La primera canción que escuché de Bob Dylan fue Motorpsycho Nitemare, la favorita de mi madre. Se la escuché cantar — en un torpe inglés y sonriendo de felicidad — muchas veces durante mi infancia. Después sabría que la canción está basada en la película Psicosis de Hitchcock — una de mis favoritas — y que parodiaba a los vendedores ambulantes que por los años cincuenta recorrían de un lado a otro EEUU. Por supuesto, con doce años yo no sabía nada de eso y sólo me gustaba el tono raro y sarcástico de la canción. También esa primera imagen que evocaba cierto aire conspirativo: Había algo muy sugerente en la llegada de ese narrador anónimo a una casa en penumbras, en donde le esperaba un desconocido armado. Tenía toda tensión de una de las historias de terror que tanto me gustaban pero a la vez, tenía un ritmo vivaz y demencial que me cautivó. Por años, me gustó cantar Motorpsycho Nitemare para reír en voz alta, como lo hacía mi madre.
Después sabría que no era la única que sonreía al cantar una canción de Dylan. Después de todo, Allan Ginsberg dijo que escuchar a Dylan era “sentir como un alma recoge la antorcha de Estados Unidos”. Una poderosa metáfora para resumir ese buen hacer de un cantante que por casi cuatro décadas, dedicó empeño, creatividad y perseverancia en traducir a la norteamérica profunda en algo más profundo y mimético que el estereotipo. Con su guitarra a cuestas, una noción muy precisa sobre el peso histórico de la época que le tocó vivir y sobre todo, esa inteligente perspicacia que le permitió comprender los matices la cultura donde nació, Dylan se convirtió en un trovador moderno. En un símbolo de la cultura pop, casi sin desearlo y mucho menos, intentarlo.
Más de una vez se ha dicho que Dylan con frecuencia olvida quien es, como si se tratara de un personaje más en sus enrevesadas canciones. Que embebido en el ardor que siente por la música y esa fervorosa admiración que le dedica, se encuentra perdido y sin nombre en medio de su propia obsesión artística. Una idea que podría definir mejor que cualquier otra, al afán del cantante y compositor de Minnesota por trascender. Para Dylan la música ha sido siempre un vehículo, una construcción elaborada sobre un motivo y una herramienta de expresión cultural. En sus momentos más festivos — en esa juventud alucinada de la que dejó buena cuenta en medio de una colección de canciones exuberantes — Dylan dejó muy claro que deseaba elaborar una visión sobre lo musical mucho más poderosa que la evidente. Una percepción inacabada y profunda sobre los alcances de la música como herramienta de comunicación y expresión. Pero además, una reflexión muy específica sobre lo que la música puede ser como reflejo de la sociedad que la construye. La música como legado, como herencia y sobre todo, como visión más allá del tiempo como elemento social.
Durante casi cuatro décadas Dylan ha construído una carrera musical, basada en una combinación entre la cultura popular y algo más significativo. O al menos, ha sido su intención, luego de declarar que la “cultura popular generalmente llega a su fin con mucha rapidez. La arrojan a la tumba”. Una reflexión que engloba no sólo el sentido frágil con el que Dylan analiza sus obras, sino también, esa noción sobre su legado que pareció tener muy claro desde sus inicios. Para Dylan cantar y sobre todo escribir música es la apoteosis del buen hacer creativo. Y lo ha dejado claro en cada oportunidad posible, en la mirada dura y casi siempre crítica con que su música analiza a la sociedad, sus fundamentos y rarezas. Con todo su aire de Trovador moderno, la insólita mezcla entre intelectual y algo más callejero, la música de Dylan desborda cualquier intento de clasificar a priori sus intenciones. Como si se tratara de una percepción de la música como una idea enraizada en lo que suponemos puede ser la música: ese reflejo dinámico y elemental sobre la identidad conjuntiva de la cultura.
En uno de sus raros relapsos ególatras, Dylan llegó a confesar que durante buena parte de su vida ha luchado contra la posibilidad del olvido y también, de la necesidad de trascendencia, como si ambas cosas tuvieran una relación intrínseca en su labor artística “Yo quería hacer algo que perdurase junto a los cuadros de Rembrandt” confesó en una ocasión, intentando explicar su afán por comunicar algo más elaborado que una mirada superficial sobre la realidad.
Las obras imperecederas, las logró. Las piezas de arte Dylan son sus canciones, una obra de larga data, de especial profundidad y con una enorme capacidad para la tensión emocional, enmarcadas todas en esa vibrante sensación de angustia existencial que transforma su legado musical en algo mucho más duro de comprender de lo que parece. Misterioso, huraño e introvertido, el insólito Dylan ha convertido sus canciones y discos en una comunicación fecunda y la mayoría de las veces intensa con un público que no le entiende con claridad, pero que aún así, continúa celebrando su raro olfato para contar la verdad desde lo marginal. Cada una de sus canciones parecen repasar su larga historia de crisis sentimentales y espirituales, enfermedades, accidentes y enigmas. Es quizás el único músico norteamericano que continúa negándose a las mieles de la fama tradicional y sólo abandona su aislamiento voluntario para continuar recorriendo norteamérica, encontrando las canciones que desea cantar, en una gira interminable que le ha llevado a replantarse incluso los orígenes de su sentido espiritual del arte. Todavía lleva la guitarra al hombro, todavía se toma el tiempo de repasar sus canciones como un complicado tapiz de emociones y reflexiones sobre el dolor de lo cotidiano, la angustia de la injusticia social y un punto de vista muy claro sobre país desigual y fragmentado. En medio de todo eso Dylan insiste en mirarse como un testigo, un narrador de historias, un peregrino sin nombre avanzando de carretera en carretera.
