viernes, 30 de diciembre de 2016
Proyecto "Un país cada mes" Diciembre: Mujeres sin fronteras. Sor Juana Inés de la Cruz.
Se dice que Juana Inés de Asbaje - quien sería después la inmortal Sor Juana Inés de la Cruz - dedicaba tantas horas a estudiar que su madre debía arrancarle los libros de las manos. Enfurecida, la niña exigía no sólo leer sino también aprender, algo que no sólo preocupó sino incluso atemorizó en su familia. Tan fuerte llegó a ser ese deseo - y el valor que la niña le otorgaba - que según cuenta su biógrafo y amigo Diego Calleja Juana decidió cortarse el cabello por cada libro que no podía leer, porque "no le parecía bien que la cabeza estuviese cubierta de hermosuras si carecía de ideas." Una frase que parece resumir esa visión sobre el poder del conocimiento que la impulsó durante toda su vida. Ese afán por sabiduría que la definió mejor que cualquier otra cosa.
Porque antes de ser poetisa e incluso de tomar los hábitos, ya Sor Juana Inés de la Cruz era considerada una mujer "sabía", todo una rareza para la época y sobre todo, una idea peligrosa a la que tuvo que enfrentarse apenas comenzó a mostrar su independencia intelectual. Tal vez se debió a que llevaba a cuestas una historia familiar tan poco tradicional como escandalosa: sus padres Pedro Manuel de Asbaje y Vargas-Machuca e Isabel Ramírez de Santillana jamás se unieron en matrimonio, lo que quizás provocó que Juana comprendiese desde muy joven que necesitaba abandonar los límites de la moral provinciana en la que nació para alcanzar la ilustración que aspiraba. Una idea que la acompañó por el resto de su vida y que quizás es el elemento más reconocible de su obra.
Y es que Juana rebelde por voluntad y creadora por necesidad - comprendió muy pronto que su vocación de aprender y crecer en lo académico era un rasgo insólito que le acarrearía no pocos sinsabores. Aún así, lo celebró y atesoró por encima de cualquier otro. Durante toda su vida dio muestras de un carácter férreo que sorprendió a la corte Antonio de Toledo y Salazar, marqués de Mancera de la que formaba parte y muy pronto, fue evidente que la futura Sor Juana Inés de la Cruz no sólo era una mujer de prodigiosa capacidad intelectual sino además, un espíritu libre que sorprendía - y por supuesto, escandalizaba - a la época que le tocó vivir. Tal vez por ese motivo, sus protectores y mecenas intentaron protegerla de la mejor forma que pudieron y la que le aseguraría según los parámetros de su tiempo, la libertad para aprender que tanto ansiaba: La vida Monascal.
“Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, escribió Sor Juana Inés en una oportunidad, probablemente abrumada por el peso de la tradición y la cultura que le exigía otra cosa. Porque para Sor Juana, intelectual hasta la médula y obsesionada con el conocimiento más que por cualquier otra cosa, debió ser un suplicio esa existencia reservada para las mujeres como ella. Esposa y madre apenas rozando los primeros años de la adolescencia y después, una muerte apacible, como sombra de un marido en una cultura que le prohibió de origen, su único irreductible deseo: aprender.
Se dice que Juana llegó a decir en más de una ocasión que su afán por aprender era más un suplicio que un triunfo de la imaginación. Con toda seguridad lo creyó, exhausta en medio de la batalla contra el peso de la sociedad que soportar desde niña. Aficionada a la lectura desde niña, durante la adolescencia descubrió la biblioteca de su abuelo paterno - en Panoaya, donde la familia tenía una hacienda - y se obsesionó sin remedio con los libros. Aprendió por cuenta propia y a riesgo de castigos y recriminaciones, todo lo que era conocido en su época: para Juana aprender era un trayecto interior, una búsqueda de libertad a la que nunca renunció a pesar de la sofocante represión de su género. Desesperada por el agobio de aprender - esa insistencia intelectual insaciable que desconcertaba por su valor - intentó convencer a su madre que la enviase a la Universidad disfrazada de hombre. Cuando no lo logró, su biógrafo Diego Calleja cuenta que comprendió debía tomar los votos religiosos. "No como una forma de fe, no puedo ocultarlo" - escribió a su amigo - "sino en la búsqueda del verdadero aprendizaje."
