es a su vez la Ishtar babilónica y la Astarté griega. Arquetipo del divino femenino: Luna, Tierra Venus. De manera que la bruja fue la imagen esencial de esa mujer creadora, la sagrada, cuyo vientre tenía la misma capacidad para crear vida del Dios misterioso de las alturas. Una idea que asombró a los hombres hasta que tomaron conciencia de su participación en el prodigio de la concepción.

Pero la bruja sobrevivió incluso al patriarcado del sedentarismo, cuando las viejas diosas creadoras fueron arrojadas de altar para ser sustituidas por deidades belicosas. La bruja, terca, sobrevivió al puño de la edad de hierro, a la sangre derramada de la nueva religión de las armas que sustituyó a la de la tierra. Para entonces, ya habían obtenido un nombre, más allá del simple gentilicio de Hija de la Diosa: bruja por derecho propio. Los celtas ya usaban una palabra para brindar estatus y prestigio social a las mujeres de especial importancia y era de conocimiento común que eran “gente buena” y “sabias con conocimiento de la Tierra”.

De la bruja desnuda bailando en el bosque y la risueña doncella corriendo por entre los sembradíos para asegurar prosperidad y fertilidad, hasta las imágenes que tanto horrorizaron a los católicos unos siglos después. El problema con la bruja, la esencial, es que es libre. Un espíritu salvaje que encarnaba la unión de lo divino con lo carnal, lo deseable. Ya era historia vieja su poder, su tentación, su risa contagiosa. Así que la Iglesia, Madre y Señora del pudor, decidió perseguirla y asediarla. Esa mujer sin atadura y sin moral representaba a los paganos salvajes de las tierras que aún no reconocían al Cristo Redentor de ojos amables. La bruja conocía de fuego, de tierra y de sangre, y eso era peligroso para la nueva moral de un mundo que comenzaba a reconstruirse alrededor del Dios hombre, ahora así entronizado en el poder de la Europa joven.

El continente se cubrió de piras de castigo. Las llamas quemaron a brujas y a inocentes, a libres pensadoras, a putas, a sospechosas de crear. La mujer se convirtió en mártir de su género, en una prisionera de una iglesia tan despótica como cruel. Pero la bruja, la verdadera, la que recorrió Europa como carta de Tarot, como escoba detrás de la puerta, como los pequeños ritos del jardín, como las pequeñas costumbres y supersticiones de una época remota, era indomable. Y sobrevivió a pesar de las sentencias. La imagen de la mujer fuerte, por encima de la casta. Durante años, los romances medievales cantaron odas de amor a la mujer misteriosa, velada. Y la bruja, la divina, respondía siempre. Y es que no es tan fácil destruir lo que habita en esa dimensión del espíritu rebelde, la cultura que se opone a todo y se mira a través del poder de renacer.

La bruja regresó de su anonimato histórico para ocupar su lugar cultural, ése que siempre ocupó siendo la curandera, la sabia, la consejera, la madre, la anciana, la poderosa. La bruja, como idea histórica más allá del prejuicio al que estuvo sometida durante siglos.

El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Ejemplos sobran: Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, quemada acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo. La raíz del mal, más allá del simple concepto moral, como una visión de esa fina linea que divide lo que se considera normal y lo que no lo es. Bruja, bruja y bruja. La eterna impenitente. Incluso esa antiquísima Lilith, demonizada por la religión hebrea por el simple pecado de reclamar igualdad. Según la tradición, Lilit se rebeló contra su marido Adán y lo abandonó. Y con ello encendió la ira que recogió su mito y la convirtió en una mataniños. Se le llamó “Madre del mal” y, claro está, bruja.

Las brujas han sido el emblema de la desobediencia. Mal mandadas, como la llamaríamos en esta Latinoamérica descreída y festiva. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
Como buena seductora, comenzó de a poco: la bruja no se prodiga. De los libros para niños, donde se escondía en bosques misteriosos, decidió saltar a un nueva dimensión de las cosas y así revivir el asombro que despertó siglos atrás. Se mostró hermosa y terrible en productos culturales de amplia difusión que ahora son referenciales, como la madrastra de Blancanieves. Pero eso no era suficiente: había que sumar a la mujer de piel verde que se enfrentó a una virginal Dorothy de zapatos rojos, y a la dueña del rostro sensual de Kim Novak sosteniendo con poses de vampiresa a su no menos inquietante gato en brazos.

Nadie se extrañó de que la bruja llegara a Hollywood. Celebraron su llegada con aplausos de pie y, en el año 1958, la película Bell, Book and Candle, de Richard Quine fue una de las más taquilleras. La bruja había regresado con su caldero, escoba y risa escandalosa. Y esta vez para quedarse. Porque lo demás, fue imparable: unos años después la inolvidable Samantha se enamoraría de un orejón y simpático publicista, que en la mismísima luna de miel descubre que su bella mujer no era otra cosa que una bruja y el mundo entero se enamoró de ella en Bewitched. La bruja tomó por asalto la cultura pop, que la recibió con los brazos abiertos: Angelica Houston, rodeada de calvas y malvadas compinches en The Witches (1990) basada en la novela de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno al primer Jack Nicholson maduro en The Witches of Eastwick (1987), basada en la novela de John Updike publicada en 1984; o una jovencísimo trío de brujas adolescentes que se enfrentaban a las hormonas varita en mano en The Craft e incluso las hermanas Halliwell, ese fenómeno televisivo tan ridículo como imprescindible para contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja.

No hay que olvidar que la idea de la bruja maligna y cruel despertó en pleno nuevo milenio para recordarnos su poder. En el año 1999, aterradas multitudes salieron de los cines declarando que el temor había tomado una nueva forma en esa maldición oculta que ataca de tres jóvenes incautos. Y es que la The Blair Witch proyect recordó incluso al más descreído que no todo eran risas y diversión en el mundo del bosque enigmático de la bruja. El mito, otra vez, como parte de esa visión inquietante de la mujer y su eterna dualidad: la bruja en todas partes, incluso en lugares más imprevisibles. Por ejemplo, en la forma de una niña con varita que combate a un enemigo épico en la saga de la escritora J.K. Rowling, la bruja que sonríe desde las vitrinas de la tiendas, la bruja de trenzas y brazos cargados de flores de la imaginación popular e incluso una más discreta. La que escribe, crea y se sabe poderosa, la que recibe su herencia del nombre y también de esa otra visión de la feminidad. Usted. Yo. Una bruja.

sábado, 29 de octubre de 2016

Danza del viento en el misterio y otras historias de brujería.




Comencé a escribir cuando tenía seis años más o menos. Por supuesto, no hablo que escribía algo digno de leerse o lo suficientemente coherente como para que pudiera comprenderse como literario, pero si, mis primeros párrafos - a mano, con letra enorme, lleno de dibujos - nacieron durante esa infancia borrosa que he llegado a idealizar. Me encantaban las palabras: así, sin más. No me importaba carecieran de sentido o no tuvieran relación entre sí. Me fascinaba era la mera sensación de crearla. Me recuerdo sentada en el gran escritorio de mi Madre, pulido y ordenado ísimo, copiando palabras como quien dibuja sueños: en desorden y con esa felicidad de lo absurdo. Apretando el lapiz entre los dedos, esforzandome por crearlas hermosas, por dotarlas de dulzura, por elevarlas de ese silencio de la hoja muda y brindarles significado. Era muy pequeñita para pensar en esos términos, claro está, pero si tenía claro un par de cosas: había algo liberador - mágico - en esa deliciosa capacidad de construir ideas, de mirarlas nacer de mi mano hasta sonreírme desde el papel. Una especie de búsqueda de sentido que comenzaba en mi mente y terminaba en la palabra escrita. Me asombraba ese fino vinculo entre nacer y crear, mirar y construir que la palabra me brindaba. Era un pequeño milagro que no terminaba de comprender muy bien.

Tampoco lo comprendí después y probablemente por ese motivo, continúe amando su misterio. A los diez años, ya me escribía mis propios cuentos de Hadas: mis princesas tenían caballos y arcos y nunca esperaban al Príncipe. En realidad eran brujas que corrían por los bosques riendo, buscando la Luna y se enamoraban de árboles y espíritus de río y mar. ¡Era tan extraordinario, ese poder de construir mundos! Las palabras eran mis amigas, mi manera de soñar. Jugaba con ellas de la misma manera que otras niñas podrían jugar con muñecas. Las moldeaba a mi manera, a veces sin sentido, otras intentando calzar unas con esfuerzo: pero siempre me sorprendía y me emocionaba lo que nacía de entre mis dedos. Valles y páramos de palabras, Montañas que se alzaban sobre esa quietud de lo que se crea con esfuerzo. Y soñaba, claro, lápiz en manos, en las historias por contar, en las que descubriría después. En las que deseaba conocer a través de mi lápiz y mi deseo de crear.

Por entonces, ya había descubierto que para la brujería, la palabra era símbolo de poder. Me había asombrado leer en los libros de las Sombras de mi abuela, que para las brujas de antaño, la palabra era un vinculo indeleble entre los sueños y el mundo real. Justo lo que yo había descubierto, a solas, pensé, con emoción. Pero había algo más: para las brujas, el poder de la palabra residía en lo que evocaba, creaba, construía, miraba, simbolizaba. Una bruja jamás escribía su nombre ni mostraba a nadie como escribirlo. Una bruja solo escribía los rituales e invocaciones en su libro de las Sombras, nunca más allá. La palabra era de hecho, el secreto camino entre lo divino y lo humano, ese lenguaje de Dioses que parecía residir en la imaginación del hombre. Una huella quizás de algún enigma divino oculto en el espíritu creador.

- Escribir es poderoso - dijo mi tia L., descreída y deslenguada - pero no porque sea mágico, no a la manera como lo entendemos. La magia de la palabra radica en su capacidad para expresar ideas complejas a través de símbolos directos. La mente del hombre construida a partir de palabras. Eso es poder, es una manera de comprender la visión del otro.

Tia L. siempre tenía opiniones muy duras sobre lo que llamaba "mi visión idealizada de las cosas". Tal vez se debía a que su férrea interpretación del mundo, o que para ella, la realidad era mucho más compleja de lo que yo podía verla. No podría decir el motivo, pero el caso era que tia L. siempre insistía en mirar cualquier idea desde una perspectiva directa y muy cruda. Algo muy extraño, viniendo de una artista cuyo mayor talento era interpretar la realidad a través de sus esculturas.

- Pero la palabra tiene un significado que la rebasa - comenté - se hace enorme en su capacidad para crear. La palabra es la síntesis de todo lo que una cultura mira y analiza. Y un escritor, es un atenta escucha de esa cultura, de ese sueño profundamente arraigado en la cultura.

Mi tia sonrío. Nos encontrábamos en su taller, rodeadas de sus mujeres de arcilla. Tia L. estaba obsesionada con la figura de la mujer, con su construcción histórica, con la manera como la visión de la cultura parecía transformarla época con época. Tenía la extraña hipótesis que la sexualidad femenina y la opinión social sobre la estética de la mujer, eran un reflejo de la manera como la sociedad se percibía su propia fragilidad, su elemento más espiritual, por encima de la mecanicista concepción del mundo que brindaba el Patriarcado tradicional. Con catorce años, todas esas ideas me maravillaban, pero les encontraba muy poco sentido. Aún así, me encantaba mirar todas esas mujeres sin rostro que mi nacian de las manos de mi tia, que brotaban de sus dedos como si de sus pensamientos hecho forma y belleza se tratasen.

