Hace unos días, un hombre que caminaba a unos cuantos pasos por delante de mi, tropezó y golpeó de manera accidental a un segundo. El otro, le dedicó una grosería medio susurrada y continúo caminando. El primero, se detuvo, con el rostro enrojecido de furia.
— ¿Quién coño te da derecho a insultarme? — gritó. Lo hizo en mitad de una calle concurrida, rodeado de transeúntes que caminaban de un lado a otro sin mirarlo, tratando de ignorar la escena lo mejor que podían. El segundo hombre irguió los hombros, inclinó el cuerpo. Dio un paso amenazador.
— ¿Qué mierdas…?
Retrocedí inquieta. De inmediato, un corrillo de curiosos rodeó a ambos hombros, observando con los ojos muy abiertos y desconcertados. La escena se hacía más tensa y virulenta por minutos: lo que había comenzado como un intercambio casi infantil de insultos, se estaba transformando en algo más: Uno de los hombres había empujado a otro, haciéndole caer al suelo y el otro, se había apresurado a levantarse para levantar el puño en actitud ofensiva. Me apresuré a avanzar entre la multitud, preocupada y desconcertada. Una mujer a mi lado volvió la cabeza para mirar sobre las cabezas de los que avanzaban con dificultad en la calle, y los que intentaban curiosear que sucedía más abajo.
— ¿Qué pasó? ¿Fue grave? — preguntó alguien a su lado. Ella se encogió de hombros y soltó una carcajada.
— Nah, la misma pendejada de todos los días.
Parpadee. Más abajo, la pelea parecía haber aumentado de intensidad y agresividad. Alguien comenzó a gritar pidiendo “calma” y una voz ebria se burló de él. “Esto es cosa de machos, chico, no seas maricón”. Cuando crucé la esquina, dos funcionarios policías corrían calle abajo para al parecer intentar controlar lo que parecía ser una situación cada vez más confusa. Escuché que alguien comentaba que uno de los curiosos había sacado un arma. “Ya se van a caer a tiros, pues”, concluyó con todo desparpajo.
Pensé en la situación durante horas. La imaginé desbordada, peligrosa y amenazante. Pero sobre todo, volví a sorprenderme por la aparente indiferencia de los transeúntes que caminaban de un lado a otro de la calle, de los curiosos que observaban lo que parecía ser un espectáculo callejero entre risas y más aún, esa percepción indiferente sobre la violencia. La visión de normalidad de la agresión y el ataque. Como otras tantas veces durante los últimos quince años, me pregunté hasta que punto somos conscientes de lo peligroso que resulta esa noción de la violencia normalizada, como cosa de todos los días. Parte del paisaje cotidiano.
— En realidad no es únicamente cosa de nuestro continente — me explica Jaime Aspurúa, Sociólogo Mexicano a quien conocí mientras tomaba un curso Online sobre los límites de la cultura Violenta. Una experiencia que me brindó la inestimable oportunidad de analizar el fenómeno fuera del contexto Venezolano — se trata de un fenómeno mundial que asume el hecho de la Violencia como inevitable e incluso aceptable. Se habla de la violencia justificada, de la idea del odio y el resentimiento como aspectos de la personalidad humana esenciales. Lo cual no deja de ser cierto: sin embargo, no se hace hincapié en nuestra capacidad para controlar nuestros impulsos primarios, para transformarlos en algo más constructivo.
Jaime ha dedicado buena parte de la última década a investigar la violencia en su país pero sobre todo como fenómeno a nivel mundial. Desde el resurgimiento de grupos políticos fanatizados que utilizan la violencia como expresión política hasta la noción de la violencia debida que forma parte de la cultura occidental, la idea parece asumirse como parte de una compleja red de conceptos que coinciden en aceptar a la Violencia como parte de nuestra percepción individual. Y es que la violencia está en todas partes: desde la visión deformada y edulcorada de la violencia vía series y programas de televisión, la interpretación casi poética del cine y la literatura, hasta la cultura que analiza la violencia como un impulso biológico — poderoso e indiscutible — antes que la racionalidad. Y es que la violencia — como elemento indivisible de la personalidad humana — parece formar parte de esa noción del quienes somos y cómo nos comprendemos con muchísima mayor fuerza que cualquier otro elemento intelectual.
