martes, 4 de octubre de 2016

Colombia y la dualidad moral: Una opinión poco autorizada sobre la reciente decisión electoral del país.





Luego del inesperado triunfo de la opción “No” en el plebiscito sobre el acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y la FARC, escuché todo tipo de comentarios y opiniones sobre lo que podría significar el resultado. Sin embargo, la interpretación más frecuente fue que Colombia rechazó la posibilidad de perdón y dio un paso hacia lo que la mayoría describe como “un abismo” de pura incertidumbre. Mi amigo H., que vive en Bogotá desde hace más de dos años, me explica lo preocupado que se siente por lo que describe como “una negativa” al futuro.

— No se trata sólo que Colombia dijo “no” al acuerdo, sino a los largos años de negociación previa y a la búsqueda de una paz concertada, que a la larga, beneficia a todos — me explica — puede parecer utópico, pero el acuerdo logra demostrar que con voluntad política, puede llegarse a ciertos espacios de concertación.

Sacude la cabeza desde la pequeña pantalla del Skype. Parece preocupado, a pesar que nunca vivió en carne propia los rigores de la violencia guerrillera y sólo conoce a la Colombia que le recibió con los brazos abiertos, próspera y llena de posibilidades. Quizás justo por eso, su preocupación radica mucho más en lo que vendrá ahora que la posibilidad de equilibrio y paz entre fuerzas enfrentadas durante hace más de cincuenta años, parece rechazada de plano.

— Quizás se trate de un asunto de justicia — opino, sin atreverme a entrar en honduras — de revisar los términos de la negociación para que sea menos…ventajosa.

La verdad, mi percepción sobre el tema colombiano está mediatizada y sobre todo, distorsionada no sólo por la ignorancia sobre el tema sino por lo mucho que se involucró a la situación venezolana en la campaña previa al hecho electoral. Durante las últimas tres semanas, la posibilidad de la FARC como un partido político aterrorizó a buena parte de los ciudadanos colombianos, sobre todo a la luz de lo que en la actualidad ocurre en Venezuela. Sobre todo, esa noción de la izquierda convertida en sinónimo de algo más parecido a la autocracia carismática que a cualquier ideología. También hubo debates sobre el hecho que la FARC obtenía más con el acuerdo de lo que podía haber perdido con su paso a la vida civil. Cual fuera el caso, el tema parece ser la justicia y el hecho básico que un considerable número de Colombianos se resiste a una idea de asumir que la paz estará garantizada gracias a una serie de beneficios políticos y económicos que la FARC obtienen sin al parecer ceder nada a cambio.

Mi amigo suspira, cansado.

— No es tan fácil. Hablar de paz es algo que se hace en Colombia a diario, sobre todo desde que el acuerdo llegó a las calles y se intentó legitimar vías urnas electorales. Hablamos de decidir sobre que necesita el país para recobrar las esperanzas de dejar atrás una historia sangrienta. En Venezuela…deberíamos poner las barbas en remojo.

He escuchado la misma frase varias veces durante los últimos días. La mayoría de los analistas están convencidos que el proceso de pacificación colombiano puede ser un ejemplo histórico en un continente dividido a fragmentos por todo tipo de enfrentamientos ideológicos y sociales. Pero en Venezuela, las cosas son incluso más complejas: el país atraviesa su momento histórico más complicado y se debate en una posible y todavía abstracta posibilidad de transición, a pesar de la radicalización del gobierno y el fanatismo de la base dura del chavismo, que cierra filas alrededor de Nicolás Maduro. Aún así, la mayoría de los Venezolanos que aún permanecen en el país parecen llegar a la evidente conclusión que más pronto que después, habrá que analizar el país como un todo, comenzar a hacerse preguntas específicas sobre el hecho de la necesaria convivencia entre extremos, a pesar del odio y los ataque que por casi veinte años, han sido moneda común en el país. Después de todo, la experiencia colombiana dicta que tarde o temprano, el odio se hace insostenible y que las consecuencias deben ser asumidas como heridas sociales y culturales insalvables. Sin duda, Venezuela tiene mucho que aprender del proceso colombiano, a pesar de las distancias. No obstante las enormes y marcadas diferencias.