¿No era eso un poco lo que yo sentía al escribir? medité mirándolas a la luz brumosa de esa tarde de septiembre. Tal vez para tia, sus pequeñas esculturas era una manera de construir lo que consideraba real y verídico, de mostrar lo que habitaba en su mente y espíritu de una manera intima. Regordetas, con los brazos extendidos sobre la cabeza, con los genitales bien visibles y los enormes pechos delineando una silueta casi primitiva, las esculturas de tia tenían mucho de manifiesto y discurso. Quizás, mientras yo me esforzaba por explicar el mundo desmenuzandolo en palabras, Tía L. lo intentaba reconstruyendolo a través de esas pequeñas representaciones de lo consideraba real y venial.

- Es posible - comentó cuando se lo dije. Tomó una de sus pequeñas piezas y la miro detenidamente - la primera vez que quise esculpir era muy joven. Casi tanto como tu quizás. No sabía que quería decir, tampoco porque me obsesionaba la capacidad de hacerlo, pero lo hice. La arcilla tomó la forma que menos pensaba: la de una mujer rolliza. Los grandes pechos, las caderas anchas, me parecían tan significativos de mostrar como el hecho que no tuvieran rostros. Una mujer primitiva que puede ser cualquiera.

Pensé en lo que había leído sobre las palabra mágica. En como la Brujería creaba símbolos de poder a través de las letras. Una manera de concebir, de parir, literalmente una creación artística. Los rituales se copiaban a mano para ser transmitidos y la bruja que lo hacia, tenía el derecho - quizás el deber - de agregar una palabra nueva, de brindar una nueva visión a la energía que se creaba letra a letra. Una idea preciosa y que también parecía tener mucha relación con esa insistencia del artista - en cualquier época - de brindar valor a su trabajo. Recordé lo que había leído sobre la manera como Miguelangel Buonarroti mezclaba las pinturas que utilizaría solo en determinados momentos del mes y como pulía sus esculturas, unicamente con paños bendecidos por viejos rituales desconocidos. ¿Era una forma de brindar mayor poder a la creación o de reconocer que toda creación es mágica?

- De hecho, toda creación fue considerada mágica por muchísimo tiempo - me explicó mi abuela, cuando le expliqué lo que pensaba - La Diosa y la Divinidad fueron durante muchos tiempo atributos espirituales de la capacidad de crear de todo ser humano. Una forma de construir un mito y una visión elemental sobre lo que creemos posible y lo que no lo es. ¿Que podía haber más mágico que contar una historia, cantar, esculpir, pintar? Los artistas eran hijos de los Dioses y sus obras, una manifestación de la Divinidad.

- ¿El arte sagrado? - pregunté fascinada por la idea. Mi abuela me dedicó uno de sus guiños maliciosos.

- Tal vez, aunque no creo que eso agradara a la Iglesia que después se convirtió en protectora de las artes - dijo - hay una visión sobre lo artistico como simbólico y sacramental que brinda a quien la crea la categoría de traductor de lo Divino. Ya lo insistió Robert Graves,  hay muchísimos puntos en común entre diosa y bruja, bruja y poetisa. Para el escritor, la Diosa es la inspiración suprema, la capacidad de creación en estado puro. Probablemente por ese motivo, insiste en la relación poeta-musa y la relación poetisa-musa, intentaremos establecer con qué frecuencia, en los poemas escritos por mujeres, la poetisa se identifica con la bruja, la arpía, el principio de la destrucción. Más allá, para Graves, que fue el primer autor moderno en insistir que la palabra era de hecho Bendita, en su capacidad para evocar belleza, la Diosa era el simbolo de lo creativo en la palabra. El verbo creador.

Recordé uno de los pasajes más extraños de la biblia Católica: el Evangelio Según San Juan. En su primera línea, el libro Sagrado deja muy claro "En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho." ¿Tenía relación con esa primitiva idea del verbo creador - y por tanto sagrado - que mencionaba mi abuela? Era una idea sugerente, pero más allá, eso podría poner en perspectiva la tradicional idea del artista como constructor de un lenguaje divino.

- Si y no - respondió mi abuela - porque esa divinidad que se manifiesta a través de la creación, tiene una relación directa con la visión que construye. Tal vez por ese motivo, el artista es considerado divino por algunas culturas y también transgresor por otras. Lo que se asume como creador es también destructor para otras ideas sobre el símbolo y la metáfora que expresa.


Suspiré. En una ocasión, había leído algo parecido: se insistia que la poesía  para varón manifiesta un principio con "La Belle Dame Sans Merci". En otras palabras, la visión del hombre como parte de lo Natural, pero como observador. La muerte está afuera, en vez que dentro de la conciencia. La creación que observa e interpreta lo que le rodea, pero no involucra lo que asume como personal e intimo. La muerte es la tentadora, la seductora, la musa. Al contrario, Para la poetisa, la muerte está frecuentemente dentro de la conciencia, se identifica frecuentemente dentro de la creatividad poética... un arte peligroso para las mujeres. Y se consideró peligroso desde la perspectiva que brindaba una visión amplia y probablemente durísima, sobre ese yo inquieto y creador femenino. Sin duda, que puede también ser una consecuencia directa de esa percepción de la creatividad de la mujer como elemento disgregador: en una cultura patriarcal que les provee poquísimas imágenes positivas de ellas mismas, poquísimas imágenes positivas de la feminidad, hayan terminado con identificar su propia creatividad (la cosa que las diferencia de las otras personas, de las otras mujeres) con la destructividad.

Mi abuela me miró largamente mientras le explicaba todo aquello. Había una idea coherente que parecía sugerir el poder de la creación simbolizaba ese misterio que rodeaba al mismo hecho de construir ideas, como elementos de la conciencia. Y sin embargo, el mismo planteamiento parecía contradecirse: ¿No es la expresión de mayor identidad humana crear y construir a partir de las puertas abiertas de la imaginación? ¿Era parte de su identidad divina o lo que se suponía podía serlo o parte del sueño creador que aspira a la Divinidad?

- Es un poco de ambas cosas - dijo mi abuela. Tomó una de los Libros de las Sombras de su biblioteca y lo abrió en una página cualquiera. La página, escrita en la letra pequeña e intrigada, llenaba la página, se extendía en todas direcciones como un pequeño diorama. En los bordes, pequeños dibujos a tinta parecían confundirse con las frases a medio escribir, con las lineas abiertas de las letras que se extendían de un lado a otro como ramas de un árbol antiquísimo. Cuando me lo extendió, lo tomé con un gesto casi reverencial - hay un poco de belleza y tragedia en todo lo que creamos. Hay una idea de ternura y poder en todo lo que asumimos como peculiar y poderoso que brinda poder a lo que creamos. ¿Es divino ese sentimiento de comprensión y supremo éxtasis al crear? Seguramente. ¿Es un atributo Sagrado? Depende como lo mires.

Miré la Hoja abierta en el libro de las Sombras. Un ritual conservado por décadas, incluso quizás un siglo: las palabras repetidas una y otra vez, una manera de trascendencia, el nacimiento en el sueño y la construcción de la memoria. Pensé en el taller de tia L., lleno de sus mujeres rebosantes de vitalidad e historia. Un pequeño altar para su visión del Mundo, para su concepción de la realidad.  Me hizo sonreír la idea, a mi abuela también.

Y es que quizás, crear tenga tanto de bendito como de profano, si el término puede aplicarse. Una necesidad de mirarnos en el espejo de lo que hacemos, asumimos como propio e incluso, elaboramos como discurso personal. Pienso estas cosas mientras escribo, plena e impulsiva, con los dedos doloridos de esfuerzo y el mundo en mi mente rebosante de pasión. La Divinidad que soy bajo mis propios términos y la medida del sueño, de lo que deseo crear a través del valor de lo que sueño. Una manera de soñar.

C'est la vie.

viernes, 28 de octubre de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Octubre. Canadá. Alistair MacLeod.





El 20 de abril del 2014, Alistair MacLeod murió como vivió: con una enorme y frugal sencillez. Murió de una apoplejía fulminante en la misma casa donde había residido por más de treinta años, rodeado de su familia y en la más estricta intimidad. Eso, a pesar de haberse convertido en uno de los escritores insignes de su natal Canadá y en una figura reconocida a nivel mundial. El escritor es uno de esos raros casos donde un colosal talento no se refleja en la arrogancia, sino que más bien, parece ser un recuerdo de esa conciencia constante sobre la identidad que nos une, nos hace pequeños y fugaces en la memoria Universal. MacLeod, que fue la voz más reconocible de los escritores de su generación de su país, entró a la eternidad en silencio y con una humildad que sorprende por su enorme significado.

Tal vez por ese motivo, se dice que Alistair MacLeod se convirtió a sí mismo en el mejor de sus complejos y entrañables personajes. Esos pequeños huérfanos sentimentales que pueblan su meditada perspectiva sobre el presente y el futuro. Como observador nato que era — y en más de una ocasión afirmó que “la mirada del escritor puede atravesar las tinieblas — MacLeod supo crear un sabio recorrido en todas las pequeñas y conmovedoras escenas que su buen hacer literario supo elevar a una nueva dimensión sensible. No hay un sólo elemento en la obra de MacLeod que no sea una sentida mirada a la naturaleza humana mutable, que se transforma con una lentitud casi invisible para alcanzar una iluminación final privada. Quizás así fue para el escritor, que llegó a confesar que se enamoró de la palabra “por un buen accidente” y encontró una manera de llevar esa sorprenda espiritual que le produjo el arte creativo a una nueva dimensión. MacLeod escribía por amor pero también por una necesidad muy concreta de comprender el mundo en sus matices, en sus grietas desiguales y que la mayoría de las veces pasan inadvertidas. Y lo logró.

A pesar de su pequeña obra literaria (apenas la componen veinte relatos y una novela) no hay duda sobre la importancia y la fuerza de esa visión literaria suya que cimentó la reflexión sobre la ficción desde una nueva dimensión conmovedora. A la altura de los mejores escritores canadienses como Michael Ondaatje, Mavis Gallant, Alice Munro o Margaret Atwood, MacLeod reflexiona no sólo sobre el hecho de la narración sino esa mirada íntima que convierte al mundo en una metáfora existencialista. Pero más allá de eso, el escritor demostró en cada oportunidad que pudo que su prosa sencilla era más que suficiente para contar grandes historias de lo cotidiano. Su primer relato publicado — La Barca, una historia sobre el mar y la muerte de una escalofriante belleza — formó parte de una antología con los mejores cuentos norteamericanos, todo un logro para un hombre que pasó buena parte de su vida escribiendo por puro placer y que se sorprendió cuando un editor le sugirió publicar su obra. En el volumen figuraban nombres de la importancia de Bernard Malamud, Joyce Carol Oates e Isaac Bashevis Singer. Nadie reconoció el nombre del modesto escritor Canadiense pero la enorme calidad de su obra le precedió: el cuento sorprendió a propios y extraños y de pronto, el misterio de este escritor del que nada se sabía podía rivalizar sin problemas con los consagrados, enterneció y cautivó al público. La fama le alcanzó de inmediato y de pronto, el nombre de Alistair MacLeod parecía formar parte de todas las apuestas en la búsqueda del nuevo gran novelista Canadiense. Pero MacLeod no se dejó tentar: se negó por mucho tiempo a conceder entrevista, huyó del reconocimiento inmediato y volvió a ocultarse en esa noción un poco extraviada sobre la repercusión de su obra. Para el escritor lo más importante era la escritura misma, la percepción sobre su importancia como legado y sobre todo, la capacidad elemental de la narración para cautivar. Todo lo demás — y eso incluía la identidad del escritor — era por completo prescindible.

