La niñez se suele considerar el único momento por completo puro en la vida del ser humano, a pesar del cinismo inevitable de nuestra época. Una especie de dimensión idealizada sobre el bien y el mal, lo salvaje y lo primitivo que hace de la infancia un momento fuera del tiempo o quizás, algo a mitad de camino entre lo que asumimos inocencia y algo más compleja. Cualquiera sea la forma en que se defina esa etapa especialísima de nuestra vida, continúa siendo un misterio, una noción compleja sobre la transformación moral y social que afronta la mente humana hacia la madurez.
Sally Mann lo sabe. O al menos, lo adivina. En sus fotografías — siempre misteriosas, al borde del escándalo — hay una belleza primaveral y silvestre que parece relacionada con esa percepción de la niñez fuera del tiempo y del espacio cotidiano. Sus imágenes retratan a la niñez como un fragmento existencial misterioso: los niños retozan en una semipenumbra idílica de blancos y negros delicados, despeinados, salvajes, fuera de todo convencionalismo. Los hijos de la fotógrafa — protagonistas la mayoría de su trabajo — retozan en esa expectativa blanda y casi absurda de libertad absoluta: se bañan desnudos en lagos, corren desnudos y con la piel manchada de barro de un lugar a otro, vomitan, se hacen pis sobre la tierra, duermen echados en camas y muebles en posiciones inverosímiles. En todas las ocasiones, los niños son los dueños de su pequeño y extraño mundo. Un Universo sin fecha ni lugar, en la que la madre los sitúa a través de la cámara y los fija en un presente continuo que asombra por su belleza. Les proporciona peso y sobre todo, una existencia fidedigna y realista que brinda al trabajo de Mann ese aire perturbador que no siempre es bien recibido o comprendido. Una percepción de la belleza inusual, provocadora y la mayoría de las veces inquietante.
La cámara Mann parece haber encontrado esa pequeña grieta que separa lo cotidiano de algo mucho más profundo y conmovedor. Quizás por eso sus fotografías no son fáciles de digerir: se le critica el abandono casi erótico de niños en edad escolar, de esa belleza sugerente que se encuentra al borde de algo más perverso. O eso es la interpretación de reaccionarios y críticos que acusan a Mann — como madre y fotógrafa — de crear una visión sobre la delicadeza de la infancia incómoda, la mayoría de las veces perturbadora. ¿Qué hace que las fotografías de Mann sean objeto de culto y rechazo? ¿Qué provoca que su mirada sobre la vida cotidiana de sus hijos sean cuando menos corrosiva? No hay nada sencillo en el cuidado trabajo de la fotógrafa pero mucho menos, fácil de comprender. Obsesionada por ese naturalismo casi primitivo que dota a sus imágenes de un aire irreal, Mann supo encontrar el equilibrio entre el lenguaje visual que obsesiona y algo más puro que lleva esfuerzos definir.
Pero sobre todo, Sally Mann es una madre sureña norteamericana. Tiene una rara y cercana relación con sus hijos, que se refleja en esa percepción perturbadora del descaro y la libertad con que los niños posan frente al lente. Hay una sensualidad sugerida y sugerente en su vida bucólica como madre y artista, que resulta evidente en sus imágenes. El Sur estadounidense, siempre ha sido tenido algo de leyenda: con sus luchas y batallas, sus ciudades somnolientas y su profunda emocionalidad. Algo de eso hay en las imágenes de Mann, que guardan secretos, una crueldad implícita, una belleza siniestra que se adivina incluso en las más sencillas. También hay ternura: La madre que fotografía mira con ojo especulativo los pequeños rostros de sus hijos. Los analiza, los enaltece, les brinda una dignidad apoteósica. Es entonces cual el trabajo de Mann alcanza su cuota más alta y preciosista. Una mirada que va desde lo conmovedor a lo temible, de escudriñar sombras y luces para encontrar algo más profundo que lo visible. Todas las fotografías de Mann tienen capas solapadas e invisibles de significado y lectura. Y quizás, allí radica su poder.
En su libro de memorias “Hold Still”, Mann cuenta que sus fotografías fueron fruto de la casualidad pero también, de su decisión consciente de llevar lo cotidiano a una nueva dimensión de profundidad y metáfora visual. Hay un tipo de búsqueda silenciosa en las imágenes de Mann: analiza espacios, situaciones y escenas no desde el ojo entrenado del fotógrafo, sino en la narración de una historia que siempre es la misma y se toca de manera muy parecida. Los niños de Mann aparecen desnudos, saltando a gritos, dormidos sobre el suelo, corriendo de un lado a otro con los brazos levantados sobre la cabeza y a pesar de lo rutinario de esa escenas, hay algo espectral en sus rostros exquisitos, casi renacentistas. En la capacidad de la madre — fotógrafa para encontrar el momento justo de pura belleza que sorprende por su perdurable poder de evocación.
