miércoles, 19 de octubre de 2016

Un infierno silencioso: Sobrevivir día a día a un trastorno de pánico.




Imagina que de pronto, sientes miedo. Nada lo provoca ni tampoco tiene una explicación racional. Pero lo sientes, claro y primitivo. No se trata de uno de los tantos miedos modernos: racional, construído a la medida de los dolores y pesares racionales de una época civilizada, sino algo más. Un agudo estrés inexplicable que tiene mucho que ver con la necesidad de huir, luchar, escapar, enfrentarte a un peligro invisible más grande que tu mismo. Una amenaza que no reconoces, que te resulta imposible de identificar, pero que está allí, saturando tu sistema de todas las hormonas y procesos físicos que elaboran una respuesta eficaz para evitar ese “algo” monstruoso y monumental pueda atacarte. Pero en realidad, no hay nada contra qué defenderte, qué enfrentar. Sólo el miedo que fluye como oleadas calientes e insoportables y de pronto llena el mundo.

Ahora, multiplica esa sensación cien veces. Amplificada hasta llenar cada espacio de la realidad. El miedo en todas partes, tanto y tan agudo, que te hace llorar, te corta de golpe la respiración, hace a tu corazón latir tan rápido que resulta doloroso. De pronto, todo tu cuerpo y tu mente, están preparados para correr a través de una estepa imaginaria o atravesar a toda velocidad los dominios de animales que podrían matarte con un mordisco o un zarpazo. Sólo que no te enfrentas a nada de eso. Estás sentado, quizás en casa o tal vez en un transporte público, rodeado del sonido habitual de la calle. O caminando hacia tu trabajo. O leyendo un buen libro bajo el sol. Cualquiera sea el lugar o lo que hagas, la escena es la misma: el miedo llega y se queda. No se va de nuevo. El miedo te hace reaccionar a un enemigo que no existe, que quizás eres tu mismo. Se hace inabarcable, incontrolable, un golpe de conciencia que tiene mucho de biológico. Una respuesta fisiológica tan potente que te arrebata toda forma de pensar y elaborar una respuesta real hacia el estímulo que lo provoca.

Imagina sobrevivir a algo semejante a diario. Quizás en dos o tres ocasiones. Imagina sentir como el estómago se te retuerce de un horror que parece inabarcable. Que debas luchar para respirar una bocanada de aire. Que sientas un pánico inaudito y claro que te llena con el poder de una ráfaga malsana. Que a pesar del impulso, no puedes huir ni tampoco escapar del peligro que te acecha, del enemigo que te observa. Porque está dentro de ti, es parte de todo lo que haces o la forma como miras el mundo. Porque se trata de una reacción inaudita pero real que te consume, te devasta, te deja sin fuerzas. Encerrado en tu mente, en los espacios que te procuran algo de alivio. En la mera posibilidad de cierta paz que nunca terminas de obtener.
Así vive — o sobrevive — más o menos el 30% de la población mundial, aquejada por síndromes de Pánico y ansiedad en diversos grados y bajo distintos diagnósticos. Se trata de un padecimiento psiquiátrico del que se habla poco, se sabe aún menos y que la mayoría de las veces, suele ser malinterpretado. Para el paciente que debe lidiar con una variedad de síntomas físicos y mentales que entorpecen su vida diaria y afectan su salud en cientos de maneras diferentes, el desconocimiento de lo que puede ser y las implicaciones del trastorno de pánico o ansiedad, son quizás la circunstancia más compleja y dura con la que debe lidiar a diario.

Así sobrevivo a diario. No me considero una víctima ni mucho menos una heroína, sólo soy un adulto joven que intenta vivir de la mejor manera posible a pesar de los frecuentes ataques de pánico, de la sensación de vulnerabilidad que suelen dejar a su paso y sobre todo, la incertidumbre. Porque además del miedo clínico, el paciente con un trastorno de ansiedad debe enfrentar el hecho perdió el control sobre su capacidad para expresar el miedo, la ansiedad y el estrés. Un pensamiento complejo que te acompaña a todas partes y lo que es aún peor, la mayoría de las veces socava la sencilla confianza que todos tenemos — o intentamos tener — en nuestra de actuar y pensar.