Se trata de una percepción directa sobre la importancia de lo prosaico que MacLeod analizó durante buen parte de su vida. Era hijo de un minero y un ama de casa que según confesión discreta del autor “no hicieron gran cosa” para apoyar la temprana vocación de su hijo por la escritura. Con todo MacLeod no cejó en el empeño y durante buena parte de su juventud trabajó de manera incansable para procurarse una educación a la medida de sus aspiraciones: fue leñador, minero como su padre, pescador y por último granjero, ocupaciones que le dejaron un conocimiento profundo sobre la naturaleza humana y sobre todos, sus pequeños dolores silenciosos. Perseveró hasta lograr doctorarse en Literatura en la Universidad de Notre Dame en EEUU y luego, regresar a Windsor (Canadá) donde ejerció como docente durante buena parte de su vida. Pero aún así, el escritor contuvo su impulso narrativo a una década después, cuando regresó a su natal Cabo Bretón y pasó más de cinco veranos encerrado en una cabaña sin electricidad, sólo escribiendo. Una experiencia que llamó “purificadora y contundente” pero también, que le dio la oportunidad de explorar a solas y en una intimidad brutal, lo que le brindaría una identidad inolvidable a sus escasas obras: El poder de analizar la existencia humana como un fenómeno de la naturaleza, inexplicable, violento pero también, de profunda importancia emocional.

En vida, MacLeod publicó apenas dos libros de cuentos, con diez años de diferencia entre ambos. Siempre sorprendió que un escritor tan capaz, tan profundamente comprometido con la belleza estilística y sobre todo, una mirada tan certera sobre lo humano y sus misterios, escribiera tan poco. Pero tal vez, esa obsesión de MacLeod por la frugalidad tiene una relación directa con lo poco extenso de su obra: para un hombre convencido del valor trascendental de los pequeños actos, cada página escrita debió ser un triunfo de la memoria, de la audacia de crear. Una estructura confidencial que asumió como una necesidad definitiva que define mejor que otra cosa, tanto su estilo narrativo como la forma en que asumió el valor de cada idea y palabra que plasmó en sus escritos.

Luego de su última publicación, transcurrieron trece años de silencio. No sólo no volvió a conceder entrevistas, sino que además, se hizo más críptico en su necesidad de mantener oculto no sólo lo que escribía, sino también el motivo específico del silencio que guardaba sobre lo que escribía. Hubo rumores entre editores — alentados por amigos, alumnos y algún que otro pariente — que MacLeod escribía una novela. Una que además, resumía y acrecentaba el mito de sus magníficos cuentos. Casi una década después que su segundo libro de cuento llegara a librerías, el escritor permitió a un periódico local de Winsor publicar un fragmento de la futura obra. Más tarde leyó otros tantos en pequeñas reuniones privadas, charlas y debates literarios. Su mito se acrecentó: de pronto, la misteriosa novela de MacLeod estaba en boca de todos pero además, era el misterio fetiche de buena parte del mundo literario canadiense. Además, los pocos fragmentos que lograron trascender al secretismo que MacLeod rodeaba a la obra, dejaron muy claro que se encontraba a la altura de lo que se esperaba de él. Pero el escritor no cedió a la presión ni a los cantos de sirena del reconocimiento: se ocultó en una calma plomiza inquebrantable y abandonó toda intención de llevar a la palestra mundial la tan esperada novela. Tal parecía que para MacLeod se trataba de un asunto de honor el silencio y la pasividad, como si la publicación — las alabanzas, la admiración — no fueran otra cosa que fuegos fatuos que podrían desviar a su necesidad de escribir de su verdadero sentido: encontrar un reflejo del corazón del hombre en la palabra. Con un ahínco que sorprendía por su ferocidad, el escritor protegía no sólo su nombre — y vida privada — sino también lo esencial que hacía meritoria su obra.

Las anécdotas alrededor de la peculiar personalidad de MacLeod se multiplicaron. Su editor aún recuerda todo lo que debió insistir para que finalmente MacLeod aceptara que la novela enigmática fuera publicada: se trató de una aventura digna de cualquier libro, aunque por extraño que carezca, no una de las narraciones de épicas diminutas del escritor. El editor Douglas Gibson tuvo que recorrer a tretas y a juegos de paciencia para vencer la tenaz resistencia de MacLeod: avisado por la esposa del escritor que su marido iba hacia la estación de tren con la obra a cuestas, Gibson esperó por más de dos horas hasta fingir un tropiezo casual con MacLeod. Insistió, le siguió durante el trayecto de casi dos horas, pero el escritor se escabulló sin mediar palabra. Gibson continuó en sus treces: le llevaría dos años más y otros tantos encuentros en apariencia casuales lograr persuadir a MacLeod de la importancia — quizás personal, quizás literaria — que su obra se publicara. Que profundizara en los pequeños mundos misteriosos que había creado en sus narraciones cortas. Vencido por una perseverancia con toda seguridad muy semejante a la suya, el escritor cedió.

El largo periplo del libro hasta el ojo mundial valió la pena: “Sangre de mi sangre” supuso un acontecimiento a escala mundial. La novela no sólo demostró la capacidad narrativa de MacLeod — si alguien tenía dudas — sino que además lo encumbró como un narrador sorprendente y dotado del cual se esperaba ocupara un sitial de honor en las grandes letras Universales. La novela obtuvo numerosos premios, incluido el IMPAC Dublín, que fue el único que MacLeod recibió en persona y agradeció con una conmovedora alegría que aún se recuerda. MacLeod parecía asombrado por la repercusión de su obra pero más allá de eso, estaba genuinamente admirado por el fervor que sus lectores le prodigaban. Más tarde declararía en una de sus escasas entrevistas que “la literatura te permite contemplarte en los ojos del mundo”. Una idea que le acompañaría como una obsesión por muchos años después.

Por extraño que parezca, la obra de MacLeod podría analizarse y comprender como un todo sin resolución inmediata. Tanto sus cuentos como su novela, forman un todo indistinguible y crean una tensión literaria única, que avanza por una prosa simple y directa, pero llena de una inusitada sensibilidad. Las narraciones y escenas de MacLeod son una celebración no sólo a la belleza de paisajes y terrenos agrestes, sino a los mapas interiores de sus personajes. Un mapa de ruta invisible a través de dolores y sufrimientos íntimos. Todas sus historias avanzan de la misma manera: una mirada directa sobre el sufrimiento de los habitantes de Cabo Bretón, las historias de sus antepasados y las vicisitudes que padecieron en su emigración forzada a Nueva Escocia. Pero a pesar de la apariencia local de la historias, el talento de MacLeod logra llevar cada escena y cada reflexión sobre la naturaleza humana del desarraigo y la pena, a un nuevo nivel casi Universal. Una percepción compleja de dolor vivo sobre lo que somos y la manera como nos comprendemos como cultura y época. No hay nada casual en los mecanismos perfectos que sostienen la obra de MacLeod: cada pieza no sólo resulta una alegoría sobre el poder del espíritu humano sino también, esa constante búsqueda de belleza que el escritor convirtió en oficio. Una meditada narración discontinua sobre la capacidad del hombre para asumir la adversidad como una forma de conocimiento.

MacLeod escribía a mano, un dato que sorprendió a su editor cuando lo supo. Pero para MacLeod era de una importancia capital y emocional que la palabra fluyera con libertad sobre la hoja real, que tomará corporeidad en tinta e intención. Lo hacía repitiendo párrafo a párrafo en voz alta, quizás para disfrutar de su sonoridad. Un ritual personalísimo que quizás brindó a sus obras esa plasticidad asombrosa, entre la melancolía y cierto dolor que se insinúa entre ellas. Las computadoras no le brindaban esa noción sobre el espacio y el tiempo, sobre el peso de las sentencias morales, imaginarias o reales “Cuando veo las frases en la pantalla pienso que es cosa de duendes o de hadas, no algo que haya escrito yo”, comentó en una ocasión.

Luego de “Sangre de mi Sangre” el escritor continúo escribiendo, en sus largos veranos silenciosos en los que bregaba a pluma y papel con sus dolores imaginarios y reales. Siguió haciéndolo hasta pocos meses de su muerte: “Escribiré, no sé bien qué. Probablemente otro libro de relatos. Quien sabe si un volumen de sueños”. Tenía 65 años cuando regresó de su última estadía en la cabaña secreta. Llevaba un par de hojas escritas y estaba entusiasmado por el resultado. Para dolor de sus lectores ese libro nunca llegó: MacLeod moriría sin hacer otra cosa que escribir algunas magníficas descripciones sobre paisajes marinos y pequeñas anotaciones sobre lo que parecía ser una idea primaveral sobre sus grandes obsesiones. Pero nadie se atrevió a completar las pequeñas notas: la obra de MacLeod continúa inacabada. Como sus frases llenas de musicalidad que describen paisajes y sentimientos con prodigiosa habilidad, combinando ambas cosas en una mirada extraña y dura sobre el tiempo y su capacidad para sanar sus heridas. Hay un punto de silencio en toda la obra de MacLeod, un fragmento que no encaja en ninguna parte. Una mirada precisa pero misteriosa sobre momentos y situaciones difíciles. Sobre pequeños y grandes terrores. La incertidumbre — embellecida y sublimada a través de la paciencia — como una forma de expresión más importante que cualquier otra.

jueves, 27 de octubre de 2016

De pequeños secretos incómodos: El maltrato de la Mujer y la normalización de la violencia.




Una amiga me habla sobre su nuevo novio. Con una sonrisa casi compungida, me explica que él es controlador, celoso, que insiste en telefonearla con una frecuencia que comienza a incomodarla. Me describe escenas inquietantes de discusiones en público e incluso un empujón a mitad de la calle. La escucho preocupada, pero cuando hago un comentario al respecto me mira con genuina sorpresa.

- ¿preocupada por qué? — me pregunta. Parpadeo, confusa.
- Lo que me cuentas es realmente inquietante — le digo. Mi amiga sonríe y hay en su expresión un dejo de condescendencia que no puedo interpretar muy bien. Una especie de superioridad indiferente, un poco desdeñosa incluso.
- Eso es amor.
- ¿Te parece que todas esas llamadas y esa tensión que me describes es una forma de profesar amor? — le pregunto. Cada vez me siento un poco más nerviosa, pero mi amiga parece no entender del todo mi reacción.
Sacude la cabeza, en un gesto que parece sugerir intenta conservar la paciencia.
- No es tan simple.
- ¿Por qué no lo es?

- Las relaciones tienen matices que solo puede comprender la pareja — me explica. Y me desconcierta sus palabras, no por sus implicaciones — que ya de por si podrían sorprenderme — sino por el hecho que realmente parece ignorar lo anómalo de lo que me contó hacia varios minutos.

Recuerdo una de las escenas que me describió: las sucesivas e insistentes llamadas de su pareja durante horas luego de una pelea. Los mensajes telefónicos amenazantes. La inquietud que le había causado la manera agresiva en que se había tornado cualquier conversación a partir de ese momento. Y luego, la tumultuosa reconciliación, las promesas de “Nunca más ocurrirá de nuevo”, solo para que ocurriera un par de días después ¿Realmente no puede advertir lo inquietante de lo que situación? Me pregunto. ¿O es que en realidad estoy exagerando en mi interpretación de una situación que no comprendo, que analizo desde la objetividad del observador más allá del límite de la intimidad? No lo sé. Quisiera creer que es así, pero no puedo.

