miércoles, 23 de noviembre de 2016
La obligación de la maternidad y otros dolores femeninos.
Venezuela es un país obsesionado con la maternidad. Lo descubrí la primera vez que admití en voz alta que no me interesaba ser madre - ni en ese momento ni después - y me enfrenté a una multitud de miradas curiosas, inquietas e incluso, temerosas. Una de las amigas con las que almorzaba se apresuró a estirar la mano para apretar la mía con gran afecto.
- Ya se te pasará esa etapa - me aseguró.
- ¿Cual etapa?
El resto del grupo me dedicó miradas curiosas y unas cuantas preocupadas. Alguien dejó escapar una risita condescendiente tan irritante que me mordí los labios para no protestar en voz alta. Me sentí expuesta, levemente incómoda y como no, preocupada por la extraña reacción a mi alrededor.
- En unos años, vas a estar desesperada por quedar embarazada - prosiguió mi amiga bienintencionada con una amplía sonrisa amable. O que ella suponía era amable, en todo caso - midiendo tu temperatura basal y esas cosas tan engorrosas.
Un nuevo coro de risitas. Alguien más levantó las manos en un gesto impaciente.
- O quién sabe si con un bebé en los brazos. Cuando estas cosas se aceleran.
- La verdad, no lo creo - le corté y debo admitir que con malos modos - No tengo ninguna inclinación maternal. Nunca la he tenido y dudo que la tenga en un futuro.
Silencio. Una tensión palpable e incluso hostil se extendió en el pequeño rincón del restaurante donde nos encontrábamos. De pronto, ya no se trataba de una conversación casual, sino algo más parecido a una declaración de intenciones contradictoria y que chocaban en una especie de movimiento telúrico argumental. Erguí los hombros, apreté las manos húmedas de sudor nervioso sobre las rodillas Sentí que la ira - o algo parecido a la ira pero más amargo - me cerraba la garganta. ¿Cuántas veces había sostenido discusiones parecidas durante mi vida? ¿En cuantas ocasiones había tenido que lidiar con el malestar cultural que provocaba una decisión privada como la de tener hijos - en este caso, no tenerlos - entre quienes me rodeaban? Suspiré, en un intento de armarme de paciencia.
- Tener hijos es algo natural. Es por completo imposible que una mujer no aspire a tenerlos. ¡Te lo tienes que haber planteado alguna vez! - exclamó mi amiga L., esposa y feliz madre de dos - ¿Me vas a decir que no creciste imaginando a tus bebés? ¿Jugando con tus muñecas e imaginándote como tu mamá?
La verdad que no, pensé. La mayor parte de mi infancia había estado mucho más interesada en encaramarme en los árboles más altos de la casa de mi abuela, leer y hacer preguntas. De hecho, la mayoría de mis juguetes era una combinación de objetos de diversa índole y con apenas relación entre sí que usaba para armar paisajes imaginarios de puro delirio. Cajas, cámaras rotas, vestidos viejos, zapatos dispares: mi campo de juego era una nutrida colección de pequeñas locuras personales. No recordaba haber tenido jamás una especial predilección por las muñecas - a pesar de haber tenido muchas - y tampoco un rechazo visceral. Sólo se trataba de una manifiesta falta de interés que supongo que tenía mucho que ver por mi entusiasmo por toda la variedad de cosas e ideas con las que podía tropezar en el mundo exclusivamente adulto en que vivía. Nunca me sentí especial, diferente y mucho menos "rebelde" por esa historia infantil. Pero ahora, me preguntaba si había alguna relación a mi postura sobre la maternidad actual y esa visión variopinta de la realidad que había tenido durante la infancia. Era absurdo, me respondí inquieta. ¿O no?
- No se trata de eso - respondí al cabo de unos minutos - Jugar con muñecas o no hacerlo no me predispuso para el hecho que no tenga el menor interés en tener hijos. No es algo que se aprende. Mis prioridades son otras. No soy maternal. No me interesa serlo. Jamás lo ha sido.
Mi amiga bienintencionada enarcó una ceja y de pronto, noté que su expresión pasaba de una franca socarronería a verdadera preocupación. Se inclinó hacía mí, con gesto precavido.
- ¿Se trata de una decepción amorosa?
- ¡No! - estallé - no quiero ser mamá. No quiero embarazarme ni tener un bebé en los brazos. No quiero criarlo ni tampoco ser madre de nadie nunca. ¿Qué es tan complicado de entender de esa idea?