El trastorno de pánico puede ser invalidante y de hecho, en sus momentos más agudos, lo es. Es difícil explicar la manera como la conciencia de la existencia del trastorno afecta tus decisiones, la forma cómo asumes tu realidad cotidiana e incluso, tus pensamientos y decisiones más personales. El miedo en todas partes, puede hacer que analices de manera compleja y muy dura, tus relaciones personales, el cómo vives y trabajas, tus relaciones emocionales y románticas. Como si se tratara de una ola que devasta todos los elementos importantes que componen nuestra personalidad, el miedo es capaz de corroer las pieza de nuestra mente, erosionar lo que consideramos más valioso y al final, dejarnos recluidos en espacios muy pequeños de nuestra capacidad para entender el mundo.

Sufro de un trastorno de pánico desde hace más de una década, aunque el diagnóstico llegó unos años después de la primera y la necesaria terapia (también medicación) incluso hace menos tiempo. Ha sido un trayecto complicado, descarnado y en ocasiones insoportable para construir una trayecto sólido, para continuar haciendo lo que amo y sobre todo, lo que aspiro a ser, a pesar del miedo — que siempre está, nada lo consuela — el dolor y la verguenza constante. Porque llegado a cierto punto de vida, el trastorno de pánico te deja sin fuerzas, resumido a incógnitas y terrores que jamás creíste pudieras tener. Que te limitan, te restringen y en ocasiones te dejan tan agotado que te preguntas si habrá algún momento de respiro, si habrá un día en que no debas despertar para enfrentar a ese enemigo oculto que eres tu mismo.

— La mala noticia es que te enfrentarás cada día de tu vida a ese enemigo invisible — me dijo el primer día de terapia mi actual psiquiatra — pero la buena es que la mayoría de las veces podrás vencerlo y serás una mujer satisfecha con esos pequeños triunfos. Puedes luchar contra el trastorno de pánico y en más ocasiones de la que supones, triunfarás.

Una mirada al miedo como parte de la vida:
El origen del trastorno de pánico no es otro que el reflejo instintivo del ser humano de protegerse de ataques y agresiones, un impulso atávico que nuestro cerebro heredó de las últimas trazas del proceso evolutivo del hombre. Todos los mamíferos y de hecho buena parte de los seres vivos del planeta, reaccionan de manera muy parecida al peligro: de inmediato el cerebro envía un circuito de precisos estímulos químicos y físicos que permiten aumentar las posibilidades de supervivencia ante cualquier ataque directo. En el caso del homo Sapiens no es distinto: ante cualquier peligro directo, el cerebro se apresura a construir una respuesta acorde a la amenaza, que nos permita tomar decisiones inmediatas y primarias que beneficien nuestra capacidad para sobrevivir. Un reflejo misterioso pero eficaz que permitió a nuestra especie superar los momentos más oscuros de su largo trayecto hacia la vida tal y como la conocemos.

El trastorno de pánico ocurre cuando el cerebro es incapaz de discernir una emergencia real de una imaginaria o lo que es lo mismo, brinda la misma respuesta especulativa sobre el peligro que afronta de manera idéntica, a pesar de la diferencias entre una amenaza u otra. Una reacción que equipara todo tipo estímulos externos bajo un cariz idéntico. Una percepción que podría resumirse entre los impulsos de “luchar” o “huir” que según los autores Mark Williams y Danny Penman es la reacción más primitiva del cerebro frente a una emergencia. El cerebro de quien sufre un trastorno de pánico o de ansiedad es incapaz de distinguir entre una amenaza física externa — un arma, un automóvil que se acerca a toda velocidad — y pensamientos angustiosos o preocupaciones cotidianas. Cuando la diferencia entre ambas cosas desaparece, el cerebro envía la misma respuesta para cualquiera de ellas. A diferencia del resto de los mamíferos del mundo, nuestras preocupaciones exceden lo físico y esa sutil diferencia es la que podría explicar la incapacidad de nuestro cerebro de distinguir entre lo imaginario — incertidumbre , temores — y una respuesta efectiva a una agresión verdadera. En ese espacio blanco y llano, se encuentra la raíz esencial de lo que un trastorno de pánico puede ser y sobre todo, el sufrimiento que puede provocar.