- Hay un matiz de agresividad en todo lo que me dices que es francamente…terrible. No entiendo como le permites hacer todas esas cosas y lo justifiques con esa idea abstracta del amor — le digo colérica. Me arrepiento nada más hacerlo: mi amiga me dedica una mirada sumarísima, con la expresión tensa y demudada. Casi puedo comprenderla ¿Quién desea escuchar algo semejante sobre el momento emocional en el que vive? ¿Quién desea soportar el juicio de valor de alguien más y sobre todo de una manera tan directa? Me avergüenzo, me cuestiono un poco mi audacia. Pero aún así, lo dicho, dicho está. De manera que aguardo su respuesta. Cualquiera que sea.

- No entiendes nada porque estás soltera — me suelta entonces. ¿Como ha dicho? Parpadeo incrédula. Ella recuperó el aplomo y de hecho, parece de nuevo llena de esa singular seguridad suya — es natural: todos envidiamos un poco la felicidad de los demás. Es parte de la naturaleza humana. El amor es el amor.

Esta vez, me contengo para no responder lo que estoy pensando. ¿Amor? Tal vez mi idea del amor es exceso romántica o solo idealista, pero no incluye esa percepción malsana y dependiente que me describe sobre una relación de pareja. Y es que la sensación que me transmite su relato, las diminutas grietas en esa cotidianidad de pareja que parecen describir algo más retorcido, tienen toda la apariencia de anunciar algo lo bastante grave como para rozar la violencia. La miro: con treinta y tantos años, mi amiga es la imagen del triunfo femenino en nuestro país. Independiente y hermosa, socia en una firma de abogados de la ciudad, es probablemente quien menos podría pensarse podría sucumbir a una relación de una naturaleza tan desconcertante. Pero aún así, la asume con una naturalidad que no comprendo y mucho menos logro explicarme, a pesar de sus intentos por “hacerme comprender” que su nueva pareja tiene un “fuerte carácter”.

- No todo el mundo expresa el amor de la misma manera — me dice — para J. el amor es pasional y territorial.
- Hablas como si deberias atenerte a una idea concreta sobre lo que es una relación entre una mujer y un hombre — insisto — el amor o en todo caso, las relaciones de pareja son acuerdos entre dos adultos que deciden compartir su manera de ver el mundo.
- Eso lo dices porque estás soltera. Cada cama es un misterio.

La excusa habitual. Me siento incómoda y un poco pesimista con respecto al cariz al que está tomando la conversación: de pronto, mi opinión parece tener una estrecha relación con mi vida amorosa, la manera como la vivo con respecto al patrón común. Mi amiga extiende la mano y sostiene la mía, casi con amabilidad, como si me disculpara por mi poca comprensión sobre lo que el mundo emocional. Al menos como ella lo interpreta.

- Nadie puede juzgar lo que ocurre en la vida del otro — dice entonces — entiendo que pueda extrañarte lo que ocurre en mi relación, pero aún así, es perfectamente válido que yo lo considere amor. Te sucederá alguna vez.
¿Es así? Me pregunto un rato después luego de despedirme de ella. ¿Esta extraña conversación solo demostró mi poco conocimiento sobre el mundo emocional ajeno? Pienso en mis relaciones emocionales, en mis romances cortos y apasionados, en los largos y dolorosos, en las pequeñas aventuras de besos y deseo que he disfrutado a lo largo de mi vida. ¿En algún momento alguna de mis relaciones estuvo al borde de la interpretación de alguien más?

Por supuesto que sí, admito casi con dificultad.

Cuando tenía escasos diecisiete años, me enamoré de un sujeto que me doblaba la edad y cuyo comportamiento era cuando menos, francamente irresponsable. Solíamos conducir por Caracas de madrugada a toda velocidad, riendo y besándonos de tanto en tanto. Y también cometer pequeños actos vandálicos que disfrutábamos juntos como travesuras intimas: quemar la basura de la calle, arrojar pintura en las paredes y murallas de edificios y casa. Por último la relación había acabado justo por lo que comenzó: el peligro que él representaba me desconcertaba y me atraía a partes iguales. Una amenaza cierta.

Nuestra última conversación fue inquietante. Me tomó de la muñeca y apretó con fuerza, causándome dolor. Y mientras me insistía en que “todo no podía terminar así”, me pregunté, con esa clarividencia subita del miedo, que ocurriría después. Imaginé que aceptara quedarme, que asumiera por inevitable el apretón, el reclamo a gritos de dientes apretados y quizás los besos que vendrían luego. ¿Qué podría esperar a partir de entonces? ¿Qué extraño camino de aceptación y perdida podría recorrer junto a un hombre que había invadido y avanzado más allá de mis limites naturales? Tal vez era muy joven aún, pero recuerdo que la disyuntiva me aterrorizó como pocas cosas lo han hecho en mi vida. Cuando me solté de él y me bajé del automóvil, sentí un alivio profundo e inexplicable, que me llevaría años comprender. Todavía recuerdo la imagen de su rostro contraído de furia y el gesto impotente — y violento — con que golpeó la rueda del volante. Nunca volví a verlo.

Pienso en esa escena mientras recuerdo como mi amiga insistió en que era normal los excesos de su pareja. Lo insistió con la inocencia de quien cree puede controlar algo que no sabe ni siquiera qué lo está provocando. Pensé en su manera sencilla de hablarme de las discusiones a gritos, la obsesión, la forma como le agradaba esa “atención” enfermiza y excesiva que le prodigaba el hombre. Amor, me dije. Ella le llamó amor. ¿Cuantas veces hemos nombrado de la misma manera todo tipo de sentimientos confusos pero aun así apasionados? ¿Alguien tiene una idea cierta de lo que es un sentimiento que parece significar algo distinto para todos? Pero aún así, esa ligera incertidumbre no justifica el exceso, no justifica la agresividad y ese ligero limite del temor. ¿No son contradictorias ambas cosas?

- Tal vez, pero es difícil que puedas interpretarlo así a priori. A la mujer latinoamericana se le inculca una cierta visión de sumisión en las relaciones. Un acuerdo de poder desventajoso, digamos — me comenta P., psicólogo clínico a quién acudí para cuestionarme en voz alta sobre el tema. Conozco a P. desde hace un par de años y siempre me ha sorprendido su visión amplia y casi dura sobre el amor. Para él, esa visión romántica del amor que se tiene en latinoamerica, esa interpretación de “la pasión” como justificación a toda una serie de comportamientos, no es otra cosa que una excusa directa hacia la visión machista de una sociedad miope.

- Pero mi amiga es una mujer moderna e independiente — le explico.
- La cuestión del equilibrio de poder en las relaciones es un fenómeno cultural — dice — no estamos hablando de dos individuos en condiciones de igualdad que intentan comprenderse así mismos a través de una serie de conceptos comunes, además de los naturales sentimientos apasionados. En latinoamerica, el amor es un juego de roles, es una negociación de género donde la mujer siempre termina mal parada.
- ¿A que te refieres?
- Digamos que en Latinoamerica, la mujer tiene un rol que desempeñar: ya sea en la pareja o de cara a la sociedad. Es simple: La mujer por si misma no es una idea que la sociedad machista considere completa. De manera que siempre es algo más. Es la esposa apasionada, la mujer decente, la madre abnegada. Hay una intención social de definir tu condición de mujer con respecto a la dimensión de la pareja.

Es una idea me que irrita pero que reconozco, es cierta. ¿Cuantas veces no me han preguntado de manera directa e incluso casi grosera si pienso “sentar cabeza” y “hacer lo que se espera de mi”? En la primera mitad de la veintena, aprendí a sortear con cierta elegancia el interrogatorio de familiares y amigos sobre el tema, pero ahora, durante los primeros años de los treinta, la cosa se ha tornado cuando menos obsesiva. Y es que la sociedad no parece asumir a una mujer que no quiera definirse a través del hombre o mejor dicho, sus relaciones emocionales.

- Para tu amiga, como muchas mujeres más, el amor es una relación de conceptos perfectamente definibles. Un intercambio — me explica P. — ella obtiene amor, atención a cambio de permitir su pareja exceda ciertos limites. Y eso es justamente lo peligroso de este tipo de situaciones.

Sus palabras me producen escalofríos. Venezuela es un país con un alto indice de maltrato femenino, un crimen anónimo que muy pocas veces se denuncia y que la mayoría de las veces, se considera una circunstancia privada que solo atañe a lo doméstico. Y sin embargo, la violencia siempre parece sobrepasar ese fino velo de lo que se asume normal, evidente e incluso interpretativo. Pienso en todos los casos sobre violaciones en el lecho marital, los horribles asesinatos ocurridos cuando esa violencia mínima, disimulada, termina por abrirse paso en esa normalidad frágil que se asume por elemental. Es una idea dificil de digerir, sobre todo cuando asumimos que la violencia es un rasgo aceptado en nuestra sociedad, que para nuestra cultura, hay un cierto nivel de maltrato “aceptable”. La imagen de mi amiga hablándome de los gritos y reclamos de su pareja, y “furia pasional” me desconcierta un poco.

- En Latinoamerica se asume que ciertos rasgos de Violencia pueden ser “normales” — me explica P. con cierto cansancio. Nos encontramos en su consultorio y en una de las paredes, cuelga un afiche donde una bella mujer de ojos tristes sonríe al espectador. Más abajo, la frase que leo me sobresalta: “Si mi esposo me sigue maltratando, estaré muerta en dos años”. Me aprieto las manos nerviosamente y pienso de nuevo en esa interpretación de la violencia, el respeto y las relaciones que subsiste en nuestra sociedad. Pienso en las madres que golpean a los niños en plena calle, en los hombres empujándose unos a otros entre gritos y groserias. En los “piropos” que toda mujer debe asumir recibirá, aunque los tema y le produzca repulsión, al caminar por la calle. La sensación es de mirar otra dimensión de la sociedad que me produce un terror casi doloroso. ¿Qué tan conscientes somos de esa visión social de la violencia normalizada? ¿Que tanto comprendemos las reales consecuencias de aceptarla?

- No solo normales, creo que incluso podría decir que son bien vistos — murmuro — justamente en eso insistía mi amiga. Hablaba de lo que hacia su pareja como demostraciones de “afecto y pasión”.
- Por supuesto — asiente P. — para la cultura latinoamericana, la posesión es un rasgo masculino y viril. Esa necesidad de asumir que la mujer le pertenece. La igualdad es una idea que no se comprende muy bien. Por ese motivo situaciones donde a la mujer se le falta el respeto, se le denigra o se le humilla, no se consideran maltrato psicológico. Son simplemente comportamientos que se asumen inevitables.

Imagino a mi amiga, una mujer firme y resuelta, lidiando con las peleas a gritos que me describió. ¿Hasta que punto interpretamos la conducta violenta como inevitable? Me pregunto a mi misma, casi con dureza: ¿Cuantas veces he considerado la agresión como una forma de cultura? Me cuestiono con franqueza y ya solo con respecto al tema emocional, sino incluso mi visión sobre la cultura en la que vivo, en la sociedad en la que crecí. Los símbolos de violencia abundan, forman parte de ese entramado de ideas que consideramos naturales, evidentes. Somos complacientes con la percepción de la violencia.

