miércoles, 12 de octubre de 2016

Una mirada al espejo: ¿Quién es la mujer Venezolana? De la explotada a la abnegada, un juego de palabras.




Hace poco, una amiga me envió al correo electrónico una fotografía de una escultural modelo, sobre la que alguien había dibujado lo que parecía el mapa de una disección forzada: sobre los opulentos pechos, se leía "para conseguir empleo" y en las caderas, se indicaba "para conseguir marido". Lo más sorprendente es que la misma mano había señalado la cabeza de la anónima chica con un circulo de tinta azul y había escrito: "Vacío por remodelaciones". Borré la imagen, furiosa y luego telefoneé a mi amiga, que se rió al otro lado del teléfono al escuchar mi voz.

- Sabía que te ibas a disgustar.
- ¿Tu no lo estás? - pregunté asombrada.
- No, soy otro tipo de mujer.
- Pero te juzgan bajo el mismo estándar.

Silencio. Noté la incomodidad en mi amiga.

- Oye ¿Esto se va a convertir en una de esas conversaciones filosóficas? - preguntó - solo me pareció algo gracioso, el hecho que...

Se calló. Sabía lo que estaba pensando. Durante el último año, se había quejado más de una vez que en la empresa donde trabajaba, le estaban exigiendo una cierta apariencia física. En una ocasión llegó a comentarme que uno de sus compañeros de trabajo le había sugerido "vestirse más sexy" para "causar mejor impresión" en el natural escalafón de trabajo. De manera que aguardé, hasta que finalmente la escuché carraspear la garganta, inquieta, al otro lado del teléfono.

- Pero no siempre es tan grave - insistió. Sacudí la cabeza.
- ¿No?

No respondió. Cuando colgué, me quedé mirando las manos con una extraña sensación de desamparo que no sabía muy bien a que atribuir. ¿Quienes somos las mujeres en este país, en esta cultura, en esta sociedad? ¿A donde nos dirigimos? ¿quienes somos como parte de esta amplia idea sobre la feminidad contaminada con todo tipo de prejuicios?

No tengo respuesta para ninguna de esas preguntas. De vez en cuando, creo que nadie las tiene.

De la moda a la estética: Un trecho.

Nunca he tenido un cuerpo a la moda, lo que sea que eso pueda significar. Y en un país como el mio, tan obsesionado con la belleza, con una necesidad tan profunda de mirarse en el espejo de la vanidad, eso puede ser incómodo. Incluso un poco grave. Porque soy una mujer normal en el país de las más bellas.

De niña era delgadísima, de rodillas huesudas, pálida, despeinada y huraña. Estudie en un colegio de Monjas, donde solo se admitían niñas, de manera que tuve un acercamiento bastante temprano a la psicología de la mujer Venezolana. Porque la cosa comienza desde casa, por supuesto. Comienza con las niñas que deben ser "lindas y femeninas", llenas de lacitos y pulseras y que tienen al parecer tienen el deber, de excluir a las que no lo son tanto. Hablo de las niñas que no tienen melena sedosa, a la gordita - o como en mi caso, a la muy flaquita -, a la que no se preocupa demasiado por ese aspecto físico necesario que en Venezuela es indispensable. Recuerdo que más de una vez, mis compañeras de clase me preguntaron si no odiaba mis rizos, si no me preocupaba lucir "impecable". ¿Qué podía decir a eso? Mi cabello era rebelde, yo no tenía el más mínimo interés en falditas y lacitos, tampoco en pulseras o los cantantes de moda. Era una niña "aburrida", como me insistió más de una vez una de mis pocas amigas de la época. La palabra me inquietó la primera vez que la escuché.

- Bueno, ya sabes, aburrida. No te ves como las Misses de la Televisión - me explicó cuando se lo pedí - una tiene que ser bella, muy mujer.

