De vez en cuando sueño con tormentas. La imagen siempre es muy parecida: de pie, miro acercarse las nubes enmarañadas de oscuridad. El sonido de los truenos parece sacudir el mundo y más allá, las ráfagas de lluvia ondulan con fuerza, una cortina pálida que lo cubre todo, que lo suaviza, lo acaricia, le arrebata el nombre. En el sueño, siento miedo, pero también maravilla. Los rayos púrpuras se abren parpadean entre el plata de las gotas y brillan, tan radiantes que entrecierro los ojos. Y el olor de la vida que renace, que vibra en medio de la naturaleza violenta y nítida. Cuando despierto, tengo los puños apretados contra la almohada, la frente empapada de sudor. El corazón me palpita muy rápido y me pregunto si será miedo o simple emoción. Nunca lo he sabido con claridad.
Una vez leí que las tormentas ocurren con más frecuencia en Luna Nueva. En brujería, le llamamos Luna Oscura, y simboliza el lado secreto de la Diosa, ese rostro misterioso y quizás hasta peligroso, que representa las sombras que habitan en cada uno de nosotros. Es una idea que siempre me ha parecido hermosa, en su fuerza y su poder de evocación. La divinidad que posee una dimensión de compresión de la crueldad, el temor, ese lado imperfecto en el espíritu del hombre. De manera que me parece muy apropiado que las tormentas más formidables, las que sacuden la tierra con su poder y belleza, ocurran en la oscuridad de la noche sin luna, en ese diorama silente que crean las gotas al caer. Ese brillo melancólico del miedo, que se entrelaza con el tiempo y una manera de soñar.
Luego de la muerte de mi abuela, transcurrió mucho tiempo antes que me atreviera a celebrar la luna otra vez. No deseaba hacerlo. Había perdido la motivación quizás, llegué a concluir en esa tristeza pastosa que durante meses me sofocó. A pesar de mis intentos por intentar recuperarme de esa sensación de ausencia infinita, no lo logré. Era como encontrarme a solas, quebrantada sin encontrar una manera de recomponer los pedazos rotos. Recuerdo que intenté empujarme a mi misma fuera de mi mente, de recuperar la necesidad de hacerme preguntas y construir un mundo de imágenes y palabras a mi alrededor. Pero no pude. Me tendía en mi cama por las noches para mirar la oscuridad y me preguntaba, en esa quietud simple de la madrugada, si algo estaba roto definitivamente en mi interior. Si esa pequeña puerta hacia los jardines radiantes de mi imaginación, hacia ese mundo extraordinario lleno de sueños y esperanzas que solía aspirar construir, estaba cerrada para siempre. Y el pensamiento me aterrorizaba, me apretaba el pecho de una manera casi dolorosa. Con los dientes apretados para que nadie me escuchara llorar, me preguntaba como podría abrirla de nuevo, si había siquiera una posibilidad de hacerlo. La respuesta me daba miedo, me hacia sentir incluso más sola. Era como haber perdido un fragmento de mi espíritu y con frecuencia, me preguntaba si era irreemplazable.
Volví a soñar con las tormentas. Eran extraordinarias, retumbaban en las paredes de mi mente con fuerza. En el sueño, yo ahora corría, entre la lluvia, a ciegas en la oscuridad. Corría gritando y llorando, aunque no sabía por qué, con las manos extendidas al frente, temblando de frío y de miedo. Y de pronto, como una explosión de luz, un rayo abría el cielo nocturno en dos mitades perfectas. Había un silencio nítido y luego, el eco del trueno, retumbando en todas direcciones, elevándose en un espiral de fuerza más allá de los limites de mi imaginación. Despertaba sentada en la cama, temblando por completo, las manos apretadas contra el pecho. En la oscuridad quieta del filo del amanecer, casi podía escuchar ese trueno mítico, imposible, susurrando entre los primeros hilos de luz.
¿Que querría decir el sueño? Me preguntaba durante el día, nerviosa e intranquila. ¿Tendría alguna relación con mi tristeza? ¿Era la forma como mi mente expresaba lo muy cerca que me encontraba de la desesperación? Mi tía L. no lo creía.
- La tormenta simboliza tu necesidad de encontrar una respuesta a tus preguntas - dijo. Nos encontrábamos en su taller de escultura. Iba con mucha frecuencia desde hacia varios meses y me acostumbré a verla trabajar, inclinada sobre su mesa de madera, las manos y los brazos manchados de arcilla y barro. Había algo fascinante en la manera como creaba belleza a partir del caos, con los ojos brillantes de excitación y las mejillas coloradas. Un poder misterioso.
- ¿Preguntas? No tengo ninguna pregunta - dije. Y por supuesto, sabía que no era verdad, pero no sabía como explicarle mis cuestionamientos, la sensación que cada cosa que hacia formaba parte de una gran y única interrogante: ¿Como podría sobrevivir a mi propio desconsuelo? Recordé esa frase extraordinaria de Chejov, en su cuento "Melancolía" que jamás había entendido muy bien: "¿A quién podría entregar mi tristeza"?. Ah, esa soledad de la lágrima rota, de la palabra muda.
