viernes, 4 de noviembre de 2016
Proyecto "Un país cada mes" Octubre. Brasil. Clarice Lispector.
Clarice Lispector muy pocas veces se llamó así misma escritora. Más de una vez, río en voz alta del título y se autoproclamó “la no escritora por excelencia”. Desenfadada y reflexiva, a lo largo de su vida repitió siempre que pudo que “la escritura es un espejo doloroso” y no veía mérito alguno en su casi obsesiva auto referencia. No obstante, en las contadas ocasiones en que se miró así misma como creadora literaria, insistió en el título no definía su profesión, sino algo mucho más profundo que la simple capacidad para asumir el mundo a través de las palabras. Porque para Lispector, la escritura era parte de su identidad, más allá que cualquier otra cosa. Un fragmento no sólo de su racional intuición para descubrir — y describir — el mundo sino esa insistencia creadora que definió su obra, la hizo más rica y comprensible. Por supuesto que Lispector es en sí misma una contradicción, un cruce de influencias inverosímil, un símbolo frontal de la revisión del género femenino en la literatura.
Y es que esta no escritora/ escritora, esta voz femenina que sin embargo, no buscaba reivindicación alguna en el método y la forma de escribir, siempre estuvo muy consciente del poder y la trascendencia de su capacidad para debatir y conmover a través de interpretación de la literatura. Una reinterpretación polémica, que pareció surgir del origen mismo de su dilatada carrera en el mundo de las letras: Porque Clarice Lispector, que no sabía freír un huevo ni tenía la más mínima habilidad para ningún quehacer doméstico, publicó durante una década una columna de consejos femeninos. Lo hizo, además, con un conocimiento profundo y conmovedor de la naturaleza femenina. Como amante de la palabra que era, Clarice Lispector consideró el lenguaje más que una herramienta, un vehículo de construcción y lo uso sabiamente. Sus lúcidas reflexiones sobre los alcances y límites de literatura crearon un análisis casi orgánico sobre lo que se escribe, el mismo hecho de escribir y sobre todo, la noción de la escritura — la palabra — como limite y visión de la identidad del autor. La literatura como tamiz de todo lo humano y comprensible. Un reflejo certero de la realidad.
Pero Clarice, más que una académica que usaba la palabra como escudo, era una observadora nata que la enarboló como bandera de libertad. Para ella, la palabra tenía una consonancia directa con su visión del ser — o de lo que no era — y a su vez una durísima crítica sobre la realidad. La propia Clarice insistía continuamente en la necesidad que el escritor comprendiera el limite de la palabra y así, el enorme valor de lo que se escribe. O mejor dicho, de lo que se muestra como obra concluyente. Para la escritora “La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido eterno.” Esa obsesión con la nada, el absurdo, la visión anárquica y finalmente, la conclusión en una comprensión de lo que nos rodea, fue una constante en toda su obra.
Rebelde y contestataria Clarice Lispector encarnó esa búsqueda de la escritora en busca de la reivindicación del género pero no a través del enfrentamiento con lo masculino, sino la reinterpretación de lo femenino. Y es que Clarice simbolizó a la nueva mujer de las letras, a la creadora literaria en estado puro. Una vez, la escritora contó que aunque se ocupaba de los quehaceres domésticos como cualquier otra mujer de su tiempo, también lo despreciaba. Era entonces cuando desaparecía tres o cuatro días en un hotel. Para escribir, para precisar y encontrar esa libertad de construir su propia visión del mundo sin ataduras, sin otra respuesta que la propia a la vicisitudes y conflictos. En una ocasión, quiso explicar esos períodos de absolución, de ostracismo espiritual y lo hizo de la mejor manera que sabía, con metáforas a cuentagotas, con esa expresión del yo interior tan sabio como elemental en el que confiaba “Quién sabe quizá esa actitud o falta de actitud proceda de que yo, al no haber tenido nunca marido ni hijos, no he necesitado mantener ni romper grilletes: yo era continuamente libre. Ser continuamente libre también era ayudado por mi naturaleza que es fácil: como, bebo y duermo fácilmente. Y también, naturalmente, mi libertad venía de que era económicamente independiente.”
A Clarice Lispector se le ha llamado la Virginia Woolf latinoamericana y aunque la comparación parece contradictoria a priori, también es la que mejor permite definir esa ruptura entre el discurso de la literatura para mujeres — y escrita por mujeres — que ambas representaron. Cada quien bajo un aspecto distinto y definida bajo un paradigma casi contradictorio, ambas mujeres representaron esa necesidad de la mujer de reescribir la realidad, de analizar y conceptualizar bajo esa emoción que se atribuye a lo femenino, pero sin el prejuicio que lleva aparejado o esa percepción limitada que por siglos insistió en alejar a la mujer de la literatura. Tanto Clarice como Virginia, meditan sobre los acontecimientos triviales cotidianos que parecen desencadenar algo más, una idea mucho más dura que lo que podría sugerir un análisis inmediato. La introspección, la conciencia de la soledad, la conciencia humana sobre sus limitaciones son temas insistentes en la obra de ambas escritoras, que analizaron su tiempo y la época que le tocó vivir con idéntica crueldad. La plenitud del temor hacia la incertidumbre y sobre todo, la tristeza que sobrevive a lo que se cuenta, parece ser ese ingrediente que se repite una y otra vez en el discurso tanto de una como la otra. Un punto de inflexión entre dos estilos disímiles pero que coinciden en el método de observación de la realidad.
En ocasiones, casi puedo imaginarme a esa Clarice Lispector contradictoria, que escribía columnas bajo seudónimo para sobrevivir y a la vez, caía en esa intrigante necesidad de introspección que la llevaría a escribir su obra más conocida “La Pasión según G.H”, un libro angustioso, desconcertante y que más de una vez ha sido llamado “duro de leer”. La veo sentada en el salón impecable de su casa de Río Janeiro, con los dedos curvados sobre el bolígrafo, las hojas cubiertas de anotaciones sobre las rodillas. Y la sensación, bendita y confusa de crear. Entonces escribe, con esa crudeza de la observadora, de la temeraria pero sobre todo, de la escritora que se atreve a reinventar sus propios mitos. Escribe y describe, destruye y construye para finalmente alcanzar una línea difusa entre lo que cuenta y lo que oculta. Lo que teme y lo que aspira. Y quizás por último, simplemente lo que necesita callar, para expresar. La contradicción misma.
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