Lo somos, sin duda, me digo mientras leo algunos capítulos del libro “Cuando amar demasiado es depender” de la autora Silvia Congost. Porque mientras que la visión de la agresión se asume como parte de lo que consideramos culturalmente aceptable, una idea mucho más inquietante se manifiesta: La violencia es invisible. La autora insiste, de hecho, que muchas veces quien sufre la violencia no es consciente de lo que padece, que más allá de lo obvio. Lo asume como parte de una idea mucho más elemental del deber ser social. En palabras de Congost, las victimas “Cada vez más ven las agresiones como algo natural, habitual, se acostumbran a ello, hasta tal punto de que les cuesta muchísimo salir de allí”. Y el planteamiento me hace analizar no solo lo que la cultura construye como concepto de normalidad sino hasta que punto, la violencia es indivisible de esa normalidad — aparente y siempre quebradiza — que forma parte de nuestro entorno.

Unas horas más tarde, mi amiga me telefonea por algún motivo que no recuerdo. Conversamos, reímos pero no logro evitar pensar que habrá ocurrido — si es que ocurrió — luego de nuestra conversación. ¿Habrá recordado mi preocupación después? ¿Le habrá parecido significativa? No le pregunto al respecto por supuesto, pero cuando nos despedimos, la escucho suspirar.

- Lo estoy pensando — me dice. Solo eso. No respondo de inmediato, sorprendida. Sé a que se refiere, claro está, pero no pensé que lo afrontaría de manera tan directa. Pero me alivia que lo haga: es una manera quizás de romper esa patina de normalidad aparente, frágil y tensa donde la violencia parece sostenerse.
- Mírate a ti misma como me mirarías a mi en el mismo caso — le digo. Y es que no encuentro otra forma de expresar mi miedo por ella, la sensación de angustia que me hizo sentir la circunstancia que atraviesa.
- Lo haré — me asegura. Y hay una nota nueva en su voz ¿Cansancio? ¿Preocupación? No podría decirlo.

Cuando me cuelga me quedo pensando en ese breve intercambio de ideas, tan circunstancial como firme. Y aún así, me reconforta el pensamiento que a pesar del peso de la cultura y la mirada de lo social, aún podemos luchar contra la violencia, asumir que no es inevitable y más allá, creer que es posible enfrentarnos a su supuesta — y pretendida — normalidad.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Del miedo y la belleza: La poesía en lo tétrico.




Nosferatu - esa recreación del vampiro que Murnau creó a obra y semejanza del Drácula de Stoker - es quizás uno de los personajes más inquietantes del género del terror. Para el momento en que el director Alemán decidió elaborar una versión libre del célebre libro de vampiros, la imaginación popular ya tenía una imagen muy clara del tradicional bebedor de sangre. Altivo, elegante, cruel, profundamente perverso. Una espíritu envilecido capaz de beber la sangre de jóvenes desvalidas - y atentar contra su pureza - bajo las mismísimas luces del mundo moderno. Y no obstante, tal vez en una decisión que muestra de qué manera concebía el miedo y la maldad, Murnau creó una criatura tímida, fea, casi ingenua, que se debate entre su sed de sangre y una inocencia casi inconcebible. Porque la maldad de Murnau, nace de la Tierra, de los misterios, la noche abierta y despejada de parajes exóticos, de la insinuación del deseo e incluso de una mirada casi obsesiva sobre la fragilidad humana.

Muy probablemente Werner Herzog - incansable cuestionador, un observador minucioso del mundo - encontró en la película de Murnau una manera de asumir su propia interpretación sobre lo bello, lo obsceno y como no, el bien y el mal. Y es que Herzog - quien durante años se ha dedicado a analizar la naturaleza profunda del hombre y su circunstancia - debió asumir la metáfora de este vampiro brutal, desagradable y casi repugnante como una visión exacta de la naturaleza del hombre moderno. No en vano, Herzog consideraba el Nosferatu de Murnau como la película más importante que se había realizado en Alemania. Cuestionado al respecto, Herzog insistió que la obra del Murnau no sólo resumía un tipo de existencialismo muy doloroso y profundo, sino que además, era una mirada vanguardista a algo tan elemental como el eterno cuestionamiento sobre el temor del hombre a la muerte. "Nosferatu es el más allá, lo sobrenatural en estado puro", llegó a decir. La frase, inquietante y precisa, es toda una declaración de intenciones de esa noción de Herzog sobre la fragilidad del hombre e incluso, sobre la notoria necesidad del cine de desentrañar el misterio del espíritu humano.

No sorprende por tanto, la decisión de Herzog de llevar a cabo una reinvención del mito vampírico a la medida de Murnau. Incansable, Herzog disfruta de una sorprendente capacidad para construir su propuesta cinematográfica a partir de sus inquietudes inmediatas. Eso podría explicar - aunque no de manera suficiente - la enorme variedad de géneros y formatos que el director ha explorado durante su carrera. Desde documentales y ese híbrido que para el director es la realidad ficcionada, el género,  policiaco, el cine de aventuras, el terror, el meta análisis social y cultural del hombre y su circunstancia, el cine subjetivo el cine político, el director ha elaborado un complicado lenguaje cinematográfico que parece tocar todos los registros y variaciones.  Y es que además de creador visual, Herzog es sin duda un hombre ecléctico, un revisionista y un artista en constante transformación, obsesionado con los grandes temas filosóficos pero también, con esa ternura del hombre que intenta comprenderse a través de su obra. Sin duda, una búsqueda infatigable de la razón esencial de lo que puede comprenderse como arte - ese reflejo de quien lo crea y quien lo percibe como lenguaje - pero también, una personal aproximación al espacio y tiempo visual como forma de expresión directa. El vampiro de Herzog por tanto, no sería tanto un monstruo que habita en la fantasía sino un símbolo carnal, literal y probablemente doloroso, de esa ansiosa necesidad de introspección y radical análisis con el que el director parece estar obsesionado.

Sin disimular su referencia inmediata, Herzog rinde tributo a Murnau no sólo en su aproximación al mito sino en las concesiones que se toma para analizar la idea sobre la eternidad y la trascendencia, encarnado por una criatura vil y desagradable que inquieta, antes de seducir. Eso, a pesar que ya existía una firme tradición cinematográfica de atribuir al vampiro belleza, elegancia y una sagacidad casi diabólica, producto por supuesto, de esa eternidad que encarna. El vampiro de Herzog al contrario y de la misma manera que en su momento lo imagino Murnau, encarna la eternidad pero bajo un aspecto mucho más originario, primitivo. La criatura de Herzog carece no sólo de atractivo físico, sino que además, parece sometido a sus propios impulsos, a la violencia de un instinto que es incapaz de controlar. Para Herzog, la naturaleza de la eternidad carece de belleza y poesía: hay una cierta banalidad en ese instinto de supervivencia que instiga a su vampiro a sobrevivir, pese a todo y quizás, debido a todo. Cada paso en su vida, es sólo una repetición de un ciclo interminable, nunca completado que se extiende sin termino ni resolución. En contraposición con otros vampiros literarios y cinematográficos, el Vampiro de Herzog carece de un ingrediente lírico que justifique el absurdo y quizás eso acentúa el elemento de confusión y dolor que es sin duda su principal característica.

Es esa renuncia - insensata, injustificada, irreductible -a la simplicidad de la esperanza, lo que hace al Nosferatu de Herzog, una historia destinada al dolor y al terror. Porque su vampiro, incapaz de asumir su propia naturaleza monstruosa como algo más que un accidente venial, fruto del azar cósmico y que carece del menor sentido, elabora su propia fórmula de destrucción. El eterno, el sobreviviente a siglos de hastío, en el vacío del terror y la angustia de una inevitable irracionalidad, asume entonces que su aislamiento le resulta insoportable. En una extraordinaria interpretación del texto de Stoker, Herzog se cuestiona en imágenes lentas y cada vez más brumosas, sobre las motivaciones que hacen que Nosferatu, exhausto por su propia inmortalidad superflua, decida dar un paso definitivo hacia una transformación definitiva, la muerte en la forma de una decisión que lo aleje de su mundo mínimo, restringido y monótono. Herzog insiste  en analizar el caos existencial desde la perspectiva del no ser, no estar, no existir. Un silencio esencial que Nosferatu es incapaz de soportar y al cual solo sobrevive el impulso, la pasión, lo visceral.

Como estructura cinematográfica, el Nosferatu de Herzog se mira a sí mismo como un paisaje desolado. La soledad que se extiende y conmueve, no sólo en larguísimos planos de paisajes de incomparable belleza, sino en la cámara fija, lenta, meticulosa, que parece desmenuzar ese lento devenir de las horas eternas, donde nada ocurre, nada cambia, todo parece exactamente igual a como lo fue en un inexacto "antes". Nosferatu, vampiro y víctima, deambula entre el presente que no comprende, el pasado que no recuerda, el futuro que no puede imaginar, tropezando de un lado a otro con la torpeza de un ser que ha perdido los últimos refinamientos de un espíritu sensible. Y Herzog, abre el compás aún más, se obsesiona con esa voluptuosidad animal de una criatura para quien la pasión  es sólo desenfreno, un instinto que saborea con la misma glotonería brutal de la sangre. Con una intrigante concepción sobre el deseo, el miedo y el impulso redentor, Herzog toma decisiones estéticas y narrativas que brindan a la película una identidad única: desde esa Lucy - una espléndida Isabelle Adjani, que comprende la profunda dualidad de su personaje a la perfección - que se convierte en inevitable objeto del deseo para una criatura brutal y ciega, hasta esa reinvención del mito, donde el vampiro no muere a través de la inevitable violencia del instinto, sino al amor. Una pasión que le ata de manera irremediable y que por último le hace sucumbir a su propia debilidad, a esa frugalidad de una existencia confusa y fragmentada, donde el instinto se confunde con la simple futilidad del ser.

En más de una ocasión, se ha insisto que el Nosferatu de Herzog, carece de verdadera elocuencia, que su tempo lento y contemplativo, convierte al film en una secuencia de escenas tediosas y casi soporíferas. Y no obstante, el director encontró con este ritmo mesurado y minucioso, la manera de mostrar el mundo a través de una inmortalidad carente de verdadera belleza, que no es otra cosa que un accidente físico que convierte al Vampiro, no en una criatura sabia gracias al transcurrir de los siglos, sino en una doliente metáfora de la futilidad del hombre. La larguísima e interminable mirada a esa ausencia de todo significado, un enorme paraje arrasado donde la violencia y la melancolía se mezclan en una visión improbable de la vida, la muerte y lo sobrenatural.

Mención aparte merece la actuación del magnífico Klaus Kinski, que alejado de su usual histrionismo, dibuja un personaje contenido y sobretodo, profundamente intrigante. El actor logra dotar al vampiro no sólo de cierta dignidad trágica sino de una profunda melancolía, víctima de lo que considera una condena eterna y que le aplasta bajo su peso cada noche y cada hora en que logra sobrevivir al tiempo natural “La muerte no es lo peor, es mucho más cruel no poder morir” llega a decir el Vampiro, atormentado por su naturaleza dual y más aun, por su incapacidad para comprenderla.

Una brecha entre el sueño de la razón que le aterroriza la muerte y esa otra perspectiva, la de la vida que se convierte en simple y brutal desazón.

martes, 25 de octubre de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: Bajo la bota del poder. Unas cuantas reflexiones a la Venezuela ciega.




Desperté en dictadura.

Es un pensamiento absurdo, claro. Nadie despierta de un día para otro en un sistema político totalitario. Nadie cree que pueda suceder en todo caso, pero es lo primero que se me ocurre — la primera certeza que tengo — luego de la suspensión del Referéndum revocatorio vía un proceso legal viciado e violento. Tendida en la cama, escuchando el bullicio de la ciudad al despertar, tengo una rara sensación de pérdida inexplicable. Como si lo ocurrido en el exclusivo ámbito político y electoral de mi país me hubiese golpeado la moral de una manera invisible y dolorosa.

