Mi amigo E. es perfecto. En todas las maneras que puede serlo un hombre: Es educado, culto, amable, con una rapidez mental envidiable. Y también es gay, por supuesto. Supongo que más de un amable lector de este, su blog de confianza, lo habrá deducido. Lo más curioso del asunto, es que esa perfección de E., — bastante interpretativa, subjetiva y por supuesto, sujeta a discusión — parece conformar ese ideal masculino que no existe, y que mientras más inalcanzable es, mucho más apetitoso resulta. Y es que la visión de ese “hombre posible”, siempre será motivo de debates, de esos que suelen ocurrir a media noche, bebida espirituosa en mano, en medio del circulo de amigas que nos perdonan todo y que también, parecen saberlo todo.
Pero volvamos al caso de E que es con toda probabilidad casi un tópico, en aquello del hombre “perfecto” e inalcanzable. También existe la variedad del culto, amable, educado, inteligente y gracioso…que también tiene esposa. La misma cualidad lejana, ideal, que pareciera entrar en franca confrontación con la realidad de una relación emocional. Como muy bien diría mi amiga F., experta en enamorarse de ideales inalcanzables: la perfección es una opinión. Y mejor se opina sobre lo que no se conoce.
No todo es tan sencillo, claro está. Mi amigo J. también disfruta de una saludable perfección: es Chef, divertido, levemente perverso, inteligente y audaz. Y su preferencia sexual no hace menos ciertas ese atributo suyo de ser una especie de hombre soñado para las mujeres que le conocen. Pero J. se ríe de mis quejas sobre el hecho que la naturaleza debe tener un curioso sentido del humor para jugar con las emociones femeninas de esa manera. Por supuesto, más allá del chiste, está la singular idea que ese hombre maravilloso que al parecer la gran mayoría de las mujeres sueñan tiene más de mejor amiga, que amante pasional. Ah sí, una verdad del tamaño de una represa, que contiene sin duda esa eterna confusión de la mujer — esa que educaron para encontrar su media naranja en un mundo hostil — al momento de intentar comprender el mundo real de las relaciones, ese donde todo lo que puede salir mal, ocurre y que más allá, se basa en imperfecciones más que en la búsqueda de un “deber ser”. Una idea extraña, si la analizamos desde un punto de vista racional: ¿Quién busca la perfección está dispuesto a ofrecerla? ¿Que significa ese ideal masculino, de ese hombre que secará tus lágrimas y aparentemente también te hará reír todo a la vez? Probablemente, algo tan poco sustancial como una idea cultural que se repite, se insiste y que nadie sabe de donde proviene. O sí: hace poco leía que Disney tiene la culpa de todas esas Princesas anónimas que buscan sus Príncipes azules. Al otro extremo, las películas pornos parecen ser la responsables de esa búsqueda incesante masculina de la ninfómana de turno. Pero eso es otra historia que seguramente escribiré en otra ocasión.
El caso es que, hay una idea femenina sobre ese hombre que debería existir: un caballero a toda prueba, un cruce imposible entre un héroe de caricatura, un amante salvaje y también, una criatura doméstica capaz de satisfacer — también — el tedio de una tarde de domingo. ¿Existe ese hombre? me pregunto en silencio cuando escucho a cualquiera de mis amigas enumerando la lista cada vez más creciente de cualidades que debe poseer el candidato a ganarse su corazón. Las escucho, preguntándome como me sentiría de ser hombre y saber que debo cumplir una serie de exigencias tan aterradoras como las que me suelo quejar se imponen sobre la imagen femenina. Porque es algo correlativo, creo: si hay el caballero salvaje, indomable, pero capaz de paladear el buen vino y que además lee autores rusos — ah, creo que esa última idea es mía — también, debe existir esa mujer perfecta, de cabello sedoso, cuerpo curvilíneo amante voraz, pero maternal, hogareña, profundamente comprensiva. A veces me imagino a la pareja irreal, a ese hombre y a esa mujer perfectos, viviendo en una caja de cartón, de pie, mirándose mutuamente con sus ojos de vidrios, el cabello impecable y lo irrealizable como telón de fondo. Porque a eso vamos ¿verdad? No existe realmente algo semejante a esa necesidad incumplida de un hombre y una mujer que abarque esa soledad del que busca sin encontrar. Un hombre tan irreal que toca ese limite nada apetecible del temor y esa mujer tan incompleta, que solo sea un estereotipo. Y mientras todo esto sucede, la realidad parece moverse de un lado a otro. Esa realidad de las emociones, la ternura, el amor, la calidez, la crudeza simple del día a día.