Por supuesto, yo no sabía nada de eso a los veinte años cuando sufrí mi primer ataque de pánico. Sólo sabía que iba a morir — o creí que moriría, que para el caso es lo mismo — y tuve la espantosa sensación de haber perdido un tiempo de confianza y sobre todo control sobre mi vida que no recuperé jamás. Me encontraba en mitad de un momento personal muy complejo — mi abuela acababa de morir, llevaba adelante una licenciatura universitaria que detestaba — y me acostumbré a siempre encontrarme preocupada, al borde de un tipo de desesperación muy profunda a la que no podía nombrar de ninguna manera. Cuando sufrí el ataque, fue como si todos los meses en que había tratado de lidiar con el estrés de alguna manera razonable, se vinieran abajo. Se derrumbaran en una reacción en cadena que me dejó aterrorizada, agotada y confusa.
Desde entonces, me llevó casi una década asumir que “algo” me ocurría. Que el terror ciego y súbito, la taquicardia inexplicable, el llanto incontrolable no eran “una debilidad” mía ni tampoco, una reacción dramática o exagerada a los problemas que enfrentaba a diario. Que había algo más complejo que lo evidente en mis reacciones erráticas, las semanas en que apenas podía lidiar con la depresión, el miedo crudo y sin atenuantes que me agobiaba a toda hora. No obstante, asumir esa idea también es parte del largo proceso de reconocer la anomalía en tus reacciones, esa perenne preocupación que más allá del nerviosismo habitual y el estrés moderno, hay algo más duro de sobrellevar. No me resultó sencillo — y de hecho, no lo hice por mucho tiempo — admitir que los ataques que me dejaban postrada en cama por horas, que me provocaban reacciones tan parecidas a un infarto que en más de una ocasión acudí a emergencia médica, eran algo más de lo que podía suponer. Y en ese trayecto de aceptación, de explorar los alcances de mis padecimientos y dolores psiquiátricos, comprendí que la salud mental es un tema que se oculta, se disimula, se menosprecia. Eso, a pesar que una considerable cantidad de hombres y mujeres de mi edad sufren de algún tipo de trastorno psiquiátrico que afecta su vida cotidiana en docenas de formas distintas. No obstante, para alguien que sufre de un padecimiento mental tan poco conocido y que en contadas ocasiones se admite de manera pública, el hecho de lidiar con la ignorancia sobre el tema es un elemento imprescindible para conocer que tanto afecta su vida privada. Que tanto peso tiene sobre los elementos más íntimos de su personalidad. Un conocimiento que no se obtiene pronto ni de manera sencilla y que en la mayoría de las veces, es la conclusión a un largo proceso interno que lleva esfuerzos recorrer.

De vez en cuando, me encontraba tendida en mi cama, con el corazón latiendo tan rápido que apenas podía respirar y me preguntaba si estaba enloqueciendo, desde esa perspectiva un poco brumosa y alarmante que todos atribuímos a la locura. ¿Esto es una forma demencia gradual? ¿Debo recluirme en algún centro médico? Me preguntaba lo mismo tantas veces que acabé convencida que lo que sufría, era una mezcla de mal carácter y sobre todo, incapacidad para lidiar con la frustración de la vida cotidiana y el estrés. Sofocada por la sensación que mi mente se había vuelto un ente incontrolable comencé a cuestionarme con una dureza enorme. Me volví despiadada con mis propias debilidades, hipercrítica y aún más perfeccionista. Luchar contra el pánico — menospreciar su impacto en mi vida — se volvió una manera de insistir en recuperar en control perdido. De intentar mantener la lucidez a pesar de todo. No lo logré.

