jueves, 6 de octubre de 2016
Crónicas del lector devoto: ¿Por qué debes leer el libro “Las Chicas” de Emma Cline?
La crónica sobre los crímenes cometidos por Charles Manson ha sido contada en cientos de formas de distintas. Como moraleja sobre el temor, la utopía distorsionada y el horror de la violencia en estado puro. Como documento que retrata los alcances de la crueldad y lo despiadado. Incluso, como una anécdota sangrienta en una época obsesionada con el amor, la fraternidad y la armonía espiritual. No obstante, pocas veces se analiza el entorno de un asesino carismático capaz de convencer a un grupo de cometer un crimen desconcertante. Esa confraternidad fanática que no sólo obedeció a ciegas a Manson sino que además, lo hizo con una entrega que bordea lo insólito. En contadas ocasiones, se reflexiona sobre un asesinato semejante — tan desnaturalizado, cruel, barbárico — desde el punto de vista de esa conexión cómplice y peligrosa que convirtió a unos cuantos chicos adolescentes en asesinos. Que los hizo empuñar un arma y matar con un abandono primitivo que continúa sorprendiendo e intrigando incluso veinte años después. ¿Quienes eran los seguidores de Charles Manson? ¿Por qué obedecieron sus órdenes sin réplica ni resistencia alguna?
Por supuesto, se trata de un tema de perspectiva. Los crímenes cometidos por Manson y sus seguidores fueron tan terribles y aterrorizaron de tal forma a la ingenua conciencia norteamericana de la época, que se convirtieron en un paradigma sobre el mal real. Después de todo, la puritana sociedad del país tuvo que aceptar que en el centro de su estilo de vida, se engendró un tipo de crueldad difícil de imaginar. Cuesta pensar que los asesinatos que aterrorizaron el estado de California por casi cinco meses, fueron cometidos por adolescentes. Que casi ninguno sobrepasaba la veintena al momento de matar a cuchilladas a una mujer embarazada. Que todos eran reflejo de una cultura obsesionada con la fama, la rebelión mínima de la primera juventud y los dolores de la aceptación social. Por ese motivo, más allá del misterio de Mason como líder, subyace el de sus fanáticos como reflejos de algo más duro y perturbador de asimilar. La maldad como esquema de comportamiento. Como una mirada al hipócrita entramado social que sostiene nuestra cultura.
Emma Cline (Sonoma, 1989) intenta responder a todo lo anterior con su primer libro “Las chicas” convertido en un best sellers instantáneo y en un indudable libro de temporada. Cline reflexiona con un buen pulso que ha sorprendido a crítica y público, sobre el grupo que rodeó a un asesino carismático y desmenuza las motivaciones que tuvieron para obedecer incluso a ciegas, sin resistencia y con absoluta complacencia. Lo hace además, con una mirada profunda y fría que abarca la adolescencia, sus temores y dolores. Con enorme madurez, la escritora analiza la psicología de sus personajes y les brinda una sustancia y corporeidad que delinea no sólo su comportamiento sino también, las implicaciones que puedan tener. Como novela, “Las chicas” refleja esa noción sobre la vulnerabilidad de la psiquis adolescente y la equipara con esa transformación emocional que sufre en el tránsito hacia la adultez. Pero el análisis no se conforma con mirar los cambios y transformaciones físicas y psicológicas, sino que además, pondera sobre sus consecuencias. ¿Qué puede ocurrir con esa dependencia psicológica y emocional del adolescente cuando se nutre de algo más peligroso que la simple percepción ideal sobre el mundo? Cline asume el riesgo de llevar la premisa más allá. Tomándose algunas libertades sobre la historia oficial del caso Manson, avanza sobre esa percepción de la fragilidad intelectual de la primera juventud y dibuja un paisaje tenebroso hacia algo mucho más duro de asimilar que la pérdida de la gracia. La destrucción moral que comienza sobre en las pequeñas grietas íntimas de nuestra conciencia.
Cline toma decisiones inteligentes para construir algo más elocuente que una mera narración sobre una de los momentos más siniestros de la historia reciente norteamericana: La familia Manson es parte de la narración, pero no la protagoniza. De hecho, se convierte en una excusa circunstancial para narrar lo que llevó a quienes rodeaban a Manson a convertirse en instrumentos de asesinato y tortura. Una aproximación inquietante que recorre la lenta transformación de cinco jóvenes en criminales sin escrúpulos. Cline evita juicios e incluso, cede espacio y terreno a la mera presunción que cualquiera podría ser un asesino. Que la maldad, la amoralidad y la capacidad para la destrucción está latente en la mente de cualquiera, mucho más en esos años blandos y accesibles a la manipulación que preceden a la adultez. Las Chicas de Cline no brinda concesiones y toca todos los registros: se trata de un paisaje siniestro sobre la naturaleza humana, sus contradicciones y su insistente hipocresía.