— ¿Piensa Colombia que la paz se negoció sin condiciones? — le pregunto a H., desconcertada.
 — En realidad, ambas partes decidieron avanzar hacia un punto en común y lo hicieron de la mejor manera que pudieron. Claro está, la actuación de la FARC durante todo el conflicto -los asesinatos, secuestros, el tráfico de droga — añaden un peso nuevo a la decisión sobre qué podría ocurrir una vez que se regularice su condición. ¿Cómo confías en un aliado que no expresó arrepentimiento alguno y podría disfrutar de todo tipo de garantías que jamás ofrecieron a sus víctimas? Pero los acuerdos comienzan por el reconocimiento de la necesidad de la paz, supongo. Y eso ocurrió.

De nuevo, guardo silencio. Siento una natural inclinación en condenar un acuerdo plagado de beneficios a un grupo armado que intentó imponer sus ideas con balas a como de lugar. Pero entonces pienso en las víctimas. Las que se cuentan por miles. El trauma social que Colombia padece a diario. Las consecuencias de una larga batalla con tintes ideológicos que se convirtió en algo más parecido a un genocidio. Recuerdo a los Guerrilleros que se jactaban de los niños reclutados, de las mujeres convertidas en esclavas sexuales, en las ciudades heridas por bombas y ataques. Y me pregunto si Colombia está dispuesta a mirar hacia otra parte, a olvidar toda la crónica de dolor que lleva a cuestas para apostar a un futuro concreto. A la visión general del hoy y del futuro quizás como el gran triunfo del acuerdo.

El gobierno de Santos, la FARC y Uribe tomaron el triunfo del “No” desde el desconcierto. Al parecer ninguna de las partes en disputa creía en un resultado electoral semejante: 50.2 por ciento votó por el No mientras que el 49.8% por el Sí. Un panorama que divide a Colombia en tres fragmentos irreconciliables: los que apuestan por la Paz con una confianza ciega y la perspectiva de un futuro construido a base de esa perspectiva, los que exigen Justicia — o al menos, que el perdón sea condicionado a la justicia — y los indiferentes. Tres miradas distintas a un país que ahora, debe avanzar a ciegas hacia un replanteamiento de todo lo que hasta ahora, había logrado obtener sobre la posible reconciliación social.

— Esto me recuerda tanto a Venezuela. Esa noción del país que es incapaz de conciliar una única visión, esa expresión de la percepción del presente como una deuda histórica — digo casi con ingenuidad. Mi amigo suelta una carcajada sin alegría.

 — No compares a Venezuela con lo que sufre Colombia. Es un error común pero también un espejismo. La situación de ambos países es por completo paralela. Por supuesto, la crisis Venezolana es un aviso, es un reflejo. Pero es imposible analizar a la Colombia actual a través de ese espejismo.

Hugo Chávez Frías fue un gran amigo de la FARC y jamás lo disimuló demasiado. Una y otra vez, dio muestra de apoyo a la guerrilla, incluso a través de gestos públicos muy notorios que incomodaron al Gobierno de Colombia. Pero para Chávez, que siempre tuvo una idea nebulosa y romántica sobre ideología armada que propugnaba la FARC, parecía convencido que el conflicto en Colombia sólo podría llevarse a cabo si los guerrilleros tenían la posibilidad de expresarse en lo político. Una situación idéntica a la ocurrida con el grupo que le apoyó en su insurrección militar y que después, le permitió alcanzar el poder a través de los votos. Para Chávez el poder político era un complemento del poder armado. Y por ese motivo, su insistencia en cada oportunidad posible que la revolución Bolivariana “era pacífica pero tenía armas”.
Me pregunto sin querer — y sintiéndome irrespetuosa con el pueblo colombiano — que ocurrirá si la FARC logra llegar al poder a través de la enrevesada ruta electoral. Un guerrillero ejerciendo la capacidad del poder democrático para convertirse en una involuntaria arma. Un Guerrillero que podría ejercer el control de las armas de Colombia. Siento pánico — un miedo que creció durante casi veinte años de revolución chavista — y me avergüenza el inmediato pensamiento que quizás, siendo ciudadana colombiana también habría votado por el “No”.

— Es una posición comprensible — me responde mi amigo cuando se lo digo — pero el tema es que el conflicto Colombiano es mucho más que la posibilidad de la FARC política. Es el hecho de haber sufrido un tipo de violencia cruenta y sostenida por casi medio siglo. Las heridas están abiertas, el miedo está en todas partes. Tiene que darse un paso decisivo para cerrarlas todas. El acuerdo podría serlo.