En Venezuela, suele ocurrir así. No hay un sólo espacio de la vida cotidiana que no esté salpicado de política y la discusión ideológica. Pero en esta ocasión, se trata de algo más grave: de pronto, la única endeble esperanza sobre la resolución de una crisis que ya cuenta casi dos décadas, desaparece y deja a su paso un terror fértil para la violencia, la represión y el miedo. El miedo que claro está, no es noticia nueva en un país donde no puedes evitar sentirlo a diario. Donde te aterroriza la incertidumbre o en el peor de los casos, la certeza que todo continuará de la misma forma y quizás empeorará a velocidad de vértigo a medida que Venezuela se deteriora y desaparece. Así que de pronto, de nuevo la política te empuja a una zona blanca y árida de tu vida. A esa sensación de abrumadora confusión que te hace cuestionarte por qué continúas confiando en Venezuela cuando no hay motivo para hacerlo. Como te dejaste engañar de nuevo, si ya sabías que ocurriría.

Pero este es el país donde crecí — aunque no, en el que nací — y uno termina acostumbrándose — espero que jamás resignados — a la realidad que cambia todos los días. Al país que se transforma en otra cosa con tanta frecuencia que dejas reconocerlo porque no puedes asimilar con tanta rapidez esa percepción sobre la identidad que no existe. Y ahora, me digo, con la primera taza de café del día entre las manos, llegamos a un límite impensable. A esa frontera que parecía una idea melodramática fruto de la cultura popular de un país ignorante. Dictadura, me digo de nuevo. Dictadura.

Según la inefable Wikipedia, una dictadura “es una forma de gobierno en la cual el poder se concentra en torno a la figura de un solo individuo (dictador) y que se caracteriza por una ausencia de división de poderes, una propensión a ejercitar arbitrariamente el mando en beneficio de la minoría que la apoya, la independencia del gobierno respecto a la presencia o no de consentimiento por parte de cualquiera de los gobernados, y la imposibilidad de que a través de un procedimiento institucionalizado la oposición llegue al poder.” Una definición sencilla y académica que para mi horror explica mejor que cualquier otra cosa la Venezuela que acaba de ser despojada del último derecho con que podía disimular la mano dura del poder. Elección tras elección, el Venezolano se empeñó en creer en la posibilidad de una democracia gracias al hecho de votar. Así de sencillo y reduccionista, pienso mientras camino por la avenida que cruza mi casa hacia el supermercado más cercano. Así de ingenuo. Así de lamentable. A pesar de la evidencia, de la violencia, de la represión sangrienta, del tufo a ilegalidad en cada acción del gobierno. Pero podíamos votar, de manera que esto debía ser una democracia.

En la cola para comprar harina de trigo atraviesa la calle unos cientos de metros. Cuando avanzo firme en paralelo, un funcionario militar uniformado me sale al paso.
— Haga su cola.
 — Voy a comprar fruta.
 — Haga su cola también, aquí nadie lleva corona.

Tendrá mi edad o un poco menos. El rostro cuadrado mal afeitado con bolsas hinchadas bajo los ojos. Lleva el arma de reglamento sobre el muslo y la deja bien visible, como una amenaza tácita. No me asusta — crecí bajo el ambiente policiaco de un país obsesionado con el verde oliva — de manera que sigo caminando y me desvío hacia la esquina más arriba, sin responder. Cuando me vuelvo a mirar, el militar me sigue mirando. Tiene la boca apretada en un rictus de disgusto. Y pienso en toda la gente que esa ira arrogante llevó a la cárcel. Todos los “desobedientes” como yo que ahora mismo, están en alguna cárcel del país.

El pensamiento me provoca escalofríos. Dictadura. Hace más de cinco años que un militar me tomó del brazo y me empujó calle abajo hacia un improvisado comando porque me negué a entregar la bandera que llevaba. Recuerdo con claridad los empujones y sacudidas al caminar entre la multitud que nos rodeaba, los insultos. “No tienes derecho a llevar esa mierda aquí” me había gritado antes de soltarme con un empujón mitad de calle y después de arrancarme la bandera de las manos. Tenía la misma mirada dura y enfurecida, arrogante del hombre que ahora me observa alejarme.

Dictadura. Recuerdo a Hugo Chávez mandando “a la mierda” a los poderes públicos. Llamando “victoria de mierda” a la mínima ventaja electoral que la oposición obtuvo en el revocatorio. A esa ocasión en que sentenció a una jueza de la República desde el podio de su programa de televisión por el sólo hecho de contradecir uno de sus caprichos legales. En la vez que despidió a un grupo de Venezolanos en medio de burlas y mofas, también a través de las pantallas de la televisión. En su sonrisa amplia y malévola cuando ofreció “gas del bueno” contra los manifestantes en las calles de país. Cuando no soltó una carcajada frente a la muerte de opositores, esa vez en que celebró sin inmutarse la muerte de una querida figura eclesiástica Venezolana. En todas las ocasiones en que su opinión política se impuso sobre la ley, la legalidad y la constitución. En todas las veces que amenazó a la disidencia con las armas de la república. En cada vez que dejó muy claro que en Venezuela, había ciudadanos de segunda, excluidos y exiliados aún en el suelo patrio.
Me detengo frente a la puerta de un segundo supermercado. También hay una larga fila que aguarda, pero en esta ocasión, nadie me detiene cuando entro al local. Hay un ambiente de definitiva desesperanza en los anaqueles vacíos, entre las bolsas de tela de arpillera repletas de los mismos productos inútiles. Cuando me acerco al mostrador de las frutas, me sorprende el olor dulzón y un poco desagradable de las muy maduras, de las que no se venden por su altísimo precio y de las que terminan pudriéndose allí, sin que nadie se tome la molestia de cambiarlas. Hay un niño sentado junto al anaquel de metal. Está comiendo un trozo de una manzana poncha con algunas partes abiertas y oscuras. Lo hace con un deleite tal que resulta conmovedor pero también, hay algo trágico y abrumador en la imagen. El estómago me da un vuelco y antes de notarlo, estoy en la calle. Camino a ciegas, con las manos apretadas contra los costados del cuerpo, tan asustada y enfurecida que me lleva esfuerzos respirar.

Dictadura y todo tiene la misma apariencia, la misma quietud árida. La calle desborda de tráfico y transeúntes. Un hombre medio desnudo camina entre tambaleos. Se detiene, se inclina para recoger un objeto invisible. Ríe en voz alta. Se cae sentado sobre el concreto de la acera. Y allí permanece, en medio de esta multitud ciega que lo rodea, mirándose los dedos retorcidos, moviendo los labios en una cháchara demencial que de pronto, me parece simbólica. Me quedo mirándolo, preguntándome si eso hemos hecho durante la última década y media. Hablar con el vacío, esforzarnos con una terquedad a toda prueba en ignorar la realidad.

***
Cuando me reuno a almorzar con un grupo de amigos más tarde, nadie menciona lo ocurrido con el Referéndum revocatorio. De hecho, parecen esforzarse justo en ignorar el tema, como quien mira para otro lado mientras un elefante avanza en una habitación pequeña. Me quedo callada, con una sensación de irrealidad que me deja mareada y un poco débil. Cuando me tomo un sorbo del café sin azúcar que me sirven, el amargor en la lengua deja de ser agradable, exquisito. Hay algo ácido y duro en ese sabor, que parece resumir lo que siento sobre la conversación que ocurre a mi alrededor.

— Bueno, ya sabes que en este país…nada es seguro — dice alguien — a menos que sean las decepciones. O funcionario de gobierno enchufado.

Y todos ríen, en un coro de carcajadas educadas y estridentes. Me quedo en silencio, la taza de café desapareciendo y apareciendo en mi campo de visión. Siento miedo por esta inocencia, por esta necesidad de mirar a otro lado. Por este empeño terco de disimular la evidencia. Pienso en mi misma, haciendo lo mismo. En obligándome a mirar a otra parte. En reírme de la situación que sufrimos. En encontrar un aliciente para evitar el miedo, para desviar esta incertidumbre en otra dirección. Cuando me levanto de la mesa, todos me miran sorprendidos.

— Necesito un poco de aire — explico.
 — Esa niña y su dolencia de país — dice una de mis amigas. Todos ríen otra vez.

Afuera del local, la calle tiene un aspecto marchito. La acera está rota en algunos puntos y los agujeros en medio de la grieta están llenos de agua sucia. Llueve. Una lluvia lenta y castaña, racheada hacia la derecha. Lo miro todo, con la sensación que esta ciudad fea, sucia y árida es el último rincón donde Venezuela se mira a sí misma. Como un mal recuerdo. Caracas avanzó y se creó como imagen y semejanza de una bonanza petrolera que duró tan poco que parece una fantasía. Un bienestar que llenó las calles de edificios, automóviles costosos, la posibilidad quebradiza de cierta prosperidad. Pero acabó tan rápido que sólo queda su sombra. La ciudad detenida en cualquier parte. Los restos de un sueño que terminó pronto.

Una idea cursi para definir a Caracas, una ciudad donde cien ciudadanos mueren a balazos cada fin de semana. Una ciudad donde grupos de niños y adultos rodean camiones de basura para un asalto silencioso y voraz. Una ciudad donde todos nos despedimos a diario, donde nadie quedarse. Una ciudad de paso, un trayecto entre dos puntos equidistantes. Cabrujas lo dijo una vez, recuerdo. Esta ciudad que no existe.

— ¿Qué te pasa?

Mi amigo J. me conoce mejor de lo que creo o me temo. Se queda de pie, mirándome preocupado. Me estoy mordisqueando las uñas con un gesto nervioso y supongo que demente, pero no le veo sentido al disimulo. Ya no.

— Estamos en dictadura.

Lo digo como si tal cosa, como si fuera cosa de todos los días, asumir que el país donde vives está aplastado bajo un sistema devastador, violento y represor. Lo digo de pie en un café lleno de gente de mi misma edad o muy cercana, que ríen y conversan en voz alta. Lo digo frente a una calle, donde las parejas muy jóvenes se besan bajo la lluvia. Una imagen engañosa, deformada, de un país destrozado. De un país que se cae a pedazos. El país tránsito, pienso de nuevo.

— ¿Para qué te preocupas por eso? No tienes control de lo que pasa.

Mi amigo está a punto de emigrar. De hecho, supongo que esta será una de las pocas ocasiones en que lo veré antes que desaparezca de mi vida — del presente, del futuro que compartimos — como tantas otras personas. Siento dolor físico al escuchar su frase, por su expresión amable. Por el cariño con que me aprieta el hombro. Me quedo muda, paralizada. Miedo y rabia. Algo muy parecido a la desesperanza.

— Oye, es así. Ya no tienes nada que hacer aquí. No sé para qué coño te preocupas o te das mala vida. ¿Es dictadura? Pero verga, tu no te vas a dejar matar en la calle. No te vas a ir con tu banderita por allí a que te jodan porque eres patriota. Deja ser el país.