Tuve un rápido y fragmentado recuerdo de una escena semejante. Tenía unos veinte años y uno de mis profesores universitarios me recordó que quizás debería analizar mis opciones profesionales de acuerdo a "mis hijos venideros". Cuando le dije que no los habría, también tuvo el mismo gesto precavido, angustiado y un poco torpe que después tendría mi amiga. La misma mirada a mitad de camino entre la lástima y la impaciencia. Y también él había desechado mis opciones y decisiones en un gesto lento y paternal que disparó mis alarmas mentales y mi mal humor.
- Esos son alardes de muchachita - me respondió - claro que tendrá hijos. Muchos. Como debe ser.
Ese "cómo debe ser" reverberó en algún lugar de mi mente mientras seguía lidiando con las risitas, gestos de desdén e incluso franco rechazo que recibí del grupo de mujeres que me rodeaba. ¿Qué se suponía que debía hacer para complacer esa imposición histórica a futuro con respecto a mi capacidad para concebir? ¿debía contradecir la idea general sobre quien soy y lo que deseo en favor de una mirada conservadora sobre la mujer que debía ser?
Seguí pensando en eso luego que el almuerzo terminó en un silencio tenso y irritado. Una de mis amigas me dedicó una última mirada apresurada y cansada. Dos veces esposa, madre de cuadro.
- Ojalá no te arrepientas.
La veo alejarse con paso rápido y casi arrogante, como si acabara de darme una invaluable lección existencial. Mientras camino en dirección opuesta, me pregunto por qué me habría de arrepentir sólo por tomar una decisión adulta sobre mi vida ¿O es algo más que eso?
Recuerdo todo lo anterior unos días después, mientras tomo un café con J., una de mis amigas más queridas. Esta embarazada de tres meses y disfruta de esa etapa donde todo en su cuerpo le parece sorprendente y hermoso, recién descubierto. Aunque todavía no tiene redondeces demasiado visibles, ya lleva con mucho orgullo ropas de maternidad y me cuenta sobre las mañanas complicadas y los antojos imprevisibles. Lo escucho todo con atención, aunque con el habitual sobresalto que siento con respecto al tema. Porque por más que lo intento, por más que hago un franco intento en sentirme emocionada y comprenderla a ese nivel biológico que se supone toda mujer comprende a otra, no lo logro. Me siento incomoda, un poco fuera de lugar, muy niña o muy inmadura, para comprender ese milagro del cual J. me habla con tanto entusiasmo. No me siento maternal, ni curiosa. En realidad, me siento un poco inquieta, incluso confusa. Y avergonzada claro, por el distanciamiento emocional que me provoca toda la historia.
- ¿Que pasa? - me pregunta J. de pronto.
- Nada - respondo. Me refugio en la taza de café que tengo al frente. J. me dedica una larga mirada apreciativa.
- ¿Es lo tuyo con los bebes no?
- ¿Que es lo mio?
- Ese temor tuyo por la maternidad, por el tema entero.
- No es temor, es... - no sé como explicarlo sin parecer grosera - no lo entiendo mucho.
- ¿Que tienes que entender? Eso se siente.
- ¿Y si no me hace sentir nada? - pregunto en voz baja. Y me siento genuinamente preocupada. Inquieta. J. suspira, mirándome. Hay algo distinto en ella, una placidez desconocida, la piel radiante, el cabello abundante y grueso. El proceso químico misterioso y antiquísimo del embarazo comienza a transformarla de mujer a madre. Me la imagino en tres o cuatro meses más, con el vientre redondo y tenso, el cuerpo creando vida en su interior. O un poco más allá, sosteniendo al bebé en brazos. ¿Por qué no siento esa necesidad de comprender lo que ocurre? ¿Por qué la maternidad no es otra cosa para mi que una idea biológica? ¿Que es ser madre? ¿Tener la capacidad de parir te hace inmediatamente madre? La respuesta debe ser no, pienso atropelladamente. Debe serlo por necesidad: ¿Que ocurre con las madres adoptivas? ¿Las que tienen la necesidad pero no la capacidad biológica de engendrar? ¿O las que como yo, la tienen - al menos eso creo - pero no desean concebir un bebé? ¿Que pasa con todas las mujeres que nos debatimos en la posibilidad de en un futuro poder tener un hijo pero que aún no lo deseamos? ¿Y si nunca llegamos a desearlo verdaderamente?
