martes, 11 de octubre de 2016
Crónicas de la feminista defectuosa: Unas cuantas reflexiones sobre la identidad femenina.
Tenía nueve años cuando uno de mis primos mayores me dijo que “ser niña era aburrido”. Lo dijo, luego que mi tio me prohibiera encaramarme en el árbol de mango de la casa de mi abuela, junto el resto de la muchachada familiar que corría de un lado a otro. Me quedé de pie entre frustrada y enfurecida, sin saber qué había de mal en mí para que mientras todos mis primos se divertían, yo tuviera que quedarme en pie, sólo mirándolos. Supuse que se debía a esa condición sin ecuanon, misteriosa y todavía abstracta de “ser niña”.
Por supuesto, me subí al árbol. A escondidas y luego de una aparatosa caída. Pero aún así, logré llegar hasta la rama más alta y extender los brazos para abrazar el cielo muy azul del diciembre caraqueño. Me quedé colgada de las manos, con los pies en punta sobre un nudo de la vieja madera del tronco, fascinada con la sensación de triunfo que me produjo el simple acto de hacer justo lo que habían prohibido. Un pequeño acto de rebeldía contra lo que se suponía no podía hacer por una cuestión más vieja y misteriosa de la que podía comprender con menos de una década de vida. Me pregunté, allí arriba, lejos de los gritos de mi tío y fuera de alcance de sus regaños, el motivo por el cual alguien podía pensar que no podía hacer alguna cosa- en ese abanico de posibilidades que la vida de la infancia ofrece — sólo por ser quien era. Sólo por nacer niña en lugar de niño. Fue la primera vez que tuve ese pensamiento. La primera de muchas veces en la que me cuestioné el origen de todos las pequeñas restricciones y dolores a las que me enfrentaría durante el resto de mi vida.
Recordé esa anécdota cuando tenía catorce años, cuando una de mis maestras del colegio dedicó casi quince minutos a explicarme por qué no podría ser fotógrafa y escritora, que era lo único que deseaba para el momento. La maestra pareció incómoda y preocupada cuando leyó la redacción de la tarea y no encontró “ideas normales de una niña” en los seis párrafos en que describía mi vida en el futuro. En el pequeño texto, contaba mi vida con una cámara a cuestas y una hoja de papel entre las manos. El asombro de fotografiar rostros y lugares, de mirar una imagen nacer en el cuarto oscuro. Los secretos de las palabras que llenarían mis hojas en blanco. La maestra sacudió la cabeza y me preguntó si no me imaginaba “con un bello bebé en los brazos, con un esposo querido acompañándome en la vida”.
— No, no lo hago — le respondí con toda franqueza — sólo quiero fotografiar y escribir.
No se trataba de un gesto de rebeldía o de al menos, no uno consciente. Sólo un deseo tan profundo, real e insistente que no podía imaginar mi vida de otra forma, recorriendo un camino distinto. La maestra cabeceó, preocupada.
— Todas las mujeres quieren ser esposas y madres, aunque no lo sepan. Eres una niña y eso es lo normal. No sé por qué mientes. Redacta algo donde digas la verdad.
No lo hice. Me negué con la escandalizada sensación que había algo equivocado y doloroso en la insistencia de la maestra en que escribiera algo que en realidad, no sentía en absoluto. En lugar de eso, escribí un cuento corto sobre cómo sería el día en escribiría mi primer libro, en cómo sentiría al ver mis ideas escritas en una hoja de papel. Cuando se la entregué, la maestra torció el gesto y me dedicó una larga y dura mirada apreciativa.
— Este berrinche es pura malcriadez. No entiendo por qué insistes en algo así.
La redacción me costó dos días de castigo sin recreo. Los pasé leyendo, sentada en un peldaño de las escaleras que llevaban a la dirección, bien visible y con el libro abierto sobre las rodillas. La maestra pasó a mi lado una y otra vez, con expresión de desagrado. Nunca volvió a dirigirme la palabra otra vez.