— Es sencillo: se habla de la violencia pero no se analiza en realidad sus alcances. La mayoría de las personas creen que la violencia es una escena especialmente dura de su película favorita o el capítulo doloroso de un libro. Que pueden mirar a otro lado e ignorarla cuando no puedan soportarla. Es la consecuencia directa de haber crecido en un mundo plagado de imágenes e información. La violencia la asumimos como parte de un todo confuso de visiones de la cultura a la que pertenecemos — me dice Jaime, a través de la pantalla del Skype. Se encuentra en su oficina del Centro de la Ciudad de México y a su alrededor, hay una buena cantidad de afiches y fotografías que muestran la violencia en estado puro, como le gusta llamarle. Hay gigantografías de fotografías del reportero James Nachtwey, rostros heridos y desfigurados por la violencia. También, hay una reproducción de una imagen de Ciudad Juárez, el lugar más violento de México y quizás de latinoamérica: La ciudad tiene una apariencia tranquila en la fotografía, pero hay algo algo decididamente inquietante ese apacible paisaje rural. También colecciona fotografías de diferentes conflictos bélicos, imágenes a color de durísimas escenas de crueldad y agresión: Mujeres llorando de angustia por sus hijos muertos. Hombres de rostros cadavéricos juntos a los cuerpos de sus familias. En una ocasión, Jaime me comentó que conservaba todas esas terribles escenas de dolor con la intención de no olvidar nunca que la violencia es real, es evidente y es inherente a la historia. Aún así, no la considera aceptable. Para Jaime, la violencia es una idea que se combate, que se mira desde la perspectiva de un humanismo profundamente meditado y trascendental.
— ¿Y no es parte de nuestra cultura? — le pregunto. Fue una cuestión que me obsesionó mientras participé en el curso online donde nos conocimos. ¿Hasta que punto la violencia forma parte de la cultura como la concebimos de manera cotidiano? ¿Que tan hondo a calado la idea de la agresión necesaria, de la violencia justificada en nuestro punto de vista sobre la sociedad? Una disyuntiva que me hizo cuestionar la percepción que tengo sobre los valores éticos y morales a través de los cuales juzgamos a otras sociedades e interpretaciones culturales. Si asumo que la violencia es natural y también parte indivisible de la personalidad humana ¿Hasta que punto es controlable, medible e incluso censurable? Si asumimos la violencia como una perspectiva válida dentro de la concepción de la naturaleza humana ¿Cómo podemos censurarla? ¿Podemos hacerlo, de hecho?
Jaime piensa que sí, opinión que compartían buena parte de los participantes de la curso Online sobre el tema. De hecho, había hombres y mujeres de un buen números de lugares en conflicto participando activamente en la experiencia y para todos, la Violencia no era ni un hecho natural ni excusable. Una chica de Jerusalém insistió durante los largos debates vía Skype, que la violencia no sólo es una visión distorsionada del ideal sino que además, forma parte de esa necesidad del hombre de justificar su vanidad. Un muchacho de Sudáfrica, que contó al grupo había sufrido durante años discriminación y racismo en su país, insistió que la violencia — ideológica, social, cultural — es la contradicción a todo ideal del mundo moderno, de esa conquista contemporánea de la paz como responsabilidad social. “Somos parte de una generación que aspira a la paz como ninguna otra, porque conoce las consecuencias de la violencia, porque las analiza con mayor objetividad que antes”. Jaime le preguntó si pensaba que era así porque la mayoría habíamos sido víctima de cualquiera de sus consecuencias. No puede evitar pensar que sí, mientras el muchacho sudafricano ponderaba sobre los alcances e implicaciones de la discriminación: una forma de agresión durísima que se ejerce en numerosos lugares del mundo disfrazada de cultura y también de rasgo social.
— La violencia no es parte de ninguna cultura sino más bien, de la naturaleza humana en estado esencial, primitivo, eso es incontestable — me responde Jaime — puedes ser violento. Naturalmente puedes permitirte la agresión, la pelea, la contienda. Herir a alguien más. Pero no lo haces. Lo evitas. Lo reprimes. Lo asumes como reprobable. De manera que en realidad la cultura te contiene, te permite decidir sobre tu naturaleza esencial.
El pensamiento me obsesiona por días enteros. En el grupo del curso, soy una especie de curiosidad social. Hasta hace menos de una década, Venezuela fue considerada una especie de Paraíso utópico, donde el ideal histórico de la izquierda latinoamericana parecía haber triunfado de manera clamorosa. Los programas sociales de Chávez, las imágenes de las multitudes que le aclamaban sonrientes, la visión de un país avanzando hacia un contrato social mucho más humano, brindaron a Venezuela una especie de imagen borrosa de prosperidad. Y sin embargo, con una rapidez de pesadilla esa imagen se desplomó a medida que la Venezuela real comenzó a mostrarse en cifras: Caracas fue declarada la tercera ciudad más peligrosa del mundo y de hecho Venezuela, ocupa el escaño número diez como el país con mayores indices de violencia y agresión. Hablamos de un ámbito donde la agresión, la discriminación forman parte de una visión general del país. De una atmósfera irrespirable sobre la ideología basada en el resentimiento y el enfrentamiento social crea una atmósfera de enfrentamiento constante. La violencia en todas partes.