También en sus memorias, Mann habla sobre la dramáticas y airadas consecuencias de mostrar a su familia con una pieza de arte. Hubo una repercusión directa entre la manera de fotografiar de Mann y su capacidad para reelaborar el discurso sobre el documento cotidiano que hasta entonces, era habitual en la fotografía. Mann encontró cómo contar hechos en apariencia intrascendentes dotándolos de una poder visual que asombró a propios y extraños. Tanto como para cautivar la imaginación y llevar una airada discusión sobre el objetivo y motivo de su trabajo más allá del ámbito fotográfico. Se habló que desnudó a sus hijos como parte de una elaborada necesidad de fama y también que su trabajo — tan alabado por su espontaneidad — es parte de una puesta en escena concurrente para encontrar un tipo de expresión estereotipada. Mann niega uno y lo otro, pero lo hace a través del debate sino de la demostración fidedigna de sus intenciones fotográficas a través de una mirada fotográfica que se perpetúa en el tiempo. Sally Mann no se ha arrepentido jamás de fotografiar a sus hijos como lo hizo, de basar su trabajo en esa especulación emocional y sensorial sobre la infancia como una serie de lugares comunes. Sus imágenes captan lo doméstico, lo corriente e incluso lo vulgar y lo transforman en verdaderas piezas de arte.
El trabajo de Mann parece abarcarlo todo desde la misma óptica. Desde sus ensayos sobre el racismo de su natal Virginia hasta el detallado documental sobre la enfermedad de su esposo, hay algo referencial y depurado en la obra de Mann. La fotógrafa conoce su poder como observadora y lo construye a través de una emoción visual que identifica no sólo su trabajo sino también, su noción sobre la capacidad de la cámara de conferir importancia y belleza a lo que capta. Con una percepción muy específica sobre lo que quiere lograr y lo que busca, Sally Mann encuentra en la fotografía un discurso a la altura de sus aspiraciones por lo estético y lo plasma de la mejor manera que puede.
Quizás la serie más conocida de Mann At Twelve resume no sólo lo mejor de su trabajo sino también, el específico punto de vista de su obra fotográfica sobre la belleza misteriosa, la ternura aparente y la sexualidad sugerida. Entre miradas lánguidas, ingenuas y otras con una perfecta intencionalidad que la cámara captura con un preciosismo insultante, las imágenes de Mann avanzan en el mundo infantil como si se tratara de una exploración tardía sobre el género humano al completo. Son veintinueve imágenes en blanco y negro, que muestran a un grupo de adolescentes vecinas de Mann, una colección de rostros de niñas — mujeres, que según la fotógrafa encarnan “los valores Universales en situaciones cotidianas”. Son niñas pero además, promesas femeninas. Y expresan esa posibilidad primaveral en una serie de expresiones y pequeñas escenas que desbordan la imagen y se convierten en iconos muy concretos sobre lo que la fotógrafa desea expresar. Expresan amor, deseo, alegría, la sorpresa ante el tedio vital, esa sensación movediza del tiempo que transcurre con abrumadora lentitud. Como ocurre en cualquiera de sus trabajos, Mann cuenta mucho más en los misterios que guardan sus fotografías en que lo que se puede ver en una de ellas. ¿A donde mira la niña que sonríe desde un automóvil detenido en mitad de una calle? ¿Por qué esa niña que camina por lo que parece un sendero rural mira su hombro y sonríe? Son muchas más las preguntas las que se plantea Mann que las responde con su trabajo.
A pesar de las críticas, a la fotógrafa no la incitan el morbo sino la veracidad. Y con toda seguridad, en eso radica el éxito de su trabajo. Ya sea en la casa familiar o retratando a niñas desconocidas a mitad de camino entre la pubertad y la primera juventud, la cámara de Mann no busca regocijarse con lo obvio, sino mostrar lo misterioso. Un cambio vital que avanza con dificultad entre la sensualidad apenas sugerida y su necesidad de mostrar los cambios y transformaciones del momento vital que las niñas-mujeres de Mann transitaban para el momento en que tomó las fotografías. Hay inocencia, por supuesto, pero también una poderosa epifanía de profunda vitalidad. Una noción pura de la madurez en ciernes. De la búsqueda de significado que avanza hacia algo más complejo que el mero escándalo visual.
La serie At Twelve está creada a base de placas de formato pequeño, lo que brinda una inmediata conexión — privada y casi íntima — entre el observador y el trabajo que se muestra. No hay ampliación de negativos, sino una muestra de nitidez desconcertante que se basa en la técnica de placa química, lo que hace que la mirada ajena sea casi voyerista sobre lo que se muestra. Una experiencia única que obliga a una intimidad desconocida. El espectador se inclina, mira la pieza, observa su entorno y de pronto, casi puede comprender los alcances de esa percepción silenciosa de la fotógrafa sobre su obra. El ojo que contempla no sólo analiza la belleza sino que también, puede deleitarse con la noción inquietante de cercanía y empatía que rara vez una fotografía de mayores dimensiones puede mostrar.
No hay nada casual ni tampoco accidental en el trabajo de Mann, aunque lo parezca. Y eso a pesar que la espontaneidad es la esencia del trabajo de la fotógrafa. No obstante, hay una búsqueda persistente del significado de la identidad y lo sugerido que llena cada imagen de la fotógrafa y que es su mayor fortaleza. A mitad de camino entre la fotografía sociológica y algo más estético, Sally Mann tuvo la sabiduría de encontrar el equilibrio entre la curiosidad por la intimidad del otro que todos sentimos y esa plenitud del misterio apenas sugerido que tanto nos cautiva. Todo eso, sin rebasar jamás esa línea entre lo que sorprende y lo que abruma, lo que seduce y al final, sólo conmueve.
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