A medida que crecía, ser “niña” y después “mujer” pareció el límite al que podía llegar a todas mis aspiraciones, deseos y expectativas. Alguien me recordó que era “mujer” cuando compré mi primera cámara y me decidí por un sólido aparato de metal en lugar de las pequeñas y delicadas que se suponen debían gustarme. Alguien se extraño “fuera mujer” cuando me inscribí en una academia de manejo en solitario, sin un padre a mi lado. Una mujer me recordó “que era sólo una muchacha” cuando compré un libro erótico en una librería. Un profesor Universitario me dijo que escribir sobre terror y gore “no era de mujeres”. Un vendedor en una agencia de automóviles me preguntó si mi padre me acompañaría porque “una mujer no podía decidir sola cual auto comprar”. Un gerente de recursos humanos me preguntó porque deseaba el empleo al cual optaba si “estaba en edad de casarme”. Decenas de veces en lo que mi género pareció convertirse en un prejuicio, en una frontera visible entre mi forma de vivir y cómo el mundo presume debo hacerlo. Una y otra vez, me encontré recordando la sensación que tuve al treparme al viejo árbol del jardín de mi abuela. Como disfruté cada raspón y caída. La asombrosa emoción que me produjo el triunfo privado y significativo de oponerme como podía al hecho de “ser niña”, a cómo la sociedad y la cultura concibe el lugar de lo femenino bajo el sol.
En la Universidad, una de mis profesoras estaba obsesionada con el tema de la discriminación de género. “Obsesión”, así le llamaban algunos de mi compañeros e incluso uno que otro de sus colegas a su insistencia por hacer visible la discriminación, el prejuicio y el estigma de ser mujer en un país — continente — machista y misógino como el nuestro. La primera vez que la visité en su oficina, sonrío cuando le hablé de las habladurías y las bromas que pululaban en el campus a costa de su trabajo.
— Sucederá siempre — me dijo sin inmutarse — cuando contradices una idea general, lo siguiente que ocurre es una corriente de rechazo, miedo y violencia contra quien lo hace. Y con los derechos femeninos, no es distinto. Va a ocurrir cientos de veces, pasará en todas las oportunidades que trates de avanzar en contra de la corriente general que asume que el género es una razón suficiente para discriminar. Está bien que así sea. Eso quiere decir que hay mucho que hacer, mucho que trabajar, muchos espacios que alcanzar.
La profesora fue la primera que me mostró las escalofriantes cifras de asesinato y violencia de género en Venezuela. La primera que me explicó que el código civil Venezolano — y otros tantos alrededor del mundo — no sólo permitían asesinatos por “honor” contra la mujer sino que buena parte de la sociedad, los consideraba “justos”. Fue la primera que me habló del gueto ideológico y social de la mujer en cualquiera de los países de la América patriarcal en la que había nacido. Y no lo hizo desde la emoción, la crítica, el odio o el resentimiento. Para la profesora, el enfrentamiento de ideas era mucho más importante que cualquier otra cosa. Me mostró cifras, estadísticas, la realidad de la mujer y de la niña en la cultura donde nací en fórmulas y números. De pronto, la vieja anécdota de mi niñez — con toda su inocencia — tomó otro cariz, se hizo de pronto una realidad frágil que todas las mujeres del mundo debían enfrentar en un momento u otro de sus vidas.
— Ser una niña en un mundo masculino, es quizás el proceso más duro de asimilación que nadie pueda sufrir nunca — me dijo en una ocasión la profesora — Niñas que son condenadas a la pobreza, la ignorancia y el maltrato por el mero hecho de serlo. Niñas condenadas a morir por el hecho del género. Niñas que crecen para ser esposas antes de la pubertad, para convertirse en madres antes de dejar ellas mismas la infancia. En un número preocupante de países, ser niña es una condena a un tipo de ostracismo social difícil de definir y comprender.
Me extendió la fotografía de una hermosa niña de piel negra en medio de un paraje desértico. Llevaba un vestido largo ajustado a su cuerpo delgado, sostenía un azadón de labriego. A su lado, un niño pequeño miraba la cámara con curiosidad. El parecido entre ambos me pareció doloroso.
— Madre e hija, sin nombres — me explicó mi profesora — en África es la norma que una niña contraiga matrimonio antes de los quince. Es madre antes que cualquier otra cosa en su vida. No conoce otras opciones. Eso y cuidar del marido.
Otra fotografía. Una niña de rasgos hindú lloraba contra el costado de una mujer de ojos tristes. La mujer tenía las manos abiertas sobre la falda, como si fuera incapaz de consolar a la niña a su lado. La profesora sacudió la cabeza, con los labios apretados.
— En muchas partes del mundo, las madres entregan a sus hijas en matrimonio siendo aún niñas muy pequeñas. Vivieron la misma experiencia y la consideran normal. Eso, a pesar del miedo, de la angustia, de los maltratos y sinsabores que pudieron haber sufrido.
Una niña de rostro redondo y bonito me mira desde un paisaje de cielos azules interminables. Lleva el flaco cuerpo envuelto en telas de colores, sostiene una cabra pequeña en los brazos abiertos. Tiene una rara expresión de cansancio que no corresponde a sus facciones pequeñas y dulces.
