lunes, 31 de octubre de 2016

¿Qué es una bruja y quién quiere serlo?






¿Qué es una bruja? ¿Qué es lo que convierte a la mujer en una? ¿Por qué algunas se llaman a sí mismas de esta manera? La bruja forma parte de la mitología popular, incluso desde antes de que la cultura pudiera recordarlo. Es parte del símbolo de la mujer poderosa o al menos lo fue, hasta que occidente se encargó de convertirla en malvada.

Hoy las brujas parecen mirarnos de todas partes: desde la caricatura de piel verde que cuelga en las vidrieras de las tiendas, esa mujer de nariz retorcida que saltó de los cuentos de hadas directamente a las pesadillas de los niños, y la mujer sabia, la bruja tradicional que actualmente se ha reivindicado gracias a ese renacer de lo femenino como sagrado. Sin embargo, queda mucho por decir sobre la bruja, esa mujer que sonríe, misteriosa, entre el velo de la historia y la leyenda, y que sobrevivió a las llamas de la ignorancia, la que se ocultó en la historia, la que forma parte de esa visión de la mujer poderosa y que estuvo tanto tiempo en reposo..

No hay antecedentes precisos sobre la primera mujer que se calzó el sombrero puntiagudo y las medidas de rayas para llamarse, a sí misma, bruja. Pero sí de que Dios, el eterno y patriarca de los valles celestiales, antes de ser un célebre soltero tuvo una divina consorte. Al menos en eso insiste la investigadora de la Universidad de Exeter, Francesca Stavrakopoulos, quien señala que antiguamente, las potencias religantes que derivaron en las grandes religiones monoteístas contemporáneas adoraban a la diosa Asherah, La Gran Madre. ¿Y quienes eran sus hijas si no la mujer poderosa, la sabia, la curandera, la que era capaz de crear vida?

La bruja nació como reflejo directo de ese remoto matrimonio celestial y su rastro parece extenderse por el Oriente Medio, siguiendo lo que puede leerse como la sinuosa línea de una ancha cadera divina: el arquetipo de Asherah también se consigue bajo el nombre de Astarot, quién es a su vez la Ishtar babilónica y la Astarté griega. Arquetipo del divino femenino: Luna, Tierra Venus. De manera que la bruja fue la imagen esencial de esa mujer creadora, la sagrada, cuyo vientre tenía la misma capacidad para crear vida del Dios misterioso de las alturas. Una idea que asombró a los hombres hasta que tomaron conciencia de su participación en el prodigio de la concepción.

Pero la bruja sobrevivió incluso al patriarcado del sedentarismo, cuando las viejas diosas creadoras fueron arrojadas de altar para ser sustituidas por deidades belicosas. La bruja, terca, sobrevivió al puño de la edad de hierro, a la sangre derramada de la nueva religión de las armas que sustituyó a la de la tierra. Para entonces, ya habían obtenido un nombre, más allá del simple gentilicio de Hija de la Diosa: bruja por derecho propio. Los celtas ya usaban una palabra para brindar estatus y prestigio social a las mujeres de especial importancia y era de conocimiento común que eran “gente buena” y “sabias con conocimiento de la Tierra”.

De la bruja desnuda bailando en el bosque y la risueña doncella corriendo por entre los sembradíos para asegurar prosperidad y fertilidad, hasta las imágenes que tanto horrorizaron a los católicos unos siglos después. El problema con la bruja, la esencial, es que es libre. Un espíritu salvaje que encarnaba la unión de lo divino con lo carnal, lo deseable. Ya era historia vieja su poder, su tentación, su risa contagiosa. Así que la Iglesia, Madre y Señora del pudor, decidió perseguirla y asediarla. Esa mujer sin atadura y sin moral representaba a los paganos salvajes de las tierras que aún no reconocían al Cristo Redentor de ojos amables. La bruja conocía de fuego, de tierra y de sangre, y eso era peligroso para la nueva moral de un mundo que comenzaba a reconstruirse alrededor del Dios hombre, ahora así entronizado en el poder de la Europa joven.