Porque el trastorno de pánico no mejora por ocultar sus síntomas, algo que comprobé a medida que la presión mental y física se volvió insoportable. Mientras más esforzaba por disimular los dolores y angustias que me producía el trastorno, me encontré en un cenagal de miedo difícil de explicar. De súbito, lo que habían sido pequeños episodios aislados de ansiedad incontrolable, se volvieron algo más. Aumentaron su frecuencia y sobre todo, se hicieron mucho más violentos de lo que nunca habían sido. Comencé a sentir nauseas a toda hora, abrumada por un espiral de pensamientos funestos y catastrofistas con lo que era incapaz de lidiar. El miedo se volvió la única certeza diaria, la única cosa constante en la perenne zozobra la posibilidad de sufrir un ataque.

Por entonces no sabía que estaba atravesando la primera fase de todo trastorno de pánico: los ataques son tan comunes e invalidantes que quien los padece, decide ocultarlos lo mejor que puede. En mi caso, me aislé casi por completo: dejé de frecuentar a mis amigos y conocidos, de asistir a cualquier situación social. Por último, el mero hecho de abandonar la zona segura de mi casa me comenzó a provocar ataques, un círculo vicioso y complejo que se completó cuando la mera posibilidad de salir a la calle me provocaba un nivel de angustia tan alto que dejé de hacerlo más allá de lo imprescindible. Cuando me atrevía a enfrentarme a ese miedo oscuro y demoledor, la sensación era apabullante e incontrolable. No soportaba el sonido de la calle, verme rodeada de transeúntes, el mero hecho de tener que interactuar con alguien más. Poco a poco, el pánico ocupó un lugar esencial en mi vida, mayor y más importante que cualquier otra cosa. Comencé a sufrir accesos de pánico tantas veces al día, que por último, terminé en una camilla de emergencia — como siempre lo había temido — luego de un ataque de pánico especialmente duro de superar. Cuando el médico me revisó, me dedicó una larga mirada cansada.

— ¿Ha pensado en recibir tratamiento psiquiátrico?
***
No fue la única vez que terminé en la camilla de un hospital ni tampoco, la última vez que recibí el mismo consejo. Pero continué negándome a obedecerlo — siquiera a considerarlo — a pesar que el trastorno se hizo cada vez más agresivo. Médico tras médico, recibí la misma mirada cansada y la preocupación tácita en la recomendación a media voz. Por último, agobiada por el aislamiento, el cansancio y más cerca que nunca de un desplome emocional definitivo, decidí obedecer.

Acudí a la consulta de un psiquiatra casi tan joven como yo que me escuchó con inesperada amabilidad cuando le conté mi larga travesía de casi diez años de luchar con un padecimiento enigmático y violento que me había dejado al borde de lo que creía, era la locura. Le describí los ataques, el aislamiento, el miedo en todas partes. Él no me interrumpió y cuando ya no tuvo nada que decir, me sonrío con una tranquilidad que aún hoy, me reconforta.

— No te preocupes. Puedo ayudarte.

Lo decía con convicción. Y me tranquilizó la vaga certeza que estaba en el lugar correcto. Aún así, cuando me explicó que sufría de trastorno de pánico, me asusté. No se trataba sólo del hecho de padecer de una enfermedad mental de la que sabía en realidad muy poco, sino además, de encontrarme en mitad de un terreno desconocido sobre mi manera de comprender el mundo e incluso, a mí misma. De pronto, no se trataba de mis manías y rutinas, de mi aparente“excentricidad”, sino de algo mucho más preocupante y profundo. Por supuesto, también hubo algo de alivio: luego de años de luchar contra tipo de síntomas físicos y mentales a los que no había encontrado jamás una explicación obvia, descubrir lo que padecía supuso un punto de inflexión. Después de todo, la ansiedad es moneda común en nuestra época. Nadie está exento de sufrir la presión cotidiana, ese ritmo apresurado y en ocasiones insoportable de modus vivendi. Tal vez por ese motivo, el trastorno del pánico es un enemigo invisible, oculto, al que la mayoría de nosotros se enfrenta sin saberlo. O al menos sin calibrar su verdadera fuerza y todas sus implicaciones en nuestra vida cotidiana. Y es que el trastorno de ansiedad y el pánico podría llamarse el padecimiento de nuestra era y lo que resulta aún más complicado de asimilar, un hecho tan común que justamente por ese motivo, pasa desapercibido.