— La ablación es una costumbre que se lleva a cabo en la mayor parte de África e incluso Asia — la palabra me hace tener escalofríos. La imagen de la niña de pronto me angustia tanto que apenas puedo soportarlo — Se mutila los genitales de las niñas para asegurar la fertilidad de las tierras, que las granjas produzcan buenas cosechas. Pocos gobiernos toman nota, a casi ninguna organización le importa. Se le llama costumbre. Se le llama tradición. Pero en realidad es una agresión con la integridad de la mujer.
En la fotografía, reconozco de inmediato un barrio caraqueño. La larga hilera de ranchos sube y desborda los límites de la imagen. Una niña que aún no llega a la adolescencia, sostiene un bebé. Una mujer de en apariencia unos pocos treinta años, le apoya la mano en el hombro.
— Ser madre cuando aún necesitas cuidados. Ser abuela incluso antes de haber cumplido la cuarta década de tu vida. Esa es la realidad latinoamericana — me dice la profesora. Suspira — ser niña es una condena dura y complicada en la mayoría de los países del mundo. Una forma de ser ignorada, convertida en una víctima de un crimen social que no tiene nombre.
Nunca olvidé esa conversación. Creo que jamás dejé de pensar del todo en los rostros de las niñas fotografiadas, en la sensación de aflicción y angustia que me produjo la realidad de lo que atraviesan un considerable número de niñas en múltiples lugares del mundo. Hablamos de culturas que aún considera que tener una niña es un hecho vergonzoso. De países donde se abortan muchos más niñas que niños por el mero hecho de una peligrosa tradición de discriminación. Países donde no se considera necesario — importante o valioso — educar a las niñas de la misma forma con que se hace con los niños varones.
Continentes enteros donde la costumbre marca que la mujer debe ser aislada, maltratada de palabra y de hecho, recluida en una cárcel de valores y limitaciones morales brumosas y carentes de sentido. Conflictos bélicos donde las niñas son vendidas como objeto de comercio sexual. Enfrentamientos armados que siguen utilizando la violencia y el abuso de género como una retaliación ideológica.
En una ocasión, alguien que me escuchaba comentar sobre lo anterior, se burló de lo que llamaba mi “melodramática” visión de las cosas. Insistió que nuestro siglo ha logrado avances importantes con respecto a la discriminación por género y que mirar “sólo los errores aparentes” disminuye el valor de los triunfos. Lo dijo además con absoluta convicción, como si los dolores y terrores a los que aún se enfrentan millones de niñas y mujeres alrededor del mundo fueran fruto de la exageración o incluso, carecieran de real importancia.
— Hablas sobre las “tragedias femeninas” como si no fuera evidente que lo que “sufre” una mujer en la actualidad no se compara a lo que pudo parecer en cualquier siglo o década anterior — me recriminó — ¿Es posible que aún se hable de discriminación? ¿Del riesgo de género?
Pienso en la alarmante cifra de feminicidios en latinoamérica, casi el triple de lo que era hace apenas una década. Pienso en las estadísticas que divulga la investigación Feminice: A Global problem, que señala que alrededor de 66 mil fueron mujeres fueron víctimas de feminicidios en el mundo entre el año 2004 y 2014, casi el 20% de los asesinatos que ocurren en el mundo. Que en casi todos los países del hemisferio la cifra de mujeres asesinadas por parejas o en hechos de violencia machista aumentó casi el doble. Que de los 25 países con tasas altas o muy altas de feminicidios, catorce están en el continente Americano. Que en la mayoría de nuestros países, las mujeres son atacadas, acosadas y agredidas en espacios públicos. Que sufren por la discriminación al momento de acceder a la educación media o formal, que un número significativo de mujeres contraen matrimonio — ya se de manera voluntaria, por tradición, presión social u obligación — antes de alcanzar los 18 años años.
Cuando se lo digo, mi amigo sacude la cabeza, sonríe con incomodidad. Insiste en que a pesar de esas cifras — y el preocupante mapa que dibuja — la situación de la mujer continúa siendo mucho mejor que siglos antes, donde carecía de cualquier derecho social o cultural. Me asombra su necesidad de contradecir la simple idea que la situación de la niña y la mujer en el mundo sea una necesidad legal y ética. Que aún se considere tan poco tan importante los derechos femeninos como para que su mera existencia sea motivo de discusión.