- ¿Muy mujer? - le pregunté sobresaltada. La verdad que no entendía nada. Me inquietaba no parecerme a las niñas de la televisión, a ese celebérrimo "Club de los Tigritos", la novela de moda o programas parecidos, con sus mejillas siempre sonrojadas, las uñas de manos impecables, el cabello cortado a la última moda. Me preocupaba la sensación definida de sentirme inadecuada siempre, de preguntarme cada tanto, si era fea o bonita. Uno podría pensar que no tendrían que ser pensamientos que pudieran atormentar a niñas tan pequeñas, pero en Venezuela lo son. Y apenas nos damos cuenta. Porque es normal y culturalmente aceptable, porque en esta Patria de Mujeres muy bellas, la responsabilidad de serlo empieza muy pronto. Claro está, no solo hablamos de la estética, de las niñas de ocho y diez años disfrazadas de pequeñas mujercitas, de las que llevan una feminidad forzada como máscara inmediata. Hablamos de la niña a la que le dejan muy claro que será mamá y madre, la que le recuerdan que la "calle es pa' las putas", que le dicen que deben cuidarse de "los machitos". Hablamos de la cultura que educa a la mujer para temer a que hay más allá de esa mujer ideal que se entrelaza con el mensaje social y el hilo histórico que sujeta. Pero así somos ¿No es así?

- Si, la bonita, la que es simpática y que es decente - me siguió enumerando mi amiga - mi mamá dice que todas debemos ser mujeres "de Bien".

Una rara conversación para un par de niñas de diez años. Pero en Venezuela, no lo es tanto. O quizás en latinoamerica, si miramos la situación con mucha más amplia. ¿O en el mundo quizás? Porque al parecer la cultura tiene ideas muy claras y preciosas sobre quienes debemos ser, de que es lo femenino o que no lo es.  El caso es que en Venezuela, la cultura patriarcal ya no es tan despiadada, ni tampoco golpea tan fuerte. Aún así persiste, claro. En Venezuela el mensaje está claro desde que somos muy pequeñas: Las mujeres son asi o son asao. Son bellas, sin duda. Delgadas, complacientes. O el otro rostro de la célebre "cuaima", de la matrona violenta y celosa. La cultura te premia si lo aceptas y te castiga si lo rechazas. Así son las cosas. Es una idea extraña, si la analizas con detenimiento pero que todos aceptamos por buena, admitimos existe. Ese anonimato de ser parte de la identidad nacional, esa idea tan elemental sobre quien somos, que parece enfrentarse con el quien deseamos ser o mejor dicho, quienes somos en realidad.

De adolescente, mi cuerpo volvió a cambiar y tampoco estuvo a la moda. No tenía ninguna curva, o las tenia en los lugares incorrectos. Eso me aterrorizaba de jovencita. Me producía una enorme ansiedad mi cuerpo chato y un poco desigual. Me miraba en el espejo y me preguntaba por qué no podía ser como mi amiga G., que tenía un escote considerable o incluso P., con sus caderas anchas y llamativas. Yo era del tipo discreto. Ya por entonces, estaba muy obsesionada con la lectura, la escritura y la fotografía. De hecho, casi no hacia otra cosa. Y eso aumentaba esa sensación de no encajar, no estar en esta cultura Venezolana que me miraba de reojo. Después de todo no me iba de "rumba", ni tampoco me echaba "rascas monumentales". Era lectora, aspirante a escritora, fotógrafa por accidente. No sabía cual era el modelo de zapatos de moda, pero si donde comprar el libro más reciente de mi escritor favorito. Y eso, en mi país, es toda una rareza. No es un asunto de sexo ni de feminismo, hablo que Venezuela no es un país cultural, no es un país que se conciba así mismo de manera profunda. ¿Herencia histórica? No lo sé. Supongo que hay mucho de esa herencia histórica de ser una sociedad muy joven, casi superficial.  Mi primera juventud transcurrió en medio de libros abiertos, hojas a medio escribir, instantáneas de todo lo que podía fotografiar. Toda una rareza. Recuerdo que en la Escuela, las monjas  bigotonas que me educaron no tenían idea de qué hacer con mi afinidad por la lectura, mis pequeños hobbies de solitaria, mi negativa constante y firme participar en todas esas actividades de la vida escolar que fomentaban lo social y lo que llamaban "la alegría juvenil". Y por supuesto, mis escasas amigas de la época, sabían que yo no formaba parte - ni lo formaría después - de las "bonitas y cheveres", grupo selecto que parecían reducirse a una escasísima representación de alumnado. Junto con todas las distintas, las gorditas, las bajitas o muy altas, las calladas y las tímidas, formábamos parte de esa fauna del extrarradio social que nadie miraba con mucha atención.