Pero Sor Juana Inés no sólo rechazó esa noción de la mujer anónima sino que batalló contra ella con una asombrosa voluntad que aún hoy sorprende. Y aunque no fue la única mujer que luchó - y triunfó - contra la limitada visión histórica sobre lo femenino que intentó aplastar su talento y poder creativo, si es que quizás el de mayor relevancia histórica. Porque la poetisa elaboró una renovada visión sobre lo que una mujer con talento artístico, le brindó una dimensión mucho más profunda y más allá de eso, le otorgó un valor real en medio de la árida percepción sobre la obra femenina a la que tuvo que enfrentarse. Y es que Juana, abrumada por la necesidad de aprender que la acompañó hasta la muerte, decidió tomar los votos eclesiásticos no por la fe - y jamás lo ocultó - sino en la búsqueda de un espacio interior que le permitiera crear. Una razón insólita para una mujer atrapada en los límites de la tradición pero que fue para ella quizás el único camino viable para construir una idea profunda sobre sí misma.
Convertida en Sor Juana Inés de la Cruz, fue evidente que la poetisa en ciernes estaba más interesada en su obra - esa rasgo de egocentrismo imperdonable para la fe - que en cualquier otra cosa. Buscó quizás el resquicio que le permitiera construir su propia manera de ver el mundo, quizás sin lograrlo verdaderamente. Y es que Juana, prodigio y con esa libertad interior de los fuertes, decidió pasar de la tutela del padre y el marido a la Dios, quizás en esa época mucho más exigente y dura. Encerrada detrás de los barrotes del convento, Juana no encontró paz — quizás no la encontraría en ninguna parte, sino la posibilidad de ordenar las piezas de su propia inquietud, esa tan duradera y dolorosa que la hizo distinta desde muy niña y que la transformó en una mujer atormentada después.
A pesar de eso, para Juana el conocimiento era una forma de lucha. Enfundada en el hábito encontró en la religión un atajo al mundo de las letras, por completo masculino e intentó construir a partir de la inocente percepción de la mujer sometida a la religión, un camino propio hacia la erudición. Al principio, no lo logró. Al llegar al convento, fue enviada a la cocina porque según la Madre Superiora de la Congregación, su inteligencia no era asunto de nadie más allá de su confesor. Con todo, Juana no cejó en el empeño y continuó esforzándose hasta que su obra trascendió los límites del hábito y sorprendió al mundo literario, para quien el talento de Juana - esos extraordinarios versos de impecable belleza y conmovedora fuerza - era de todo insólito en un mundo donde la mujer carecía de rostro y toda cualidad. Desde las paredes de la Orden de San Jerónimo, deslumbró no sólo por sus verso precisos, pulcros y llenos de sensibilidad sino por el poder de su inteligencia, impensable en una mujer, asombrosa para una mujer de la Iglesia. Una y otra vez, Sor Juana Inés demostró el valor de su lucha callada y paciente por la creación. El poder de la perseverancia en un mundo que insistía en infravalorar su contundencia.
Se cuenta que Sor Juana Inés no era religiosa, sino más bien escéptica. Que encontró en las palabras la fe perdida que ningún eclesiástico supo brindarle. Como si la literatura pudiera consolar cierto vacío existencial que sufrió desde el aislamiento, esa soledad del intelectual que debe enfrentarse al prejuicio y a la restricción como una forma de vida. Juana, más que otra cosa, fue una artista atrapada en una época donde la mujer no podía utilizar el arte como espejo. Un espíritu moderno en medio de la frontera de la tradición a la que nunca se doblegó. Hija natural, culta y hermosa, sin vocación por el matrimonio Juana fue una mujer "sabia" en una época donde era un pecado serlo y quizás su obra - esa mirada delicada, humorística, barroca, profunda que la hace inolvidable - sea su máxima forma de rebeldía. Un reflejo minucioso de la vida que aspiro y que sólo pudo tener a medias. Una forma de creencia tan antigua como dolorosa: El amor imperecedero por la capacidad para la creación.
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