- Tienes todas las preguntas - insistió tia - las tienes y duele no tener las respuestas. Te preguntas, si podrás afrontar la muerte de Celia finalmente, como continuar por tus propios medios. Te duele el pensamiento que no puedes comprender lo absoluto de la muerte, que no puedes abarcarlo. La ausencia sin respuesta.
No dije nada. No sabía como poner en palabras la soledad ciega que me atormentaba a toda hora. Recordé las tardes de deambular en la biblioteca de mi abuela, atormentada por la angustia, abriendo libro tras libro sin comenzar a leer ninguno. Las noches de mirarme al espejo sin reconocerme. La cámara muda, retratando un rostro que no era el mio. La mujer borrosa de las fotografías, el cabello largo enmarañado acariciando las mejillas pálidas. Me sobresalté cuando L. me llamó por mi nombre. Cuando levanté el rostro, la noté preocupada.
- Tu abuela era una mujer fuerte - dijo. Acariciaba una bola de barro con cuidado, apretándola con delicadeza, delineando las curva de un cuerpo que no acababa de nacer - era una mujer extraordinaria y comprendo que la extrañes. Pero ahora, debes decidir que debes al pasado y que buscas en el futuro. El presente está a tus pies, hecho escombros. Decide que conservar y arrojar lejos.
Siguió apretando la bolsa de arcilla. La vi tirar de ella, estirarla, acariciarla con los dedos abiertos. Y de pronto, la arcilla pareció florecer, crecer, convertirse en una provocación y una promesa. Cuando me extendió la pequeña máscara, no la reconocí. Era una mujer joven, de ojos grandes y tristes. Los labios apretados.
- Ven a romperla cuando te hayas liberado de ti misma - murmuró. Apreté los labios para no llorar. Aun no supe si logré hacerlo.
La tormenta aúlla en la noche. Palpita en la oscuridad. La lluvia se enreda en el silencio, cada vez más abundante, plateada y olorosa. Y despierto, temblando, los ojos muy abiertos, las manos apretadas contra el pecho. El sonido de la lluvia parece llenarlo todo, crecer a mi alrededor.
Abro la ventana. La ráfaga de lluvia me golpea el rostro. Tomo una bocanada de aire, impregnada de las historias del viento, del fuego del rayo y el poder del sonido del trueno. Cuando corro al jardín, estoy llorando. Llorando como he querido hacerlo durante meses, como lo he necesitado desde el último adiós. Levanto los brazos y grito, con todas mis fuerzas. Me pierdo entre el sonido de los truenos, el espiral de luz de los relámpagos y por un instante interminable, no sé si estoy soñando o estoy despierta. Y no me importa. Porque el dolor me abre el pecho, escapa de mi, me desborda, me supera. Y es dolor radiante, del de todos los recuerdos perdidos, de entre todos los sueños rotos y el temor. Siempre el temor. Caigo de rodillas, mirando la tormenta, y grito de nuevo y esta vez si escucho mi grito, a todo pulmón, salvaje y liberador.
Creo que estoy dormida, sobre la hierba mojada con olor a sueños, entre fragmentos de pensamientos que no llegan a completarse. Cuando mi tia E. se inclina sobre mi y me acaricia el rostro, no la miro. La paz que disfruto, allí, perdida y cansada, es solo mia. La necesito, la paladeo con tranquilidad. Ella aguarda, comprensiva, con sus grandes ojos amables, comprensivos. Finalmente, levanto la mano, buscando la suya. La encuentro extendida, cálida y reconfortante.
- Vamos adentro - murmura. Me cubre con una manta seca. Que reconfortante - ya vas a estar mejor.
Lo estoy, pienso. Caminando por el jardin que me miró llorar, pienso que puedo respirar. El pecho se me abre enorme y cuando respiro, creo que absorbo la noche y las estrellas. Que delicia, esta sensación de elevarme más allá del dolor. Mi tia me abraza, un gesto silencioso y fuerte, que agradezco más que cualquier palabra.
Tia L. no se sorprendió al verme en su taller al día siguiente. No me hizo ninguna pregunta tampoco: solo sonrió, a su manera cómplice y secreta. Caminamos juntas por su taller hacia la pequeña habitación donde colgaba sus piezas terminadas. Mi rostro en arcilla me miraba desde la pared. Lo tomó con delicadeza y lo me lo extendió. Lo sostuve, con una rara sensación de emoción y tristeza.
- Liberate - murmuró L.
El sonido de la arcilla al romperse en la habitación vacía se me pareció un poco al fragor de los truenos: un sonido hermoso y amplio, ondulante y lleno de significados. Me incliné para tomar uno de los trozos de la mascara rota. Mi ojo sin pupila me miraba flotando en ese silencio enorme de la perdida.
- Estaré bien - le dije. Me dije. Le dije al Infinito - soy libre.
Esa noche eleve los brazos hacia la noche sin Luna. El cielo opalino vibrando a mi alrededor y más allá, el consuelo de una idea que nace y se crea así misma, más allá del dolor.
En la oscuridad, la cúpula de la noche tiene un aspecto sedoso. La contemplo en silencio, las manos apretadas sobre el pecho, el corazón latiendo muy rápido. Más allá, al pie mismo del Ávila solemne, escucho el cántico de la lluvia, de la tormenta que nace en la oscuridad. Y siento una infinita sensación de felicidad.
C'est la vie.
0 comentarios:
Publicar un comentario