Por supuesto, no se trata de una aproximación por completo original. La adolescencia es un tema literario frecuente y se analiza — sobre todo durante la última década — desde cientos de perspectivas distintas. Pero Cline toma la inteligente decisión de comprenderla como una mezcla interminable de emociones y transformaciones intelectuales. Los personajes de la escritora tienen una complejidad que deslumbra pero sobre todo, guardan un peso realista que se agradece. A pesar que es evidente que el tema es el mal latente — y sugerido — que se percibe como una presencia latente en toda la novela, Cline dedica especial atención a esa evolución sostenida de su propuesta. De la niña inocente a la adolescente en busca de significado personal. Del dolor espiritual y el mínimo melodrama utópico hacia lugares más oscuros del comportamiento humano. Es entonces cuando Cline borda con impecable prosa toda una travesía hacia el horror. Contenida, con frases cortas y descripciones sensuales, la escritora encuentra el tono y el ritmo para crear un relato que inquieta y en ocasiones, asombra por su fluidez. ¿Se trata los pensamientos de una niña o de su contraparte adulta? ¿Hacia qué lugar avanza esa noción sobre la fragilidad del espíritu humano y ese rencor que se anuncia en cada reflexión sobre su naturaleza?
Con todo, la novela no se obsesiona sobre los asesinatos que se cometerán en el futuro — aunque los anuncia — ni tampoco toma partido hacia el sermón moral. Lo que en realidad obsesiona a la escritora es el mundo de las Chicas, ese universo pleno de absurdo, aislado y mimetizado en su adoración hacia la ambigua figura de un santón manipulador que aparece lo suficiente para intrigar sin llegar a colmar la escena. Cline sabe lo que busca y lo obtiene con un firme pulso narrativo: la novela avanza desde dos puntos de vista distinto pero jamás llega a perder el tino y la tensión. La protagonista adulta mira a la niña que fue con curiosidad inquisitiva, pero sin llegar a desmenuzar su comportamiento por la autocrítica o convertirlo en un ejemplo de moralidad rota. En lugar de eso, se apiada de su inocencia, presume los resquicios de su angustia íntima y la comprende, como una pieza rota de un complejo mecanismo del que la mujer que es en la actualidad, sólo es una parte tangencial.
Cline analiza a su grupo de chicas con frialdad, pero sin guardar distancias. Mira las familias desestructuradas de donde proceden con una ambigua sensación de expiación y perdón. Su comportamiento caótico, el ego roto y la autoestima lesionada funcionan como elementos simbólicos para analizar lo que ocurrirá después. Y en medio de ese dolor ajeno e incómodo, está “Russell”, el alter ego del real Manson, que encarna un tipo de seducción anodina y demoledora a la que no pueden resistirse. Sin embargo, Cline resiste la tentación de reflexionar sobre el horror desde lo cotidiano para hacerlo desde lo frugal. Su comuna no está formada por un grupo de inocentes subyugadas por una inteligencia maligna, sino un almas perdidas que deambulan entre la basura, la desesperanza y la droga. No hay nada épico ni mucho menos idealizado en este retrato de la caída en el desastre de los futuros asesinos. Y quizás, ese es el mayor triunfo de la escritora.
La novela, que avanza en dos tiempos, podría decaer si la autora no prestara idéntica y obsesiva atención a su protagonista en ambos espacios temporales. No es el único acierto de Cline como narradora: la narración está llena de buenas decisiones y también, de una sosegada comprensión de los alcances del mundo que construye. El mundo emocional, personal y social de sus personajes está expuesto con total franqueza y se unen a una realidad que se acelera a medida que los personajes pierden capas de simbolismo y se hacen más crudos y cercanos. El estilo de la escritora permite reflejar no sólo las emociones sino la incertidumbre de esa notoria perdida de la inocencia que parece abarcar el mundo entero. Y es entonces cuando la secta de “Russell” (delineado a grandes rasgos) entra en escena: ese espacio del no tiempo, sin reglas ni responsabilidades morales, que parece ser el caldo de cultivo para un tipo de maldad desconocido.
Con una estructura impecable y poderosa, Cline culmina este tránsito del dolor y la belleza, el horror y la crueldad con escenas cortas que se entremezclan entre sí, sin llegar a confundir. Convincente, ambiciosa y sobre todo, muy consciente de esa traslación en el eje de un hecho histórico conocido por buena parte del hipotético público que le leerá, Cline construye una red de pequeñas conexiones emocionales que por último muestran el asesinato como la ruptura de la realidad, el fracaso de los ideales difusos y esa caída en el sufrimiento emocional imperecedero. Se trata de una aventura osada que la escritora supo afrontar con enorme fortaleza. Y es esa fuerza la que hace a su novela inolvidable. Un documento sobre lo que no pudo o no ocurrir en una historia imprescindible en el pasado reciente de la cultura pop. Quizás lo más parecido a una crónica emocional sobre una tragedia deformada por el tiempo e idealizada por el asombro. Una pulcra visión sobre el terror.
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