Un pensamiento extraño, porque por incómodo que pueda parecer, no resultaba violento. No había escenas de Bulying americano ni tampoco algun rechazo agresivo. Simplemente no formábamos parte de la "mujer" Venezolana, esa bealdad ideal que comenzaba a formarse desde la adolescencia. Eran tiempo complejos y dolorosos, donde la opinión que tenía sobre ti misma tenía muchísima relación con la portada de la revista, con la actriz en el programa televisivo, con la mujer que no podrías llegar a ser. Recuerdo que me producía una sensación de profunda inquietud saber de manera muy clara que no tendría jamás esa belleza exótica de la Venezolana o que no me interesaban las cosas que debían interesarme. Que mal esta eso, pensaba de vez en cuando.  Y es que la sociedad es cruel y directa, te deja bien claro que es lo que espera de ti: la mujer que gusta, la que llama la atención, la del grupo de las "bonitas y cheveres" ahora en otro nivel. Cuesta asumirlo, claro. Es complicado intentar comprender que elemento de la cultura que te presiona, que te hace avanzar en una dirección muy concreta.

La presión parece estar en todas partes. Viene de los lugares más imprevisibles. De la televisión que solo es un síntoma, de las vitrinas de las tiendas que solo reflejan lo que ocurre en la calle. De la ropa que se viste, que solo responde a lo que la cultura te presiona debes lucir. En todas partes, hay un mensaje, hay una idea clara: "Así debes verte, esta eres tu". ¿Suena exagerado? No lo es tanto, cuando te enfrentas a diario con comentario sobre tu peso y tu aspecto físico, que dejan de formar parte de esa linea de lo privado para formar parte de lo que la sociedad puede criticar en voz alta. No lo es, cuando la mirada de la cultura forma parte de tu autoestima, de ese sobresalto que sientes cuando tu imagen no parece encajar muy bien con esa otra, la general y muy ambigua en que insiste el deber ser. Eres anónima, en medio de una enorme visión de la mujer sin rostro, de la mujer a la que se le cuelgan epítetos para definirla. La explotada, la mami, la rica. No lo es, cuando en el subconsciente colectivo parece insistir en una idea subyacente. ¿Que ocurre si no formas parte de ese gran concepto? ¿donde encajas si no aceptas lo que se supone es parte de tu identidad? Una linea invisible parece dividir la realidad de la visión de la mujer culturalmente aceptable.

De la pechonalidad, la mujer con tetas, la arruga y el botox: El reflejo distorsionado de la mujer actual.


 En una ocasión, una amiga me insistió en que debía se sometería a una cirugía para aumentarse los senos porque "no quedaba de otra". La escuché sin saber que responder a eso.

- Me hablas como si no tuvieras opciones - respondí, intentando ser educada. Ella me fulminó con una mirada casi ofendida.
- Es una manera de aumentarte la autoestima y quererte un poco - dijo.
- ¿Que tiene que ver la autoestima con el tamaño de tus senos? - pregunté.

Me miró con los labios apretados. Vamos, ¿que broma es esta? pareció decir su expresión dura, casi irritada. Vivimos en el mismo país. Vivimos en el país donde el tamaño de tus pechos indica un precio social, un valor fundamental dentro de la sociedad que los admira. Vamos chica, ¿como te haces la desentendida? En Venezuela el tamaño de tus pechos simboliza estatus, simbolizas que estás mucho más cerca de esa visión de la Mujer irrealizable, de la divina, de que gana concursos, de la que colma el sueño nacional. Porque olvídense, amigas, aquí el mayor logro de una mujer no es una licenciatura académica sino hacerse más deseable, más visible, mucho más símbolo que consistencia. ¿Esta eres tu? parecen decir los maniquíes de enormes tetas repartidos a lo largo y ancho de esta Caracas de máscaras y escasez. ¿Te pareces a ella? ¿formas parte de esta concepción de la mujer que todos los días gana nuevos adeptos?