Dylan, la palabra.
Uno de los libros más conocidos de Dylan es sin duda Escritos, canciones y dibujos, una antología bilingüe que intentó recopilar sin mucho éxito la obra de un artista prolífico empeñado en avanzar en contra de la desintegración emocional. Publicado en 1975, la obra recoge todas las canciones de Dylan hasta Blood on the Tracks. Se trata de una reflexión imprescindible para conocer la evolución espiritual del que se considera uno de los músicos más influyentes del siglo XX. En el 2007 se editó la que se considera la inmediata continuación de ese análisis sobre la repercusión de la obra de Dylan en la cultura popular: Bob Dylan. Letras (Global Rhythm/Alfaguara) repasada las cientos de canciones escritas por el compositor desde su primer albúm en 1962 hasta el 2001. Compleja, dura y camaleónica la obra de Dylan es un reflejo de la Norteamérica mutable, de la que se ha transformado a medida que los cambios sociales y culturales crearon toda una nueva plataforma de asimilación y comprensión sobre la identidad del artista. Dylan ha logrado mediatizar el poder musical de los diferentes cambios que padeció una historia íntima y reflejarla hacia el inevitable trayecto hacia el mundo que le rodea. Una conclusión anecdótica sobre el poder de la música como parte de una serie de planteamientos formales sobre la identidad contemporánea.
Dylan es quizás el cantante que logró aglutinar todas las inquietudes de su generación en un cuidadoso recorrido a través de la historia emocional de un país en plena construcción musical. Dylan asumió el rostro de esa evolución, de esa anomalía secreta entre la individualidad y algo más complejo que signó la soledad del hombre moderno. Por ese motivo, sus colegas le admiran, le temen y le envidian, pero todos coinciden que su aporte al mundo musical es legendario. “Es uno de esos personajes que sólo aparecen cada 300 ó 400 años”, dijo Leonard Cohen, uno de sus admiradores y quizás, el músico que mayor influencia a recibido del cantautor. Encarna el espíritu de contradicción de una generación rota — esa larga sucesión de dolores y tragedias que cimentaron la década de los sesenta y setenta — y lo logra creando una catarsis colectiva que engloba el motivo por el cual la música de la segunda mitad del siglo XX es inolvidable e histórica. Uso el folk como arma política y elaboró un lenguaje poético para metaforizar el dolor íntimo de una sociedad herida por sus propios errores. Hay mucho de grito de expiación y angustia en la obra de Dylan, todo aderezado por lentas transformaciones del tiempo y el espacio intelectual en el que avanza.
Anarquista. Sensible. Arrogante y sutil. Es complicado definir a un artista que ha tocado los registros y avanzado en una madurez enigmática hacia algo más profundo. Para entrar en el universo que plantea Dylan, hay que analizar el poder de la palabra como una expresión de ideas profundas, de la poesía para asimilar los terrores y esperanzas de la época, pero sobre todo, asumir el peso de esa cuidadosa y crítica mirada de Dylan sobre lo que le rodea. Esa percepción dual y profunda de la identidad social que su música parece simbolizar con tanta profundidad.
Dylan, más allá de sí mismo.
Ahora mismo, se está debatiendo en redes sociales y círculos literarios sobre la idoneidad del reconocimiento que le brindó la academia sueca al legado musical de Bob Dylan. Palabras más, palabras menos, la polémica cuestiona si su conjunto de canciones tiene la suficiente calidad como para trascender el mundo de la música y alcanzar el literario. Lo cierto es que la decisión que toma el comité Nobel no está basada en un aparente error: durante sus más de treinta años de carrera, Dylan ha sido reconocido y desde el punto de vista de la estética literaria por sus composición musicales. En 1990, el músico recibió la Orden de las Artes y las Letras francesas por lo que lo que se insistió era “un aporte de largo alcance a la difusión de la música como medio de expresión formal”. En 2008, Bob Dylan ganó el premio Pulitzer otorgado por la Universidad de Columbia, los periódicos Washington Post y New York Times y la agencia Reuters. Según el trío de decanos del periodismo y las artes norteamericanas, Dylan merecía el premio “por su profundo impacto en la música y la cultura popular americana, gracias al poder poético de sus composiciones”. Se convirtió así en el primer músico de rock que recibe este premio.
Un año antes, el músico había sido distinguido con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. En el acta del jurado, se subrayó el carácter “austero en las formas y profundo en los mensajes” de Robert Allen Zimmerman (verdadero nombre de Dylan) que conjuga “la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas”.
Su obra, añadió, es “fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento para los deseos que habitan en el corazón de los seres humanos”.
De manera que, no es la primera vez que se reconocen los méritos literarios y poéticos en la obra de Dylan. Eso, a pesar de las ardientes críticas que suele provocar el hecho que su música pueda ser considerada una pieza literaria. Con frecuencia, la pregunta sobre hasta dónde llega la influencia de Dylan sobre la cultura popular y su peso como arte pura se debate y parece motivo para un análisis sobre los delicados límites entre las diferentes referencias que transforman su obra en un híbrido de varias tendencias. Y sin embargo, el cuestionamiento sigue sin respuesta quizás porque el mismo Dylan (que no asiste a casi ninguna premiación y que prefiere tocar en escenarios de madera que dar declaraciones) no sabe. O no quiere darla. Un misterio dentro de un misterio y una reflexión inquisitiva sobre el arte — en cualquiera de sus formas — como rostro cultural. Y mientras tanto, Dylan sigue cantando, escribiendo y tratando de encontrar esa historia que mostrar, en letra y música allí a donde vaya. Un testigo de nuestro tiempo. Un sobreviviente a su propia historia.
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