J. y yo estudiamos juntos los dos primeros semestres de mi segunda licenciatura. Siempre insistió en ser un tipo pragmático que no podía dedicar su vida a la literatura — no al menos, de esa manera — y al finalizar el quinto año universitario, lo dejó todo para comenzar un negocio propio. Le fue bien. Una improbable prosperidad lo hizo uno de los empresarios exitosos más jóvenes del país. Le recuerdo diciendo que “Chávez era un aliado inteligente de la gente con plata” y después, insistiendo que “el chavismo es una manera tropical de capitalismo, aunque ellos no lo sepan”. Ahora se va del país y sonríe ante la palabra dictadura. Lo hace con una irresponsable inocencia que supongo vale por todos los que hacen lo mismo, por los que el término les parece exótico y sin sentido. Por cada una de las personas que ahora mismo no sólo se empeñan en ignorar el país que se viene abajo, sino también sus consecuencias. El hecho que ahora mismo, la vida corriente está rota, a punto de derrumbarse en algo impensable y duro. Pero nadie desea — quiere — verlo. Todos avanzamos en contra corriente, escapando de la grieta como podemos. La idea me enfurece, me deja entumecida y cansada.

— ¿No te importa entonces que tu madre y tus hermanos se quedarán lidiando con un gobierno capaz de cualquier cosa por preservarse en el poder?

 — Eso es una vulgar manipulación emocional — sacude la cabeza — no todo está tan grave. Creo que es hora que ya madurez. El país no puede ser lo que quieres.

Pienso en los presos políticos, en quienes perdieron propiedades e inversiones por las sucesivas expropiaciones. Pienso en las madres huérfanas, en los padres huérfanos. En la calle solitaria que conduce a la Morgue de la ciudad, repleta de rostros pálidos y endurecidos por el sufrimiento. Pienso en los anaqueles vacíos. Pienso en el grupo de niños que vi rodeando un camión de basura para robar una bolsa cerrada. En cómo corrieron calle abajo para abrirla entre todos. En cómo comían con un deleite silencioso y hosco lo que encontraron en su interior. Pienso en el niño del supermercado, masticando la fruta podrida. Pienso en las fachadas cerradas de cientos de locales y establecimientos. Pienso en las larguísimas filas de hombres y mujeres bajo el sol, aguardando con paciente desesperanza su turno para comprar una bolsa de comida. A la mujer que me sujetó del brazo en plena calle y me suplicó que le diera lo que pudiera para poder comer. “No como desde hace tres días”, me dijo. Una mujer con el rostro pálido, un sencillo vestido floreado, los pies calzados en unas zapatillas de lona impecables. El hambre en su rostro como una herida abierta.

— ¿Y que esperas tu que sea el país? — digo entonces, enfurecida — ¿Que sea esta mierda? ¿Qué se haga peor mientras tu puedas escapar o tu familia sobrevivir?

Una pareja en una mesa cercana se voltea para mirarme. Ella parece sobresaltada, él un poco irritado por lo que acaba de escuchar. Mi amigo me toma del brazo, intenta llevarme adentro. Me suelto como puedo de su mano. Me tambaleo, mareada por el miedo y la angustia.

— Esta es la Venezuela que heredaste ¿qué esperabas? — me dice entonces, en un cuchicheo furioso — No hay más nada que esto.

Sigo recordando esas palabras — su expresión seria y cansada — unas horas después, sentada a solas en la oscuridad de mi habitación. El insomnio tiene un tono amargo. Y de pronto me pregunto quienes sobrevivimos a la ideologización lenta y dura de un país que vive de la derrota, la desilusión y la desesperanza. Un país sin rostro, un país que es incapaz de reconocerse a sí mismo.

***
Un grupo de dirigentes políticos discuten en la pantalla de la televisión. Dejo el aparato sin sonido y los veo gesticular, moviendo el rostro en una serie de muecas dramáticas. Se trata de un ejercicio casi filosófico. Una demostración sobre la relación entre el liderazgo político que dice representarme y este miedo simple y llano que me acompaña en todas partes. No sé qué están diciendo y descubro con un sobresalto, que no me importa. Y esa conciencia, de comprender hasta que punto el país sigue avanzando a ciegas en un camino roto por la violencia, me provoca una mezcla de cólera y frustración. Me quedo sentada, mirando la pantalla muda hasta que la imagen cambia. Corte a negro. Un feo y vulgar comercial nacional intenta venderme las pocas cosas que aún sobreviven al descalabro económico.

Dictadura, pienso mientras el rostro muy maquillado de una modelo me sonríe desde la pantalla. Dictadura, pienso mientras miro por la ventana y veo a la ciudad a la última luz de la tarde, gris y dorada. Atrapados todos en una mentira simple, en una engañosa mirada a la realidad que intentamos sostener como sea, a costa de la cordura colectiva. Dictadura, insisto, pensando en lo que vendrá, en lo que tendré que enfrentar en los próximos días, meses o años, quien sabe. Dictadura, una puerta que se cierra, una visión sobre el futuro rota, con olor a desesperanza y angustia.

Recuerdo que en una ocasión escribí que votar me recordaba el poder del ciudadano. Pero ahora, cerrada esa opción y en medio de la confusión que vino después de la confiscación del último derecho político que aún podía esgrimirse como válido, no queda otro remedio que asumir lo que supongo nadie fue capaz de hacer antes: somos rehenes de la frontera. Atrapados en un país sin nombre. En el hecho evidente que somos un poco cómplices de lo que vendrá después. De lo que sea que deberemos enfrentar como sociedad y como cultura. Una idea dolorosa y ambigua. Una sensación de urgencia que en realidad, no lleva a ninguna parte.

Me tiendo con los ojos cerrados en la cama. El sueño no llegará en horas supongo. Y mientras tanto, sigo pensando en esta cárcel ideológica en la estoy encerrada. Este país de ilusiones rotas que es el mio. Esta ciudadana de la periferia en que me convertí.

lunes, 24 de octubre de 2016

ABC del fotógrafo curioso: Lo que hace un Verdadero Fotógrafo (Todo lo que necesitas saber para tener una sesión fotográfica sin sobresaltos)





Durante buena parte de mi vida, he formado parte del mundo de la fotografía. Como entusiasta, estudiante (que continúo siéndolo como cualquier fotógrafo que se precie), profesional y profesora, puedo decir que conozco el mundo fotográfico lo suficiente para saber que el respeto hacia el talento es una de las reglas de oro en cualquier ambiente de creación visual. Un modelo no sólo es considerado parte del equipo sino que además, un miembro imprescindible a quien se le brinda todas las facilidades y consideraciones para que pueda interactuar con la cámara de la manera más cómoda y profesional.

Por ese motivo, me asqueó y me preocupó un mensaje que hace poco leí a través de las redes sociales, en el cual un hombre que se identifica así mismo como fotógrafo pero que evidentemente sólo es un depredador sexual, describe una situación de acoso y abuso amparándose en lo que llamó “una entrevista de trabajo”. Menciona que “necesita tocar los pechos y caderas de las modelos para comprobar si son perfectas” y agrega todo tipo de señalamientos de menosprecio hacia el cuerpo de la mujer. No conforme con eso, además insiste en que “únicamente fotografía mujeres hermosas y muy jovenes” y que jamás fotografiará “a una mujer fea y mayor de treinta años”, por lo que se dedica a reclutar chicas entre los dieciseis y veintiún años. Además del hecho que todo lo anterior implica delito de enorme gravedad — porque eso es lo que es, sin más ni menos — también es una peligrosa distorsión sobre lo que puede ser la relación entre fotógrafo y modelo, que creo conveniente aclarar.

De manera que si eres modelo, aspiras a serlo, deseas una sesión fotográfica o un Book para tu CV, ten en cuenta:

* Conversa con el fotógrafo antes de llevar a cabo la sesión:
Un fotógrafo es un profesional de la imagen que trabaja con ideas y conceptos, por lo que una entrevista previa — dos o tres quizás — le permitirán analizar junto al modelo lo que desea expresar a través de las futuras fotografías que llevarán a cabo juntos. La conversación además, es una forma de establecer cierta confianza y confirmar si tanto uno como el otro, tienen la misma visión sobre la imagen y podrían trabajar juntos con toda comodidad. Presta atención a la forma como el fotógrafo se refiere a tu rostro, cuerpo y tu identidad en general: No permitas que utilice frases denigrantes sobre tu aspecto físico, como luces o la ropa que llevas. Si lo hace, no se trata de alguien a quien puedas confiarle tu autoimagen. Aunque te parezca poco importante, es un detalle primordial para desconfiar de las intenciones de quien sostiene la cámara.

* Un VERDADERO fotógrafo jamás te mirará como un trozo de carne o un objeto sexual.
Los fotógrafos trabajamos con lenguajes complejos y sobre todo, a través las emociones y conceptos que forman parte de la imagen. Un verdadero fotógrafo querrá ver tus expresiones y lenguaje corporal, no que tan delgado o lo atractiva/o que le resultas. Un fotógrafo es un artista que sabe que la colaboración entre talento y modelo comienza por el reconocimiento mutuo y además, que tu cuerpo debe ser respetado. Sobre todo, no permitas que nadie te intimide, te manipule o te haga creer que una fotografía será mucho más hermosa si accedes a requisitos o exigencias con las que no te sientes cómodo ni quieres llevar a cabo. Un verdadero fotógrafo sabe que el talento es un artista que dialoga con otro artista a través de las imágenes.

* Un VERDADERO fotógrafo jamás te tocará:
Y eso es una regla invariable. Fui alumna de estupendos fotógrafos durante diferentes momentos de mi vida y te aseguro que la primera regla para un fotógrafo de Moda o de cualquier género profesional es mantener una respetuosa distancia física con el talento. El contacto físico entre fotógrafos y modelos se limita a ordenar un mechón de cabello o quizás, tocar tu mejilla de manera delicada para indicar una pose en específico. Nunca va más allá. Además, siempre se lleva a cabo en presencia y bajo la mirada atenta de un asistente. Si alguien que se hace llamar fotógrafo insiste en tocar tu cuerpo, no se lo permitas. No hay un sólo motivo por el cual alguien debe tocarte de manera indebida para tomar una fotografía. Si intenta hacerlo, se trata de un depredador sexual que utiliza la cámara para asegurarse el acceso a tu cuerpo.

* Asiste a todas las sesiones en compañía de alguien de confianza:
En toda sesión, incluso las privadas puedes llevar un acompañante. A un verdadero fotógrafo no le molestará. La mayoría de las modelos que conozco asisten con una buena amiga, hermanas e incluso madre. Mientras no entorpezca el desempeño técnico de la sesión (insiste a tu acompañante que esté atento a las indicaciones del personal en estudio), nadie tendrá problemas que alguien esté a tu lado mientras se toman las fotografías.

* Un VERDADERO fotógrafo jamás te hará desnudarte, llevar lencería o mucho menos posar en posiciones sexuales de manera sorpresiva:
Una sesión se planea con suficiente tiempo como para que el talento pueda decidir si se siente cómodo con el concepto que ayudará a mostrar. De manera que no hay ninguna excusa que un fotógrafo tome decisiones — y sobre todo sobre cómo mostrarás tu cuerpo o un desnudo frontal — sin que tengas tiempo para decidir si lo harás. No aceptes excusas insustanciales como “sucede con frecuencia” ni tampoco que “es parte de la sesión”. Cualquier concepto fotográfico comienza con un boceto, una cuidadoso plan de desempeño y un verdadero fotógrafo lo respetará, por consideración no sólo al modelo — aunque la sesión sea suya — sino también, al posible cliente para el que trabaja.

* Un VERDADERO fotógrafo se preocupa que su talento esté cómodo en estudio: 
Eso implica que se ocupará — o lo hará su asistente — desde el Catering hasta la temperatura del aire acondicionado en estudio. Una sesión es un evento coordinado que se lleva a cabo bajo pautas específicas y un fotógrafo profesional lo sabe. Pocas cosas quedan al aire: el buen resultado de la sesión depende que no haya la mínima posibilidad de un incidente que pueda amenazar el buen desempeño tanto del fotógrafo como del talento. Y eso lo sabe un fotógrafo experimentado: estará atento incluso de encontrarte un buen lugar donde puedas guardar tu ropa o las cosas personajes que traes contigo a la sesión.