¿Te sientes víctima? — me pregunta Johnny, el chico sudafricano en un correo que me envía donde intenta comprender mejor la situación de mi país. Johnny me cuenta que por años, admiró al presidente Hugo Chávez, lo consideró un héroe de los pobres, un improbable paladín de un tipo de economía basada en la empatía antes que en la ganancia. Le sorprendió escuchar mis testimonios, las escenas que violenta que he vivido durante casi dos décadas. También la impresiona la imagen del país que puede entreverse en las cifras, en lo que reflejan las noticias e informaciones que rebotan en los medios de comunicación del mundo. Así que me escribe, intentando comprender. ¿Como pudo ocurrir una debacle semejante? me insiste.
¿Como lo asumo yo?
Le explico de la Caracas árida y agresiva: de la inseguridad en cada esquina, de la sensación de peligro que siempre me acecha. Le cuento sobre el discurso oficial, basado en el menosprecio y el insulto. Me responde que eso puede comprenderlo. “Por años, toda mi familia fue considerada inferior por nuestra raza. Fui discriminado en el colegio, la secundaria. Me llevó muchísimo esfuerzo luchar contra todo tipo de trabas administrativas basadas en prejuicios raciales para entrar en la Universidad” me cuenta. Le hablo entonces sobre las listas de discriminación, que el gobierno utilizó para segregar a opositores de todo tipo de empleos y recursos del Estado. Pero también le hablo de la violencia directa: la de la población armada, encerrada entre rejas. Le hablo de la cultura del insulto, de esa sensación de siempre encontrarme al borde del desastre. De que la vida transcurre en medio de una sensación de inevitable peligro.
“Sí, me siento una víctima, aunque no sé realmente de qué situación. Mi país es la consecuencia de lo que somos, así que supongo que soy una víctima de mi herencia cultural, de lo que permití pudiera ocurrir” le escribo por último. El pensamiento me desconcierta, me duele pero es cierto. Lo sé mientras lo escribo. Me abruma la sensación de esa verdad escondidas entre cientos de reflexiones, del temor al borde de quienes somos y cómo somos.
Sentada en una de las calles de mi ciudad, observo esa actividad febril de la calle, el bullicio natural de cualquier lugar del mundo quizás. Acabo de leer el correo que me envió Tida, la chica de Jerusalém. Leyó en algún lugar las noticias sobre la muerte violenta de un diputado de mi país. Inquieta, comenzó a investigar sobre la Venezuela real, amenazante. Me escribe, preocupada y además en un intento de consolarme: “Vivo en un país donde la violencia está en todas partes. No puedes evitarlo. Hay un estado de emergencia ponderado, discreto, pero siempre presente. Lo está cuando sales con tus amigos, cuando asistes a la universidad, cuando te encuentras en tu casa con tu familia. La violencia es parte del riesgo y también, de esa personalidad de la ciudad donde vivo. Pero no permito que me abata ni me aplaste. No permito que sea lo único en lo que pienso. Me enfrento a ella cada día, saliendo a la calle cuando temo no hacerlo. Viviendo lo mejor que puedo. Disfrutando cada momento. Porque la violencia existe, por supuesto. Pero también existe esa identidad humana que te salva de ella, que te permite diferenciar del bien y del mal. La capacidad de luchar contra ese dolor perpetuo. La violencia no lo es todo. Quizás la esperanza, sí.”
Pienso en las palabras de Tida largamente. Sentada, muy rígida. Con ese hábito del temor que a veces me paraliza. Miro la calle, la silueta de la ciudad, esa multitud de rostros anónimos que me rodean. Y pienso en el poder de mirar el mundo más allá del temor, de esta abrumadora sensación de inevitable peligro que siempre me atormenta. Una idea que en ocasiones me resulta insoportable, aplastante. ¿Es posible? me pregunto casi con cansancio. ¿Es posible comprender esa cualidad que puede enmendar incluso nuestra propia naturaleza?
Un transeúnte se detiene, se seca el sudor de la frente. Mira hacia la montaña de un verde purísimo, la línea extraordinaria del cielo radiante. Y sonríe. A pesar de la cacofonía del tráfico, del los rostros malhumorados que le rodean, de la hostilidad de una ciudad árida. Y es esa sonrisa, más que cualquier otra cosa — pequeña, apenas entrevista — lo que me hace sonreír también. Tal vez, me digo, la posibilidad es diminuta, pero real. Ahora mismo, una idea entre tantas, pero capaz de construirse así misma. Una forma de aspirar a la paz.
C’est la vie.
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