El tiempo transcurre. Mi reloj biológico debió comenzar a funcionar unos cuantos años atrás. O así debió ser, según la imagen popular de la treintañera que comienza a pensar en sus opciones. Pero lo cierto es que continúo pensando exactamente igual que en los comienzos de la veintena: Los bebés - la posibilidad de tener uno - para mi, no son una opción deseable. La maternidad - la idea entera - me resulta desconcertante. Lejana. Poco comprensible.
Le explico todo aquello a J. Me da un poco de verguenza hacerlo: a ella, tan madraza. Con los ojos brillantes de ilusión por el bebé que espera, ese futuro cercano y cierto que la convertirá no solo en madre sino con toda probabilidad, en una mujer más fuerte y más serena. Porque esa es la imagen que nos vende la cultura ¿Verdad? ¿Es así? A veces, me digo, apretando nerviosamente los dedos. Pienso en las mujeres que he visto llorar de frustración, atrapadas en la en la maternidad. O esas jovencitas casi niñas que caminan por la calle llevando en brazos un bebé con incomodidad resignada. ¿Que ocurre con ellas? ¿estan fuera del espectro? ¿Forman otra parte de esa visión de la maternidad popular? ¿Como sería yo como madre? ¿Querría serlo?
J. me escucha en silencio. Cuando me quedo callada porque no tengo nada más que decir, sigue en silencio. Me encojo de hombros, cansada.
- Sé que piensas que lo mío es una crisis de inmadurez tardía - digo.
- No lo creo - responde.
- A veces yo misma creo que lo es - admito. J. sonríe, casi amable. Será una gran madre. Sabe disimular el disgusto bien.
- No lo es y lo sabes. Simplemente, ahora mismo no quieres tener un bebé y eso no es discutible. Tampoco es para preocuparse. No está entre tus opciones y ¿como podría estarlo? Vives a tu manera y haces lo que quieres. Un bebé te hace replantearte por completo tus prioridades. Mejor aún: tus prioridades pasan por idea de maternidad. Lo que si me preocupa es otra cosa.
- ¿Que?
- ¿Y si decides tener un bebé después?.
Hay un silencio entre nosotras. Incómodo y duro. Siento el impulso de soltar mi respuesta acostumbrada: "No lo deseo", expresar a viva voz ese rechazo visceral que me produce la maternidad. Pero por una vez, me obligo a permanecer callada. Pienso la idea, la sopeso. ¿Que ocurre si mis debates mentales se enfrentan directamente a mi reloj biológico? ¿Que ocurre si todo este lento proceso de maduración de las ideas, de crecer en mi propia circunstancia va en disparejo con ese otro proceso, el natural, el misterioso? ¿Qué pasaría si en alguna oportunidad encuentro logro encontrar un equilibrio entre mis ideas y la voluntad biológica de mi cuerpo...y entonces descubro que ya no puedo concebir? Una idea plausible y dolorosa. Me sobresalta el pensamiento. Me pregunto como podría afrontar la realidad de asumir la maternidad cuando ya no pueda ejercerla. Una ironía casi cruel, pero totalmente posible.
- No sé lo que haría - respondo. Con franqueza, me irrita hacerlo. Se me suben los colores al rostro, quisiera decirle que mi decisión con respecto a la maternidad es firme, no admite matices. No me gusta la idea, la perspectiva de futuro que se pinta con biberones y pañales. Pero no lo hago, porque no me atrevo a cometer de nuevo el error de suponerme infalible, absoluta. Si algo me ha enseñado estos primeros años de la treintena, es lo mucho que he aprendido equivocándome, corrigiendo mi vida a tachones y sobre la marcha. Tropezándome para volverme a levantar. De manera que termino mi taza de café, con J. mirándome atentamente.
- No ser madre también es una opción - dice - y es bueno tenerla. Me gusta pensar que estoy embarazada porque quise, no porque no tengo otro remedio. Tu también podrías pensar de la misma manera: No lo estás no porque no puedes, sino porque no lo deseas. Ahora, intenta que ambas cosas coincidan. Sería doloroso querer y no poder.
Sacudo la cabeza, incómoda. Cuando nos despedimos, J. me da un fuerte abrazo. Tiene la piel caliente y la siento plena, feliz. Es su decisión, es su opción biológica. ¿Cual es la mía?
La respuesta parece encontrarse en medio de la interminable discusión en mi mente y esa otra realidad, la cronológica, la que avanza en silencio a mi lado, que me recuerda de vez en cuando su existencia. ¿Habrá alguna finalmente? No lo sé.
C'est la vie.
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