Por supuesto, que al analizar las cifras de electores, la gran pregunta que surge es hasta donde el Colombiano era consciente de la trascendencia de lo ocurrido en las urnas electorales. Después de todo, sólo el 37,43% de los ciudadanos votaron. Más allá de eso, la participación reflejó que el problema de la Guerrilla — y su pacificación — se percibe de manera muy distinta entre los departamentos más o menos afectados por el conflicto. En Chocó, Cauca, Nariño, Guaviare, Vaupés y Putumayo ganó el Sí. En Antioquia, Santander, Norte de Santander y Caldas, triunfó y de manera contundente el No.

— Se trató también de una apuesta arriesgada por parte de Santos — me dice mi amigo — mientras que la campaña por el “Sí” consistía en explicar un acuerdo cuyos términos eran más legales que otra cosa, el “No” se remitió a todo lo que Colombia podría perder en caso de avalar la negociación. Es una idea muy compleja. Tanto como para que la mayoría de los colombianos aún se pregunten en realidad que decidían: ¿Una paz consensuada? ¿negociada? ¿Una paz comprada a través de una multitud de beneficios?

Pienso en los niveles de impopularidad del Presidente Santos. En los años de violencia cruda a las que la FARC sometieron a Colombia. En el hecho que tanto uno como los otros, parecen simbolizar un tipo de alianza soterrada en la que el país parece no confiar demasiado. También pienso en Uribe, que manipuló la emocionalidad, que insistió en la impunidad y utilizó el medio a la representatividad política de la FARC como forma de campaña contra la opción “Sí”. ¿Dónde está la paz entre todas esas complicadas ideas sobre el poder y el beneficio inmediato? ¿Cómo puede analizarse un acuerdo político donde la paz al parecer es una posibilidad remota? No dejo de pensar en los resultados, en el mapa político a fragmentos que representa. Un país que no entiende sus propias motivaciones quizás y se cuestiona con más fuerza que nunca.

Claro está, el plebiscito no es vinculante pero aún así, resulta un suicidio político desconocerlo. De manera que Santos y la FARC, se encuentran quizás en el punto más endeble de un trayecto lleno de obstáculos hacia un tipo de acuerdo que quizás deba replantearse sus puntos más bajos y polémicos. Sobre todo, los relacionados sobre el perdón que la FARC podría disfrutar a pesar de todos sus crímenes. Mi amigo sacude la cabeza cuando se lo digo.

— El perdón es una idea polémica y que muchas veces me parece absurda — me responde — Si la meditamos surgen una serie de preguntas, más relacionadas con algo tan abstracto con los sentimientos que involucra, que con el concepto en sí. Se habla a la ligera de olvidar, de poner la otra mejilla, de la tolerancia y el amor. Pero en realidad es algo más relacionado con la convivencia, con la tolerancia y el hecho de sustentar ese perdón — ese olvido — en algo más sustancioso que la mera idea utópica.

Su razonamiento me sorprende por pragmático ¿Qué sucede si creo que el perdón es equivalente a la acción que debemos perdonar? ¿Cómo se puede aspirar a la paz política en un país donde los crímenes de la FARC serán olvidados e incluso disimulados bajo la pátina de un acuerdo que soslaya la gravedad de los crímenes que el grupo cometió? ¿Y si creo que simplemente hay cosas que no solo son imperdonables, sino además, no compatibles con la idea de esa misericordia a ciegas que se nos recomienda ofrecer? Me pregunto si ese fue el razonamiento de la mayoría de los colombianos. Si enfrentaron la idea del temor hacia un argumento moral mucho más elemental del que propone un acuerdo más parecido a una mirada ambigua sobre las consecuencias de un acto criminal. El perdón es valioso, necesario, poderoso y redentor, no lo niego. Lo que realmente no entiendo, es porque debemos pensar en que perdonar sin condiciones puede consolar las heridas de un conflicto armado que dividió a Colombia y la sumió en el terror. El perdón no es una panacea. El perdón es un acto de principios y como tal, creo que debe ser consecuencia de una profunda necesidad de convalidar ciertos aspectos morales y humanísticos muy personales.

No hay una conclusión inmediata sobre lo ocurrido en Colombia. Y tampoco, sobre lo que puede ocurrir después, en un escenario de pura incertidumbre que parece además, avanzar hacia un país dividido en trozos irreconciliables. Mi amigo suspira, cuando le pregunto que espera que ocurra. O mejor dicho, que teme pueda pasar.

— La violencia es impredecible. Y ahora, la posibilidad de la paz también. No tenemos otra cosa que miedo, quizás.

Un panorama inquietante, pienso con un suspiro. Uno que como ciudadana Venezolana, comprendo demasiado bien.

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