Al menos, para mi lo fue. Desde muy niña, luché contra mi nerviosismo y ansiedad. Tenía numerosos temores, fobias y remilgos, tantos como para que mi vida cotidiana se volviera complicada y en ocasiones insoportable. Recuerdo que durante la adolescencia, me preguntaba con frecuencia por qué motivo me atemorizaban y me preocupaban cosas que a la mayoría de la gente no. Por qué razón circunstancias tan sencillas como hablar en público, presentar una tarea, hacer preguntas en voz alta a un profesor, incluso agradar o no a mis amigas, suponía una experiencia tan estresante que me dejaba exhausta. La mayoría de las veces me culpaba a mi misma: me llamaba “débil”, “quejosa”. También, me acostumbré a pensar que mi familia — en ocasiones sobreprotectora — tenía “la culpa” de mi constante zozobra, de esa inquietante sensación de siempre encontrarme al borde del desastre. El caso es que jamás imaginé que el conjunto de síntomas y comportamientos que sufría podían ser algo más que una reacción desproporcionada a ciertas ideas. Era mucho más fácil, asumir que era “cobarde” y sobre todo “incapaz” de afrontar la vida como el resto de las personas que conocía lo hacia. Un pensamiento, claro está, que además me producía una indecible tristeza. No es sencillo asumir que no eres tan fuerte como aspiras y sobre todo, tan firme como quisieras ser.

Luego del diagnóstico, las cosas no cambiaron demasiado en ese aspecto. Al principio, no sólo no creí padeciera de nada especial y de hecho, me negué a recibir terapia y medicinas por un buen tiempo. Tenía la convicción que no la necesitaba y que lo único que me ayudaría a mejorar sería “enfrentarme a mi debilidad”. No es sencillo admitir algo así. No es sencillo asimilar la idea que debes someterte a un tratamiento médico y psiquiátrico para recuperar algún tipo de estabilidad mental que te permite encontrar tu rostro en el espejo. No es sencillo superar el miedo. A todas horas, por todos los motivos. Por todas las razones, incluso las más pequeñas. Cada pensamiento se convierte en una engorrosa prueba de esfuerzo mental y físico que llega a resultar insuperable. ¿Qué ocurre cuando el enemigo con el cual debes luchar eres tu mismo? ¿Qué pasa cuando cada cosa que ocurre a tu alrededor te provoca miedo, una irracional sensación de angustia y de dolor? ¿A quién acudes cuando en realidad el sufrimiento emocional que sufres es parte de procesos mentales y físicos que apenas comprendes?

Nunca lo llegas a descubrir. Con todo, el tratamiento psiquiátrico y las medicinas me ha permitido comprender que puedo tener un control — exiguo y en ocasiones quebradizo — no sobre el trastorno sino la manera en que enfrento a sus consecuencias. Asumir el peso de lo que puedo hacer, de lo que aspiro ser y sobre todo, la manera como quiero vivir. El trayecto continúa siendo complicado, en ocasiones durísimo de afrontar. Pero lo hago. Como puedo y de la mejor manera que puedo. ¿Es eso un triunfo? Quizás uno muy discreto, uno amable. Uno que me anima a continuar, a pesar de la angustia, el miedo y mi desazón.
Mi actual psiquiatra suele decir los ataques de pánico son una pequeña trampa psicológica. Una reacción difícil de explicar y que provoca que la gran mayoría de quienes lo sufren estén convencidos que son responsables en mayor o en menor medida de no “poder controlar” el miedo que les acompaña a todas partes. Durante todo este tiempo, mi mayor lección ha sido justamente me dejé de recriminar y a la vez ser mi propia víctima. De avanzar hacia una mayor bondad y paciencia con mis dolores y padecimientos. A veces pienso, que esa es la mayor sabiduría de todas. Quizás lo es.

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