El continente se cubrió de piras de castigo. Las llamas quemaron a brujas y a inocentes, a libres pensadoras, a putas, a sospechosas de crear. La mujer se convirtió en mártir de su género, en una prisionera de una iglesia tan despótica como cruel. Pero la bruja, la verdadera, la que recorrió Europa como carta de Tarot, como escoba detrás de la puerta, como los pequeños ritos del jardín, como las pequeñas costumbres y supersticiones de una época remota, era indomable. Y sobrevivió a pesar de las sentencias. La imagen de la mujer fuerte, por encima de la casta. Durante años, los romances medievales cantaron odas de amor a la mujer misteriosa, velada. Y la bruja, la divina, respondía siempre. Y es que no es tan fácil destruir lo que habita en esa dimensión del espíritu rebelde, la cultura que se opone a todo y se mira a través del poder de renacer.

La bruja regresó de su anonimato histórico para ocupar su lugar cultural, ése que siempre ocupó siendo la curandera, la sabia, la consejera, la madre, la anciana, la poderosa. La bruja, como idea histórica más allá del prejuicio al que estuvo sometida durante siglos.

El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Ejemplos sobran: Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, quemada acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo. La raíz del mal, más allá del simple concepto moral, como una visión de esa fina linea que divide lo que se considera normal y lo que no lo es. Bruja, bruja y bruja. La eterna impenitente. Incluso esa antiquísima Lilith, demonizada por la religión hebrea por el simple pecado de reclamar igualdad. Según la tradición, Lilit se rebeló contra su marido Adán y lo abandonó. Y con ello encendió la ira que recogió su mito y la convirtió en una mataniños. Se le llamó “Madre del mal” y, claro está, bruja.

Las brujas han sido el emblema de la desobediencia. Mal mandadas, como la llamaríamos en esta Latinoamérica descreída y festiva. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
Como buena seductora, comenzó de a poco: la bruja no se prodiga. De los libros para niños, donde se escondía en bosques misteriosos, decidió saltar a un nueva dimensión de las cosas y así revivir el asombro que despertó siglos atrás. Se mostró hermosa y terrible en productos culturales de amplia difusión que ahora son referenciales, como la madrastra de Blancanieves. Pero eso no era suficiente: había que sumar a la mujer de piel verde que se enfrentó a una virginal Dorothy de zapatos rojos, y a la dueña del rostro sensual de Kim Novak sosteniendo con poses de vampiresa a su no menos inquietante gato en brazos.

Nadie se extrañó de que la bruja llegara a Hollywood. Celebraron su llegada con aplausos de pie y, en el año 1958, la película Bell, Book and Candle, de Richard Quine fue una de las más taquilleras. La bruja había regresado con su caldero, escoba y risa escandalosa. Y esta vez para quedarse. Porque lo demás, fue imparable: unos años después la inolvidable Samantha se enamoraría de un orejón y simpático publicista, que en la mismísima luna de miel descubre que su bella mujer no era otra cosa que una bruja y el mundo entero se enamoró de ella en Bewitched. La bruja tomó por asalto la cultura pop, que la recibió con los brazos abiertos: Angelica Houston, rodeada de calvas y malvadas compinches en The Witches (1990) basada en la novela de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno al primer Jack Nicholson maduro en The Witches of Eastwick (1987), basada en la novela de John Updike publicada en 1984; o una jovencísimo trío de brujas adolescentes que se enfrentaban a las hormonas varita en mano en The Craft e incluso las hermanas Halliwell, ese fenómeno televisivo tan ridículo como imprescindible para contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja.

No hay que olvidar que la idea de la bruja maligna y cruel despertó en pleno nuevo milenio para recordarnos su poder. En el año 1999, aterradas multitudes salieron de los cines declarando que el temor había tomado una nueva forma en esa maldición oculta que ataca de tres jóvenes incautos. Y es que la The Blair Witch proyect recordó incluso al más descreído que no todo eran risas y diversión en el mundo del bosque enigmático de la bruja. El mito, otra vez, como parte de esa visión inquietante de la mujer y su eterna dualidad: la bruja en todas partes, incluso en lugares más imprevisibles. Por ejemplo, en la forma de una niña con varita que combate a un enemigo épico en la saga de la escritora J.K. Rowling, la bruja que sonríe desde las vitrinas de la tiendas, la bruja de trenzas y brazos cargados de flores de la imaginación popular e incluso una más discreta. La que escribe, crea y se sabe poderosa, la que recibe su herencia del nombre y también de esa otra visión de la feminidad. Usted. Yo. Una bruja.

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