— Con todo, una mujer puede aspirar a muchas más cosas de las que nunca pudo — dice con una suficiencia que podría resultar ofensiva de no ser el reflejo de la cultura que nos educa, que celebra pequeños logros cuando debería auspiciar un cambio general — creo que eso es para celebrar y sobre todo, para comprender que no todo está tan mal como pensamos.
Pienso en lo condescendiente que parece esa reflexión a la vista del panorama general que se dibuja para las niñas que ahora mismo están creciendo, en la generación que supuestamente debería disfrutar de los beneficios de una nueva percepción sobre el género y el prejuicio en su contra. No obstante, esa supuesta nueva visión sobre la mujer y las implicaciones de su lugar cultural y social, no parecen incluir la preocupante visión de la mujer que refleja buena parte de lo que lo está sucediendo ahora mismo en el mundo. Según cifras recientes de la UNICEF, las niñas de entre cinco y catorce años dedican 550 millones de horas al día en tareas del hogar como limpiar, cocinar y otras actividades signadas por la costumbre y la tradición. Es casi la mitad de su tiempo útil, que evita que la mayoría de las niñas en edad escolar puedan culminar no sólo su educación básica sino aspirar a una superior. Los datos también demuestran que la mayoría de las niñas del mundo, deben enfrentar el matrimonio precoz, el embarazo temprano, todo tipo de discriminaciones para alcanzar cualquiera de las supuestas ventajas que el mundo ofrece para las mujeres en la actualidad.
Pienso en las niñas Venezolanas, estigmatizadas por la violencia y la pobreza, convertidas en trofeos sexuales en las zonas más pobres del país. En las niñas y mujeres sometidas al terror y al horror de la violación, el abuso sexual, la agresión continúa. Pienso en las niñas huérfanas, las niñas madres, las niñas abuelas, las niñas sostén de hogar, las niñas maltratadas, las niñas prostituidas. Las niñas que atraviesan la infancia en medio de la violencia, el miedo, la pobreza, la ignorancia y las carencias.
Se trata de un problema global, una idea que me desborda y que se comprende en un infinito estadístico difícil de cuantificar. Siempre según UNICEF, para 1.100 millones de niñas del mundo, la sociedad y la cultura es un enemigo al cual deben enfrentarse a diario. Un mundo sectorizado que les obliga a limitar sus aspiraciones, esperanzas y visiones sobre el mundo a través de una serie que convierten la infancia y primera juventud femenina en un largo trayecto lleno de obstáculos hacia el triunfo personal y la realización intelectual. “Los datos son abrumadores: una de cada tres niñas de países en desarrollo (a excepción de China) contrae matrimonio antes de los 18 años” insiste el organismo.
La condena de nacer niña en buena parte del mundo, supone no sólo una merma considerable en las posibilidades que la nueva generación de mujeres del mundo tiene de alcanzar una nueva forma de triunfo personal, sino en lo que supone una visión de la identidad de la mujer como parte del conglomerado social. Una idea que parece repercutir en todo ámbito social, en toda idea sobre la necesidad de protección de minorías vulnerables alrededor del mundo y lo que eso pueda significar para el futuro de nuestra sociedad. Se trata de un pensamiento preocupante que engloba — y define, quizás — la discriminación que sufre buena parte de la población femenina en nuestra época y que la mayoría de las veces, se esconde bajo la percepción que la mujer actual no necesita protección y mucho menos, defender sus derechos individuales. Un pensamiento tan frecuente como desconcertante, tan grave como lapidario pero que sin duda forma parte de cómo se asume la equidad y la igualdad en la actualidad.
De vez en cuando, recuerdo a la niña que fui, que se trepó un árbol para demostrar (se) que podía vencer una idea más vieja que ella misma. Que se cayó dos veces y aún así, siguió saltando de rama en rama, hasta alcanzar la más vieja y robusta. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en términos tan complejos, pero sí tenía bien claro que necesitaba encaramarme a la rama más alta del árbol del jardín, para triunfar sobre esa sensación de frustración y tristeza que la rara acusación de “ser niña” me había dejado. Me pregunto cuántas niñas tienen el mismo impulso misterioso y definitivo de sobrellevar y vencer el prejuicio. De cuántas mujeres alrededor del mundo luchan por avanzar aún en contra de las ideas que intentan detenerlas. Y me gusta imaginar que son muchas, que somos una generación que asume su lugar y su poder bajo el crisol de la cultura. Aún así, queda mucho por hacer y por luchar. Por avanzar y crear una nueva forma de comprender el mundo. De asumir la necesidad de la equidad y la inclusión como parte de una mirada hacia el futuro. Una forma de celebrar la nueva identidad de la mujer en la historia.
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