* Un VERDADERO fotógrafo le muestra a su modelo las fotografías que toma:
Y lo hace con aire respetuoso porque la sesión es un trabajo entre ambos. La modelo podrá analizar no sólo cómo se desenvuelve el trabajo fotográfico y quizás tomar decisiones sobre su lenguaje corporal que puedan beneficiar al concepto general.

* Un VERDADERO fotógrafo no hace comentarios denigrantes sobre su modelo:
Y me refiero en específico que un fotógrafo profesional jamás menospreciará tu aspecto físico por los kilos de menos o de más que puedas tener, por como te ves con la ropa que llevas o tu edad. Te respeta no sólo miembro del equipo artístico que llevará a cabo la sesión, sino además como individuo.

* Un VERDADERO fotógrafo no hace insinuaciones sexuales ni te hace preguntas inapropiadas sobre tu cuerpo:
Un fotógrafo es un profesional que analizará contigo o con el equipo a que perteneces la idea que quieres plasmar en imágenes y se asegurará de hacerlo de manera impecable.

Por favor, ten en cuenta cualquier punto de este artículo si tienes la intención de contratar a un fotógrafo para una sesión o alguien te ofrece una sesión de intercambio. No caigas en las redes de ningún depredador sexual por desconocimiento o simplemente, brindar tu confianza de manera indebida. Un delincuente sexual puede ocultarse en cualquier parte.

sábado, 22 de octubre de 2016

Cuentos secretos en reinos misteriosos y otras historias de brujería.





Cuando era un niña pequeña, me atemorizaba un poco el mar. Recuerdo encontrarme de pie, a la orilla de la playa cercana a la casa familiar de Higuerote y mirar con reverencia el horizonte cristalino y azul, titilando bajo los últimos rayos del sol. Que inmenso me parecía, interminable. El sonido de las olas reverberaba como un suspiro interminable y me hacia pensar en un animal portentoso, escondido al borde mismo de la arena. Sobresaltada, retrocedía cuando el agua me lamía los tobillos y me escondía detrás de mi abuela.

- Pero ¿Por qué le temes? - solía preguntar, sonriendo. Yo nunca sabía que responder. Asombrada, miraba el mar interminable y no sabía como explicarle, esa sensación de ser muy pequeña, casi frágil, en comparación. De sentir que el sonido ronco y elemental, como salido de la arena viva y caliente, parecía envolverme, tragarme. Era una sensación desconcertante que me sobresaltaba y me llevaba al borde de las lágrimas.

Pero no por eso, el mar dejaba de provocarme una curiosidad inmensa. Quizás se debía al miedo, no podría decirlo en realidad. Me asomaba por la ventana de la casa para contemplar la noche que se reflejaba sobre el agua inquieta y pensaba no en mi temor, sino en ese misterio que yacía en la oscuridad. Entre el cielo negro cuajado de estrellas y su reflejo infinito. Y es que a pesar de su belleza, había algo extraño y amenazante, o a mi me lo parecía. Mi prima M., se echó a reír cuando se lo comenté.

- En el mar no hay nada - dijo arrojando  piedritas a las olas tranquilas. Nos encontrábamos en el viejo malecón que se abría directo hacia el mar, como una puerta abierta a sus belleza inquietante - es agua nada más. ¿No lo ves?

No lo veía así, por supuesto. Cuando me despertaba por la noche, ya insomne a pesar de mis intranquilos siete años, miraba por la ventana de la vieja casa de la playa, pensando en esa misteriosa resonancia del mar. Esa capacidad suya para evocar lo misterioso, lo primitivo. Claro está, no lo pensaba en esos términos tan complejos: para mi solo se trataba de no comprender algo esencial, de sentirme desbordada de maravilla. Me preguntaba como lo habrían mirado los antiguos navegantes, aferrados sus velas, sorteando las olas fabulosas. Imaginaba a los heroes de los libros que había leído, gritando ante la fuerza de las olas, intentando no caer por la borda de sus embarcaciones, gritando de...

- ¿Aglaia?

La voz de mi abuela me sobresaltó. Me encontraba mirando el mar de nuevo - a una considerable distancia, claro está - envuelta en las fantasias de niña, pero sin que mis imágenes mentales me protegieran del sobresalto, esa mezcla de inquietud y asombro que el mar me provocaba. La miré avergonzada, sintiendome un poco tonta y queriendo remediarlo. Pero el sonido de las olas azules, chocando contra las piedras me atemorizaba, parecía llenar el mundo.

- Solo miraba...- comencé. Y me callé. Mi abuela me tomó de la mano, haciendome un guiño malicioso.
- ¿Me quieres acompañar a mi lugar favorito?
- Claro - y de inmediato, la curiosidad sustituyó al miedo. Caminamos tomadas de la mano por el caminillo de piedras blancas que rodeaba la casa y se alejaba de la orilla, hacia la montaña más allá. El olor salvaje de los árboles de caucho que se alzaban enormes junto al muro de la casa nos rodeó y se confundió con el profundo del mar. Era una combinación asombrosa esa, un olor jugoso y tan denso que tuve la sensación podía paladearse, como un fruto especialmente jugoso.

Caminamos en silencio, con el sol del mediodía cayéndonos a plomo radiante sobre los hombros. Nunca nos habíamos alejado tanto de casa: nos encontrábamos en ese lugar precioso donde la selva tupida que rodeaba la casa y la playa parecía hacerse intrincada y extrañamente silenciosa. Más allá, se elevaba la montaña verde esmeralda y el cielo azul, tan brillante que dolía. Un paisaje de sueños.

Finalmente y cuando comenzaba a impacientarme, mi abuela tomó un pequeño desvío del camino principal y llegamos a un claro inesperado, como un suspiro en mitad de aquel vergel. Me quedé de pie, un poco asombrada de encontrarme ese diminuto valle allí, que nacía espontáneo, en mitad de los árboles. Más allá, el mar era un borrón radiante, cerca y lejano a la vez.

- ¿Y esto? - pregunté, caminado con los pies descalzos sobre la hierba jugosa. Mi abuela se río y se sentó en medio del claro, mirando al mar.

- Es mi lugar favorito, ya te lo dije - explicó - ven aquí.

Después sabría que había descubierto aquel lugar más o menos a mi edad y lo había consagrado para llevar a cabo sus rituales privados, que ella misma se ocupaba de cuidarlo cuando visitamos la vieja casa y jamás había llevado a nadie a él...además de mi. Pero en ese momento, solo pensé en que era un lugar extraordinario, como suspendido en el tiempo, en mitad de ninguna parte, flotando entre dos azules: el del cielo y el del mar.

- ¿Y por qué lo es? - le pregunté de nuevo. Ya lo he dicho, era una niña muy preguntona. Pero eso no parecía molestar a mi abuela, que reía en voz baja ante mis insistencia. Me pasó un brazo por los hombros.

- Porque no se encuentra en ninguna parte. No es montaña ni es mar, no es cielo ni arena. Es mi lugar - dijo - si te sientas aquí, puedes contemplar el cielo horas y escuchar el mar al mismo tiempo, oliendo la brisa de la montaña, perfumada a caracolas de leña quemada. Puedes imaginar que flotas, en medio de la luz del mediodía y eres un poco agua, un poco viento, un poco fuego. Aquí en mitad de la Tierra.

Años más tarde, sabría que esas palabras suyas, formaban parte de un viejo ritual de bendición. Que ella solía realizarlo en momentos en que se sentía muy feliz o muy triste. Y que ese viejo valle, tan extraordinario en su humilde belleza, era parte de esa visión suya que la magia brota y nace de la tierra.

Pero en ese momento perfecto, yo no necesitaba saber nada de eso. Mire el mar, a esa prudencial distancia que lo hacia bello en lugar de temible y me sentí extrañamente atraída por él. Como nunca, o quizás por primera vez. Cuando mi abuela levantó el brazo señalando un punto en el horizonte, miré con los ojos muy abiertos.

- Cuando hay luna llena, el mar la recibe con destellos de luz - me contó - flota, sobre la linea del mar, como una delícadísima joya y me recuerda las historias que solían contarse sobre el mar que canta para las brujas. ¿La conoces?

- ¡No! - me apresuré a responder - ¿Me la cuentas?

- Hace mucho tiempo se decía que las brujas cantaban al mar para despertar a los Dioses que dormían en las olas - me explicó - todas, a la orilla misma de la arena blanca, levantando las manos para hacerse escuchar. Y el mar siempre responde, con una sonrisa, con olas tan enormes y llenas de espumas que es como su sonrisa. Se enreda en la oscuridad y en la luz. Y las Brujas danzan, con el cuerpo moviendose a esa divina música, escuchando las historias que el oceano quiere contarles. De un lado a otro, mientras La Luna cuelga sobre el cielo, mientras el tiempo parece detenerse y el mundo es solo mar y cielo, ese canto y la bruja que la escucha.

Imaginé la escena, maravillada. Las damas vestidas de blanco, moviendo los brazos a la orilla del mar. Y más allá, el brillo de la Luna Llena, abriéndose paso en la oscuridad.  Con olor a los árboles de Caucho de la montaña,  elevándose después a la cúspide más alta para mirar el valle en flor, este páramo diminuto donde mi abuela y yo conversábamos tranquilamente de esas cosas, bajo un sol oloroso a tierra y a cosas buenas que quemaba la piel y te recordaba con su pellizco, su belleza.

Y miré el mar en silencio, ya no con la sensación de temor que siempre me angustiaba sino con verdadero asombro. Lejano, exquisito, un gran espejo relampagueante donde se reflejaba el mundo entero. Y pensé en cuantas veces sonreímos para mirarnos en ese silencio profundo, en las risas de mis primas al bañarse en él, en la tranquilidad de las tardes púrpuras a la orilla. Un paisaje de sueños sin recordar, fragmentos de tiempo a medio escribir.

Unos días después, mi prima M. me miro boquiabierta mientras chapoteaba en la orilla del mar riendo a carcajadas. Se acercó a mi, mirándome con ojos redondos de sorpresa.

- ¿Ya no le tienes miedo? - preguntó.
- No. Ahora canta para mí - respondí.

Y el mar sonrío, en mi imaginación, acariciándome con dedos invisibles, en medio de ese radiante sol de lo que recordamos a medias y deseamos volver a vivir.

***

Han transcurrido tantos ya que la recuerdo la escena en medio de  fragmentos de imágenes. Las palabras convertidas en sueños que reinvento con las mías. Pero el mar sigue siendo el mismo, me acompaña a todas partes, se mueve silencioso y aromático en mi imaginación. Quizás por ese motivo, siempre regreso aquí, a esta orilla silenciosa, con las manos abiertas. La sensación que el mundo acaba y termina en la línea de la playa que se extiende en todas direcciones a partir de este alivio silencioso que me prodiga. Un páramo radiante sin nombre ni confín que se extiende hacia el infinito. Y lo miro, sonriente, en esta noche de Luna y estrellas silenciosas, imaginando un tiempo donde misterio contaba historia y las brujas estábamos allí para escucharlas. Quizás aún lo hace, pienso, con el agua rozándome los tobillos y el sonido del viento envolviendome, en una sonrisa y en un fragmento de sueño.

C'est la vie.