- Tu lo sabes - responde al fin - este es el país que nos tocó vivir.

No tuve nada que responder al respecto. La frase me acompañó por días. Me miré en el espejo, una mujer pálida y joven, y me pregunté cual era mi lugar en medio de esta enorme necesidad de comprender a la feminidad a lo venezolano. La mujer que soy, que no forma parte de esa visión del mundo tan simple. Como tantas otras, como mi profesora de la Universidad que durante años llevó el cabello corto para protestar contra lo que llamaba "la visión elemental del macho vernáculo". O mi amiga L. que nunca se maquillaba para expresar la naturalidad de la belleza. Las mujeres clandestinas, pensé más de una vez. Las que no forman parte de ningún extremo, la que no odia al patriarcado por despecho ni se atiene al ideal de lo ultrafemenino que aplasta por necesidad. ¿Quienes somos? Me pregunté, mirándome desnuda frente al espejo, con mis senos pequeños, mis caderas anchas, mis curvas desiguales. ¿Quién soy más allá de lo que se espera de mi? No quiero casarme, no tener hijos. Quiero ser una eterna estudiante, entregarme a mis pasiones, a mis dilemas intelectuales. ¿Se me considera menos mujer por eso? ¿Lo soy quizás? ¿Quién lo dice? ¿Quién construye la linea rasante? ¿Quien la sustrae y la fuerza?

Un par de semanas después, visité mi amiga en la clínica privada donde se sometió a la mamoplastia. Se le veía pequeña y cansada, envueltas en vendas. Pero sonreía. Me senté a su lado, mirándola con una sensación agria que intenté disimular, pero al parecer sin lograrlo muy bien.

- Ya se me que vas a decir - comentó. Su madre, sentada en una de los muebles de visitantes de la habitación me dedicó una mirada fugaz. Era una mujer hermosa aún, de esas madres abnegadas, de las que proclamaban que no necesitaban un hombre del brazo para sacar adelante a su familia. Y lo había hecho. Me encantaba esa historia familiar: Como costurera, había logrado brindar estudios universitarios no solo a mi amiga sino a su hermano. Otra de las historias de triunfo femenino en nuestro país. De esas abundan. La madre que se sobrepone al abandone y enarbola su maternalidad como una cualidad fiera, primitiva. ¿La otra cara de la mujer Venezolana? Sin duda. Porque aquí no hay terminos medios.

- ¿Que te voy a decir? - pregunté con inocencia.  Tomé un vaso de la mesita de noche cercana y le ayudé a tomar unos sorbos de agua. Intenté no mirar las vendas apretadas, la sonda médica que se clavaba en su piel a la altura del costado - si te estás satisfecha con el resultado, yo no tengo nada que opinar.

Me miró socarrona. Suspiré, un poco incómoda.

- Sí, me preocupa que te hayas sometido a una operación para sentirte mejor contigo misma - admití - pero...

La madre al fondo, carraspeó la garganta. Fue un buen momento para cambiar de tema rápidamente, para despedirme quizás y prometer la visitaría en casa unos días después. Cuando salí, la madre me acompañó. Caminamos juntas por el pasillo. Ella me pareció formidable, maciza, con su vestido de flores y sus sandalias coquetas. Se veía hermosa, un poco cansada, fuerte.

- Yo tampoco quería que se operara - dijo de pronto - pero quería hacerlo. Para sentirse más bonita, por su carrera. En este país no progresas si no te ves bonita.

No supe que responder, otra vez. Porque de hecho ¿Qué se le puede responder a algo semejante? De nuevo, el camino parece ser tortuoso, una serie de preguntas a medio responder. ¿Qué ocurre si no eres parte de esa imagen que todos parecen dar por sentada? ¿Que pasa si directamente no quieres serlo? Probablemente, como yo, estés esforzándote por crear tu propio espacio en esta visión de la Venezolana real, de la Venezolana que se mira así misma con mucha más amabilidad que critica, de la Venezolana más allá del derroche fisico y el sambenito de la más hermosa. La Mujer que se libera de esa atadura histórica de pertenecer, para mirar más allá de los limites de la cultura impone.

La mujer real.

C'est la vie.

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