Porque hablamos de lo cotidiano, ¿No es cierto? Las historias de amor siempre terminan en el momento donde todos son jóvenes, hermosos y están muy enamorados. ¿Que ocurre después? ¿A donde van las princesas después de embarazarse del Primer heredero al trono? ¿Qué hace el Príncipe en los días intratables de la Princesa? ¿Como se miran ambos en esos días de mal aliento? Lo real se resquebraja por los bordes, se deshilacha lentamente. Y solo la paciencia de esa comprensión del mundo, más allá de una expectativa irrealizable, es lo que construye las verdaderas historias de amor. O al menos, eso creo. Un final feliz que se escribe a diario, quizás.
Mis abuelos estuvieron casados durante casi cincuenta años. Siempre discutían nunca se ponían de acuerdo, y la mayoría de las veces, se echaban uno a otro miradas asesinas. Pero también siempre reían. Se tomaban de las manos. Caminaban por la calle hablando en voz alta. Tomaban el café juntos. Un día, cuando le pregunté a mi abuela, como se podía estar casado durante tanto tiempo con la misma persona, sonrío. La miré, tal vez aguardando una frase épica, una explicación apasionada de una historia de amor de cinco décadas. Pero mi abuela, con sus enormes ojos de color miel siempre chispeando de vivacidad, se bebió su taza de café antes de responder.
- El secreto es enamorarte una vez cada día. Lo eterno no existe. Lo creas. Lo sueñas. Y tal vez, resulte.
La escuché, desconcertada. Eso era muy distinto al amor apasionado y desgarrante de Catalina en Cumbres Borrascosas. O el martirizado por la culpa de Ana Karenina. Se me parecía más a ese cuento entrañable y hermoso de Mark Twain, “Adán y Eva”. Mi abuela me siguió observando, muy probablemente adivinando que pensaba. Por último soltó una de sus carcajadas, estruendosas y casi inquietantes.
- El amor se hace, hija. Todos los días y en cada gesto. Lo demás, es fantasía.
Una idea destructora, por supuesto: para toda esa visión del amor como un encuentro perfecto, un equilibrio ideal. Lo pensé por días enteros. Lo medité, mirando a las parejas en la calle, tomadas de las manos. Los adolescentes de uniforme escolar, los ancianos que se apoyaban el uno al otro. Las parejas jóvenes que conversaban animadamente. ¿Que es el amor? ¿Como se construye? ¿Que buscamos todos?
Todavía me lo sigo preguntando. Me lo pregunto en cada beso que he dado y que he querido dar, en cada orgasmo, en cada noche de reflexión. En los momentos buenos y malos, en los días donde la mujer adulta que soy se cuestiona sobre su vida emocional. Y me lo pregunto también como la niña que creció sin entender que esperaba encontrar pero con enorme curiosidad de intentar comprender ese otro yo, ese cíclope vestido de normalidad, parafraseando a Cortázar. ¿Quienes somos? ¿A dónde vamos? ¿Quién nos acompaña en la búsqueda?
No lo sé. Y es probable que el chiste en todo eso sea ese: No saber a dónde dirigirnos o que estamos buscando, en ese camino extraño que nos conduce al centro mismo de nuestra manera de mirar el mundo, a ese horizonte emocional tan desconocido como hermoso que forma parte de nuestra idea del amor.
C’est la vie.
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